B
―¡No estás dándome el máximo, Mikhail! ―Dimitri Koslov, el coreógrafo me miró ceñudo.
Guardé silencio mordiéndome la lengua porque sabía que él tenía razón. Me había equivocado en tres entradas y en un rápido entrechats choqué contra uno de los bailarines porque no pude controlar adecuadamente el peso de mi cuerpo en el aire mientras cruzaba los pies.
Dimitri se llevó la mano al puente de la nariz y maldijo varias veces. Aplaudió y zapateó furioso indicándome de nuevo la entrada. Miró al pianista y de nuevo volvimos a comenzar desde cero. Ekaterina Karsávina, mi compañera de baile en el papel estelar, quien además era prima de la famosa bailarina Tamara Karsávina, me miró como si quisiera arrancarme la piel con cada pestañeo. Así era la nueva celebridad de la compañía, la fama se le había subido a la cabeza en menos de una semana. Bufó y regresando a su posición inicial esperó la orden para entrar en escena. Di los primeros pasos y me desplomé.
Cuando desperté estaba en la salita de la oficina de la maestra Agrippina Vaganova, quien se encontraba abanicándome. Lo primero que vi, fue el cuadro de una bailarina en medio del campo, rodeada por pájaros volando a su alrededor.
Los pájaros me recordaron a Andrushka.
―Todavía estás recuperándote. Será mejor que dejemos que otro bailarín interprete a Albrecht.
―Puedo hacerlo. He venido participando en Giselle todas las funciones, ¿no?
―Cierto, pero prefiero que descanses algunos días, a que colapses en medio de la función ―dijo dirigiéndose a la puerta―. Vete a casa.
Se marchó dejándome recostado en el diván. Mi mirada volvió de nuevo al cuadro de la bailarina y las aves, y la memoria trajo a Andrushka a mi cabeza, al día en que lo conocí.
Fue en un baile celebrado hace mucho tiempo atrás. Una fiesta de disfraces celebrada en el Palacio de Invierno. Fue tan fastuosa que duró tres noches y los invitados asistían ataviados con sus mejores disfraces, engalanados con magníficas joyas. Nunca vi tantas gemas brillantes como ese día. Nos presentamos en el Hermitage, bailando pequeñas muestras del Lago de los cisnes, donde la estrella más brillante fue la sensacional Anna Pavlova. Ese fue el último gran baile celebrado en el Palacio de invierno y el último en que me divertí.
Hubo comida y bebida abundante junto con las danzas tradicionales que le gustaban al zar, el sonido de las mazurcas daba paso a las polkas y valses por igual, los oficiales más jóvenes se divertían bailando kalinka, mientras que grupos de amigos y parejas posaba para los fotógrafos, buscando inmortalizar el momento. Nadie quería perderse la fiesta. Pero, cansado cansado de ser perseguido por las mujeres que querían un trozo de mí, sin importar que sus maridos estuvieran cerca para hacer sus insinuaciones descaradas; decidí salir del salón de baile y fui a esconderme en el jardín.
Y tropecé con Andrushka. Él llevaba copas sucias en una bandeja. Todas cayeron al suelo y se rompieron. Se puso pálido y renegó porque sería castigado.
Entonces era un mozo soñador y agradable. Congeniamos cuando tomé su mano enguantada y nos escondimos entre los setos. Y nos reímos como idiotas cuando le enseñé a bailar el vals. Mientras los copos de nieve nos caían en la cabeza y nuestros pies resbalaban sobre el suelo a medio congelar. Fuimos felices.
Andrushka se quedó mirándome, y sonriendo dijo:
―Te pareces a la bailarina del cuadro del pasillo. Solo te faltan los pájaros volando a tu alrededor.
―Tienes nieve en los ojos, o necesitas lentes. Ni de lejos me parezco a la bailarina del cuadro.
¿Quién iba a imaginar que la zarina obsequiaría ese cuadro a la maestra Vaganova meses antes de que iniciara la Gran Guerra? Ahora lo veo casi a diario. Recordándome aquella noche de invierno y el eco de la risa de Andrushka mientras bailábamos vals.
