🩸Capítulo 18. Invitación
—¡¿Cómo que no puedo ir?! —exclamó Laila.
Lazarus acababa de contarles acerca del despertar del Padre Común y de su plan para acabar con él. Cornelius había cedido a ir con él a Reverse York para que los tres hermanos pudieran reunirse y rastrear a su padre con la ayuda del demonio, pero en cuanto estuvieron listos para marcharse, su hermano detuvo a Laila de acompañarlos.
—Es muy arriesgado —insistió, a pesar de las protestas de su pareja.
—¡No me salgas con eso ahora, Cornelius! —bramó ella.
Alaric, quien esperaba junto con Lazarus, se inclinó hacia este último y susurró:
—¿Qué no lo llamaba Nelius? —Se carcajeó por lo bajo—. Vaya que la enfadó.
Lazarus lo miró con el rabillo del ojo, ignorando a su hermano y a Laila que discutían de fondo.
—¿Por qué estás tan cerca? —interrogó. Había tan poco espacio entre ambos que podía oler la sangre del demonio. Era... incómodo.
Alaric bufó con incredulidad.
—Por favor, Lazy, a pesar de todas las cosas que han ocurrido entre nosotros en los últimos días, ¿un poco de cercanía es lo que te perturba?
Lazarus sabía que era algo incoherente, pero jamás le confesaría la verdadera razón de por qué no lo quería invadiendo su espacio. Todos estos días que llevaban juntos lo empujaban lentamente a las redes del demonio, a caer ciegamente en sus provocaciones con tal suplir esa carnal necesidad que lo devoraba vivo.
«Alaric Laith es un demonio. Alaric Laith es un traidor. Yo odio a Alaric Laith», se repetía a sí mismo.
Pero aunque por dentro estaba batallando contra aquel torbellino de pensamientos intrusivos e impulsos que rayaban en lo agónico, por fuera solo tensaba el cuerpo y se alejaba.
—No te quiero cerca —declaró.
El demonio no añadió más, sino que rodó los ojos y no se atrevió a seguir. Lazarus, en cambio, se aproximó a Cornelius y Laila, dispuesto a ponerle fin a su ridícula discusión que solo los hacía perder tiempo que ya no tenían el lujo de desperdiciar.
—Cornelius —llamó su atención—. Ya vámonos.
Su hermano exhaló, restregando su cara con una mano.
—Ya sé, lo siento, pero...
—No voy a dejarte solo, Nelius —zanjó Laila, intercambiando su indignación por una profunda preocupación—. Si las atrocidades que me has contado sobre tu padre son verdad, no quiero que las enfrentes por tu cuenta. No es un capricho mío, solo...
Cornelius la interrumpió acunando su rostro entre sus manos, limpiando con los pulgares un par de lágrimas que escaparon de los ojos áureos de la vampira.
—Solo quieres protegerme —completó, dedicándole una sonrisa cálida, una que Lazarus reconocía vagamente de su propia madre, la misma que le dirigía a ellos cuando eran niños—. Te lo agradezco, Laila, sabes que siempre lo haré, pero esta vez necesito que confíes y me dejes protegerte a ti.
Laila no era intransigente, y sus siglos de vida se hacían notar tanto en su miedo de perder algo que le había llevado años encontrar, como en su madurez al aceptar que había situaciones en las que simplemente no tenía control alguno.
—Regresa a mí, ¿de acuerdo? —rogó la vampira, pegando su frente a la de Cornelius—. Es lo único que te pido.
Su hermano se carcajeó, rodeándola con los brazos.
—¿Acaso crees que romperé la promesa que te hice? —inquirió.
Laila también rio, estrechándolo con fuerza.
—Claro que no.
Lazarus no se atrevió a presionarlo otra vez, no cuando estaba despidiéndose de la persona a la que más amaba y a sabiendas de que, si lograban matar a su padre, existía la enorme posibilidad de que ellos mismos perdieran la vida también.
Se dio la vuelta, otorgándoles un instante de privacidad, y se dirigió hacia la puerta entreabierta, logrando ver a Alaric esperando afuera bajo el sol.
—¿No te gustaría tener lo mismo que Cornelius? —preguntó la voz de Lucas.
—¿Solo haces acto de presencia cuando estás aburrido o algo así? —cuestionó, imperturbado por sus palabras.
