Capítulo 33


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¿Marco aquí? Cierro y abro mis ojos una y otra vez en menos de un segundo. No, no lo estoy imaginando. Él está aquí. Siento estrujar mi estómago y sudar mis manos. Reacciono rápido y doy dos pasos hacia atrás para huir lo más pronto posible de aquí y quizá empezar una nueva vida en Alaska.

—Ni lo intentes —dice sin apartar los ojos de mi novela—. Entra.

Mi juicio final.

Da dos golpecitos con la palma de su mano al espacio vacío que hay a su lado. Quiere que me siente junto a él. «Oh, rayos». Avergonzada, recuerdo que parte de mi pared está tapizada con mensajes que me envió él: Felicitaciones de cumpleaños, Año Nuevo y más. La cuarta parte de mi habitación es un santuario dedicado a la vida y obra de Marco.

Me apresuro a intentar arrancar todo.

—Es tarde, ya lo vi —dice él, de pena—. Siéntate, Vanesa.

«¡No, no quiero morir!», pero, por costumbre, hago lo que me pide.

Despacio, me siento a su lado y miro detenidamente lo que sostiene en sus manos. Es la carpeta que Nicole le entregó con mi novela; la subrayó con tres colores diferentes de resaltador y escribió notas tipo: «Interesante», «preguntar más tarde», «pedir a Vanesa ampliación del tema». Es oficial, me quiero matar.

No dice nada de inmediato. Parece entretenido con lo que lee, o relee, porque la parte que tiene su atención ya la había marcado. Yo espero... espero... No quiero ser la primera en hablar. Quiero saber qué actitud tiene él.

—¿Por qué no me dijiste nada sobre esto, Vanesa? —pregunta, todavía leyendo.

Me encojo de hombros.

—¿Cómo? —respondo e intento imitar un encuentro casual entre nosotros—: «Buenos días, jefe, ¿le sirvo más café? Por cierto, le quiero contar que estoy escribiendo una porno novela sobre usted».

—¿Porno novela? —pregunta sin alterarse nada—. Pensé que era literatura erótica.

«Oh, mi Dios». Por fin alguien lo entiende. Lo abrazaría de no ser contraproducente.

—Sí, eso.

—Igual me hubiera gustado saberlo por ti y no por otros.

¿Y qué decir a eso?

—Yo... yo pensé que le molestaría —digo, tentativa. Y es que no se ve molesto, pero tampoco parece contento.

—No me hace feliz, te lo aseguro —responde, cambiando de página.

«Oh, mierda». Me pongo de pie y me vuelvo en redondo hacia él.

—Yo... lo lamento —titubeo—. Sé que lo que escribí es una falta de respeto. No debí...

Marco aparta su mirada de la carpeta y, por primera vez desde que llegó, me mira a los ojos:

—No me has entendido. No me molestó que escribieras esto, Vanesa, sino el cómo.

—¿Que lo hiciera a escondidas?

—Sí, eso también, pero hay algo más.

—¿Qué?

No lo entiendo. Quiero que me reclame de una vez por todas y termine con esta tortura, pero no, Marco, paciente como es, detiene su lectura y con sus largos y elegantes dedos regresa algunas páginas hasta detenerse en la mitad del primer capítulo:

—Lo leeré textual —dice y se aclara la garganta—: «Sé que no soy suficiente para él, no tengo su estatus ni luzco como esas tipas con piernas largas que parecen jirafas disfrazadas...» —Me mira molesto y después continúa leyendo—: «Yo soy una mujer promedio. Me reconozco guapa, pero no lo suficiente como para ser tomada en cuenta por Carlo...» Hasta hoy me entero de que lees mentes, Vanesa —termina.

—¿Leer mentes? —pregunto, azorada.

—Es eso o asumes que no te considero «suficiente».

Paso de sentirme avergonzada a perder la calma.

—Me ignorabas —le reclamo—. De hecho, no estaba completamente segura de que supieras que existía o si era solo un fantasma que se paseaba por Grupo M en falda.

