22- Te gustan los de romance, ¿cierto?
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Marcos Carvalho
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Luego de hablar con Barbie durante un rato, la llevé de vuelta al hotel. La noche que en un momento pareció que sería un desastre, terminó por ser una de las mejores. Al volver a casa, mis padres me estaban esperando, ya con ropa de dormir, en uno de los sofás.
—Sabes que te portaste mal, ¿no? —me interrogó mi mamá.
—Sí, castígame —sonreí y ambos me miraron con reproche.
—¿Al menos nos dirás qué sucedió? —preguntó mi papá.
—Ya todo está arreglado. No debí irme y dejarlos solos con ella. Perdón —comenté y comencé a caminar hacia mi habitación—. Buenas noches.
Ellos no respondieron, pero eso no impidió que siguiera con mi camino.
...
Desperté con el sonido de mi puerta cerrándose bruscamente. Abrí los ojos al momento y me senté en la cama con gran velocidad. Volteé los ojos al ver quien me estaba visitando. Me tumbé otra vez en la cama y puse una almohada sobre mi cabeza.
—¿Hablaste con tus padres? —preguntó una alegre voz.
—No —dije, aunque la almohada amortiguó mi respuesta y casi no se escuchó.
Una fuerte mano me arrebató el objeto que tapaba mi rostro y me dio un manotazo en el pecho. Con los ojos entreabiertos, miré al desgraciado que había arruinado mi jornada de sueño: Freitas.
Él llevaba un short de mezclilla azul, una camisa multicolor, unas medias largas con rayas de colores y unos tenis blancos. Parecía un payaso y tuve que contener la risa. Mi amigo siempre había tenido un sentido de la moda muy particular, pero, por alguna razón, a la gente le gustaba.
—Pensé que hablarías con ellos —se sentó en el filo de mi cama—. El cumpleaños de Jorge será dentro de dos días. ¡Dos días! Y aún no hemos conseguido lugar para la fiesta —negó con la cabeza, dejando bien claro su molestia.
—¿Quién rayos te dejó entrar a mi habitación? —interrogué.
—¡¿Estás escuchando lo que te digo?! El cumpleaños de Jorge está a la vuelta de la esquina.
—De acuerdo, hablaré con mis padres hoy. Ahora puedes irte, me tengo que ir a un lugar dentro de un rato —me puse de pie y empecé a caminar hacia el baño.
—¿A qué lugar? —me comenzó a seguir.
—A un lugar —me encogí de hombros—. Con Barbie.
Freitas sonrió. Entré en el baño y cerré la puerta de un tirón. Mi amigo soltó un gruñido y un par de maldiciones.
—Me diste en la nariz, imbécil —espetó.
—Eso te sucede por acercarte demaciado a mí —abrí el grifo y me empecé a cepillar los dientes.
—Cuéntame más de tu salida con esa chica. ¿Van en serio?
—Eso creo. Bueno, no lo sé —el cepillo en mi boca hizo que las palabras salieran con dificultad.
—¿Qué quieres decir?
—Ni yo mismo estoy seguro.
Salí del baño y comencé a buscar algo para ponerme. Decidí usar mi playera blanca, una pescadora azul claro y unas sandalias blancas. La alarma de mi celular comenzó a sonar y la apagué. Eran las nueve de la mañana y una vez más odié a Freitas por despertarme antes de tiempo.
—Sabía que lo harías —sonrió y se lanzó sobre mi para abrazarme—. Sabía que encontrarías a una buena muchacha que te hiciera mejor persona.
—No llores, por favor —me despegué de él y tomé mis gafas oscuras—. Me voy, luego hablamos de la fiesta para Jorge.
Salimos de la habitación, mi amigo se dirigió a la salida y yo a la cocina. Ahí estaba mi padre con su desayuno. Usaba uno de sus trajes Armani y la ya conocida maleta negra reposaba en el asiento contiguo a él. Me miró de arriba a abajo.
—¿Vas a algún lugar? —indagó.
—Al Hilton.
Caminé hacia la isla y cogí una manzana que se encontraba en una cesta. No tenía ganas de un desayuno elaborado. Además, moría de ganas de ver nuevamente a Barbie.
—Te llevo —se puso de pie y cogió su maleta.
Mi padre sacó del bolsillo las llaves de su auto y salimos de la casa. Nos adentramos en el carro y empezamos a dirigirnos al hotel. Giré mi rostro para ver a través de la ventanilla. Era un día soleado, las personas caminaban por la acera enfundados en sus atuendos veraniegos, todo emanaba esas vibras alegres que trae consigo la etapa vacacional.
—¿A dónde la llevarás hoy? —cuestionó mi papá.
—¿Qué te hace pensar que voy a algún lugar con ella?
—Por favor, Marcos. Ambos sabemos que tú sólo ibas al Hilton a hacer ejercicio en el gimnasio, y esa no es tu ropa de deportes —me echó una breve mirada y se volvió a centrar en la carretera.
—Bien —sonreí—, la llevaré a mi guarida.
—Oh, hace tiempo no vas por allá, ¿verdad?
—Verdad. Ha estado un poco abandonada —comenté.