—Sé que lo extrañas, eso que alguna vez llegaste a sentir —insistió Lucas—. A mí no puedes engañarme, Lazarus, ya lo sabes.
Lo ignoró, agradeciendo escuchar las distintivas pisadas firmes de su hermano acercándose. Había lágrimas en sus mejillas, algo que Lazarus, en su tiempo, juró imposible para los hijos de un monstruo como el Padre Común.
—¿Estás listo? —preguntó.
Cornelius exhaló de manera trémula, pero asintió.
—Lo estoy. Laila no pudo venir a despedirse personalmente, pero...
—Volverás —acotó. No sabía que lo había poseído para asegurar algo así, parte de sus creencias era jamás hacer afirmaciones sin tener la evidencia suficiente, pero esta vez se sintió compelido a decir esto, a darle un poco de confianza a Cornelius.
Su hermano mayor debió notarlo, pues se tornó levemente boquiabierto y luego soltó una suave risa.
—Vaya que has cambiado, hermanito. —Le dio una palmada en el hombro—. Me gusta, te siento más...
—Hay que irnos. —No lo dejó terminar, sino que abrió la puerta de la casa por completo y de inmediato fue deslumbrado por el fuerte sol mañanero de Florida. Se cubrió los ojos con una mano, siseando—. Mierda.
—Cierto, lo olvidaba. —Cornelius apareció a su lado, tendiéndole una sombrilla negra—. Es de Laila, pero no le molestará prestarla.
Lazarus la aceptó, abriéndola para cubrirse del abrasador sol que caía como una lluvia de fuego. Miró a su hermano de reojo, se veía tan a gusto y contento a pesar de la brillante luz y el calor.
—¿Sigue sin molestarte el sol? —indagó, recordando cómo su hermano podía pasar largos minutos bajo los rayos solares sin quemarse. Era una de las pocas cosas que su padre encontraba intrigante, aunque también desagradable, de su primogénito.
—He mejorado, ahora puedo estar horas al aire libre —dijo con orgullo—. Podría pasar desapercibido por una playa si así lo quisiera.
Lazarus bufó ante la imagen mental, no pudo evitarlo.
—Nuestro padre te mataría.
—Y por eso mismo nosotros lo haremos primero —añadió y rodeó los hombros de su hermano menor, guiándolo al exterior de la casa—. Solo imagínalo, una vida sin el Padre Común.
Lazarus subió sus gafas por el tabique de su nariz, dejándose, por esta vez, llevar por Cornelius.
—Sería idílico, sino es que imposible —replicó.
—No seas tan pesimista, hermanito —animó Cornelius—. Solo imagina las posibilidades, la libertad.
Lazarus se detuvo, viendo cómo Cornelius seguía caminando y fantaseando. No pensaban igual, no era tan sencillo. Nada podía serlo.
—Monstruos como nosotros nunca seremos libres, Cornelius —aseveró.
Su hermano volteó a verlo. Eran tan diferentes; un vampiro que sonreía, evitaba la sangre y caminaba bajo el sol, y otro que aceptaba su lado monstruoso devorando humanos, ocultándose en la sombras y viviendo en el incesante tormento.
—Claro que podemos, nadie te tiene atado de manos, Lazarus —aseguró, dando un paso hacia él y luego señalando con discreción al demonio que estaba a unos metros de distancia, esperando junto al coche—. ¿O acaso no te gustaría ser y tener todo lo que deseas?
Lazarus hizo un mohín.
—Yo no quiero a ese demonio.
Su hermano mayor sonrió, pero no lograba identificar si era a manera de burla o más bien con un aire de ternura.
—Bueno, algo debes querer, y una vez le demos fin al Padre Común... será posible.
Lazarus desvió la mirada.
—Tú sabes que existe la posibilidad de que ese no sea el caso.
Sin embargo, su hermano no bajó la cabeza ante sus palabras, conocía los riesgos, los sabía perfectamente, pero eso no lo detenía de arriesgarse.
—La libertad no tiene que ser un concepto insólito de tu imaginación.
Se volvió hacia Cornelius, sonaba tan seguro de sí, tan poco asustado aunque estaban a punto de enfrentar los fantasmas de su pasado. Un horroroso pasado.
