🩸Capítulo 4. Aversión
7 horas para el Vórtice de Sangre...
La crueldad siempre se cobra con sangre. A menos que seas lo suficientemente astuto como para adueñarte del caos antes de que te consuma. Reverse York era un torbellino de dicho caos, y mientras algunos se ahogaban en la indecisión de este, otros se aprovechaban de él y emergían victoriosos.
Esa era la norma de los barrios bajos de Reverse York.
En dichos barrios se congregaban criaturas sobrenaturales de todo tipo, a aquellas que no les molestaba ser llamadas monstruos porque estaban muy al tanto de su verdadera naturaleza. Realizaban negocios sucios, asesinaban sin recibir castigos, torturaban esperando nada más que gritos y una recompensa al final del día. No había ley, solo existían sobrevivientes.
Pero incluso aquí, solo el más apto resultaba ganador.
—¿Es esto necesario? —preguntó una mujer, una Banshee de la Condena que se ocultaba debajo de una capa raída. Las de su tipo eran rechazadas en la Sociedad Ulterior por su naturaleza asesina, pues a diferencia de su benevolente contraparte que guiaba a los muertos al más allá, ellas tenían ánimos vengativos.
Se encontraba a las puertas de un casino llamado «Saint de Farse». Por supuesto el local de apuestas solo era una fachada para ocultar lo que realmente sucedía en el interior. Era un punto de encuentro entre los comerciantes de mercancía ilegal de Reverse York, y esa noche se reunirían para discutir un problema.
—¿Por qué carajo necesitaría dar sangre para entrar a este lugar de mierda? —interrogó al guardia del casino, un Errabundo fornido e insistente que le tendía una fina cuchilla y una copa de plata en donde verter la sangre.
—Requisitos son requisitos, cúmplelos o lárgate —masculló.
La Banshee no tenía opción y tampoco tiempo para discutir con el cabeza hueca que custodiaba la entrada. Le arrebató la daga e hizo un corte en su palma, de inmediato la sangre se derramó de la herida y la dejó caer dentro de la copa que ya contenía una cantidad decente del líquido carmesí, haciendo una mezcla asquerosa entre varios tipos diferentes.
—¿Contento? —inquirió, regresando la cuchilla y limpiando la sangre en su mano con la tela de su capa.
El Errabundo dio un paso hacia atrás y le abrió las puertas al casino, permitiéndole el acceso. Era un sitio enorme y extravagante, repleto de mesas de apuestas y máquinas truculentas para que los monstruos incrédulos vinieran a gastar sus pocos Gargos.
Se encaminó a través del lugar, pasando de largo toda apuesta y juego sucio para llegar a la puerta de servicio. La abrió de un empujón, asegurándose de que nadie la seguía. Dicha entrada daba a un angosto pasillo con paredes grises y parpadeantes lámparas blancas en el techo. Siguió avanzando hasta dar con una puerta más, una en donde se filtraba una cálida luz dorada y se escuchaban voces al otro lado.
—¿Llego tarde, señores? —inquirió al abrir.
Era una sala de reuniones, con una gran mesa rectangular al centro y criaturas sobrenaturales sentadas alrededor de esta. Había cuatro en total contándola a ella: una vampira, un brujo y un licántropo.
—De hecho sí, llegas tarde, Cordelia —recibió el brujo, un viejo rechazado por su aquelarre entero que había ido a dar a los barrios bajos por necesidad y sobrevivía por mera habilidad—. ¿Crees que podemos darnos el lujo de esperar?
—Los que no estamos desesperados podemos darnos cualquier lujo, Rodia —se mofó la vampira, era albina y con largas uñas como garras que tamborileaba contra la mesa.
El brujo, Rodia, la fulminó con la mirada. Cordelia sonrió con satisfacción y se sentó al lado de la vampira, en estos momentos eran aliadas, mañana quién sabe.
—Podría alguien explicar la razón detrás de esta reunión tan inminente —pidió el licántropo. A pesar de su naturaleza salvaje, era un hombre tranquilo, dedicado a sus negocios turbios excepto en noches de luna llena. Siempre iba trajeado.
—Tú responde esa pregunta —replicó la vampira y le mostró un arrugado pedazo de papel—. Fuiste tú quien me convocó, Bernard.
—Yo no hice tal cosa, Darla —aseguró el licántropo.
Cordelia frunció el ceño.
—Yo fui invitada por el anciano de Rodia —añadió.
El brujo se mostró ofendido.
—Mientes —siseó—. Fuiste tú quien me convocó aquí.
Cordelia peló los dientes y sus iris comenzaron a tornarse dorados.
—¿Te atreves a llamarme mentirosa? —masculló.
El licántropo, Bernard, suspiró.
—Repudio las confusiones.
