02: Fantasmas en detención
❛ CAPÍTULO 02: FANTASMAS EN DETENCIÓN ❜
20 de agosto, 1984
Merry Hills, Texas
—Te veo mañana, Beverly. Adiós.
Esa fue Mónica Schlichting. Era mi compañera en el laboratorio de química, la última asignatura del martes. A pesar de lo mucho que se me dificulta identificar subtonos en los comentarios de la gente, esa vez percibí uno de burla en su despedida, pues ella no tendría que quedarse en la escuela por tres horas más para cumplir detención.
Quizá estaba consciente de que esas no eran sus intenciones, sin embargo, porque naturalmente le devolví la despedida; pero lo que no me nació corresponderle fue el deseo de verla al día siguiente. Incluso si así lo hubiera querido, sabía que no me hablaría hasta el próximo martes. Era además la segunda vez en la semana que no podía simplemente marcharme a casa después de las clases, lo cual me había encerrado en esta casilla mental de que los cambios de planes deberían ser un delito contra la integridad mental o algo por el estilo. Deberían como mínimo multar a la gente por esas cosas; pero recién iniciaba el año escolar y ya me había ganado dos horas de detención al final de la jornada por saltarme la primera clase del día durante toda la semana anterior sin justificación. Es que siempre llegaba tarde, y en serio me costaba seguirle el hilo a una clase habiéndome perdido el inicio, así que solía esperar en las gradas del gimnasio escolar dibujando garabatos en las últimas páginas de mis cuadernos. Te juro por Dios que nadie me entiende.
Cuando creía que la situación no podía ser más engorrosa de lo que de por sí era, sin embargo, bastó con algo tan simple como agregar el predicado «... y de pronto Mick Marvin entró al aula 013» al final de la oración para así pisar el margen de lo peor. Sí, Mick "Azul Prusiano" Marvin: el tercero de la lista, a quien quizá recuerdes mejor como el tropezón en el hombro cuando salí de la cafetería el día que perdí a mis amigos. Se trataba de este chico cuyo cabello era cuidado con una cínica austeridad por su madre, la estilista que bien presumía haber trabajado con Allan Edwards —estilista capilar de Farrah Fawcett— en algún punto de su carrera. Mick tenía el rostro cuadrado, y parecía comprar el mismo par de tenis cada mes, o, bien, atender su único par con el mismo ahínco que su madre con su cabello. Sé que dije antes que uno no debería aborrecer tanto, pero siempre le di a él el privilegio de ser la excepción a la regla, en gran parte porque el rechazo era mutuo: ese día Mick se sentó a cuatro puestos de mí. Cristo. Ese chico en serio me repudiaba, y me lo confirmó una vez más al establecer esos dos metros de distancia. Dos metros. La verdad es que podía vivir con eso en silencio por dos horas; podría haberlo hecho, de no ser por el momento en el que soltó el comentario más estúpido que escuché en el día cuando el profesor Quentin Rogers preguntó qué hicimos para ganarnos el castigo.
—Me encontraron besando a Fernie Richman en el pasillo.
Ahogué una carcajada, y podría haber jurado que Rogers también si no fuera un experto en el estoicismo. Mick, en su defensa, me confrontó con un desafío propio de sus modos de ser:
—¿Qué pasa, Kimberly? Ya quisieras que alguien te besara en el pasillo.
Algo inédito sucedió en mi cabeza, de pronto, como cuando descubres una fotografía de tu infancia que nunca antes habías visto, y tu cabeza automáticamente te reproduce el recuerdo al cual está asociada. Éramos Mick, Frances, Benedict, Colton y yo en el huerto de traspatio de los Moore, la familia floricultora del pueblo, durante un recorrido escolar de la escuela básica. Estábamos en tercer y cuarto grado aprendiendo sobre la flora y la tierra y los gusanos, cuando el dueño de las plantaciones, el señor Peter, nos confesó que era posible hacer florecer ciertas flores en cuestión de aplausos. Para demostrarlo, nos pidió que les aplaudiéramos a los capullos de lirios silvestres por un minuto consecutivo para observar la «magia».
Yo me llevé ambas manos a los oídos de inmediato, al tiempo que todos a mi alrededor obedecieron la orden. No tomó un minuto completo comenzar a notar que era cierto. Peter Moore tenía razón: los lirios silvestres se desenvolvían de su capullo como quien tira del extremo de un listón, pero de una manera considerablemente ralentizada. Era asombroso, de cualquier modo, y hasta cierto punto increíble.
—El punto de esto, niños, es que se lleven algo significativo de esta experiencia —añadió Peter Moore, habiendo ordenado el cese de los aplausos—: a veces, todo lo que necesitamos es el apoyo de alguien para salir de nuestra zona de confort, y, por ende, florecer.
