🩸Capítulo 1. Reminiscencia
10 horas para el Vórtice de Sangre...
Lazarus Solekosminus acababa de presenciar una muerte.
Se trataba de la muerte de un día más; no obstante, en el pasado también había sido testigo de innumerables tipos de fallecimientos, en su mayoría mucho más desagradables. En este caso, sintió satisfacción al ver cómo los últimos rayos del sol caían; en los otros, solo sentía una mezcla de molestia y frustración. Después de todo, era un detective, y la mayoría de las muertes que presenciaba requerían explicaciones, justificaciones y, en las mejores circunstancias, resoluciones.
Tomó una última calada al cigarro que sostenía entre sus dedos y expulsó el humo separando ligeramente los labios y soplando. La nube gris se disipó en el viento mientras él seguía admirando los últimos vestigios moribundos del sol desde un solitario puente.
Miró su reloj de muñeca. Eran las siete en punto de la noche y, a diferencia del mundo superior, en Reverse York el día apenas comenzaba para las criaturas sobrenaturales que lo habitaban. Tiró la colilla al suelo con gesto despreocupado, agarró el abrigo negro que colgaba de sus hombros y saltó por el balcón del puente.
Cayó sobre sus pies con ligereza, acomodó el abrigo y luego peinó el mechón blanco de su cabello hacia atrás en un inútil intento por esconderlo entre las hebras negras. Había descendido solo unos metros y aterrizado sobre una terracería; era la parte inferior del puente atravesado por un canal de aguas negras y acompañado por unas desgastadas rejas de acero. Sacó una gruesa llave del mismo material y la introdujo en la cerradura, girándola dos veces hacia la derecha. La reja emitió un agudo chirrido por sus pestillos oxidados al ser empujada.
Lazarus escudriñó sus alrededores e incluso contuvo la respiración durante unos instantes para escuchar cualquier ruido que delatara la presencia de alguien más. No había nadie. Al menos nadie vivo.
—Hace semanas que no visitas este sitio. Incluso pensé que estabas ignorando su existencia. —Era la voz de Lucas, Lucas Cross. Se trataba de un producto de su desbaratada imaginación, en términos más acertados, una alucinación visual y auditiva demasiado frecuente e incontrolable, incluso para alguien tan perfeccionista como el detective vampiro.
Lucas solía ser su mejor amigo, un brujo que tuvo la desgracia de ser el conejillo de indias del Salvador y fue convertido por el Padre Común en una Anomalía, una Anomalía Prohibida de brujo y vampiro. El resultado fue un experimento fallido y el cruel asesinato de su única amistad a manos del hombre que se veía forzado a llamar padre y su leal perro faldero.
«El Padre Común. Tu padre». Se atormentaba a sí mismo con esa sentencia. Él era el hijo biológico del Padre Común, del padre de todos los vampiros. Al igual que Lucas, también era una Anomalía Prohibida, algo que no... No debía existir.
—¿Lazarus? —insistió Lucas, la visión de él parado a su lado como si realmente estuviera allí.
—Jamás podría ignorar la existencia de este sitio —replicó.
Lucas enarcó una ceja. Se veía tan real, tan vivo. Su cerebro había perfeccionado su imagen hasta un punto en el que no podía discernir entre realidad y ficción.
—¿El sitio o lo que oculta? —inquirió.
Lazarus lo ignoró y, tras asegurarse de que la reja estaba cerrada, se puso en marcha por el extenso corredor de las pútridas catacumbas. Era un lugar secreto, un escondite repleto de pasadizos para confundir a cualquiera que se atreviera a entrar.
—No entiendo cómo no te da repelús venir solo a este lugar —dijo Lucas con voz titubeante, siguiéndolo unos pasos detrás como si se protegiera. Incluso su actitud era la misma.
Lazarus estaba más concentrado en el camino, viendo con claridad a través de la oscuridad gracias a sus habilidades vampíricas. Si tomaba un giro equivocado, tendría que volver al principio.
—No estoy solo. —Dobló en un pasillo hacia la izquierda—. Siempre puedo contar con tu apreciada y despreciable presencia.
—¿Hay momentos en que la aprecias?