—A ella le encantará —afirmó.
—Lo sé, por eso decidí que iríamos.
El resto del camino nos lo pasamos hablando sobre Barbie. Era un tema que ya habíamos tocado en varias ocasiones, pero no me cansaba de retocarlo una y otra vez. Ella era la que ocupaba el noventa porciento de mis pensamientos y siempre me iba a entusiasmar hablar de ella.
Llegamos al hotel y mi padre estacionó el auto. Nos bajamos y entramos en el Hilton. Todos comenzaron a saludarnos y nosotros les devolvimos el saludo.
—Bueno, tengo que tratar unos asuntos con un trabajador. Nos vemos después —dijo mi papá y se perdió por un pasillo.
Miré mi reloj y noté que apenas eran las nueve y media. Posiblemente Barbie estuviera todavía en su habitación, así que comencé a caminar hacia ella. Cuando llegué, me percaté de que la puerta estaba ligeramente abierta, tal y como la encontré cuando irrumpí en ella aquella madrugada que me encontraba borracho. Sonreí ante el recuerdo y empujé la puerta hasta que se abrió por completo. Entré y no encontré a nadie. Caminé por el lugar y vi sobre la cama un libro: El Gato Negro. Lo cogí y comencé a ojearlo.
—¿Cómo entraste? —preguntó la voz que había deseado escuchar.
Volteé el rostro y ahí, en el umbral de la puerta del baño, estaba la Sirenita Ariel. Llevaba un short beige y una blusa corta color tierra al igual que sus sandalias. Su cabello se encontraba despeinado y no llevaba nada de maquillaje. Se veía hermosa, al menos eso pensaba yo.
—Creí haberte dicho que no dejaras la puerta entreabierta. Pueden entrar ladrones, psicópatas o pervertidos.
—¿Y cuál de esos tres eres tú? —cruzó los brazos y me miró fijamente en espera de una respuesta.
—Yo soy el que no te sacas de la cabeza —tiré el libro sobre la cama y empecé a caminar hacia la chica.
La pelirroja volteó los ojos y reprimió una sonrisa. Había dado en el clavo y ella lo sabía. Cuando por fin estuvimos más cerca, pude sentir que se puso nerviosa. Apoyé mi brazo en el marco de la puerta y me incliné hacia ella.
—Dime, ¿te gustan los libros de terror? Porque no pareces de ese tipo —hice referencia a El Gato Negro.
—No son mis favoritos, pero los leo —sus ojos se posaron en mis labios y formé una pequeña sonrisa.
—Te gustan los de romance, ¿cierto?
—Con clichés, preferiblemente —argumentó en un tono bajo.
Hice un sonido gutural en forma de aprobación y eso provocó que ella mordiera su labio inferior. Me acerqué todavía más a su cuerpo y juro que podía sentir el calor que éste desprendía.
—¿Qué tipos de clichés? ¿Los del mujeriego que termina enamorándose? —hice mi voz más seductora y comencé a acariciar un mechón de su cabello.
—Ese es mi favorito —confirmó y supe que hacía alusión a mí. Su vista no se despegaba de mis labios.
—Ah, ¿sí? ¿Cuando te diste cuenta?
—Cuando tú cambiaste por mí —susurró.
Sus ojos verdes se movieron hasta conectar con los míos y sentí toda la electricidad y el fuego que transmitían. Mi mano se enterró en su cuello y la atraje hacia mí.
—Manzanita, soy yo. ¿Puedo pasar? —la voz de Jeremy sonó desde la distancia.
Barbie se separó de mí y comenzó a caminar hacia la puerta. Cerré los ojos por unos segundos para disipar el deseo de lanzar al amiguito por el último piso.
—Hola, Jer, ¿qué te trae por aquí? —le preguntó ella.
—Vine a ver si querías ir a la piscina, iremos todos —le dijo el que aún no notaba mi presencia.
—Oh, yo...
—Buenas —saludé a la vez que empezaba a dirigirme hacia ellos.
Mi sonrisa de oreja a oreja definitivamente molestó al castaño. Él simuló una expresión alegre cuando dijo "hola", pero era obvio que no le salió natural.
—Es una pena que Barbie no pueda asistir a la piscina —continué con mi sonrisa.
—Eso lo decide ella, no tú —me encaró.
—Sí, claro —volteé hacia la pelirroja, la cual nos miraba a ambos sin saber muy bien qué hacer.
—Lo siento, Jer —su rostro dejó entrever la pena—, pero quedé con Marcos y no puedo dejarlo plantado.
—Ah —el muchacho me lanzó una efímera mirada de desprecio—, más tarde será.
—Por supuesto. De hecho... quisiera hablar contigo después —le dijo ella.
—Sí, nos vemos luego.
Jeremy se marchó y volví a quedarme solo con Barbie. Se veía triste, pero yo estaba dispuesto a cambiar eso. La tomé de la mano y nos aventuré fuera de la habitación.
—Quita esa expresión y vámonos de aquí —le dije.
—No, todavía no me he peinado —soltó mi mano y volvió a entrar.