—Pero podríamos...
—No perdamos más el tiempo —zanjó su hermano, guiñándole el ojo—. Eso es lo que siempre dices, ¿no?
Lazarus cerró la boca, tragándose sus contraargumentos porque sabía que cuando su hermano mayor se ponía un objetivo en mente, nada lo pararía hasta conseguirlo. Fue así como escapó de los terrenos Solekosminus y fue así como llevaba décadas aprendiendo a ser más humano que vampiro.
Lo siguió en silencio, caminando a la pequeña sombra del paraguas bajo un sol deslumbrante.
Esta vez no podría escapar.
(...)
Lazarus sabía que algunos vampiros ancestrales dejaban de soñar en cierto punto de su existencia. Era una peculiaridad, o tal vez un precio a pagar en cambio de ya no tener que alimentarse del amor de mortales para retener su frágil humanidad.
No obstante, ese jamás fue su caso. Tanto su padre, como Cornelius y Galatea, jamás soñaban, eran noches en blanco que se sentían como breves minutos, pero él, en cambio, era acosado por sueños y pesadillas. Sobre todo estas últimas.
Las pesadillas, como le dijo una bruja alguna vez, eran una válvula de escape para sus pensamientos y preocupaciones, una forma de descargar todo y prevenir una autodestructiva implosión. Las odiaba, odiaba tanto que su mente continuara jugándole en su contra con fantasías como Lucas o recuerdos crueles cuando dormía.
Y eso era exactamente lo que veía ahora mismo.
Sabía identificar las pesadillas, tenían un tinte grisáceo y eran tan frías que estaba seguro de que su cuerpo temblaba. Recorría un largo pasillo de memorias y se detenía en alguna de las muchas, siempre las peores. Esta en particular, era espantosa.
Estaban dos niños, él y Galatea, junto a su padre, presenciando cómo este último obligaba a su hermano a capturar humanos inocentes y beber su sangre. Cornelius sostenía a una joven mujer, reteniéndola de rodillas mientras rogaba clemencia y rezaba.
—Mátala, Cornelius —ordenó su padre. Su voz, sin siquiera tener que alzarla de más, poseía un poder particular sobre ellos, una influencia de la que no podían escapar—. Hazlo.
Cornelius lloraba, negando con la cabeza e incapaz de moverse.
—No puedo, yo no...
Pero antes de poder terminar su oración, el Padre Común ya se había movido a una velocidad imperceptible y degollado a la mujer, colocando la cabeza de la inocente sobre las manos de su hijo mayor, quien rompió en alaridos de horror, salpicado de la sangre de su víctima.
—Bebe su sangre —ordenó su padre.
Lazarus no pudo seguir observando y cerró los ojos, solo para volver a abrirlos cuando escuchó los desgarradores gritos de su hermana menor, atrapada en un bosque en llamas.
—¡Padre, por favor! —suplicaba, vulnerable al fuego, quemándose con cada movimiento que hacía.
Lazarus estaba junto a Cornelius, su hermano ni siquiera reaccionaba, todavía manchado de la sangre de la humana. El Padre Común tampoco se perturbaba por los llamados de su hija.
—Resístelo, Galatea —se limitó a decir.
Fueron largos minutos de agonizantes llantos hasta que por fin se calló. Lazarus no quiso saber qué fue lo que le había ocurrido a Galatea para por fin quedarse en silencio.
Y, por último, estaba él mismo frente a su padre, con las manos de él sobre sus hombros, felicitándolo por haber exterminado un pueblo por su cuenta, por haber sobrevivido al fuego, por haber sido... mejor.
—Eres el indicado, Lazarus —le decía—. No puedes rendirte. Tú debes...
Despertó.
No demostró su agitación, pero sí abrió los ojos de súbito para encontrarse con que Cornelius lo había sacudido para despertarlo.
—Ya estamos aquí —anunció.
Habían intercambiado lugares a mitad de camino y por fin habían llegado a Nueva York, al sitio en donde se encontraba la grieta secreta hacia Reverse York. ¿Cuánto tiempo llevaba dormido?
—¿Lazy sigue soñando? —bromeó Alaric cuando se apearon del coche. Estiró sus manos hacia el vampiro y le enderezó las gafas—. Para tu suerte, yo sí soy real.
