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La vida es un conjunto de ironías. Un día estaba bailando El lago de los cisnes en el solemne teatro Mariinsky ante el zar, su familia y toda la nobleza rusa; al otro: estaba encerrado en un calabozo, descalzo y con hambre.

Todos los días era la misma rutina. Nos llevaban en grupos pequeños a un patio donde nos obligaban a desnudarnos y tras echarnos agua helada encima nos obligaban a arrodillarnos y nos golpeaban cruelmente durante los interrogatorios. Siempre preguntaban por los mismos hombres: Molotov, Trotski, Chliapnikov, Antonov... En una ocasión me pareció escuchar el nombre de mi amante, pero fingí que no sabía nada.

Fui apresado accidentalmente durante los disturbios en mayo de 1917. Iba por la avenida Liteini cuando me vi envuelto en la ola de violencia provocada por un grupo de sindicalistas agitadores. Un policía me asestó un golpe en la cabeza, cuando desperté ya estaba en el calabozo.

El gobierno, formado después de que el zar fuera obligado a abdicar el 2 de marzo, quería encontrar a todos los cabecillas del partido bolchevique a quienes acusaban de realizar mítines en contra de la República. Cualquier sospechoso de insurrección era deportado a Siberia o fusilado.

Oculté mi nexo con los agitadores tanto como fue posible y me apegué a la versión más prudente de los hechos. No podía mencionar que era amante de Andréi Nastov, quien formaba parte activa de la red de distribución de los pasquines y periódicos socialistas. Nadie creería que al ser amantes supiéramos tan poco uno del otro, nuestras pláticas de cama rara vez mencionaban los lugares donde se reunía con Kámenev y Stalin, así como con otros sindicalistas, para planear las manifestaciones y huelgas. Mi relación con Andrushka era sexo puro y duro, por supuesto nos amábamos tanto que preferíamos no hablar de lo que hacíamos cuando no estábamos juntos. Él sabía que me dedicaba a bailar ballet para entretener a los ricos burgueses, que me gustaban los hombres y que no era mi único amante.

Después del interrogatorio diario nos arrojaban a las celdas rebosantes de prisioneros. Cada día capturaban más partidarios de la contrarrevolución, algunos eran inocentes, como yo, otros se consideraban verdaderos rebeldes.

Por los nuevos presos me enteraba un poco de lo que estaba sucediendo en San Petersburgo: El zar y su familia seguían presos en Tsarskoye-Selo, su guardia real huyó y solo un séquito de veintitrés personas los acompañaban. Las hijas del zar contrajeron sarampión y el pequeño zarévich seguía siendo un debilucho. Los prisioneros, en su mayoría, se quejaban de la pobreza, algunos preferían la prisión a morir de inanición en la calle y no les importaba que fuéramos sometidos a malos tratos si con eso aseguraban una comida al día.

Esa situación era nueva para mí. En la academia de ballet nunca faltó el pan en la mesa, cama cómoda o un lugar tibio donde calentarse en invierno. Pocos éramos los elegidos en tan noble institución, nos preparaban desde niños para servir con nuestros cuerpos al Imperio ruso a través de la danza. Estando en prisión me di cuenta que mi vida de entrenamientos rigurosos y prácticas exhaustivas era más placentera que la de los pobres diablos con los que compartía celda.

En algún momento de junio llegó la epidemia de sarampión a la prisión. Eran tantos los arrestados que los guardias revolvieron a los sanos con los que llegaban enfermos. Todos los días alguien pescaba el brote y debíamos cuidarnos entre nosotros. No teníamos medicamentos o mejores condiciones para cuidar a los convalecientes, ni siquiera teníamos agua limpia o un catre donde echarlos. Afortunadamente tuve sarampión cuando era niño, caso contrario, habría muerto en esa sucia prisión por enfermedad, pero eso no garantizaba que llegara vivo a fin de año, a veces, en la tarde escuchábamos los disparos provenientes del patio trasero y guardábamos un minuto de silencio por los fusilados.

La última semana de agosto hubo conmoción en la prisión. Varios hombres fueron dejados en libertad y otros enviados al frente de batalla. Rusia continuaba perdiendo la guerra contra los alemanes y había que reponer las bajas.

Un día me encontraba colocando compresas en la frente de un enfermo cuando escuché que uno de los guardias me llamaba a gritos.