Lazarus omitió sus palabras por completo, deteniéndose de repente cuando percibió un sonido cercano, como si alguien estuviera rasguñando la tierra. No estaba solo. Se quedó completamente inmóvil y, cuando escuchó el mismo ruido de nuevo, sacó su pistola y disparó.
Era una rata. No mostró ninguna expresión en su rostro a pesar de la frustración que sentía; simplemente enfundó el arma y continuó caminando como si nada hubiera ocurrido.
—Estás un poco paranoico —puntualizó Lucas, apareciendo de pronto frente a él. Se rehusaba a mirarlo a los ojos.
—No iba a esperar para averiguar si era un intruso o un roedor. —Evadió a Lucas y reanudó su camino.
—La paranoia es un síntoma de la demencia y la demencia puede ser resultado de la soledad —añadió Lucas a sus espaldas y luego se carcajeó—. ¡Tus propios pensamientos te traicionan y estás perdiendo la cabeza, Lazarus!
Lazarus apretó los dientes, pero no cedió a sus impulsos; cuando lo hacía, se convertía en alguien distinto que cometía atrocidades casi con una sonrisa en el rostro. Eso no era él, por más quebrantada que estuviera su psique.
—Cállate o desaparece —ordenó.
La alucinación de Lucas no desapareció, sino que volvió a manifestarse a su lado.
—En una soledad como la tuya, no me sorprende que tu única compañía sean los terrores que plagan tu mente —musitó—. Incluyéndome.
Lazarus desvaneció la alucinación al colocarse sus gafas de cristales carmesí. No eran lentes comunes; habían sido hechizados por una talentosa bruja psíquica para que, al usarlos, cortaran ciertas conexiones erróneas entre su cerebro y sus ojos. La voz no desaparecía, pero era más fácil de ignorar que la visión.
Continuó caminando por las catacumbas, acompañado únicamente por el sonido de sus pasos. Se detuvo solo cuando llegó a otro par de rejas. Las abrió con una llave diferente y entró. Y allí estaba un ataúd. El ataúd del Padre Común de los vampiros. Aunque alguien encontrara los pasadizos correctos para llegar a esta cámara, el ataúd estaba sellado con una protección que solo permitía abrirlo a dos tipos de sujetos: El Salvador y aquellos que compartieran la sangre de quien yacía en su interior.
Era una caja mortuoria discreta, hecha de caoba negra que se camuflaba en la habitación oscura. Su padre jamás optaba por lo ostentoso, sino por lo conveniente. Se acercó al ataúd, sintiendo la poderosa y corrosiva esencia que emanaba de él, la misma que había sentido hace más de un año cuando lo encontró en la Catedral Roja del Salvador mientras ayudaba a Viktor Zalatoris a salvar a su amada Anomalía Prohibida.
Había cosas que seguían iguales a pesar del paso del tiempo, y una de ellas era que todavía no se atrevía a abrir el ataúd, ver el rostro de su padre... Y asesinarlo.
«No es empatía, Lazarus. Lo tuyo es un defecto; es cobardía». Escuchó la voz del Padre Común, sus reproches.
Tenía que abrirlo, iba a hacerlo; solo tenía que ver el rostro de ese hombre que tanto odiaba y ponerle fin. Pero en parte también temía las consecuencias. ¿Qué pasaría consigo mismo si mataba a su creador? Todo era una trampa cuando se trataba de su padre; estaba seguro de que recibiría algún castigo por sus acciones, ya fueran buenas o malas.
«Hazlo», se dijo, y colocó las manos sobre la tapa del ataúd, pero cuando estaba a punto de abrirla... recibió una llamada.
Sacó el maldito aparato del bolsillo de su pantalón y vio que era el comandante de la policía de Reverse York, Frederick Sawyer. Tal vez era una señal, o quizás una simple interrupción inoportuna. De cualquier manera, contestó.
—¿Qué ocurre?
—Juré que no contestarías, detective. Incluso estaba apostando con uno de los muchachos de la estación. —Se escucharon risas al otro lado de la línea.
Lazarus entornó los ojos.
—¿Sucedió algo? —interrogó, sin ápice de divertimento por el chiste del comandante.
Frederick dejó de reír y aclaró la garganta de manera exagerada.
—Necesitamos hablar —bajó el tono.
