CAPÍTULO 39






CAPÍTULO 39

AYDA


El sonido de mi móvil me despertó y odié mi vida. Ni siquiera sería la hora en la que yo me despertaba para ir a trabajar. Abrí los ojos un poco, viendo que a través de la ventana el sol no había empezado a aparecer. Gruñí cuando el teléfono no dejaba de sonar y lo cogí a tientas, con mis ojos aún cerrados.

No sabía quién llamaba a esta hora, pero más valía que fuera una emergencia porque esa noche era una de las noches malas en las que había conseguido dormirme luego de horas dando vueltas en la cama.

—¿Qué?—respondí de mal humor, con el teléfono mal colocado en la oreja.

Hubo un silencio bastante abrumador y me separé del móvil para ver quién era el que había llamado. Era un número desconocido y fruncí el ceño, incorporándome en la cama.

—Oye, seas quien seas, son las cinco de la mañana.—me quejé, dejando los pies caer, casi tocando el suelo.

El silencio se hizo otra vez y empecé a tener un mal presentimiento. Alcé la vista y encendí la luz cuando escuché un ruido en la casa. El miedo se instaló en cada fibra de mi cuerpo y sentí mi respiración acelerarse.

Me levanté, escuchando la respiración al otro lado del auricular. Salí viendo la luz del comedor encendida y no supe qué hacerlo qué coger ante la posibilidad de que fueran ladrones.

Yo era joven aún, no merecía morir a manos de un delincuente. Conforme me acercaba empecé a oír susurros y risitas contenidas. ¿Qué mierda de ladrón se reía mientras robaba?

Me acerqué aún más, cogiendo el jarrón que había antes de llegar al sofá, sin ver todavía a los atracadores. Así que, armándome de valor, a pesar de estar temblando, solté un grito corriendo hacia el sofá donde se les oía y alzando el jarrón.

Sin embargo, antes de llegar, me paré, gritando más, con la mano del asaltador en mi muñeca.

—¡Joder, qué mierda haces, pirada!

Vi los ojos de Augustus, mientras se incorporaba, con Sarah debajo de él con las mejillas coloradas de la vergüenza. Estaba desnuda de cintura para arriba e intentó taparse lo máximo que pudo cuando me vio escrutándolos, porque mi hermano estaba en las mismas condiciones.

—¡No, qué mierda haces tú joder!—empecé a llorar desconsolada, por el miedo que había pasado—¡No puedes entrar aquí mientras duermo, no puedes...!—me aparté de su lado, empujándolo, y dejando el jarrón en la mesa.—Pensé que había entrado un ladrón—susurré secándome las lágrimas y mirando mi teléfono, que ya había cortado la llamada.

Noté que Augustus se acercaba por detrás, pero me aparté cuando tocó mi hombro.

—¿Qué haces aquí a las cinco de la mañana?—pregunté con voz más dura, girándome para encararlo. —¿Nuestros padres lo saben?

Hacía un tiempo que me había acostumbrado a llamarlos "padres", a pesar de que yo llamara al suyo por su nombre. Daniel no iba a ser nunca mi padre, porque como Carlos, mi padre, no habría nadie. Aún así, era más fácil y rápido identificarlos así, mejor que "Mi madre y Daniel".

—Les dije que domiría en casa de Liam.—en su tono se escuchaba la culpa.

Miré de nuevo a Sarah, que ya había conseguido vestirse a toda velocidad y mostraba facciones arrepentidas, como los hombros caídos y las cejas fruncidas con pena.

—¿Les has mentido?—negué con la cabeza y haciendo gestos con las manos completamente irritada—¡Les has mentido!—grité, respondiendo a mi propia pregunta.—¡Y luego tienes el descaro de entrar a mi casa como si fuera la tuya, para follar!

Sabía que yo le haía permitido todo esto, sabía que era mi culpa que él entrase con confianza en mi casa para estas cosas. Pero no podía más, no hoy.

—¡Tú también les mientes, constantemente!—chilló de vuelta.

—¡Yo soy una mujer adulta!—encaré acercándome más a él y apuntándolo con un dedo.

