🩸Capítulo 5. Melancolía
Pasado...
Lazarus Solekosminus no era propenso al apego. Como el detective que era, debía poseer una fortaleza emocional por encima del promedio y, por ende, no encariñarse con nadie le servía como un seguro. Presenciaba la muerte y la tragedia día con día, era amenazado constantemente por aquellos a los que ponía tras las rejas. Un ser amado era inconcebible para alguien en su posición.
Ya había perdido seres queridos en el pasado... Y no planeaba repetir la experiencia.
—Vas tarde, Lazarus —dijo la voz de Lucas, uno de esos seres queridos que había perdido y cuya muerte su mente se rehusaba a aceptar.
Lazarus caminó de manera pausada a lo largo de un amplio y extenso corredor de pisos de mármol tan pulidos que, de no ser un vampiro, podría ver su propio reflejo en ellos. Se hallaba en el Ministerio Malsano Sobrenatural, el mismo sitio donde se redactaron las Leyes Malsanas Sobrenaturales y donde se llevaban a cabo todo tipo de asuntos jurídicos para cumplir con las normas.
—No tengo prisa —aseguró a la visión de Lucas, sacando su cajetilla de cigarros y tomando uno.
Él no fue al ministerio por algún pendiente, sino que había ido a encontrarse con una vieja amistad que se entretenía atestiguando juicios de criaturas sobrenaturales que cometían actos ilícitos.
—No creo que puedas fumar aquí —señaló Lucas.
Lazarus lo ignoró y continuó con su camino, subiendo por unas largas escalinatas que llevaban al ala este del ministerio, el sitio donde se hallaba el departamento del Vampiro Enamorado del Amor, el sindicato de Verdugos y, hasta el final, las salas de jurados. Se detuvo ante dos amplias puertas de caoba negra, custodiadas por un vampiro y un licántropo de aspecto rudo.
—No puedes fumar aquí, Solekosminus —reprendió el vampiro, un Verdugo por su abrigo negro y la guadaña plateada en su espalda.
Lazarus era conocido en este sitio, el gran detective de Reverse York. Algunos lo admiraban, pero la mayoría lo odiaba por sus métodos cuestionables y su mala costumbre de pasar por encima de la ley sacando provecho de su cercanía con el alcalde.
—No tenía idea —mintió y se sacó el cigarro de la boca, tendiéndoselo—. Apágalo y tíralo por mí.
Su compañero licántropo se echó a reír con nula discreción y el vampiro no se lo tomó para nada bien.
—¿Me estás provocando? —siseó.
En aquel entonces, Lazarus era más propenso a meterse en líos, a desafiar a la autoridad debido al desagrado que le producía, aunque él mismo era una especie de figura de la ley. ¿Quién decía que no podía repudiarse a sí mismo?
—Para nada —aseveró y, viendo que el vampiro no aceptaría el cigarro, lo apagó con la punta de sus dedos, aunque era un acto riesgoso para su especie, y lo metió en el bolsillo delantero del abrigo del Verdugo—. Pero tampoco tengo tiempo de sobra.
No se quedó a escuchar cómo el vampiro se quejaba o cómo el licántropo continuaba burlándose de su compañero. Los pasó de largo y abrió las pesadas puertas a sus anchas. Algunos ojos se posaron sobre él, pero la mayoría del jurado tenía la atención fija al frente, donde un prisionero con la cabeza encapuchada y las manos y tobillos esposados yacía.
Buscó con la mirada a su vieja amistad a través de las gradas. La halló rápidamente gracias a su vibrante cabellera carmesí que resaltaba entre toda la gris y negra monotonía de la sala.
Se bajó las gafas rojas que llevaba sobre la cabeza para que la alucinación de Lucas no lo molestara y se aproximó a su amiga, sentándose a su lado.
—No comprendo tu insistencia en citarme en sitios como este, Rhapsody —dijo.
