C
El Palacio de Invierno sufrió los estragos de la revolución. Parte de la verja había sido derribada por los manifestantes que lograron quitar las puertas de los goznes y arrojarlas a un lado. Sobre cadáveres que recordaban la primera línea de fuego. Se mataron por pertenecer a bandos diferentes, pero eran iguales en la muerte.
Mis sentidos estaban tan entumecidos, después de ver tanto horror en las calles, que los muertos y heridos del palacio no consiguieron asombrarme. Solo podía temblar de frío e impotencia porque a Andrushka se lo había tragado la tierra y no lograba encontrarlo.
Me quedé pasmado cuando vi los ventanales del palacio rotos, y no sé por qué recordé la primera vez que vine al palacio. Tenía trece años y todo me parecía hermoso y brillante. Me trajo el profesor Vastlav, junto con otros bailarines, querían que bailáramos ante la zarina y las grandes duquesas unas cuantas variaciones de La bella durmiente. Sentí la música vibrando y la risa de la duquesa Olga pidiendo que le enseñáramos la manera adecuada de ejecutar un adagio.
El sonido de voces me sacó de ese estado de ensoñación.
―¡Tú! ―El capitán me señaló con un dedo―. No te quedes con los brazos cruzados, compañero. Ve a acomodar a los heridos.
Arrastrando mis pies me dirigí a la carreta donde un médico barbudo y una mujer rolliza indicaban a quienes llevarían.
―¡Ese no! ―Señaló el hombre con rudeza―. Una bayoneta le ha abierto la panza y morirá dentro de poco. No tiene cura. Pónganlo con los otros.
Señaló a un grupo de moribundos que yacían recostados unos junto a otros.
Mis ojos se anegaron con las lágrimas y todo mi cuerpo se estremeció cuando vi la mirada perdida del guardia rojo. Era Andrushka.
Recosté su cabeza sobre mi regazo.
―¿Ganamos, Misha?
―Sí, mi amor, ganamos.
―Somos hombres libres. Tendrás que cumplir tu promesa.
―Sí. Caminaremos agarrados de la mano por la Plaza roja y me comeré mis zapatillas de ballet.
Él sonrió débilmente. La sangre que manaba de su herida estaba caliente, resbalaba por doquier y rápidamente me empapó. Sujeté con fuerza su mano y lloré mientras escuchaba el ritmo de su respiración entrecortada.
Un hombre armado pasó disparando en la cabeza a los moribundos. Un tiro como acto de humanidad para liberarlos del dolor. Una mujer cubría los cuerpos con una bandera roja. Nuestras miradas se cruzaron. Sacudí la cabeza y él levantó la chaqueta que cubría el torso de Andrushka. Me miró a los ojos:
―No hay que prolongar su agonía. Compañero, él fue valiente y no merece morir así.
La mujer me abrazó y agarró con fuerza mis brazos. El soldado colocó el cañón en la frente de mi amante.
―¡Viva el pueblo y viva la revolución! ―Los labios de Andrushka esbozaron una sonrisa cuando escuchó aquella frase.
―¡Aquí estoy! ¡No te dejaré mi amor! ―murmuré débilmente y vi en sus ojos opacos el velo de la muerte. Agarré con fuerza su mano y apreté los ojos hundiendo mi rostro en el pecho de la mujer.
El sonido del disparo fue ensordecedor y la sangre me chispeó encima.
Andrushka se había marchado para siempre. No era más que un cuerpo sin vida cubierto con una bandera roja. Abracé su cadáver y lloré amargamente.
Un día bailé para el zar y su familia, otro día fui la celebridad más admirada de los ministros del gobierno republicano, ahora solo era un hombre sentado bajo una de las columnas del Palacio de invierno abrazando a un muerto.
Sacha me separó del cadáver de Andrushka y me dio un puñetazo para que volviera en sí.
―¡Misha! ¡Reacciona!¡Tenemos que irnos!
―Sí. Tenemos que irnos ―respondí en trance, apenas podía reconocerlo.