―¡Strakhov! ¡Mikhail Strakhov! ―Se acercó colocando su mano en mi hombro para obligarme a mirarlo. Sentí miedo de que hubieran descubierto mi conexión con Andrushka y fueran a fusilarme.

El guardia ordenó a sus compañeros que me sacaran de la celda.

Me llevaron a la puerta principal y me empujaron fuera del penal. El sol golpeó mi rostro y me encegueció por un instante.

―¡Por Dios, Misha! ¿Qué te han hecho?

Reconocí la voz. Era Sacha. Colocó su brazo alrededor de mis hombros doloridos y me ayudó a caminar hacia el automóvil. Cuando miré mi rostro en el espejuelo del auto me costó reconocerme, adelgacé mucho, tenía la barba crecida, el cabello sucio y moretones por doquier.

Durante mi reclusión muchísimas cosas habían cambiado. La ciudad ahora se llamaba Petrogrado, El zar y su familia fueron enviados a Tobolsk, en Siberia. Los teatros habían vuelto a abrir y las temporadas sociales se reanudaron, con menos gloria que antes, pero la alta sociedad seguía floreciendo gracias al Nuevo gobierno.

Alexander, Sacha para mí, estaba feliz porque logró sacarme de prisión.

―Soborné a varios miembros de la Policía secreta para que destruyeran los expedientes en tu contra. Por ti, Misha, compraría al mismísimo primer ministro si fuera necesario. ―Acarició mi frente cuando llegamos a su casa.

Mi amado príncipe Alexander Ivanovich Klimov, Sacha: para los amigos, me acogió con los brazos abiertos e hizo todo lo posible para que me recuperara. Llegaba a mí con una sonrisa y se mostraba cariñoso. Sin darme cuenta, retomamos nuestra relación de antaño y tuvimos intimidad en más de una ocasión. Eso provocó que me sintiera infeliz, no era digno de recibir su amor y en un ataque de sinceridad una mañana le dije:

―Sacha, hay algo que tengo que decirte.

―Que vas a dejarme para volver al teatro, ya lo sé. El ballet te está llamando y ahora que te sientes mejor, te marcharás ―Sonrió y besó mis mejillas―. Aquí las cosas están empeorando, la guerra contra los alemanes sigue implacable y las condiciones de este país no son las mejores. Ven conmigo, Misha, vayamos juntos a Estados Unidos.

―¿Qué voy a hacer allá? Lo único que sé hacer en la vida es bailar ballet. No, Sacha. Además hay otra cosa de la que quería hablarte: Durante nuestra separación he dormido con otro hombre.

Me quedé mirándolo a los ojos, no vi enfado, pero si una veta de muchísimo dolor que provocó que mi corazón se hiciera pedazos. Shasha se quedó pensativo, con la mirada perdida.

―Bueno, todos cometemos errores. ―Su voz sonó trémula y confundida.

―Ha sido más de una vez, Sacha, a él lo conocí mucho antes de que entraras en mi vida, nos reencontramos y hemos estado haciendo el amor desde entonces.

Sacha guardó silencio, en su rostro hubo una expresión que no pude descifrar ¿Sorpresa? ¿Malgenio? ¿Angustia? Su silencio hizo que me sintiera peor.

―Te quiero mucho. Cuando miro al pasado no me arrepiento por nuestra aventura, ni me avergüenzo por lo que hicimos.

―Pero no me amas. Lo nuestro está acabado. ―Me sorprendió el tono con el que habló, apenas audible. Me abrazó y comenzó a besarme con tanto ardor que no pude contener las ganas de llorar―. No quiero que lo nuestro finalice. Te amo tanto, Misha.

―No puedo pedirte que sacrifiques tus planes futuros por mi causa. Vete a Norteamérica y olvídame.

―Te necesito conmigo, amor mío ―dijo besando mi cuello.

Me acarició lentamente y me sacó la ropa. Besó mi cuerpo desnudo y tomando mi mano fuimos a su cama.

Después de hacer el amor, nos quedamos dormidos uno junto al otro. Entendí que si bien no amaba a Sacha, con la misma locura animal que a Andrushka, lo quería lo suficiente como para sentirme protegido entre sus brazos.

Me sentí vacío después de despedirnos. Decir que quedábamos como amigos no resolvía la situación, pero era lo único que en ese momento podía ofrecer a Sacha. Después de recuperarme completamente estaba listo para regresar al ballet y también a Andrushka.