Es la primera vez que le hablo así a mi jefe.

—Pero ¿por qué te comparas, Vanesa?

Aún está sentado en mi cama. Yo, por el contrario, camino de un lado a otro tratando de esquivar sus «balas».

—¡Ese no es el punto! —exclamo, frustrada. «¿Cómo explicarle?»

—Sí lo es. Y ese es el problema contigo y muchas mujeres: se miden entre ustedes y asumen que saben lo que un hombre prefiere.

—¿Qué nosotras asumimos? —río, nerviosa—. Discúlpame, pero no creo que la mayoría de hombres prefieran a Melissa McCarthy sobre Angelina Jolie.

Marco se muestra escéptico:

—No sé quién es Melissa McCarthy, pero, sí, estoy de acuerdo en que la mayoría prefiere a Angelina Jolie.

—¡Ves! —A eso me refiero—. ¿Entonces cuál es el...?

Se pone de pie, interrumpiéndome... y camina despacio hacia mí.

—Pero otros preferirían a Megan Fox sobre Angelina Jolie, o a Nicole Kidman sobre Megan Fox, o a Halle Berry... No sé muchos nombres de actrices, pero te puedo asegurar que no todos consideramos «la más guapa» a la misma.

—Pero ¿qué tienen en común todas ellas? —digo, sintiéndome intimidada por su cercanía—. Son increíblemente atractivas... y la mayoría de nosotras no somos así.

—¿Y para qué quieres ser una de ellas si eres increíble siendo tú misma?

«Dios».

Empiezo a balbucear.

«¿Yo mis...?»

—¡P-peero tú no ves más allá de un par de piernas largas! —insisto.

Marco piensa detenidamente lo que siguiente que va a decir.

—Si eso es así, ¿entonces por qué me enamoré de ti? —suelta y mi boca cae abierta. «¿Se enamoró de mí?»—. Y con esto no quiero decir que tú no tengas unas piernas increíbles. Créeme, soy plenamente consciente de que te «paseas» por Grupo M en falda. —También está balbuceando.

Pero yo sigo concentrada en su primera declaración.

—Dices que tú...

—Sí —repite, como si admitirlo le aliviara—. Y te diré por qué: Tú haces que todos mis días sean buenos. Desde que llego a la oficina tienes todo listo. Tú...

—Eso lo hace cualquier mucama.

—No —niega—. Una mucama arreglaría mi oficina y tendría listo mi café. Y solo eso. Pero tú, Vanesa, te encargas de que ese café tenga la cantidad de azúcar exacta.

—Yo...

Quiero entenderlo.

—¿Cuánto tiempo te llevó saber cómo me gusta el café?

—No lo sé, yo... —De nuevo evado su mirada. «¿Por qué me pregunta esto?»—. Los primeros días esperé a verte sorber un poco y te escuché opinar qué tal estaba. ¿Qué tiene que ver eso?

Él asiente.

—Recuerdo que alguna vez dije: «No tengo los mismos gustos que mi padre, yo prefiero el café negro, pero este está bien»... ¿Y qué hiciste?

Lo pienso un poco.

—Compré café negro.

—¿Yo te lo pedí?

Niego con la cabeza.

—Ahora explícame por qué después de mi primera semana en Grupo M mis platos de comida dejaron de llevar arroz.

Me encojo de hombros.

—Porque siempre lo dejabas en el plato. No te gusta.

—Fue otra cosa que yo no te pedí que hicieras —dice, pensativo—, pero antes de que repitas: «Eso solo me hace una buena mucama», hablemos de cosas más puntuales. ¿Por qué llegas temprano a Grupo M todos los días?

—Para que todo esté listo cuando llegues.

—¿Yo te lo pedí? —pregunta y de nuevo lo niego—. Tu horario de entrada es el mismo que el de tus demás compañeros. Ahora di por qué me envías un taxi cada vez que me estoy cayendo de borracho.