Sacha sacó del bolsillo la petaca de plata y la colocó en mis labios. Bebí un trago de vodka que calentó mi sangre y poco a poco volví a la conciencia.
Salimos del Palacio de invierno. Caminamos despacio pues mis pies estaban sangrando debido a la jornada anterior.
Cuando pasamos por la Plaza roja, la multitud gritaba jubilosa. Lenin estaba dando su primer discurso. Era un orador excelente y cuando mencionó que Rusia pondría fin a la guerra y entregaría la tierra a los campesinos, la plaza se estremeció con el grito de victoria seguido por la canción: Adiós a los muertos.
En Petrogrado reinaba una calma aparente. Estaba cayendo la primera nevada de invierno. Miré por la ventanilla del automóvil de Sacha hacia el exterior. Las torres encebolladas de la ciudad con sus brillantes y alegres colores resplandecían imponentes como las banderas bolcheviques que ondeaban en la plaza roja.
Los bolcheviques no perdieron tiempo. Sus tropas comenzaron a limpiar la ciudad quitando las banderas del zar y de los republicanos para reemplazarlas por la bandera roja. Mis ojos se llenaron de lágrimas cuando el coche pasó por el Mariinsky: Los obreros socialistas estaban quitando los banderines de la realeza, el teatro se convirtió en un edificio desnudo y triste.
―¡Adiós a mi amada San Petersburgo: a ti también te he perdido para siempre junto con todos los recuerdos de mi brillante juventud!
Sacha me llevó a Tula, pensamos que en el campo estaríamos a salvo mientras llegaba la primavera y encontrábamos un barco que nos pudiera sacar de Rusia. Un mes después, recibí una carta de la maestra Agrippina Vaganova comunicándome el cierre de la Escuela de ballet imperial ruso porque los bolcheviques la consideraban representante del viejo imperio zarista.
La mañana del 3 de abril, cuando estaba desayunando, los soldados de la Guardia roja llamaron a la puerta y entraron a la propiedad de Sacha. Confiscaron todo: Los candelabros de plata, los espejos con marco de oro, las mantas y la ropa. Con tono burlón dijeron que solo se necesitaban cinco prendas calientes, por persona, para sobrevivir al invierno y se llevaron lo demás.
Sacha no hizo nada para detenerlos. El gobierno bolchevique había promulgado una ley en la que se confiscaban los bienes de los ricos terratenientes y burgueses para repartirlos entre los pobres. Él besó mi frente y me enseñó el lugar secreto, en el huerto de patatas, donde ocultó el dinero fruto del contrabando y algunos objetos de valor como la cubertería y joyas.
Una semana después regresaron con un edicto que le comunicaba a Sacha que todas las tierras de sus antepasados ya no le pertenecían a él, sino al Estado, y que el Estado las había entregado a los campesinos. Solo le permitieron conservar la casa, que nuevamente fue requisada, esta vez, se llevaron hasta los muebles.
A finales de mayo, nos fuimos a vivir a Ekaterimburgo y nos hospedamos en la casa de la familia Kirovski. Sacha no me explicó la razón para este cambio, aunque sospeché que estaba relacionado con el hecho de que el zar y su familia estaban apresados en la casa Ipatiev junto con unos pocos criados y el médico del zarévich.
Sacha salía a menudo con sus amigos. Me dejaba en casa enseñando a las hijas del señor Kirovski ballet, también les daba lecciones de francés para distraerme. No me gustaba salir, la gente solía llamarnos con desprecio "byvshie liudi", los que fueron, los de antes. Nos miraban con rabia y escupían el suelo por donde íbamos caminando. Algunos amenazaban con denunciarnos ante la cheka, la policía militar, acusándonos de ser enemigos del estado, querían vernos arrestados y condenados a trabajos forzados. No era noble, no tenía más familia que Sacha, había perdido el ballet, había perdido el amor, pero ellos seguían señalándome como enemigo.
Hasta que la noche del 10 de julio llegaron los oficiales de la Checa y detuvieron a Sacha junto con sus amigos por el cargo de contrabando. También me arrestaron por crimen contra la moral (homosexualismo) junto con la amante de Kirovski, acusada de prostitución.