Rhapsody volteó a verlo con una media sonrisa en sus labios. Era una vampira ancestral al igual que él y probablemente uno de sus vínculos más antiguos.
—Casi te pierdes la mejor parte del juicio —comentó en voz baja y lo miró de arriba hacia abajo—. Me alegra verte bien.
Lazarus no correspondió al cumplido, sino que fijó su atención al frente, donde mantenían al acusado encapuchado, sin mostrar ni atisbo del rostro que se ocultaba debajo.
—¿A quién están juzgando? —interrogó.
—Eso lo descubriremos en un instante —replicó Rhapsody y luego lo escudriñó con sus ojos dorados—. Pero mientras tanto, dime, ¿de qué querías hablar conmigo?
—Sangrilas —contestó con simpleza.
—Sangrilas —repitió Rhapsody—. He oído de ellas. Son toda una plaga en Reverse York.
—¿Tienes idea de quién pudo haberlas creado? —indagó.
El caso de las Sangrilas llevaba una semana destruyendo la población vampírica de Reverse York parte por parte. Decenas de vampiros afectados por estas flores que aparecían en sus puertas y, con tan solo tocarlas, los transformaba en psicóticos Nosferatus que los Verdugos batallaban por exterminar antes de que hirieran a inocentes. Lazarus, por otro lado, había sido puesto a cargo de la investigación para encontrar al responsable y, con suerte, la cura también.
—No he tenido el tiempo de analizarlas cuidadosamente. De hecho, este pequeño lapso de tiempo libre es lo más relajada que he estado en esta semana. El resto de días han sido un frenesí dirigiendo grupos de Verdugos en Reverse York y exterminando Nosferatus. —Entornó los ojos—. No obstante, si mis años de experiencia me dicen algo, es que estas flores parecen tener un origen... mágico.
Lazarus asintió.
—Llegué a la misma conclusión —concordó—. ¿Una bruja prodigiosa?
—Y con ánimos vengativos —añadió Rhapsody.
Lazarus estaba por continuar con la conversación, pero fue interrumpido por el juez Errabundo, quien golpeó su estrado con un mazo, llamando la atención de los presentes y pidiendo silencio.
—Daremos inicio al juicio —anunció, carraspeando—. Muestren al acusado y procederé a leer sus cargos.
El licántropo policía que vigilaba al acusado le arrebató la capucha de la cabeza con un movimiento brusco, dejando al descubierto el rostro que se ocultaba debajo. No tardaron en hacerse oír exclamaciones de horror en la sala.
—¡Demonio! —exclamó alguien en el público.
Lazarus lo examinó en cuestión de instantes. Se trataba de un demonio, de eso no cabía duda, pues con tan solo ver los cuernos sobre su cabeza era confirmación suficiente. Tenía la piel levemente bronceada y un particular cabello largo de raíces negras pero puntas de un rojo intenso que parecían naturales. No podía ver su rostro desde su asiento.
—Alaric Laith —leyó el juez con un tono severo—. Un demonio originario del Imperio infernal de Svatia, ilegal en La Sociedad Ulterior, acusado de asesinar a un vampiro.
Los presentes nuevamente se escandalizaron. Lazarus, por otro lado, hizo un disimulado mohín.
«Como si su propia monstruosidad no existiera», pensó. Todos los que juzgaban a aquel demonio eran una tanda de hipócritas.
—¿Cómo se declara el acusado? —interrogó el juez.
El demonio bufó.
—Tengo el mal presentimiento de que mi opinión no vale ni un Gargo en estas circunstancias —replicó—. Y no, antes de que lo pregunte, no tengo un abogado. Nadie fue lo suficientemente gentil como para prestarme sus servicios.
El juez se mostró irritado por su actitud retadora y burlesca.
—Lo condenarán a muerte —susurró Rhapsody.