—Sirenita Ariel, te ves preciosa así —agarré su mano nuevamente y la atraje hacia mí.
—Bien, confiaré en ti. Sólo déjame coger mi bolso.
Entró y salió con un bolso beige. Sonrió y yo le devolví el gesto. Atravesamos el hotel hasta que por fin llegamos a abajo.
—¿Dónde está tu auto? —me preguntó con desconcierto.
—Iremos a pie. El lugar al que vamos está cerca de aquí.
Ella asintió y continuamos andando. Cruzamos hasta la playa y caminamos por la orilla. La marea estaba tranquila y las personas se veían felices y relajadas. La playa siempre había tenido ese efecto: tranquilizador, alegre, reflexivo, romántico, divertido. Miré a Barbie y sonreí, ella parecía tener en mí el mismo efecto que el mar en las personas.
Estábamos tan cerca que nuestras manos se rozaban continuamente, provocándome deseos de tomarla. Finalmente, eso hice: sujeté su mano y entrelazé nuestros dedos, los cuales, por cierto, encajaban a la perfección. Ninguno de los dos dijo nada. Nos centramos en seguir recto, pero sabía que ella portaba la misma sonrisa que yo.
Luego del silencioso trayecto, llegamos a nuestro destino. Observé frente a mí la pequeña cabaña de roble blanco. Subimos dos escalones y entramos al porche. En una esquina se encontraba una mesa con dos sillas reclinables, en otro rincón una maceta con una planta. Había una lámpara de pared a cada lado de la puerta, ambas apagadas. Las dos ventanas enrejadas de cristal estaban cerradas a cal y canto, como todo.
—¿Qué lugar es este, Marcos? —me cuestionó.
—Es mi casa —sonreí y vi que ella formó una expresión de duda.
—Pero... tú vives con tus padres.
—Sí, pero eso no quiere decir que no tenga mi propia casa —ella seguía sin entender—. Anda, entremos.
Saqué de uno de mis bolsillos la llave y abrí la puerta. Al momento me llegó el olor a madera y a casa que lleva cerrada un buen tiempo. Estaba limpia, pues un señor de la zona se encargaba siempre de limpiarla. Encendí las luces y comencé a abrir las ventanas, haciendo que el lugar se inundara de iluminación y fresco.
En la sala principal predominaban los colores blanco, marrón, beige y azul. En una de las cuatro columnas de madera caoba, que formaban un cuadrado en el centro de la habitación, se encontraba un televisor pantalla plana; en otra había un farol. Una pequeña barra con tres banquetas: dos marrones con cojines blancos y una blanca, en el centro de la otras, con un cojín floreado. La pared de atrás de la barra estaba formada por listones verticales de madera clara. Había una butaca de mimbre beige al lado de una mesita que portaba una estrella de mar, un sofá azul y blanco y dos asientos que se formaban únicamente por dos trozos de tronco de árbol rebanado. En el centro tenía una alfombra redonda color crema y en el techo una lámpara-ventilador. En una esquina colgaba una cómoda hamaca.
Barbie comenzó a caminar por el lugar y supe al instante que le había encantado. Sonreía maravillada mientras recorría cada rincón con su vista.
—Este lugar es precioso, ¿cómo es que no vives aquí? —indagó.
—Bueno, estuve viviendo aquí un tiempo, pero mi padre trabaja hasta tarde a veces y él no quería que mi madre estuviera solamente con los empleados. Al menos eso fue lo que dijeron, pero lo cierto era que me extrañaban.
Barbie rió y empezó a avanzar para analizar más de cerca. Yo caminaba detrás suyo y también le echaba un ojo a todo: hacía bastante tiempo que no visitaba mi casa y ya empezaba a olvidar cómo se veía.
—Ven, mira esto —le dije y me acerqué a una puerta de corredera.
Al otro lado de la puerta se hallaba mi cuarto. Era un poco más pequeño que el que ocupaba actualmente. Había una cama matrimonial con un cobertor azul cielo, detrás de ella un cuadro que yo mismo había pintado en el cual se apreciaba una playa serena y vacía, un closet y unas puertas de cristal que cubrían toda la pared. Además, también se encontraba, a unos metros de la cama, un piano blanco.
—No me digas que también tocas el piano —entreabrió los labios a causa de la sorpresa.
—Pues sí, y no se me da nada mal —alardeé.
—¿Me tocas? —preguntó con ojos chispeantes.
—Vaya, pelirroja, eso fue directo. ¿Ni un beso antes de pedirlo? —le busqué el doble sentido a su comentario y ella captó la indirecta.
—¡Marcos! No quise decir... —sus mejillas se encendieron y comenzó a mover las manos frenéticamente—. Hablaba del piano, una pieza, una...
—Tranquilízate —empecé a reír como si me estuvieran haciendo cosquillas—. A veces olvido lo que un comentario de este tipo te puede llegar a causar.
—Por favor, olvida que dije eso —se cubrió el rostro con ambas manos, riendo también.
—Lo olvidaré. Entonces... creo que puedo tocarte —le hice un guiño y ella volteó los ojos.
Caminé para acercarme al piano y tomé asiento en la banqueta, luego comencé a tocar.
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