—Eres una adulta que no es capaz de aceptar que ya no va a estar más con ese hombre. Que él pasa de ti y sigues esperándolo como una imbécil a que vuelva. ¿Verdad?—sentí mis ojos anegarse en lágrimas y eché mi cuerpo hacia atrás, como si me hubiese clavado una flecha en el corazón.—Tú eres la peor adulta que pueda existir. Haces como que estás bien y luego le lloras al terapeuta sobre algo que no volverá más. Y encima tienes el descaro de hacer que los demás sientan pena por ti.

Sentí que mi corazón se partía en dos. Noté cómo mi alma se apagaba y dolía demasiado. ¿Él pensaba realmente todo eso? Yo sabía que era una idiota por seguir confiando en que el amor de mi vida volvería, pero era esperanza, era necesidad y era infinitud de cosas inexplicables que dolía que me lo echase en cara. Porque lo único que yo hacía era amar, aunque esas personas se hubiesen ido, yo les amaba, con todo mi corazón.

Los ojos de mi hermanastro se abrieron, el arrepentimiento surcando en sus iris, pero ya era tarde para negar todo lo que había dicho. Dicen que sólo los borrachos y los bebés dicen la verdad, a mí me gustaría añadir que las personas enfadadas también lo hacen. Dicen la verdad de la forma más cruel y rastrera que pueden, pero verdad al final. 

—Ayda, yo...

Me aparté cuando intentó volver a acercarse y lo miré con todo el asco del mundo. Tal vez todo lo que había soltado eran mis verdades, tal vez necesitaba escucharlas, pero no de esta manera ruin.

Fui a mi habitación y cogí una sudadera que me puse de forma rápida encima de la camiseta de tirantes que usaba como pijama. Cambié mis pantalones de florecitas por unos deportivos y unos tenis en mis pies.

—Ayda, lo siento, no...

Lo miré de forma dura mientras él se quedaba postrado debajo del umbral de la puerta. No tenía ningún derecho a juzgarme, él sería igual si le hubiese pasado todo lo que yo he sufrido.

—Cállate—suspiré agotada.

Recogí mi teléfono y salí de nuevo al comedor, sin importarme que mi hermanastro siguiera detrás de mi.

—Puedes quedarte y follar esta noche,—empecé a decir de la forma más dura que no sabía que podría lograr.—pero se acabó. Le diré a tu padre todo lo que estás haciendo. Estoy harta de ti, no puedo más.

Y tal vez yo también había dicho la verdad, en ese momento me lo parecía. Había sido cruel, porque me sentía dolida.

—¿Dónde mierda vas a ir? Sigue durmiendo—exigió, en un intento de preocupación.

—¿Piensas que podré?—cuestioné volviendo a alzar la voz sin quererlo.—Me voy porque sé que, hasta que suene mi alarma para ir a trabajar, estaré dando vueltas en la cama. Así que gracias por desvelarme, ya tienes el piso solo para hacer tus putas guarrerías. —me dirigí a la puerta y abrí, pero me giré para mirarlo una última vez.—Deja la copia de la llave que tienes cuando te vayas. No volverás a entrar sin mi permiso.

Él asintió y yo salí, sintiéndome como una mierda al cerrar la puerta. Llegué al ascensor y bajé, hasta subirme a mi coche y conducir sin destino fijo. Era muy temprano como para llamar a Madison o Eda, aunque siempre decían que en una crisis lo hiciera, pero sabía que no era el momento.

Así que estuve conduciendo por Richmond intentando que mi nudo de pensamientos no fluyera y empezasen a desenredarse formando un ataque muchísimo más fuerte que yo. Había conseguido que esto no ocurriese, en todo este año, había logrado conciliar el sueño de forma correcta, había conseguido no sobre pensar las cosas y extrañar a los que ya no están de una forma sana para mí.

Eran las siete y media cuando aparqué frente a su edificio y bajé esperando que ya estuviera en pie. Yo ya estaba atacada de los nervios cuando saludé al portero y subí las escaleras hasta su piso en un intento de calmarme.

Una vez en su puerta, di varios golpes insistentes en ella, esperé que abriera con mi pie golpeando repetidamente el suelo, con lágrimas en los ojos y sintiendo que el mundo se me venía abajo de nuevo.