Lazarus se inclinó un poco hacia adelante, quedando casi en el borde de su asiento. Había algo en aquel demonio que despertaba su curiosidad. Tal vez era su modo tan irreverente de ser.
—En ese caso, Alaric Laith —continuó el juez, haciendo un duro énfasis en el nombre del acusado—, ¿tiene algo que decir en su defensa?
—Déjeme pensar... Ah, claro, sí, sí tengo algo que decir —afirmó—, pero creo que a nadie le gustará oírlo. ¡No creo que sus oídos estén preparados para escuchar algo tan transcendental!
—¡Basta de juegos! —reprendió el juez—. Si tiene algo que decir, hable ahora, sino dictaré la sentencia.
Alaric se giró sobre sus talones en dirección al público y los testigos. Lazarus por fin pudo ver su rostro y quedó incluso más intrigado al conectar sus ojos con los grises de aquel demonio; era una mirada valiente, segura de sí y, lo más interesante... sincera. Poseía una honestidad casi fastidiosa, del tipo que la gente no tiende a soportar por temor a la verdad.
—Querido público, sé que ninguno me creerá por prejuicios, pero si hay alguien aquí con un poco de cerebro, puedo asegurarle que no he asesinado a nadie, mucho menos a un chupasangre —dijo, paseándose por el limitado espacio que los grilletes en sus tobillos y el policía le permitían. Hablaba con un tono tan confiado como su mirada y se dirigía a todos los presentes como si fuera el presentador de una especie de circo—. Créanme o llámenme loco, sé que saldré de aquí como un perdedor.
Lazarus volvió a escudriñarlo y utilizó sus afinados sentidos para escuchar el ritmo de sus latidos, la lentitud y tranquilidad de estos, su respiración tan estable y, en general, presentir las intenciones de aquel demonio. No estaba mintiendo y lo terminó de confirmar cuando Alaric Laith volvió a conectar sus miradas, entre todos, fue con él con quien hizo ese contacto visual tan directo y que, a pesar de su brevedad, fue suficiente para establecer una efímera conexión con la capacidad de transmitir un único y simple mensaje:
«Ayúdame».
—¡Patrañas! —gritó una vampira entre los testigos, poniéndose en pie—. ¡Él asesinó a mi mejor amigo!
—Su psicótico mejor amigo —corrigió Alaric—. Mismo que estuvo a punto de matarte a ti, vampira ciega.
La vampira, iracunda, hizo amagos de abalanzarse sobre el demonio, siendo detenida por poco por uno de los policías licántropos.
—¡Orden! —exclamó el juez, golpeando con su mazo—. ¡Es evidente que este maldito demonio no tiene defensa alguna y, aunque la tuviera, un esperpento ilegal como él no se librará de la condena de muerte!
Lazarus juraba que cualquiera con un poco de sentido común sería capaz de vislumbrar la verdad; sin embargo, ese no parecía ser el caso en esta ocasión. No esperaba mucho de monstruos prejuiciosos e ignorantes, pero, por fortuna, él no era parte de esa calaña.
Él veía las cosas con claridad. Ese demonio, Alaric Laith, no había asesinado a ese vampiro sin motivo. No mentía en su declaración, lo hizo para salvar a aquella vampira, pues el vampiro se hallaba en un estado psicótico producido por las Sangrilas y era bien sabido que cuando uno era afectado por esas flores, no existía la culpa; la mente y el cuerpo de la víctima se deterioraban rápidamente hasta convertirla en un bestial Nosferatu.
Así fue cómo Lazarus lo supo, cuando fijó sus ojos en el demonio, cuando se comunicó con una simple mirada; supo que no mentía, que él no era un asesino, sino un héroe, un salvador.
Y Lazarus... Lazarus odiaba la injusticia.
El juez estaba por volver a estrellar su mazo contra el estrado, listo para dictar la sentencia y ponerle fin al juicio, pero el detective no permitiría que el caso fuese cerrado tan fácil.