Volví a casa como el perro triste que lleva el rabo entre las patas. Dejé la ventana abierta por si Andrushka decidía regresar algún día. Y mientras esperaba me hundía más en la zozobra de no tener noticias suyas.
¿Y si lo apresaron? ¿Y si tuvo que huir sin tiempo de decirme a dónde fue? ¿Y si fue fusilado?
Los pensamientos nefastos no me dejaron dormir. Hasta que la noche del 24 de octubre Andrushka entró por mi ventana. Después de un cariñoso saludo guardamos silencio.
Los rumores del levantamiento armado se convirtieron en una realidad de la cual ninguno de los dos quería hablar. Se susurraban en las calles y los mercados. En las plazas y las tabernas. Llegaron a mis oídos por la esposa del casero y el inquilino de la habitación contigua mientras desayunábamos.
―La gente está cansada. Dicen que esta vez no será como la insurrección pasada. Que tienen armas para defenderse. Que van a morir peleando.
No se lo mencioné a Andrushka, pero sabía lo que sucedería en pocas horas y quería conservar ese momento para siempre. Nos acariciamos y nos besamos muy despacio. Saboreé el sabor de su piel, disfruté del aroma almizclado de su sexo, toqué con la yema de mis dedos las formas de su cuerpo deleitándome en cada detalle de sus músculos y jugueteé con el vello en su pecho. Quería absorber cada detalle de su anatomía y grabar en mi memoria sus jadeos cuando hacíamos el amor.
El presentimiento del final cercano nos juntó más. Nuestra desesperación le abrió el camino a una entrega total. Gemimos y gritamos. Nos devoramos a besos y después de alcanzar el orgasmo nos quedamos abrazados muy quietos con las piernas entrelazadas.
―Ha llegado la hora ―dijo poniendo punto final a la magia que nos había envuelto.
Temblé cuando escuché un estruendo, creí que había llegado el fin del mundo y miré a Andrushka sintiendo que el miedo me roía por dentro.
―¿Escuchaste, Misha?
Asentí quedándome en silencio, escuché el sonido del viento y de nuevo otro estruendo. Sorprendido, reconocí el sonido y miré a mi amante con asombro:
―¡Cañones!
―Ha comenzado, Misha. Nuestros hermanos están marchando hacia el Palacio de invierno. ―Agarró mi rostro entre sus manos y besó mi frente―. Debo marcharme, pero te juro que mañana volveré por ti. Espérame aquí, vas a estar a salvo en este lugar.
―¿A dónde vas?
―A nuestro cuartel general, en el monasterio Smolni y después al Palacio de invierno.
Vi la manera en que se apresuró a vestirse. Subió de un brinco al marco de la ventana y antes de partir me arrojó un beso al aire. Desapareció de mi vista y suspiré sintiéndome agitado.
El sonido de los cañonazos sacudió todo Petrogrado. Después escuché los gritos de la turba furibunda corriendo en estampida contra los edificios del gobierno. Los hombres salían de todas partes como hormigas enfurecidas lanzadas al ataque, en sus manos llevaban todo tipo de objetos con los que pudieran golpear y defenderse, palas, rastrillos, mazos, algunos agitaban banderas rojas con la hoz pintada de negro. Lo vi todo desde mi ventana mientras me vestía.
Cerca del mediodía subí a la parte más alta de la posada, al tejado, y desde allí, armado con unos binoculares, observé lo que estaba sucediendo en las calles.
Un carro blindado del Ejército blanco se movía lentamente por la calle principal rumbo al Palacio de invierno. Los soldados disparaban ráfagas de metralleta contra los manifestantes. Una granada explotó contra el vehículo. Apreté los párpados y cuando la humareda se disipó, vi los cuerpos chamuscados tendidos en la calle.
La angustia se apoderó de mi cabeza y no pensé con claridad. En menos de lo que canta un gallo ya me había envuelto en la gabardina negra y corría desesperado hacia el Palacio de invierno.
