Capítulo 2: Práctica
Lisa
—¿A qué hora debo llegar? —preguntó Amanda.
—A las once empieza el turno —respondí, mientras planchaba mi uniforme de chef.
—¿Y tengo que llevar bandejas en mi cabeza?
Yo la miré para saber si hablaba en serio. Por su expresión de preocupación y el hecho de que no se riera, me hizo comprender que la pregunta iba en serio.
—No, es un restaurante de lujo, tienes que llevar las cosas en las manos —contesté—. Y recuerda que deber amarrar tu cabello y planchar tu camisa, no puedes desentonar.
El jefe de los garzones era muy exigente con la presentación personal, pero no era solo por su decisión propia, sino por el dueño del restaurante. Durante años había mantenido las cinco estrellas y temía que los críticos buscaran cualquier excusa para desacreditarlo.
—Entiendo.
Esa tarde, Amanda comenzaría a trabajar con Elsa y conmigo en el restaurante como garzón para así practicar antes de saber si la aceptaban en el crucero.
En una semana deberían llamarnos para la entrevista si todo salía bien, pero para que a Amanda le fuera bien en la entrevista, tendría que saber ser garzón antes.
Amanda jamás había trabajado en algo como un restaurante en su vida. Su padre tenía mucho dinero y había pagado toda su carrera de actuación, y, por la misma razón, sólo aceptaba papeles que realmente deseaba. La había visto rechazar un montón de papeles que le ofrecían cuando no conseguía el que quería y solo recordaba haberla visto en dos obras desde que había terminado la carrera, claramente teniendo el papel principal.
Amanda tenía la madurez de un adolescente, solo porque jamás había tenido que actuar como una adulta y, aunque era casi cinco años menor que yo, ya era una adulta.
—Ah, y no llegues tarde —le advertí—. La puntualidad dice mucho de ti.
—Claro.
Esperaba que todo saliera bien o no solo Amanda sufriría por eso, sino también Elsa y yo por recomendarla.
[...]
Mi turno en el restaurante ya había comenzado y, por lo que había podido observar, mucha gente había reservado ese día.
No había nada de malo en que el restaurante se llenara, todo lo contrario, era muy positivo, el problema lo tenían los garzones. Amanda tendría un exigente primer turno, lo que me preocupaba.
En ese momento, el jefe de garzones abrió la cocina de la puerta:
—¡¿Está listo el suflé de chocolate?!
—¡Sí, ya casi!
Tenía al menos cinco postres que terminar para ese instante y faltaban manos en la cocina, pues uno del equipo se había reportado enfermo.
En el momento en que terminé los postres con ayuda de los demás, Elsa apareció por mi lado de la cocina.
—¿Amanda llegó? —me preguntó.
—No lo sé —respondí—. No he tenido tiempo de hablar con nadie.
—Bien, preguntaré yo —me dijo, para luego alejarse.
Yo limpié mis manos y acomodé mejor mis mangas para evitar que se ensuciaran. Al trabajar con comida siempre había manchas, en especial con postres. Mi ropa siempre terminaba con harina, polvos de hornear, caramelo u otra cosa; pero siempre intentaba evitarlo lo que más podía.
Luego de unos segundos, Elsa volvió.
—Esta aquí —informó—, pero es bastante torpe.
—¿Qué?
—Sígueme.
Ambas fuimos hacia la puerta de la cocina, la cual tenía una ventanita que daba hacia las mesas.
Amanda estaba ahí, con bandejas en sus manos, las cuales se balanceaban peligrosamente. No tenía la destreza y rapidez que los demás, era tan obvio que era una primeriza.
—Pobrecita, el jefe se la comerá viva —comentó Elsa.
—Es su primer día, se lo va a aguantar.
—Pero no lo hará mañana.
Eso podía ser cierto. Más tarde, el jefe de garzones le diría en lo que debía mejorar y si no lo hacía para mañana, entonces sí la haría pedazos.
—Tendremos que ayudarla mañana —le dije a Elsa.
—¿Tendremos? Eso me suena a manada.
—Somos manada —aseguré—. Ambas lo haremos.
Elsa soltó un suspiro de agotamiento.
—Bien —accedió de mala gana.
Yo le di una sonrisa, me causaba ternura de lo que estaba dispuesta a hacer por mí.
[...]
Luego de que Amanda recibiera la retroalimentación de su jefe, nos contó todo lo que le había dicho exactamente, pues solo así podríamos ayudarla.
Estaba decidida a que esa mañana la ayudaríamos a mejorar. Quizás, Elsa y yo no éramos garzones, pero sabíamos usar máquinas con rapidez y destreza, y no era como que nunca hubiéramos sostenido una bandeja en nuestras manos.