—¿Acaso no es obvio?

—Recuérdame cómo empezó eso —demanda.

—Fue una vez que me escribiste... Yo deduje que estabas borracho y te pedí que no condujeras en ese estado... y te dije que iba a enviar un taxi.

—¿Yo te lo pedí? —pregunta y lo niego otra vez—. Y se nos hizo costumbre. Después está el asunto de encargarte de alejar de mí a tipas irritantes.

—¡Eso sí me lo pediste! —le recuerdo, ofendida.

—Porque no pensé que aceptarías.

—¡Eres mi jefe!

—Sí, lo soy, pero más de la mitad de cosas que haces por mí no están en tu contrato de trabajo. Eres una colaboradora con demasiada iniciativa.

Avergonzada, le doy la espalda.

—Ya sabías que estaba enamorada de ti —deduzco.

«¡Es tan vergonzoso!»

—No. Pero me lo empecé a cuestionar desde hace un par de semanas cuando Daniel habló conmigo. Creo que ya te había comentado eso... Desde entonces pensé día y noche en ti. Tiempo atrás, mi papá me advirtió no acercarme a ti, no perderte como asistente por proponerte algo casual. Por eso me molesta esto. —Me vuelvo para ver qué es y lo veo agitar en sus manos la carpeta que contiene mi novela—. Para ti también soy solo un idiota que busca sexo.

—¡No! —Intento quitarle mi novela, pero no me deja.

—Volvamos al capítulo uno —dice y vuelve a leer—: «Lo amo, pero sé que solo quiere sexo. Y con tal de tenerlo, aunque sea solo físicamente, aceptaré su proposición de acostarme con él. Follaré con mi jefe». Y capítulos después dices: «Ojalá me viera como algo más. Quisiera importarle de distinta manera...».

—¡Basta!

Quiero llorar.

—Tú lo escribiste, Vanesa —protesta—. En esta novela me etiquetaste como un cabrón que solo te quiere para follar.

—Pe-Pero en algunas en partes estamos enamorados —Trato de que no suene estúpido decirlo. Trato.

—«En algunas partes» —repite él—. Dudas de mí en toda la historia. De hecho, en el último capítulo soy un imbécil que te abandonó a ti y a nuestro hijo. —Me sorprende lo mucho que le lastima.

—¡Porque quería que mis lectores...!

—¡Porque esto no es una novela, Vanesa! —me interrumpe, molesto—. Al menos no para mí. Esto es una confesión.

—¡No!

—Sí, lo es. Porque antes del último capítulo solo leí situaciones que tú y yo vivimos, pero que terminan distinto. —Su voz se suaviza un poco, apenas—, que terminaron como hubieras querido. Yo poniéndote atención, yo considerándote la mujer más bella del planeta, yo haciendo de menos a Nicole... Aquí leí lo que jamás me dijiste. Porque, más que leer sobre tú y yo teniendo sexo —Vuelve a agitar la novela en su mano—, leí lo que opinas de mí.

—No pienso que seas un mal hombre —Lo digo como disculpa.

—No, pero dudas de mí, y créeme que no te culpo.

—Me ignorabas —repito, lo mismo lastimándome.

Vuelve a acortar la distancia entre nosotros:

—Mi papá me lo pidió, y también lo consideré prudente... pero me duele que creas que de acercarme a ti lo haría solo para pedirte tener sexo sin compromiso.

—¡No, eso es una novela! —Cubro mis ojos con las manos, pero Marco las aparta para que otra vez lo mire a la cara.

—En este punto creo que los dos dudamos sobre qué es real y qué es mentira.

—Marco...

—¿Qué quieres de mí?

—Yo...

—¿Por qué no lo dices? —Lo súplica.

—Yo...

—Dilo.

—Es que...

—Solo dilo. —Su voz ahora es un susurro—: Di que me amas, Vanesa. Di que quieres que te vea como algo más que una noche casual. —Coloca sus manos alrededor de mi cintura y me acerca más a él. «Cielo santo, ¿estoy soñando?»—: Di que tienes miedo de que te aleje de mí después de acostarme contigo.