—¡Suficiente, salvajes! —exclamó Darla, la elegante vampira que se puso en pie con un grácil movimiento—. Es obvio que ninguno de nosotros invitó al otro, por lo que solo queda una conclusión obvia que todos parecen ignorar...
Antes de siquiera poder terminar su oración, la puerta se abrió de súbito.
—¡Me complace su puntualidad! —exclamó una nueva voz.
Casi todos los presentes se volvieron hacia la entrada, tornándose tensos o boquiabiertos al ver a un demonio entrar a sus anchas. Era joven, con un particular cabello negro degradado a rojo y unos cuernos grises sobresaliendo de entre los mechones.
—¡Tú eres...! —comenzó Rodia, poniéndose en pie también.
El demonio llevaba una copa de plata en la mano, la misma en la que habían vertido su sangre al entrar. Les sonrió con la mirada, o lo que quedaba de esta, pues había una larga cicatriz atravesando su ojo izquierdo.
—¿Ya me conocías? —cuestionó al brujo—. Me siento profundamente halagado.
—¿Cómo no habría de conocer al maldito demonio que está entorpeciendo todo el comercio ilegal de Reverse York? —replicó.
Darla también lo reconoció, ampliando los ojos durante breves instantes para después fruncir los labios.
—Así que los rumores eran ciertos, hay un demonio suelto en los barrios bajos —musitó.
—Ningún rumor es completamente verdadero o falso en este sitio. —El demonio se colocó en la cabeza de la mesa—. Pensé que eso ya lo sabían.
«Así que son aliados». Dedujo Cordelia y, con discreción, comenzó a sacar del interior de su capa un cuchillo que siempre llevaba consigo.
—Tú nos convocaste aquí —concluyó Bernard, exhalando con profundo agotamiento—. Qué desperdicio.
—Mi invitación no fue un capricho, eso se los aseguro —dijo el demonio, agitando la sangre en su copa. ¿Para qué diablos la quería?
—Habla ya, escoria del infierno —exigió Cordelia—. ¿Por qué nos trajiste aquí?
—Primero que nada, ¿sabían que este casino me pertenece? —cuestionó, señalando los alrededores y luego apoyando una mano sobre la mesa—. Segundo, hagamos este asunto un poco más entretenido. Juguemos un juego; díganme, ¿qué tienen en común los cuatro monstruos sentados en esta mesa?
Se miraron entre ellos. ¿Qué tenían en común? Demasiadas cosas, eran criminales, asesinos, lo peor de la sociedad que escapaba de la ley a toda costa. Eran seres respetados por el miedo, no por ningún acto noble.
—Somos criminales —contestó Cordelia.
—Cierto, pero incorrecto —señaló el demonio y rió—. Vamos, señores, seamos más profesionales.
—Qué imbécil... —masculló Darla—. Matémoslo de una vez.
—También correcto, este es un cuarto repleto de asesinos —concordó—, pero no es la respuesta que busco.
—Es un payaso —añadió Rodia, indignado.
—Eso sí es incorrecto —dijo el demonio, estaba disfrutando demasiado su barato espectáculo y Cordelia perdía la paciencia.
—¡Ya deja de...!
—Somos comerciantes —interrumpió Bernard—. Eso es lo que tenemos en común.
El demonio sonrió, mostrando sus afilados colmillos.
—Tenemos un ganador.
Rodia gruñó como un animal rabioso.
—¡¿Qué es lo que quieres?! —bramó, él ya había caído en la desesperación.
El demonio no contestó, en cambio, se apartó de la mesa y caminó por el sitio con la copa de sangre en su mano.
—Alaric Laith —dijo entonces.
Cordelia fue recorrida por un escalofrío al escuchar esas dos palabras abandonar sus labios. Hace años que ese nombre aterraba a cualquier comerciante de los barrios bajos. Poco a poco se adueñaba de todo y se decía que cualquier que fuese su objetivo, jamás lo perdía de vista y siempre resultaba ganador. Durante un tiempo se creía que era una leyenda urbana, pero...
—¿Tú eres Alaric Laith? —preguntó Darla de pronto, igual de perturbada.
El demonio los observó con una envidiable tranquilidad. Él era uno solo, dos si la figura de blanco era su aliada, pero los otros eran cuatro, cuatro que podrían derrotarlo y matarlo ahí mismo. ¿Por qué estaba tan sereno?
—Lo soy —afirmó.
Rodia se tornó pálido.
—Sabía que había un demonio, pero no... No pensé que fuera Alaric Laith —vaciló.
Alaric colocó las manos detrás de su espalda.
—Los invité aquí para ofrecerles un trato —explicó—. Es muy simple, solo deben acoplarse a las nuevas normas y aliarse conmigo. Esta misma noche me hice del control de todas las líneas de transporte de mercancía ilegal, por lo que el acuerdo no es precisamente opcional para ustedes, pero la formalidad ante todo, ¿no les parece?
