IV. Night.
Dentro de la mansión Devereaux, el paso del tiempo parecía más lento.
Aún se sentía confuso entre tantos lugares desconocidos, por lo que sus primeros días allí, el rubio pasó siguiendo de un lado a otro a Daniel, evitando a toda costa encontrarse con el alfa.
No era que le tuviera miedo, era que se sentía... extraño.
Desde que se perdió en medio de la fiesta, abrumado por la multitud, llena de aromas desconocidos y que empezaban a causarle un agudo dolor de cabeza.
Buscaba con su mirada la figura alta de Daniel, rogando silenciosamente que, al menos esta vez, él lo encontrara.
Tenía miedo. Tanto miedo, que comenzaba a marearse. Era la primera vez en años que estaba tan rodeado de gente desde que escapó de ese infame lugar. Inevitablemente, los recuerdos de aquellos años llenaron su mente abrumada, y salió huyendo del lugar.
Recordaba haber permanecido encerrado en oscuridad con un vaso de sangre rancia sacada de algún lugar que desconocía. Recordaba ser sometido por la imagen de sus padres muertos, aún cuando sabía que no eran reales, atándolo con cadenas invisibles para obligarlo a meterse en la cabeza de otros vampiros hasta que se vieran reducidos a nada.
Recordaba, escasamente, las caras asustadas de quienes lo miraban mientras se veía forzado a no llorar cuando controlaba a esa gente, recordaba figuras extrañas que le ordenaban usar sus poderes como manipulación, y de cómo, de alguna forma, se liberó de aquellas atroces ilusiones, logrando escapar de la pesadilla.
Negó con la cabeza, finalmente sintiendo frías gotas de agua mojando su cabello rubio, respirando un poco de aire fresco y logrando calmarse.
Ya no estaba allí. El clan Nightshade fue reducido a cenizas. O así se lo había dicho Daniel.
Y quería creerle. Juraba que quería confiar en cada palabra.
Pero alguna parte de sí, sentía que volvería a ser utilizado. Alguna parte de sí, creía que quizá hubiese sido mejor que Daniel nunca lo encontrara ni le salvara la vida. Así no hubiera tenido que destruir la de los demás bajo el control de Velmont. Así no hubiera sentido que estaba maldito por tener esa clase de poderes.
Antes de que pudiera seguir con su línea de pensamiento, escuchó pasos acercándose, pasos con una carga emocional demasiado fuerte para sus agudos sentidos. Maldijo silenciosamente, habiendo estado tanto tiempo perdido en su mente que se dió cuenta demasiado tarde de la otra presencia, por lo que, sin más opción, terminó escondiéndose en una de las columnas de piedra del balcón.
Lo siguiente que supo fue que todo su campo de visión había quedado reducido al vampiro frente a él, tan ajeno al mundo que no fue capaz de notarlo.
Con sus ojos negros perdidos en el horizonte y expresión atribulada, el alfa lucía extremadamente afligido, y Gabriel sabía que podría sentir las miles de emociones del pelinegro y saber el por qué de ellas con solo mirar directamente a sus orbes como la noche.
Sin embargo, no quiso hacerlo.
Lo observó silenciosamente quién sabe por cuánto tiempo, absolutamente hipnotizado por todo en él. Su alta figura, su olor, que penetraba en sus fosas nasales, su cabello azabache y sus ojos.
Quería saber qué era lo que escondían esos ojos oscuros. Y, a su vez, quería huir.
Así que básicamente, fue lo que intentó hacer, retrocediendo lentamente para salir por la puerta. Naturalmente, no esperaba que sus pies se enredaran en un momento tan inoportuno, ni mucho menos esperaba caer al suelo. Antes de que pudiera ponerse de pie, el pelinegro ya estaba frente a él, extendiendo su mano para ayudar.
No pudo hacer más que gritar estruendosamente y salir corriendo en busca de Daniel.
Afortunadamente, tras unos cuantos metros, se chocó contra el cuerpo del beta, aferrándose a él con todas las fuerzas que le quedaban. Había olvidado por completo que el castaño le había advertido de su pobre condición. De hecho, Daniel le dijo que estaba sorprendido de que aún siguiera vivo después de haber estado en tan pobres condiciones, mas aún al ser un vampiro recién convertido.
—Ven conmigo.—Indicó por encima de su cabeza, llevándolo por pasillos indistinguibles de la mano hasta llegar a alguna recóndita recámara y empujarlo suavemente hacia ella, inclinando su muñeca hasta la boca del omega, haciendo que el rubio mordiera, tan suavemente que apenas se sintió como una caricia. Mientras bebía, la mente del ojiazul se mantenía en la imagen de unos momentos, con esa ligera brisa dándole un aire de ensoñación al vampiro de cabello azabache.
Y, por supuesto, se esforzó por evitarlo desde que se lo volvió a encontrar, específicamente porque, al beber su sangre, fue como si un interruptor hubiera sido encendido en su interior. Quería más de esa sangre perfecta, lo suficientemente espesa que rodaba en su garganta como la miel, causándole más de una sensación desconocida y que no estaba dispuesto a ponerle nombre.
Además, la mirada predadora del alfa le daba una sensación de irremediable pánico, como si fuera capaz de comérselo de varias maneras distintas, como si lo viera como una presa esperando ser devorada por él.
Aún así, no pudo evitar querer quedarse, quizá atraído por el sabor de su sangre o por sus aires misteriosos, así que, aunque trataba de estar lejos, siempre terminaba rondando cerca de la que el pelinegro había dicho que era su oficina, pululando cerca de ella sin atreverse a entrar.
Dos semanas después de repetir la misma rutina, en la que se escondía detrás de Daniel si August se acercaba y luego rondar cerca de su oficina para desaparecer nuevamente de la vista del alfa.
Sorpresivamente para él, el pelinegro tampoco había presionado al omega, y estaba respetando su espacio. Se preguntaba si Daniel tenía algo que ver en ello. Después de todo, el castaño sabía casi todo sobre él, así que no le extrañaría saber que el beta intercedió para protegerlo. La idea envió una sensación cálida hacia su pecho.
Una madrugada, cuando se dispuso a regresar a la que ahora podía considerar su habitación, la enorme puerta amaderada de la oficina de August se abrió, dejando ver a un pelinegro con expresión cansada y un par de lentes negros encajando perfectamente en su rostro. Se congeló en su lugar, aunque no por voluntad propia. Sintió algo trepando por su cuerpo y aprisionándolo casi delicadamente. El pelinegro sonrió ampliamente, sus ojos como la noche volviéndose de color sangre mientras movía un dedo y el omega fue arrastrado suavemente por un conjunto de sombras que lo llevaron hacia la oficina del alfa.
—Vaya.—Fue lo que escuchó al pelinegro murmurar mientras cerraba la puerta y encontraba su mirada azul.
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