«Sí que leyó con atención la novela».

Relamo mis labios.

—Yo...

—Aunque ya me acosté contigo... Pero di que necesitas que esta vez sea diferente. Pídemelo.

—Es que...

—Por eso negaste lo que sucedió la otra noche. Tienes miedo porque me crees un cretino.

Otra vez me alejo de él:

—¡Es que eso has hecho con otras!

—¿Acaso no estabas poniendo atención? —inquiere, irritado—. ¡Ellas no tienen la menor idea de cómo me gusta el café! ¡No les importo! ¡Y, en definitiva, no las buscaría de saber que escriben una novela sobre mí! ¡Pero, vine a buscarte a ti!

—¿Y qué soy yo para ti?

—Eres... Eres quien me conoce mejor. Eres quien más se preocupa por mí. A ti te importa mi opinión. Te importa. Eres... lo mejor que tengo en la vida. Eso le haces decir a mi personaje en el capítulo cinco y estoy de acuerdo.

—No digas eso —lloro.

—De verdad estoy de acuerdo. —Vuelve a sonreír.

«No digas eso ahora que tengo a Armando Calaschi».

—¡A todos les importo un carajo! Pero tú... tú me haces sentir mejor. Me ayudas a olvidar lo malo. Tú me haces creer que valgo. Tú misma lo crees... lo crees. No es el café, no es el arroz, no es ese taxista que me envías... Eres tú tratando de hacer mi vida mejor. Eres mi café con la cantidad de azúcar exacta. Suena estúpido —ríe—, pero eres el azúcar.

—No tienes idea.

—Y perdóname...

—¿Por qué?

—Por no haberme dado cuenta antes —explica—. No te merezco. —Una vez más, echa un vistazo a mi novela—. En esta historia describes mil razones por las que no «estás a mi altura», pero soy yo quien no te merece. Y permíteme insistir: sería incapaz de proponerte sexo casual. No hablo por quien era yo antes, de ahí las dudas, pero sí por quien te mira ahora... Para mí tú vales mucho más que eso. Y, por cómo van las cosas, el resto de mi vida lamentaré no demostrarlo a tiempo.

—Marco...

—Y por eso me enoja que en tu novela nuestra relación haya empezado de esa manera o no dejes de compararte.

—Marco...

—Porque tú me haces feliz sin necesidad de ser Nicole Kidman o Halle Berry.

—No...

—Porque, a pesar de todo, me siento afortunado por inspirarte a escribir esto. No de la manera que quisiera. —Vuelve a reír con nerviosismo y continúa hablando con sus ojos brillando, feliz—, pero sin duda levantas mucho mi autoestima describiéndome como... —Busca otra página—: «El mejor hombre que podría existir».

—Es que eso opino de ti —respondo y lo dejo abrazarme. Prácticamente se aferra a mí, como si temiera que huya.

Porque duele.

Duele no poder declararme como lo acaba de hacer él.

¿Se refiere a sin pena?

Aquí es una expresión que significa "Despreocupado" o "Relajado". Se puede poner eso, si te parece bien.

...

En la cocina yo preparo café mientras él rebana un pastel que mamá dejó en el horno.

—¿De qué es? —pregunta, curioso.

Me encojo de hombros: —No preguntes, es mejor no saber.

Estamos más tranquilos. Y para hacer las paces le ofrecí un café. 

Marco sonríe. —Tú mamá es única. Cuando llegué me ofreció un batido.

—Ay, no, ¿a ti también?

Él ríe: —No estuvo mal. Creo que era piña con brócoli, o algo así. Dijo que me ayudará con las toxinas.

Por Dios, mamá...

Ambos tomamos asiento y refaccionamos tranquilamente en el desayunador. Desde aquí podemos ver los obsequios que han enviado a nuestro bebé ficticio.