—¡Me rehúso! —espetó el brujo con un dejo de nerviosismo, temeroso de confrontarlo por más que trataba de pretender lo opuesto—. ¡Ni creas que te cederé todo el fruto de mi labor!
—No me parece que sea opcional —comentó Bernard, más prudente y derrotado que cualquiera.
Darla estaba tan furibunda que ni siquiera podía pronunciar palabra.
—Eres solo un demonio contra todos nosotros —sentenció Cordelia, aferrándose al arma bajo su capa—. ¿Qué te hace creer que vivirás para reclamar lo que nos pertenece?
Con un rápido movimiento, lanzó el cuchillo en dirección a Alaric. Pasó tan rápido que se veía como una mancha gris y se oía como un silbido perforando el aire, pero aún con esa velocidad, el demonio lo atrapó con facilidad entre su dedo medio e índice, sin siquiera cortar su piel.
Observó el cuchillo y lo giró entre sus dedos para aferrarse a este del mango. Sonrió con complacencia.
—A veces olvido lo poco que las criaturas sobrenaturales de la Sociedad Ulterior conocen sobre los demonios. —Enterró la hoja en el escritorio—. Es natural, los demonios somos criaturas conformadas por secretos, no obstante, hoy estaré encantado de compartirles uno de ellos. Mi favorito.
Los cuatro monstruos observaron fijamente al demonio, viendo cómo levantaba la copa de plata hacia sus labios y se bebía el contenido de un solo trago. Dejó el traste vacío sobre la mesa, limpió los restos de sangre con el dorso de su mano y, al dirigirles la mirada, notaron que sus ojos se habían tornado completamente rojos.
—Los demonios poseemos la capacidad de controlar la sangre de cualquiera con tan solo consumir una gota, por fortuna, yo tenía toda una copa de la suya. Un aterrador secreto, ¿no les parece? —Mostró una sonrisa macabra y extendió su mano derecha hacia el frente—. Pero no se angustien por tener que guardar silencio al respecto, después de todo, no saldrán vivos de aquí.
Antes de que cualquiera pudiese reaccionar, Alaric cerró su mano en un puño y las criaturas sobrenaturales comenzaron a estremecerse, soltando ahogados alaridos de agonía mientras chorros de sangre salían expulsados de cada orificio de sus rostros y se aferraban con fuerza a sus cabezas. Uno a uno fueron colapsando, cayendo muertos al instante.
Alaric abrió de nuevo su mano y el rojo de sus ojos se desvaneció. Soltó un largo y tendido suspiro y luego empujó a la vampira que había colapsado sobre la mesa para tomar su lugar, dejándose caer en la silla con cansancio.
Lo sobrevino una ola de agotamiento acompañado de una fuerte jaqueca y, lo peor, lágrimas de sangre que se derramaban de sus ojos y recorrían sus mejillas. Las limpió con fastidio y movimientos torpes por su letargo.
—Seu ou abilite sei af tarfed —dijo la voz de una mujer.
Alaric levantó la mirada, encontrándose con la puerta del cuarto abierta y a una súcubo recargada contra el marco de esta. Era una llamativa demonio de cabellos negros azulados, piel apiñonada y una cola que sobresalía de su ropa, terminada en punta y que movía de un lado al otro. Hablaba en Svatiano, el idioma del Infierno, propiamente llamado El Imperio Infernal de Svatia.
«Usar tu poder así fue estúpido». Eso fue lo que dijo y Alaric hizo un mohín.
—Net, af neset —replicó con la verdad. Había sido necesario—. Ahora no hay obstáculos innecesarios en mi camino, querida Naila.
La súcubo, Naila, entendía el idioma común —como lo llamaban en el Imperio Infernal de Svatia—, pero no sabía pronunciar casi ninguna palabra correctamente, mucho menos formar oraciones coherentes.
—Tarfed —insistió ella, ahora llamándolo a él estúpido y no a sus acciones.
Alaric lo encontró simpático, pero cuando estuvo a punto de replicar, otra demonio, una niña de cabello plateado casi blanco, pasó corriendo junto a Naila y se acercó a él. Le sonrió con inocencia, siempre mirándolo con esos ojos grises llenos de admiración.
—¿Ganiw? —preguntó la pequeña. Quería saber si había ganado.
El demonio le devolvió la sonrisa y le revolvió el cabello.
—Ganamos —respondió, apartándose de su asiento para cedérselo a la niña, quien lo aceptó con un pequeño chillido de emoción.
Ella era Zaira, la hija de Naila. Eran casi idénticas, excepto por sus cabellos de colores opuestos, algo que Alaric atribuía al padre, quienquiera que fuera. Naila jamás lo mencionaba, limitándose a afirmar que era un imbécil que no merecía ni ser pensado.