—¿Ahora?
—Es urgente.
Lazarus miró el ataúd de su padre y luego su reloj de muñeca. Siempre a estas horas ocurrían asesinatos y otros crímenes en Reverse York. Debía tratarse de algún caso.
—Mismo lugar de siempre, en diez minutos —dijo finalmente y colgó sin esperar respuesta.
Enfrentaría a su padre y lo que matarlo podría acarrear como consecuencia, pero no esta noche.
(...)
Lazarus se transportó a través del Torrente Sanguíneo a un callejón detrás de la estación de policía de Reverse York. La estación era bastante antigua; el edificio parecía que se vendría abajo en cualquier momento, ya que el dinero que entraba en ese lugar se destinaba a los lamentables salarios de los licántropos que trabajaban allí y a otros gastos ridículos. Sin embargo, este era el lugar donde se administraba la justicia en la ciudad y sus oficiales eran casi tan respetados como los Verdugos.
Justicia. Esa palabra siempre le había parecido curiosa a Lazarus; quería la dichosa justicia para ciertas cosas, pero él mismo a veces no la ejercía. Nadie esperaba ese tipo de comportamiento inmoral de él, dado su trabajo, y pocos se daban cuenta de sus faltas.
Subió las gafas rojas por su tabique en cuanto su cuerpo terminó de regenerarse y la sangre se disipó. Caminó a lo largo del callejón hasta llegar al final y se encontró con el comandante Frederick Sawyer apoyado contra un muro de ladrillos, fumando un habano traído del mundo superior.
—Llegas justo a tiempo —dijo Frederick, mirando la hora en su reloj, cuya correa de piel café estaba desgastada.
—Y tú ya has aprendido que no me gusta ser el que espera —replicó Lazarus.
Frederick se alejó del muro y chasqueó la lengua.
—Tuve que aprenderlo de la manera difícil. Una vez llegué solo cinco minutos tarde y tú ya te habías ido. —Dio una calada a su habano—. Vampiro impaciente de mierda.
Lazarus no pudo evitar una pequeña risa que torció ligeramente sus labios. Frederick imitó su expresión y luego cruzaron la distancia que los separaba para estrecharse las manos.
—¿Hace cuánto que no te veo, Solekosminus? —preguntó Frederick.
—No estoy contando. —En realidad sí llevaba la cuenta; hacía tres meses.
Frederick siguió riendo. Era un licántropo entrado en años, con cabello canoso y una barba incipiente. En general, su aspecto era descuidado.
—En fin, estoy seguro de que te preguntas por qué te llamé —continuó.
Lazarus retrocedió un paso.
—¿Cuál es el caso?
—Créeme que, por primera vez, desearía que fuera un caso. —Lo señaló con su habano—. ¿Quieres uno? Recién traídos del mundo superior. Los humanos tienen sus tesoros.
Lazarus frunció el ceño.
Si no lo había llamado por un caso, ¿entonces de qué se trataba? No era alguien que disfrutara de reuniones con fines puramente sociales, y Frederick pensaría dos veces antes de hacerlo perder el tiempo.
—¿Por qué me llamaste? —preguntó.
Frederick continuó evitando los ojos del vampiro.
—Sabes, siempre me he preguntado cómo es que fumas —comentó—. Pensé que a los vampiros todo lo humano les sabía mal.
—Frederick —Lazarus insistió con un tono más firme.
El comandante suspiró y se volvió hacia él, mostrando un rastro de cansancio.
—El alcalde quiere verte —informó.
Por supuesto, no podía ser otra cosa. Llevaba meses evitándolo y quería seguir haciéndolo, pero la desesperación del alcalde era tal que ya había recurrido a los pocos contactos de Lazarus para convocarlo.
—Se comunicó contigo —concluyó, cruzando los brazos.
Frederick asintió.
—Está volviéndose loco porque no respondes sus llamadas ni sus mensajes —explicó—. Al parecer, finalmente ha establecido la conexión entre tú y la policía, y me llamó hace unas horas para darte un mensaje.
—El mensaje es evidente. No necesito recibirlo.
—No importa, lo escucharás, al menos la versión resumida. —Carraspeó—. Lazarus Solekosminus, ven a verme tan pronto como recibas este mensaje. Ya no esperaré más, y sabes que tomaré medidas.