—Yo no sueño. —Le dio un manotazo para que se alejara.
Alaric frunció el ceño.
—¿Ah, no?
No respondió, de hecho ni siquiera habló más que para dar direcciones hacia su biblioteca en Reverse York. Utilizaron la grieta para atravesar a la Sociedad Ulterior y se escabulleron por la desolada ciudad tratando de evitar a las criaturas psicóticas que la invadían.
Sintió que podía respirar otra vez cuando llegaron al punto de encuentro.
Abrió las puertas con la otra llave que poseía, pues la original se la había dado a Blair como una muestra de su confianza. Los tres se apresuraron a entrar y se hallaron con el sitio a oscuras.
Cornelius silbó.
—Hace mucho que no pisaba este sitio —dijo—. Supongo que Galatea no ha...
Las palabras se quedaron en su boca cuando las luces se encendieron de pronto, iluminando el lugar y revelando tanto a Blair como Galatea paradas a mitad de la biblioteca, entre los altos estantes y los libros desperdigados.
—¡Sorpresa! —exclamó Blair con una exagerada sonrisa y levantando los brazos—. ¡Apuesto a que no esperaban vernos aquí!
Alaric se cruzó de brazos, mirándola con hastío.
—Sí sabes que podemos ver en la oscuridad, ¿verdad? —señaló.
—Demonio de mierda —masculló la bruja, desvaneciendo su júbilo.
Lazarus ni siquiera volteó a ver a Blair, sino que mantuvo su mirada puesta en su hermana menor, en Galatea. Se veía tan diferente a cómo la recordaba, con el cabello largo y un aspecto más elegante y vistoso a diferencia del recatado estilo que su padre la obligaba a adoptar.
—Galatea —comenzó, pero antes de siquiera poder dar un paso hacia ella, Cornelius se le adelantó.
—¡Galatea! —exclamó y fue a abrazarla sin recibir mínima correspondencia por parte de ella—. ¡Te ves tan mayor!
Su hermana lo apartó sin rastro de empatía, todavía con sus ojos puestos sobre Lazarus. Compartían una mirada similar; intensa y absolutamente inhumana.
«Sigue sin sentir nada», dedujo al instante. Mantendría la guardia arriba.
—Bellanova dijo que tienes un plan para matar a nuestro padre. —Su voz seguía igual de monótona—. Por eso estoy aquí.
—Sé cómo encontrarlo, matarlo es diferente —replicó.
—¿Sabes cómo? —interrogó Galatea, caminando hacia él—. O solo nos trajiste aquí bajo una falsa esperanza.
Lazarus se mantuvo impertérrito.
—La esperanza no es parte de tus emociones, nada lo es —aseveró.
Los labios de Galatea mostraron una retorcida sonrisa, la única que sabía expresar.
—Tú sabes mejor que nadie que eso no es cierto —aseguró, caminando a su alrededor—. Sabes que la desesperación es una de esas emociones, o el miedo.
Lazarus lo recordaba como si hubiese sido ayer, cuando abandonó a su propia hermana en los terrenos Solekosminus y escapó por su cuenta tras la muerte de Lucas.
«¡Llévame contigo, Lazarus! ¡Por favor!» rogó Galatea, entre lágrimas y terror. Nunca la había visto tan viva.
Pero él fue egoísta, y cegado por sus propias emociones... la ignoró. Nunca se lo perdonó, no tenía razones para hacerlo.
—Eres el mismo cobarde de siempre, Lazarus —susurró a su oído—. Un cruel, odioso y asqueroso cobarde.
Cornelius, quien estaba cerca, trató de intervenir.
—Galatea, por favor.
—Cállate —espetó su hermana menor—. La debilidad no tiene voz ni voto. El más débil debería perecer.
Cornelius amplió los ojos al escuchar exactamente las mismas palabras que su padre solía utilizar en él.
—No mentías cuando decías que estaba loca, detective —se mofó Blair, disfrutando del espectáculo que acababa de desarrollarse frente a ella.
Alaric, por otro lado, teniendo asuntos más importantes de los cuales encargarse que lidiar con una riña entre hermanos, se atrevió a tomar a Lazarus del brazo y alejarlo de Galatea.
—Enfócate, Lazarus —le murmuró al oído.