Abrió, mirándome con los ojos sorprendidos y una bata de casa abierta hasta la cintura, dejando ver su torso desnudo. Llevaba una taza de café y unas zapatillas elegantes. Entré sin decir nada y fue ahí cuando empecé a llorarle contándole todo.

—Me estoy volviendo loca, pensaba que ya había conseguido superar todo, pensaba que todo iba mejor, pero soy tan estúpida...—lloriqueé, moviéndome de un lado a otro, sin siquiera dejarle hablar a él.— No puedo superarle, no puedo olvidarme de él y eso me vuelve tan ridículamente dependiente que no sé qué hacer.—lo miré, con mis mejillas cubiertas de lágrimas, mis ojos probablemente rojos e hinchados de llorar—¿Qué hago?—pregunté, pero cuando lo vi abrir la boca para hablar continué, sin querer escuchar nada que no me gustara.—No quiero olvidarlo, por dios, es el hombre de mi vida, no quiero deshacerme de él. ¡Arruiné su boda para que estuviera conmigo! ¿Cómo ha podido tirar todas esas cosas por la borda? ¿¡Cómo!?

Me senté, devastada, en el sofá que tenía para sus pacientes, y él se acercó a mí, arrodillándose para apartar las manos que tenía puestas sobre mi cara.

—Intenta calmarte, respira hondo,—pidió haciendo una seña con su mano, como si moviese el aire hacia su nariz.—y cuéntame lo que ha ocurrido desde el principio.

Respiré hondo, o lo intenté, porque mi cuerpo no aceptaba respiraciones rápidas, mis manos temblaban y mi pecho dolía como nunca antes. Cuando él me siguió ayudando a controlar mi respiración, agarrando con fuerza mis manos a su vez, empecé a mirar alrededor. En la cocina había una mujer, con una camiseta de hombre que supuse que era de mi terapeuta. Noté que él miraba al mismo lugar que yo y entonces carraspeó.

Volví la vista a él, arrepentida de haber hecho mi aparición aquí tan de repente, esta semana ni siquiera habíamos concretado una cita.

—Lo siento...lo siento mucho Max...—susurré apartando mis manos de él y levantándome.—No debería...no debería haber venido.

Sentí cómo las manos volvían a temblarme conforme avanzaba a la puerta, mi mundo seguía cayendo, y cayendo, y no sabía si en algún momento llegaría a tocar fondo, pero lo necesitaba.

—Ayda, siéntate, necesitas calmarte, no puedes ir así a ningún lado.—pidió sujetándome del brazo.

La mujer rubia, joven, me miró y me dio una sonrisa tranquilizadora, alegando que ella esperaría en la habitación. Sabía que él no podía comentarle nada a nadie de lo que habláramos, pero me dio miedo que lo hiciera con ella cuando había visto la perorata que solté al entrar.

—No quería molestar...solo...no sabía dónde ir y...mi cabeza no dejaba de funcionar y yo...—volví a sentir que la respiración se me aceleraba y respiré hondo, como él me había dicho.

Colocó una mano en mi espalda, guiándome hacia el sofá de nuevo. Se sentó a mi lado y la acarició en círculos, dejándome mi tiempo y aguardando, nada más. El silencio reinaba en la estancia, así que cuando conseguí calmarme en su gran mayoría luego de un rato, habló, apagando ese mutismo.

—¿Qué es lo que ha pasado?

Giré mi cabeza un poco, sólo un poco, temiendo decir lo que había pasado esta semana, porque no quería que me dijese lo que ya sabía que debía hacer.

—Llevo desde el lunes durmiendo tres o dos horas.—confesé y él asintió, asimilando la información.—Llevo sin comer de forma correcta un mes, todo el mundo lo nota, ¡yo también lo noto!—lloré de nuevo.—No puedo evitarlo, a veces simplemente me salto comidas, otras no puedo retener lo que he comido y lo vomito todo. Pero es que...—lo miré y supiré—No puedo más...

Él volvió a asentir y cuando notó que no iba a hablar más preguntó:

—¿Qué crees que ha desencadenado todo esto?

Mi labio empezó a temblar, sabía qué era lo que había sido. La razón tenía nombre y apellido y hacía tanto tiempo que había dejado que todo me afectase a sobremanera que no esperé que lo hiciera luego de tanto tiempo. Sabía que lo amaba, pero no esperaba que eso afectara a mi salud.