Mientras me acercaba, vi en el Neva al crucero de guerra que disparó contra el Palacio de invierno. Anocheció, pero las luces del palacio estaban apagadas. Solo se escuchaban los disparos procedentes del patio principal donde estaban congregados los junkers y el batallón femenino defendiendo al gobierno republicano.
Llevé las manos a mis oídos para protegerme del sonido de los cañonazos y los disparos. Algunos manifestantes se arrojaban al suelo para protegerse de los disparos. La turba furibunda pasaba sobre ellos pisoteándolos antes de encontrarse frente a los soldados que disparaban al azar hacia la muchedumbre. Quería escapar, pero llovían balas de todas partes y ningún refugio era seguro.
No conté el número de personas que vi morir a balazos o picadas con las bayonetas. Quería gritar ante el horror que teñía las calles de sangre, pero los gritos murieron ahogados en mi garganta. Sentí que no tenía fuerza para continuar, me arrepentí de haber corrido como loco por las calles buscando a un hombre que quizá estaba muerto.
Todo era caótico y me sentí perdido entre el ruido de los insurgentes que continuaban gritando consignas y los disparos. La oscuridad de la noche y la humareda me desorientaron, terminé buscando refugio en una iglesia llena de mujeres y niños llorosos que se quejaban del hambre y el miedo. Mis piernas temblaban y no tenía cabeza para unirme a sus oraciones. Solo pensaba en Andrushka. El estruendo de los cañonazos continuó hasta la madrugada.
La mañana trajo consigo desolación. Cuando dejé la iglesia y caminé otra vez hacia el monasterio Smolni me recibieron los gritos furibundos de los manifestantes. La turba continuaba el avance siguiendo a los soldados bolcheviques que tenían armas para responder al fuego de los soldados. Vi que la mayoría de los comercios fueron saqueados y que algunos hombres y mujeres apartaban los cuerpos de los difuntos apilándolos en las aceras para que no estorbaran a los marchantes, algunos iban en grupos organizados como soldados romanos, blandiendo machetes de carniceros, palas, rastrillos y hasta ollas. Otros iban sin rumbo perdiéndose entre las callejuelas, huyendo del horror o aprovechando el caos para seguir saqueando.
Corrí hacia el monasterio en cuanto reconocí su fachada. Dentro no quedaban más que unas pocas mujeres repartiendo trapos rojos a quienes se identificaban como bolcheviques o miembros de algún sindicato. El suelo estaba tapizado con pasquines rotos y pisoteados. Algunos hombres llegaban cargando heridos, pero eran despachados por las mujeres diciendo que no había sitio.
Mientras avanzaba entre el tumulto preguntaba por Andrushka, pero nadie lo había visto. Sentí el miedo atenazar mis tripas. ¿Dónde se había metido? Comenzaba a desesperarme y sentí rabia porque mis esfuerzos fueron en vano. Andrushka se había esfumado, decidido a volver a casa di media vuelta, pero tropecé con un periodista americano, era un estadounidense de lo más simpático, agarró mi mano me sacudió con su enérgico apretón
―Me llamo John Reed. Su rostro me parece conocido, estoy seguro que lo he visto en alguna parte.
―Mikhail Strakhov.
―¿El bailarín? ¿La joya de la corona del Ballet Imperial de Rusia? ―Me miró incrédulo, examinándome con ojos escrutadores―. ¿Qué está haciendo aquí?
―Busco a mi amante ―Mi lengua se aflojó y al ver su rostro enrojecido por la sorpresa cerré la boca y me levanté en puntas de pies para seguir buscando entre los rostros recién llegados. Una parte de mí se aferraba a la esperanza de encontrar a Andrushka
―¡Todos los hombres y mujeres valientes están marchando al Palacio de Invierno! ―Gritó para hacerse escuchar―. ¡Seguro que su amante también se dirige hacia ese lugar! ¡Hay mujeres llevando suministros médicos!