—¿Cómo saldré de esto? —pregunto en voz alta.

—Saldremos —dice Marco después de dar un sorbo su café—. No estás sola en esto. Somos los dos.

Le agradezco y también bebo un sorbo de mi café.

—Entonces... asumo que no hay bebé —dice él.

Miro a Marco sin comprender:

—¿Cómo?

—Es que por un momento pensé... —Luce un poco avergonzado—. Ya sabes, por lo del otro día.

Ay, no. ¿Acaso intento olvidar eso por negación? Y es que la verdad es que no tengo idea si hay o no hay bebé.

—No, no hay —digo, confiando en mi suerte y creyendo que eso es lo que quiere escuchar Marco.

Pero el da otro sorbo a su café para esconder su reacción detrás de su taza. Y por eso no advierto si está feliz, enojado, desilusionado o confundido de que no existe el bebé. 

—Habrá que deshacernos de todo esto, entonces —dice, controlando sus emociones y echando un vistazo a todo. 

—Aún si hubiera bebé esto es para cien bebés. No lo necesitamos. 

—Pero sí algún orfanato —propone él.

—Sí... —digo, triste—. Cuando todos sepan la verdad será mejor decir que, a pesar de todo, lo que enviaron fue de mucha ayuda para quienes si lo necesitan... Entreguemos todo. 

Marco se pone de píe y busca entre las cosas que le enviaron al bebé. Me pregunto qué está haciendo hasta que lo veo hacerse de una bolsa que está preparada como un obsequio.

—Todo menos esto —dice y coloca la bolsa a su lado cuando regresa a su asiento. 

—¿Qué es? —pregunto, mirando con interés la bolsa.

—Una tontería —responde Marco, avergonzado.

No, no lo es. La bolsa está adornada con un hermoso lazo color celeste. ¿Acaso es...

—Quiero ver —digo.

Él niega.

—No —dice alejando de mí la bolsa, pero yo me apresuro a intentar atraparla—. ¡Vanesa, basta! —me regaña Marco y coloca sobre su cabeza el obsequio.

—Quiero ver —exijo.

—¿Por qué?

—¡Porque soy curiosa!

Necesito ver. 

—Esa no es justificación para...

Otra vez intento coger la bolsa pero Marco es más rápido que yo. QUIERO VER QUÉ ES. 

—No tiene importancia —dice él.

Sin embargo, se apiada de mi tortura y por fin me entrega la bolsa.

—Está bien, mira... pero no te rías.

Lo miro sonrojar. 

—Déjame ver si entiendo —digo—. ¿Temes que te juzgue cuando fui yo quien expuso sus sentimientos en una novela? —me río irónica. Marco sonríe y espera paciente a que yo abra la bolsa—. Igual no te rías —repite.

¿Por qué habría de reírme? 

Busco dentro y saco un gorrito, un body, guantes, escarpines... creo que así les dicen a los zapatitos para bebés. Todo es color blanco y está finamente bordado... 

Marco compró esto para el bebé. Contengo mi aliento al mirarlo. 

—Pasé por ahí... —dice Marco, desanimado—. Los vi en una vidriera y pensé... —su voz trepita— No importa, dices que no hay bebé... Pero está bien, supongo que es mejor que no haya bebé —Él mira fijamente los escarpines que compró para el bebé. Aún no advierte que mis ojos se llenaron de lágrimas. Él. Compró. Esto. Para. El. Bebé. El hombre al que acusé de ser un mal padre—. No es un momento prudente para tener a un bebé...

Él busca mi mirada pero yo me apresuro a ponerme de pie para servirnos más café. Él compró... Dios, ¿por qué? Siento un nudo en la garganta.

No llores, me digo, no ahora. Él... No, no pienses en eso. Inhalo. Exhalo y parpadeo muchas veces para alejar de mis ojos más lágrimas, después vuelvo a ocupar mi asiento.

—No, no es un momento prudente para traer al mundo a un bebé —digo.

—¿Estás bien? —me pregunta Marco.