Me llevaron a un cuarto donde leyeron los cargos y fui interrogado. Querían que les contara todo acerca del complot para liberar a los Romanov y regresarlos al poder. No tenía idea de lo que estaban hablando y negué todas las acusaciones en mi contra.
Me dieron una paliza y me rasuraron la cabeza. Me obligaron a abordar un camión con destino a Siberia donde esperaban "reformarme" en los campos de trabajo forzado, pero antes de que el vehículo se pusiera en marcha, un oficial me liberó y me echó a la calle sin darme información de Sacha y los demás.
Eso ocurrió la mañana del 16 julio, cuando la ciudad de Ekaterimburgo se estremecía con la noticia de la ejecución del zar y su familia en el sótano de la casa Ipatiev. Los detalles de la ejecución fueron tan escabrosos que solo algunos pasquines sensacionalistas se atrevieron a contar la manera en que fueron baleados. Las hijas del zar, habían ocultado joyas en sus corsés y cuando les dispararon algunas balas rebotaron, al ver que las muchachas no morían, las remataron a golpes de bayoneta.
Así dio inicio el terror rojo.
Hambriento, me senté en un banco del parque donde encontré un mendrugo de pan olvidado y lo comí como si fuera el banquete más delicioso que hubiera probado en la vida. Encontré la página de un periódico con fecha del 13 de julio, en el que se anunciaba el fusilamiento del hermano del zar, el gran duque Mikhail, quien vivía en la ciudad de Perm.
Regresé a Tula en un tren de carga oculto junto a unos borrachos. Uno de ellos se jactaba narrando el fusilamiento de los primos del zar junto con la princesa Elena de Serbia en Alapaevsk, dijo que estuvo entre los hombres que arrojaron los cuerpos en una mina abandonada.
Me estremecí imaginando el horror del espantoso crimen e hice un minuto de silencio por la muerte del Imperio ruso.
La casa que compartí con Sacha estaba vacía sin su presencia, durante nuestra ausencia fue saqueada y se llevaron lo poco que quedaba de su vieja gloria.
Todos los días arañaba la tierra cosechando nabos y patatas para poder comer y, por las tardes me quedaba con la mirada fija en el camino esperando a Sacha. Tenía la esperanza de que al salir de la prisión él vendría a buscarme. Algunos aristócratas fueron dejados en libertad después del asesinato de los Romanov y regresaron a sus hogares, por eso esperé varias semanas por alguna noticia de Sacha.
Una mañana, escuché el sonido de una carreta acercándose. Los hombres de la Guardia roja tiraron en la puerta de la casa, el cadáver de Sacha. Había sido fusilado por conspiración el día 25 de julio.
―Su última voluntad fue que lo trajéramos a este lugar. ―Me arrojaron en la cara una copia de la sentencia de muerte para que se la enviara a su viuda.
Cavé la tumba en el huerto y allí lo enterré. Fue una despedida bastante silenciosa, me quedé a solas con él en la hora más oscura del amanecer. Contemplando su tumba y recordando el vals que juntos bailamos en el jardín del Palacio de invierno. Una lágrima se deslizó por mi mejilla por él, quien tanto me amó y por mí, incapaz de corresponder honestamente a sus sentimientos.
Un día fui el bailarín más talentoso del Imperio ruso. Un día entretuve con mi grácil talento al zar y su familia. Fui amado por unos, envidiado por otros. Un día me bañé en champaña y vestí las más lujosas prendas. Un día bailé vals bajo los faroles del jardín de un palacio en los brazos de mi amante. Ahora solo veo el ondear de la bandera roja y mis ojos se anegan con las lágrimas al saber que Andrushka murió por la causa bolchevique cuyo ideal de libertad, solo cambió los barrotes de una jaula por otra.
¿Qué me depara el futuro? No lo sé. Después de despedirme de Sacha avancé hacia la frontera dispuesto a dejar Rusia. No miré atrás. Las puertas al mundo del pasado debían cerrarse para siempre.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top