Alaric se estiró y soltó un largo y profundo suspiro.
—Bien, me encantaría quedarme, pero hay trabajo pendiente —dijo y se encaminó hacia la puerta.
—¿Ot de far? —Naila preguntó a dónde iba.
—A terminar otros negocios pendientes —replicó—. Cuida el lugar por mí, ¿quieres?
Naila se limitó a asentir; ella era su mano derecha, quien lo obedecía sin protestar porque le debía demasiado. Alaric, aunque mantenía muchos secretos, encontraba satisfacción en tener algo de compañía en su solitaria vida como demonio ilegal en la Sociedad Ulterior.
Después de todo, la escoria siempre se encontraba mútuamente.
(...)
Alaric Laith se jactaba de cómo manejaba sus asuntos. Lo respetaban en los barrios bajos de Reverse York, ya fuera por miedo o conveniencia. Si cooperaban y no causaban problemas, él los recompensaba; de lo contrario, los eliminaba.
Los enemigos eran obstáculos y la solución obvia era erradicarlos. Aunque mentiría si dijera que todos sus detractores eran seres vivos, pues uno de sus mayores rivales vivía dentro de él; eran esos incontrolables sentimientos que lo detenían de ponerle fin a sus asuntos.
«¿De verdad esto es lo que quieres? ¿De verdad quieres matarme?» Escuchaba esa voz cada día como un recuerdo de su peor error, uno en donde demostró una debilidad ajena a sí mismo.
«Maldito vampiro de mierda», pensó con enojo. En el pasado, estuvo a punto de matarlo, de eliminarlo, pero fue incapaz de hacerlo, y en cambio, él fue el que recibió un castigo, un recordatorio indeleble.
—Señor —llamó una voz. Provenía de su costado derecho, pero lamentablemente no podía ver con ese ojo. Había perdido la visión debido a su equivocación y lucía una cicatriz en el rostro para demostrarlo.
Se dio la vuelta, encontrándose con un Errabundo que trabajaba para él, uno de los cientos a su servicio.
—Habla —ordenó.
—Alguien robó un cargamento —informó con seriedad.
Se encontraban en el puerto de Reverse York, donde recibía y enviaba barcos con mercancía ilegal y robada al resto de la Sociedad Ulterior. Apartó la vista del oscuro océano nocturno y suspiró con agobio.
—Muéstrame.
El Errabundo lo llevó a una bodega donde almacenaban la mercancía y señaló una caja de madera abierta. Al poner un pie dentro del almacén, percibió un potente olor dulce que le provocó nauseas.
—Espera aquí —ordenó a su empleado y se acercó a la caja.
Reconoció ese aroma, y aunque la mayoría del tiempo apreciaba que sus presentimientos fueran correctos, esta vez no. Quería estar gratamente equivocado para no tener que lidiar con un problema de esta magnitud otra vez.
Sin embargo, al asomarse a la caja abierta, las vio: esas malditas flores rojas apiladas en su interior, algunas ya marchitas. A quien las robó no parecía importarle; había tomado solo las que necesitaba y abandonó las demás allí.
—Carajo —maldijo entre dientes. A él no le afectaban las Sangrilas por ser un demonio, pero si alguno de sus empleados vampiros se acercaba a ellas, sería el fin del juego.
«¿Quién volvió a cultivar a estas malditas?» pensó con molestia, agarrando una de las flores. El olor era más intenso de lo que recordaba y, al tocarla, le provocó un peculiar cosquilleo. No eran las mismas de antes, sino, en todo caso, peores.
Él y Lazarus Solekosminus habían capturado a la culpable en su tiempo, una bruja aburrida de la vida que solo quería llamar la atención y fastidiar. Fue todo un problema. Aventó la flor de regreso en la caja, sacudió los restos de polen en sus palmas y salió del almacén, bajando la cortina de metal.
—Que nadie entre aquí, en especial vampiros —ordenó a su empleado.
Pero la única respuesta que obtuvo fue el sonido de una pistola siendo cargada y un cañón presionado contra la parte trasera de su cabeza.
—¿Por qué vampiros no, Alaric? —interrogó una voz que, desafortunadamente, le resultaba en extremo familiar.
Alaric se dio la vuelta con lentitud, encontrándose cara a cara con el vampiro detective, Lazarus Solekosminus, el culpable de una de sus mayores debilidades. Sonrió de manera ladina, no pudo evitarlo. Habían pasado años desde la última vez que lo vio, que escuchó su voz y lo tuvo tan cerca.
—¿Me has extrañado, Lazarus?
¡Y volvemos con las actualizaciones semanales!
Esta vez seré breve y solo les dejaré este aesthetic board de Alaric 👀
¡Muchísimas gracias por leer! 🩸
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