Al parecer no disimulo muy bien.

—No, tuve un día pesado —Lo que es una mentira a medias. 

—Yo también —Marco toma mi mano—. Hasta una tía que no veo en años me llamó para pedirme no ser un padre desnaturalizado.

—Lo lamento...—Me echo a llorar sin poderme contener. ¡Él compró ropita para el bebé! ¡POR QUÉ!

Marco me ofrece una sonrisa amable y me dice que todo estará bien. Yo niego y meto de vuelta a la bolsa la ropita del bebé. Todo excepto un escarpín que discretamente escondo en uno de mis bolsillos.

—¿Cómo te fue con tu papá? —pregunto para tener algo de qué hablar.

—Bien, supongo. Ya me considera mal empresario. Ser "mal padre" debe ser sólo parte del paquete.

—No eres mal empresario.

—Él dice que no lo he superado.

Este tema me pone tan molesta.

—Marco, sólo has estado un año a cargo —le recuerdo—. Mantener estable una empresa es un gran logro para un novato. Sólo imagina que si hoy es así, en unos años, superarás a tu padre.

Marco me mira con ternura y se limita a decir:

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por creer en mí... —Esta vez me mira con gratitud y hago todo cuanto puedo para que mis ojos no se vuelvan a llenar de lágrimas.

—Eres mi roca, Vanesa —dice y otra vez siento un nudo en la garganta. 

Pero nos interrumpe el sonido de mi teléfono. Lo saco de mi bolsillo y miro quién llama. Armando. Debo contestar...

—Hey —digo.

—Llamaba para disculparme —dice él.

Otra vida que destrocé...

—Sí, sí... no hay problema.

Marco se sirve otra rebana de pastel en lo que yo termino de hablar.

¿Todo salió bien con tu mamá?

—Aún no hablo con ella... Salió. No está en casa.

Ah, ¿y qué haces?

Miro furtivamente a Marco. Di la verdad Vanesa, me digo.

—Marco vino a hablar —digo y espero. Nada. Sólo silencio. Sigo esperando a que Armando diga algo...

Mis ojos vuelven a buscar a Marco. Él ahora me está mirando. Es imposible que no advierta que se trata de Armando.

—Ya veo. Te llamo al rato, entonces.

—Como prefieras —digo.

Como tú prefieras, Vanesa —puntualiza.

Algo me dice que la cagué otra vez. Suspiro. 

—O podemos hablar ahora... —me disculpo, mirando apenada a Marco. Pero él me hace un gesto de "No te preocupes" y se pone de pie. Se va.

Mejor te llamo mañana —dice Armando.

Y sin decir más, cuelga.

Marco no pregunta más nada. Coge del desayunador el obsequio que le trajo al bebé y yo lo acompaño a la puerta. Salimos del apartamento pero él no quiere que lo acompañe más. 

—Hay frío —dice, acariciando mi pómulo izquierdo—. Regresa a tu cama y descansa. Es justo y necesario.

—Tú también ve directo a tu apartamento —le pido—. No... no bebas.

Él sonríe pero es una sonrisa triste: 

—No te preocupes por eso. Se lo prometí al bebé... Le dije que por él ya no bebería... Pero como no hay bebé.

—¡Marco!

Él niega con la cabeza y ríe:

—Pídemelo tú —dice.

—¿Qué cosa?

—Que no vuelva a beber.

—No vuelvas a beber —Mi voz suena más como una súplica.

—Está bien —dice él y se acerca hasta quedar a pocos centímetros de mi temblorosa boca. Pero se devuelve sin besarla—. Descansa, Vanesa —se despide y se aleja llevándose con él el obsequio que trajo.

Entro de nuevo al apartamento y cierro la puerta... 

Ya a solas, saco de mi bolsillo el escarpín que furtivamente guardé. Lo miro... Lo acaricio y lloro sobre él.

Sé que me merezco todo lo que me está pasando, pero créeme que lo estoy pagando. 


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