Salió de su breve estupor y se recompuso. No podía perder el enfoque ahora, no estando tan cerca de ponerle fin al origen del conflicto.
—Ah, así que sigues juntándote con demonios —comentó Galatea, fijando sus intensos ojos en Alaric—. Padre estaría muy decepcionado. Tú también deberías despreciarte por ello.
Lazarus sintió que la sangre le hervía. Galatea era una experta en provocarlos, conociendo cada mínima debilidad dentro de ellos.
—Tú no...
—No seas cruel con ella —pidió la voz de Lucas, no podía verlo, pero lo sentía muy cerca—. Por favor.
Claro, Galatea y Lucas también habían sido cercanos en cierta época. Aunque era una alucinación de su mejor amigo, sus sentimientos eran idénticos y también sus intenciones.
Exhaló de manera disimulada y se tragó todo enojo que lo invadía.
—Tenemos un objetivo en común, démosle término —decretó.
Pero Galatea no parecía interesada en ello, sino que todavía permanecía atenta a Alaric.
—¿Qué es lo que me ves, maldita vampira? —espetó el demonio.
—Si te matara, los cuernos valdrían mucho, la aprobación de mi padre sin duda —contestó—. Pero si te llevara vivo y le otorgara el placer de matarte, eso me ganaría más que su aprobación.
Lazarus se paró frente a Alaric casi por reflejo. Las palabras de Galatea pocas veces se quedaban como simples menciones, siempre resguardaban un hecho, un juramento silencioso.
—No vas a matarlo —advirtió.
Su hermana ladeó la cabeza, con uno de sus mechones blancos cayendo sobre su pálida cara.
—¿Todavía lo amas?
—No —respondió—. Solo lo necesito.
—¿Para qué?
—Para rastrear a tu progenitor, ¿para qué más? —respondió Blair en cambio. Ya se había aburrido de la disputa entre vampiros—. ¿Procedemos?
—Concuerdo con la bruja —añadió Alaric, apartando a Lazarus—. Y no necesito tu protección, Solekosminus.
Estaba indignado, lo sentía, ¿pero por qué?
—¿Qué es lo que hay que hacer? —indagó Cornelius, acercándose.
—Necesito la sangre de los tres —indicó Alaric—. La usaré para rastrear al maldito vampiro.
—No voy a darte mi sangre, demonio —dijo Galatea.
—No es opcional —sentenció Lazarus—. A menos que no quieras matarlo.
Su hermana no añadió nada. No era buena señal, se lo cobraría de alguna manera, tarde o temprano, y sería un precio costoso.
Alaric sacó una de sus dagas de Hierro Solar, a punto de dársela a Lazarus para que él comenzara, pero cuando estaba por tomarla, fue interrumpido por unos golpes en la puerta de la biblioteca.
Se quedó inmóvil y de inmediato se enfocó en agudizar su oído para escuchar quién estaba afuera. No había ruido alguno.
—Debe ser un... —comenzó Cornelius, igual de entrenado que su hermano.
—Errabundo —completaron Galatea y Lazarus al unísono.
Lazarus desenfundó su pistola y, al mismo tiempo que la cargaba, se aproximó a la puerta. Le quitó el seguro y la abrió tan solo un poco, viendo que del otro lado sí había un Errabundo, uno... familiar.
Se apresuró a abrir por completo, encontrándose cara a cara con aquel espectro de un hombre viejo de bigote y vestimenta antigua, pero elegante, como un mayordomo de hace siglos. Su mayordomo.
—Tú eres...
Cortó sus palabras al tenderle un pequeño sobre blanco, cerrado por un sello guinda con una flor de magnolia que reconocía perfectamente.
—Es de su madre —dijo el Errabundo.
Lazarus aceptó la carta, atónito al confirmar que venía de ella, de Magnolia Solekosminus. Estaba tan enfocado en el pedazo de papel entre sus manos que no se percató de que el Errabundo se desvaneció sin dejar mínimo rastro, propio de su especie.
Con dedos temblorosos, rompió el sello con premura y sacó la nota, reconociendo la perfecta caligrafía de su madre en el breve mensaje:
Regresen a casa.
¡Vamos a conocer a mamá Solekosminus! Me pregunto cuál será su historia con el Padre Común... 😈
¡Muchísimas gracias por leer!
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