—Hace...—empecé hablar, aunque callé.

Me sentía avergonzada de que la razón para que todo esto se desencadenara de nuevo fuera él. No quería que su recuerdo me hiciera pasar por todo esto, porque yo lo único que quería era volver a estar entre sus brazos, y si todo esto hacía que no pudiera hacer las cosas más básicas de mi vida, podría significar que no era lo correcto para mí. Y yo quería que lo fuera.

—Ayda, si no me cuentas, no podremos solucionarlo.—dijo con suavidad, sabiendo que mi mente debatía.—Este es un lugar seguro, no te avergüences por sentir todo eso.

Lo sabía. Sabía que era un lugar seguro, pero no podía evitar sentirme juzgada por mis decisiones, por lo que quería y deseaba hacer con toda mi alma, porque sabía que era insano, sabía que era una locura, lo sabía. Pero también sabía que era lo único que haría que mi vida se sintiese vida de nuevo.

—Hace un mes empezaron a salir las noticias de que Frank había conseguido un...—no supe como llamarlo, así que hice silencio, a la espera de que me saliera una palabra adecuada.—Un nuevo ligue.—terminé diciendo, sintiéndome asqueada por todo.—La he visto...Por redes sociales—aclaré, cuando esperó que dijera algo más.—Es preciosa y me siento intimidada porque...Joder, porque no quiero perderle, no quiero que mi vida se joda más de lo que ya está.

—¿Por qué piensas que tu vida está jodida?—inquirió, extrañado.

Me encongí de hombros, sin siquiera saber la razón, pero así se sentía.

—Porque es mía...—respondí con un quejido.

Respiré, dejando que el silencio reinara de nuevo por un periodo corto de tiempo, porque ahora sentía la necesidad de contarle lo que había ocurrido esta semana, lo que no me había dejado descansar con plenitud.

—El lunes me prepararon una fiesta sorpresa en la clínica.—empecé, pasándome un mechón de mi pelo corto por detrás de la oreja.—Dante fue, no queriendo, no sabía que yo trabajaba ahí. Pero me habló, me habló como si yo no les hubiera estado ignorando durante un año, me habló queriéndome, me habló deseando que volviera a ellos. Y yo en el fondo solo podía pensar si lo que decía refiriéndose a los chicos también lo decía refiriéndose a MÍ chico.—suspiré, restregando mis manos por la cara.—No puedo dormir pensando en lo mal que he hecho todo, no puedo comer pensando en que él ya tiene a alguien más. Que él ya no piensa en mí como yo pienso en él. —miré a mi terapeuta, que simplemente escuchaba atento y de vez en cuando hacía diferentes anotaciones en una libreta pequeña.

Entonces, cuando terminó de escribir en la libreta, alzó su mirada y tomó aire, entrecerrando sus ojos para mirarme y analizarme quizás.

—¿Por qué no intentas hablar con él? Explícale cómo te sientes.—fui a hablar, pero él me interrumpió poniéndome una mano en la rodilla.—Estás dando cosas por hecho que no sabes. ¿Cómo sabes que te ha olvidado? Tal vez es simplemente una confusión, los medios son así, buscan cualquier mínimo contacto para inventar una relación. —apretó mi rodilla y sonrió.—Intenta hablar con él, estoy seguro de que podríais aclarar muchas cosas.

No era el consejo que me esperaba viniendo de su parte, pero tal vez él sabía que en algún momento iba a terminar haciéndolo y así podría seguir ayudándome en el proceso. Terminé aceptando lo que me había dicho y me levanté después de hablar un poco más.

—Gracias...Siento haber venido tan temprano, no sabía a quién más acudir.

Él asintió con una sonrisa sincera, me instó a que no me preocupara por nada y dejó que me fuera.

Cuando miré el reloj me di cuenta de que me había pasado una hora hablando con él. Pensé en lo que me había dicho, pero también pensaba en las consecuencias que podría acarrear.

¿Querría Frank verme y dejarme hablar de lo que seguía sintiendo? ¿Sentiría él algo por mí? Por mínimo sentimiento que fuera, yo sabía que me iba a aferrar a él,  a la esperanza de tenerlo entre mis brazos una vez más. Era la última oportunidad.