—Medidas que involucran a la policía. —Exhaló—. Qué hombre tan estúpido.
—¿Por qué simplemente no lo visitas y solucionas el asunto? —preguntó Frederick.
—Lo estoy evitando. —Desvió la mirada—. Es por su bien.
El comandante lo observó con incredulidad.
—¿Por su bien o por el tuyo?
Lazarus estaba a punto de responder, pero antes de que pudiera abrir la boca, el sonido de un teléfono recibiendo una llamada lo interrumpió. Esta vez no era el suyo.
Frederick sacó su viejo dispositivo del bolsillo y contestó:
—Habla.
Con sus sentidos agudizados, Lazarus podía escuchar perfectamente la voz al otro lado de la llamada.
—Hay un 5050 en el edificio Vane de la avenida Malbory —informó una mujer—. Se está armando un lío.
—Voy para allá —dijo Frederick, colgó y se volvió hacia Lazarus—. El deber llama. Hay un...
—5050 —completó Lazarus—. ¿Necesitas ayuda?
Frederick esbozó una media sonrisa.
—¿Por los viejos tiempos?
—Por evadirme —respondió con cinismo.
El comandante negó con la cabeza mientras reía por lo bajo.
—Te meterás en muchos líos, detective.
—Nada a lo que no esté habituado.
Frederick aceptó que Lazarus lo acompañara. Subieron a un taxi de Reverse York, que eran idénticos a los coches humanos, excepto por ser vehículos bastante antiguos. Toda la tecnología en la Sociedad Ulterior era una mezcla de épocas: teléfonos de principios de los años dos mil, edificios con estilos de los sesentas, coches de los ochenta y un metro moderno. Lazarus estaba convencido de que esto se debía a la renuencia de ciertas criaturas sobrenaturales a adoptar los hábitos humanos y a sus extravagantes diferenciaciones.
Con Frederick autorizando al conductor a acelerar más allá del límite de velocidad, llegaron a la escena en menos de quince minutos. Bajaron del coche; Lazarus pagó al conductor con Gargos y siguió al comandante.
La avenida Malbory era una zona de licántropos, por lo que estaba abarrotada de ellos presenciando la escena. Un «5050» era un código que significaba algo muy claro: un suicidio.
Había una licántropo parada al borde del techo del edificio departamental Vane. Llevaba un vestido amarillo que se ondeaba al viento, y su cabellera rizada y despeinada también se agitaba sobre su rostro.
—¡Quiero a alguien allá arriba ahora! —ordenó Frederick a los policías que intentaban mantener a la multitud bajo control.
Lazarus sabía que nadie llegaría lo suficientemente rápido para salvarla, así que, aprovechando sus habilidades vampíricas, subió al techo en cuestión de segundos.
—No sabía que tenías un espíritu tan heroico —dijo la voz de Lucas en su oído.
Lo ignoró y se centró en su plan: tomarla distraída y alejarla del peligro. Pero eso resultó imposible, ya que ella, a pesar del tumulto de abajo, lo había oído a sus espaldas y giró la cabeza. No había expresión alguna en su rostro, y sus ojos estaban completamente negros, como los de un licántropo fuera de control durante la luna llena. Pero hoy no había luna llena.
Sin embargo, cuando Lazarus terminó de examinar su rostro y bajó la mirada, se encontró con que aplastaba una flor de pétalos rojos entre sus manos.
Una oleada de incertidumbre lo recorrió al ver dicha flor. La reconocía, pero su súbita distracción permitió que la licántropo diera un paso hacia atrás... y cayera.
¡Y así comienza el misterio!
De verdad, no se imaginan cuánto me emociona que conozcan mejor a Lazarus. Tiene una historia bastante interesante y una personalidad... Bueno, dejaré que lo descubran por su cuenta. Y eso no es todo; conocerán nuevas caras, aunque es muy probable que también vean algunas viejas 😈
Aparte de eso, ¡ya tengo el horario de actualización! Por ahora, este libro se actualizará todos los sábados. Espero que una vez estabilice mejor mis estudios y otras ocupaciones pueda publicar más seguido, pero mientras será así.
¡Muchísimas gracias por leer! ❤️
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