La función debía continuar y poco a poco la Escuela de Ballet Imperial de Rusia volvió a sus actividades. La primera semana de octubre el gran telón de terciopelo rojo se abrió y un nuevo espectáculo se presentó para el deleite de los ojos de cada espectador.

Esa noche dancé como nunca antes, con tanta entrega y pasión, que cuando la función terminó me sentía completamente agotado. Los aplausos del público y los elogios alimentaron de nuevo mi ego: volví a sentirme en la cima.

Después de la presentación fui invitado a una elegante fiesta en el salón de bailes del Palacio de invierno.

El lugar seguía igual que cuando estuve allí la última vez, las mismas paredes, los mismos cuadros y adornos, los mismos sillones tapizados en terciopelo rojo y los hermosos cortinajes de seda. Sin embargo me pareció algo muerto sin la presencia adusta del zar, la imponente elegancia de la zarina y las sonrisas de las cuatro grandes duquesas. Ahora solo podía escucharse el sonido de las voces masculinas hablando de política y de las femeninas hablando de modas americanas.

Sonreí cuando Sacha llegó a mi lado y colocó una copa de whisky en mi mano.

―Ven, te presentaré a algunos conocidos importantes... Ese que nos está saludando es Yakubov, es miembro del contraespionaje en Petrogrado. ―Le devolvimos el saludo con un gesto.

Me condujo hasta un hombre de mirada sagaz y rostro imperturbable que reconocí de inmediato como el primer ministro: Alexander Kerenski.

―Vi su actuación. Siempre he admirado la gran capacidad de los bailarines para hacer todas esas volteretas al ritmo de la música. Y la belleza de las bailarinas, claro está. ―El hombre dejó de prestarme atención y miró a Sacha con seriedad―. He dicho a la prensa que no voy a decapitar al zar, ni he de convertirme en el próximo Robespierre. La república está a salvo en nuestras manos.

¡Hipócrita! Pensé al escucharle hablar, recordando a los hombres fusilados que conocí en la prisión. ¡Cobarde! Contuve mi lengua cuando esa palabra vino a mis labios, por supuesto que no mandaría a ejecutar al zar porque temía a los simpatizantes de la monarquía que daban su apoyo para que se mantuviera en el poder.

―Príncipe Klimov, es una velada mágica: Hermosa coreografía, bellas bailarinas, fuertes bailarines, lo mejor de lo mejor, justo como lo prometió ―habló el ministro Miliukov, a quien Andrushka llamaba cerdo burócrata. Lo miré con algo de desprecio cuando levantó la copa y habló―. ¡Un brindis! ¡Viva eternamente la República!

―¡Qué viva! ―respondieron todos sonriendo y bebiendo champaña de Francia.

Dirigí una mirada interrogante a Sacha.

―Sí. Es de contrabando. Todo en este festín ha sido traído en barcos desde Finlandia.

―Pagado con los fondos gubernamentales. ¡Qué bien emplea nuestra querida Asamblea constituyente el dinero con el que deberían alimentar a la masa hambrienta! ―murmuré enojado. Sabía que Sacha estaba metido en eso del contrabando y había hecho tratos con especuladores. Él estaba amasando una fortuna al tiempo que miles morían en las calles.

―Modera el tono, Misha. Esos mismos fondos han permitido que el Mariinsky continúe funcionando y los bailarines gocen de estos lujos. Estás comenzando a hablar como uno de esos agitadores. ¿Podré verte mañana? ―susurró en mi oído discretamente, cambiando de tema y usando ese tono de voz destinado a hacerme estremecer.

―Por favor, Sacha, ahora no. ―Tan solo con saber que estaba cerca ya había comenzado a excitarme y hasta olvidé nuestra pequeña discusión. Le sonreí y en voz baja le prometí concederle toda la tarde del día siguiente después de los ensayos.

Cuando nos volvimos a ver, él me abrazó y en un impulso comencé a besarlo apasionadamente. Nos desnudamos y nos entregamos al placer de la lujuria.

Después me sentí culpable, sabía que no debía seguir haciendo eso con él, pero Suspiré con satisfacción cuando comenzó a acariciarme la espalda. Pensé en Andrushka y pregunté:

―¿Qué sucederá si los bolcheviques son atrapados?

―Serán ejecutados indudablemente.

Sacha besó mi frente mientras me prometía que todo iba a estar bien: aunque el futuro fuera incierto estaría a mi lado.

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Nota: Gracias a Ficción histórica, no esperaba estar a bordo ;)

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