¥

Después de trabajar, cuando ya eran las nueve, decidí volver a casa para arreglarme, impulsada por Madiso y Eda, para ir a la exposición. Ellas me habían dicho que iban a ir porque conocían a varios de los pintores y, al enterarse de que yo tenía una invitación misteriosa, no dejaron de perseguirme hasta conseguir que las acompañara.

Cuando entré a mi piso aún quedaban resquicios del miedo que sentí esa mañana. Había intentado llamar de vuelta al número que me llamó de madrugada, pero no daba señal. Desistí en el intento luego de la tercera llamada, no iba a responder nadie.

Me duché y me arreglé enfundándome en un vestido blanco, que sólo llevaba una manga larga, corto por la mitad de mis muslos. Era precioso y había sido un regalo de Frank para navidad. Me hice un moño apretado y me coloqué unos tacones de aguja.

Me veía preciosa, tal vez algo delgada, pero preciosa. Me gustaba mi aspecto. Bajé y volví a montarme en el coche, cambiándome los zapatos—porque ante todo precaucíón— y empecé a conducir hasta llegar a la dirección que figuraba en la invitación.

Aparqué algo lejos, porque todo estaba atestado de coches, cosa que me sorprendía porque según ponía, hoy sólo se exponían cuadros de pintores emergentes, no había nadie reconocido o experimentado.

Les escribí un mensaje por el grupo a las chicas de que ya había llegado y ellas me dijeron que estaban dentro, así que me cambié de nuevo los zapatos a mis tacones y caminé por el concreto para llegar a la entrada.

La gente con la que me cruzaba iba vestida muy elegante, con vestidos de diseñador demasiado caros para mi bolsillo. No entendía qué era lo que hacía tan especial la exposición de hoy, porque había algo de cola para entrar.

Cuando llegué unos flashes empezaron a apuntarme y yo me tapé la cara confundida. ¿Qué era lo que estaba pasando? Las cámaras siguieron enfocadas en mi persona hasta que conseguí entrar.

El ambiente era acogedor, la temperatura era cálida y agradable, más que estar afuera, y el olor a flores inundaba el ambiente, haciéndolo muchísimo más benigno. El suelo era de madera y las paredes variaban de colores, había algunas blancas, otras de color vino, grises, y azules marino. Los cuadros estaban expuestos en ellas acompañando la colorimetría.

Y conforme avanzaba admirando las pinturas, noté que la gente me observaba y empezaba a hablar mediante susurros. Lo ignoré, porque asumí que eran resquicios de mis inseguridades. ¿Por qué esta gente hablaría de mí? No era nadie importante, no había hecho nada importante.

Seguí observando los lienzos, llegando a uno que me asombró y me conmocionó de la misma manera. Era un retrato, un retrato suave y tal vez algo idealizado de una mujer. Mis ojos se anegaron en lágrimas cuando seguí mirando los cuadros y seguí viendo a esa misma mujer en cada uno de ellos. ¿Por qué estaba yo reflejada en el lienzo?

Me acerqué más, para mirar el nombre del pintor.

Frank Anderson

Lo que callaban sus ojos.

Era de él, él seguía dibujándome, pintándome. Miré el retrato con más aínco y noté las lágrimas que se acumulaban en los ojos rojos de la que era yo, noté cómo las ojeras le consumían gran parte de la cara, cómo su piel estaba apagada, cómo sus labios se mostraban resecos y maltratados. Era yo. Pero era una de mis peores versiones.

Me giré, buscándolo con la mirada, mis lágrimas dificultando en el proceso, y lo vi. Estaba riendo con un grupo de personas, estaba riendo con la chica guapa que trabajaba para él. Lo miré detenidamente antes de acercarme un poco. Parecía más alto, más imponente, estaba segura de que se había machacado tanto en el gimnasio como yo. Su pelo ahora se veía más largo y sus ojos más azules, incluso a lo lejos pude verlo. Pero estaba guapísimo.

Y tal vez debería haber cogido todo y haberme ido, dejar de insistir en todo esto, porque, cuando su mirada chocó con la mía paralizándome en el acto, frunció su ceño y supe que la había cagado de alguna forma.

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