A través del tumulto, del escándalo del público que linchaba al demonio y exigía su cabeza, Lazarus se puso en pie y levantó la voz para hacerse oír:
—Alaric Laith no asesinó al vampiro sin justificación —declaró y el bullicio se calló al mismo tiempo que la atención se volcaba sobre él. El detective entornó los ojos detrás de sus gafas, haciendo contacto visual con el demonio—. Por el contrario, salvó una vida. Y puedo probarlo.
El juez no estaba a gusto con sus palabras y quiso desdeñarlas riendo de manera burlona.
—Y, suponiendo que esas pruebas existen, detective Solekosminus, ¿qué sugiere que hagamos al respecto con este demonio ilegal?
Alaric no le quitaba la atención de encima a Lazarus y viceversa. El vampiro ya tenía muy claro qué era lo que debía de hacerse, y no vaciló en declararlo con completa convicción:
—Devolverle el favor.
(...)
Presente | 5 horas para el Vórtice de Sangre...
—¿Me has extrañado, Lazarus?
Lazarus frunció el entrecejo al ver la sonrisa ladina de Alaric, esa expresión confianzuda a pesar de que tenía una pistola contra la cabeza. Nunca sentía miedo o, si lo hacía, era un experto en ocultarlo; el detective vampiro lo sabía bien, lo atestiguó con sus propios ojos cuando el demonio ponía su vida en riesgo, cuando cometía actos irracionales que solo podía clasificar de estúpidos.
«¿Tienes miedo de perderme, Lazarus?» Le preguntó en una ocasión, cuando estuvo a punto de ser asesinado por una estocada al corazón.
«Me aterra». Confesó en aquel entonces.
Lazarus barrió esas memorias y se enfocó en el presente. Alaric ya no era nada especial para él, ya no sentía afecto o aprecio, sino odio y rencor. Solo era un maldito traicionero.
—Apestas a Sangrilas —dijo Lazarus—. Dime qué es lo que planeas.
Alaric olfateó e hizo una mueca de asco.
—Tienes razón, apesta a óxido e inconvenientes. —Suspiró y luego miró el cañón de la pistola, rodeándolo cuidadosamente con sus dedos y volviendo a conectar sus ojos con los de Lazarus—. ¿No nos hemos visto en años y así es como me saludas?
Lazarus cargó la bala con un movimiento de su pulgar y colocó el dedo índice en el gatillo.
—No te entrometas en el terreno de las Sangrilas —advirtió.
Alaric chasqueó la lengua y sacudió la cabeza.
—No tengo ni la menor idea de a qué te refieres, mi querido Lazarus —aseguró con tranquilidad. No había ni un rastro de nerviosismo en su semblante.
Lazarus lo escudriñó. No parecía que mintiera, pero algo no terminaba de cerrar la pinza. En el pasado habría confiado ciegamente en esta sensación y en las palabras de Alaric, pero ahora...
—Tú conoces perfectamente cuál es el riesgo de esas flores y también sabes por qué no debes jugar con ellas —insistió—. Se desatará el caos si no son controladas.
Alaric lo miró con los párpados de sus ojos grises caídos, aunque Lazarus solo podía enfocarse en la cicatriz que atravesaba el izquierdo. Estaba medio ciego.
—Te lo reitero, Lazarus...
—Deja de llamarme por mi nombre —ordenó con frialdad.
Alaric rodó los ojos.
—No tengo nada que ver con las Sangrilas. El hedor es solo porque soy un intermediario, un comerciante, y sí, alguien transportó una caja repleta de las malditas flores, pero no tengo manera de saber quién y para qué —explicó y, volviendo a sonreír, señaló su cabeza—. Vamos, puedes hipnotizarme si quieres, así sabrás que no miento.
Lazarus frunció los labios y retrocedió un paso, bajando la pistola tan solo un poco.