Elsa sacó dos bandejas de desayuno de su bolso para poner una en cada mano de Amanda, mientras yo me preparaba para darle instrucciones.
—Bien, lo primero es el equilibrio —comencé—. Tienes que concentrarte en mirar donde pisas para no caer, además de mantener las bandejas lo más fijas posibles en tus manos.
—Okey..., ¿pero por qué estamos en el parque? —preguntó Amanda.
—Está lleno de gente a esta hora —explicó Elsa—. Gente que trota, camina o pasea perros... es como un restaurante con mesas, otras personas con bandejas y clientes que se pondrán de pie para ir al baño de la nada.
—No es una muy buena analogía, pero creo que entiendo el punto.
—Empezaremos con las bandejas vacías y luego pondremos peso —dije yo—. Ahora, ve al camino y comencemos a caminar.
Amanda iba un metro delante de nosotras, con ambas bandejas en sus manos, evitando las dificultades que se le interponían. Iba bastante bien para tener tantas personas cruzándose y en un suelo irregular como lo era ese camino de tierra.
Entonces, se tropezó con una piedra y las bandejas cayeron al suelo, causando que las personas alrededor la miraran con desagrado.
—Levántalas y sigue —le ordenó Elsa.
Amanda le hizo caso y volvió a tomar las bandejas en sus manos, pero en vez de acomodarlas correctamente, se volteó a vernos.
—¿Cómo las como acomodo si tengo una en cada mano?
Elsa se golpeó la frente con la palma de su mano.
—Dame una —le dije.
Amanda puso la que tenía en su mano y luego acomodé la otra en su otra mano para volver a caminar.
—Son pequeñas, livianas y están vacías, no debería complicarse con tomarlas —comentó Elsa en susurro, mientras la seguíamos.
—Está aprendiendo, relájate.
Luego de que Amanda pudiera caminar unos metros con las bandejas vacías en sus manos sin caer, pasamos a poner platos y vasos plásticos sobre ellas.
Todo iba relativamente bien, excepto porque los vasos se balanceaban un poco debido al mal equilibrio.
Cuando se terminó el recorrido que habíamos trazado, Amanda se volteó a vernos con las bandejas intactas.
—¡Lo hice!
Yo di unos aplausitos, mientras Elsa solo le dio una sonrisa pequeña.
Cuando Amanda estaba por decir algo más, un enorme golden retriever que estaba corriendo con su correa puesta, chocó con ella y la tiró al suelo. Las bandejas volaron y el pie de Amanda se enredó en el mango de la correa y comenzó a ser arrastrada por el perro.
Elsa se cubrió la boca con su mano para poder cubrir su risa y yo solo miraba la escena sin saber que hacer, hasta que la dueña del perro apareció sudada y alterada.
—¡Príncipe! ¡Ven!
Con la ayuda de la dueña, logramos detener al perro y soltar el pie de Amanda de la correa.
Amanda estaba completamente despeinada y su cabello estaba lleno de tierra y hojas de árbol, además de que su rostro estaba completamente sucio con tierra, pasto y algunas gotitas de sangre de los raspones que se había hecho.
—Por eso prefiero los perros pequeños —comentó cuando se puso de pie.
—Los gatos son mejores —agregó Elsa.
—Lamento mucho lo que pasó —se disculpó la dueña del can—. Es algo hiperactivo y tiene mucha fuerza.
—Nos dimos cuenta —le dijo Elsa—, pero no hay problema.
—Bien, creo que deberíamos seguir en casa —sugerí—. Vamos.
Recogimos las bandejas, platos y vaso del piso para guardarlos en el bolso de Elsa y comenzamos a ir en dirección al departamento.
Cuando llegamos a nuestro hogar, Amanda se dio una ducha y Elsa y yo nos sentamos en el sillón para mirar la televisión mientras la esperábamos.
—Mañana es nuestro día libre —dije—. Quizás, podemos ir a comer al restaurante y así vigilaremos a Amanda de lejos.
—¿Vamos a perder nuestro día libre en eso?
—Vamos, Elsa, no podemos ir sin ella al crucero y no logrará entrar si no sabe bien como atender una mesa —insistí.
Elsa suspiró agotada y soltó un quejido.
—¡Bien! Pero no nos quedaremos todo el turno.
—No, claro que no... iremos cuando empiece, comeremos algo y nos marchamos.
—Me parece.
Tampoco me gustaba invertir tanto tiempo en ayudar a alguien a lograr una tarea tan simple, pero sentía algo de tristeza por Amanda y, como la consideraba mi amiga, estaba dispuesta a ayudarla a que lograra ir con nosotras.
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