Reed pensó que mi amante era una mujer y no quise sacarlo de su error. A la gente solía disgustarle saber que existen hombres que sienten amor por otros hombres. Supuse que Reed no era diferente, así que me quedé callado, pero lo seguí porque me había ofrecido ayuda a cambio de que le hablara sobre el ballet y los nuevos ricos, y también sobre lo que recordaba del Palacio de Invierno.
―¡Permanezca a mi lado! ―Se mostró cooperativo, excitado por la noticia o quizá por la lástima que le inspiraba mi persona ―. Los camaradas han asegurado protegerme cuando entre la horda al palacio.
Nos movimos entre la masa de guardias rojos, muy pocos vestían uniforme, pero la mayoría llevaba alrededor de su brazo o en el cuello una pañoleta roja como distintivo.
Al lado de Reed, protegido entre un grupo de militantes, llegué al Palacio de Invierno.
Minutos después se produjo una oleada de admiración cuando un hombre de baja estatura y mala facha llegó rodeado de un grupo de militantes de la Guardia Roja.
―Se va a armar la trifulca: Acaba de llegar Antonov ―dijo Reed señalando al recién llegado―. Es el negociador de Lenin, pero te aseguro que no está aquí para negociar.
Se escuchó una nueva balacera proveniente del interior del Palacio. Los que estaban afuera gritaban consignas revolucionarias. Las puertas principales del Palacio cedieron por fin y apareció la bandera de rendición.
John Reed haló de mi brazo una vez más y, junto con los primeros escuadrones armados, entramos al patio. Vi cadáveres tendidos por doquier, la muerte no distinguió entre junkers, bolcheviques o mujeres. Sentí arcadas, ante tanta sangre y mutilaciones. Pero me mantuve firme y continué pegado a Reed como si fuera su sombra.
―En nombre del Comité militar revolucionario, quedan detenidos todos los ministros del gobierno provisional... ―La voz regia de Antonov fue clara en medio de los cuchicheos.
El reloj del Palacio señalaba las dos y diez minutos de la madrugada del 26 de octubre. Un hombre salió con las manos en alto y respondió a viva voz:
―¡Los miembros del gobierno provisional se rinden para evitar un derramamiento de sangre!
Hubo un prolongado silencio general. Antonov movió la mano y los regimientos avanzaron hacia el interior del palacio. Nuevamente John Reed haló de mi brazo y los seguimos. La muchedumbre comenzó a gritar: ¡Mátenlos! ¡Fusílenlos! ¡Qué mueran todos!
Los ministros estaban sentados, con la espalda recta y su mejor pose de dignidad. Guardaban silencio absoluto y no hicieron ningún forcejeo cuando fueron arrestados. Antonov llamó lista a cada uno y después envió un mensaje a Lenin y el resto de camaradas: Kerenski no estaba entre ellos, alcanzó a escapar en el coche diplomático del embajador americano.
Un grupo de líderes de la Guardia roja fue puesto a cargo de cuidar a los prisioneros y defenderlos de la turba iracunda.
John tomaba nota de todo en su libreta. Me hizo señas para que siguiera el cortejo que de los prisioneros.
―Si tu amada está entre los primeros destacamentos va a verte cuando pasen la verja para entrar en la plaza. Nadie querrá perderse la maravillosa vista que ofrecen los líderes caídos. ―Se quitó la pañoleta roja y la ató en mi cuello. Me sonrió y dándome una palmada amistosa en la espalda me empujó hacia los guardias rojos―. ¡Encuentra a tu querida, Mikhail Strakhov!
Reed se unió a un grupo de hombres en torno al líder Antonov para hacerle preguntas.
Eché un último vistazo al Palacio de invierno de los zares rusos. Ahora era un edificio gris de puertas destrozadas y vidrios rotos que carecía del esplendor de épocas lejanas. Me quedé recordando el vals que bailé bajo la luz del farol aquella noche de invierno. Acababa de presenciar el fin de una era y todo era borroso, confuso y extraño.
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