—No haré tal cosa, me basta con oírte. —Conocía demasiado bien los rasgos de Alaric, su lenguaje facial y corporal, su tono de voz. No volvería a engañarlo, lo mataría antes de permitirlo.
Alaric bufó y colocó una mano en su cintura, cerca de donde se encontraba su daga de Hierro Solar, listo para desenfundarla. Lazarus no se perturbó por el acto, sabría que, de enfrentarse, lo vencería... Una vez más.
—¿Sabes? Me alegra mucho que hayas venido a visitarme. Creo que a ambos nos vendría bien reconectar con un alma afín, después de todo... —Se aproximó con pasos lentos, esos movimiento gráciles y discretos que no producían ni un sonido. Se detuvo frente a Lazarus, con su rostro tan cerca que podían sentir la respiración del otro—. Soy el único monstruo capaz de comprender hasta el punto más recóndito de tu cruel alma, Lazarus Solekosminus.
Lazarus sintió que regresaba al pasado, a un tiempo en que la cercanía de Alaric le provocaba placer y no disgusto.
—Lo sé —admitió en voz baja y severa, un tono tan gélido como sus sentimientos muertos hacia el demonio—, y eso hace que te odie aún más.
Alaric amplió los ojos y sonrió, una sonrisa maníaca que mostraba sus colmillos y traicionaba su insano estado mental.
Lazarus estaba por empujarlo, forzarlo a retroceder por el rechazo que sentía hacia esa locura, por miedo a desplomarse en la tentación de esta. No volvería a caer, no lo haría, no podía...
—¡Maldito detective! —exclamó una tercera voz.
Lazarus reconoció a Blair Bellanova y, al darse la vuelta, la encontró caminando hacia él, arrastrando los pies.
—Hijo de puta... —masculló la bruja, apartando los mechones de cabello sobre su rostro—. ¡Me dejaste varada en este sitio de mala muerte! ¡¿Sabes a cuántos imbéciles tuve que romperles las extremidades de camino aquí?!
—Apuesto que te causó satisfacción, bruja degenerada —replicó.
Blair sonrió, confirmando sus sospechas, pero poco después frunció el ceño.
—¿Por qué te ves como si hubieras visto a un fantasma, detective? —indagó, soltando una risa burlona—. ¿Acaso te asusto?
Lazarus sabía que cualquier tipo de reacción involuntaria de su cuerpo era a causa de Alaric. Después de todo, sí era una especie de fantasma de su pasado.
—Sí, eres aterradora —replicó con un monótono sarcasmo.
—¿Y tu demonio? —cuestionó Blair.
Lazarus ni siquiera se molestó en buscarlo, supo que en cuanto Alaric escuchó la voz de Blair, se había marchado sin dejar rastro. Igual que en el pasado.
—No es el responsable —respondió sin entrar en detalles.
Blair gruñó, y cuando parecía a punto de protestar, quejarse o incluso maldecir, se tensó y abrió más los ojos, mirando hacia todos lados como si buscara algo.
—Mierda... —masculló ella y se fue de ahí con pasos rápidos, sin dar explicaciones a su súbito espanto, sin decir nada más.
—¡Oye, Bellanova! —llamó Lazarus, siendo completamente ignorado.
Lazarus se dispuso a seguirla para entender qué diablos le ocurría a la bruja desquiciada, pero cuando dio un paso hacia delante, escuchó un agudo pitido en sus oídos y sintió un escalofrío recorrer su cuerpo entero. Un miedo avasallador se adueñó de él, lo paralizó y alteró su ritmo cardíaco.
Reconocía esta sensación, este ominoso presentimiento que lo hacía sentir como si se asfixiara, como si la cabeza fuese a explotarle y su cuerpo a apagarse.
—El Padre Común... —titubeó.
El Padre Común, su padre... acababa de despertar de su prolongado sueño y abandonado su ataúd.
Ya iba siendo hora de complicar un poco la trama 😈
¡Muchísimas gracias por leer! ❤️
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