Ese día le dieron un lirio silvestre a cada chico para que se lo obsequiara a la chica que deseara. «Kimberly», me llamó Mick Marvin. Yo me giré, y entendí que había decidido darme a mí el suyo, lo cual aquel día en detención me resultó particularmente gracioso, porque ahora me odiaba. Ese bastardo sí me odiaba. Lo sé porque un día aleatorio de noviembre de 1979, muchos años después en el apogeo de una amistad bien asentada conmigo, Verde Bosque, Amarillo Limón y Naranja Quemado, Azul Prusiano nos confesó que su madre le había prohibido jugar con nosotros por el riesgo al que nos sometimos el día del incidente en la casa del árbol. Desde entonces, hizo lo posible por no volver a mezclarse con nuestros colores en la mayor medida posible, pero el caso no se limitaba a eso. Era tal bastardo, Azul Prusiano, que por algún motivo parecía llegar al extremo de aborrecerme sólo a mí de entre los cuatro y se tomaba la molestia de aprovechar toda oportunidad de dejármelo claro, como aquella ocasión en particular, lo cual dejaba pintarrajos púrpura como evocaciones de los encuentros sin gracia. Si te soy honesta, en un principio no me sentía con la energía que requería asumir el compromiso implícito en discutir con él, tomando en cuenta que mis comportamientos regidos por la pasividad parecían debilitarse de sobremanera cuando se trataba de él y ese asqueroso olor a spray para cabello AquaNet, o de los estruendosos chillidos que hacía con su Chevy en el vecindario para presumir; pero incluso desconociendo tales motivos que inspiraban semejante repudio hacia mi persona, a mí tampoco podría importarme lo suficiente como para hacer algo por impedirlo. En realidad, cuando sí me sentía de ánimos para responder a sus sandeces, incluso llegaba a disfrutar el hecho de ser una fuente de cortisol en la química cerebral de Mick Marvin.
—Es «Beverly» —le dije—, besucón.
—Siempre creí que tenían muchas expectativas en ti para ponerte ese nombre, ¿no es así?
—¿Tu pregunta es retórica, Mick Marvin?
—Al menos mis padres vieron algo más que el mapa de los Estados Unidos para elegir el mío.
—¿Y qué en el mundo podría significar tu nombre?
—Que a mi madre le gustan los Rolling Stones.
Bien. No era el nombre de su posible tátara-abuelo que falleció de cáncer intestinal cuyo último deseo antes de morir era mantener el nombre Mick en el linaje de los Marvin.
En otros términos, «búrlate, Beverly».
—Ah —dije—. Genial, Brenda.
—¿Qué?
—Jesús. ¿Te nombraron en su honor y no conoces su apodo de burla? —viré la vista de vuelta a mi libro. Después, bajo un tono de duplicidad, agregué:— Keith Richards y tu madre estarían tan decepcionados si lo supieran, Brenda...
—Estás inventando estupideces.
—¡Silencio! —Rogers alzó la voz, estrellando una revista contra la superficie del escritorio y provocando que ambos pegáramos un respingo— Saquen sus cuadernos y terminen su tarea pendiente. No pienso oírlos discutir por dos horas seguidas.
Y allí murió el debate. Recuerdo que en algún punto de la detención, como fuera, lo miré. No pude evitarlo. «Cuatro puestos, Beverly». Cuatro puestos. Pensé: «¿Por qué carajo me observas como si me juzgaras la vida, Mick Marvin?». Él me guiñó el ojo, sagaz, casi como si pudiera leerme la mente. Hablo en serio cuando digo que ese chico me odiaba... Yo torné los míos y comencé a sacarle punta a mi lápiz. Luego hice algo muy, muy estúpido.
Recuerdo que me fijé en el reloj sobre el marco de la puerta, y el tedio de tener que pasar dos horas encerrada en aquel cuarto con Mick Marvin y el profesor Rogers fue tanto, que me reté a mí misma a mover las manecillas del mismo con la mente. Es algo muy loco, a decir verdad. A veces pienso que está sólo en mi cabeza, porque cosas muy locas pasan en mi entorno cuando cosas muy locas pasan en mi cabeza. Ya lo habrás notado. Pero esto es diferente, supongo, porque ejercí tanta fuerza en los párpados para intentar probar una teoría que comencé a marearme bastante. «¿No estás respirando?», me preguntaste. Tenías razón. No estaba respirando, así que pestañeé fuerte y relajé la musculatura. Mientras inhalaba y exhalaba, pensé en las ballenas y sus espiráculos, y en las algas, los peces y el plancton. «Haz que funcione, Beverly, solo concéntrate», insististe, así que te escuché, y cerré los ojos una vez más. «Concéntrate, Beverly, solo...»
—Concéntrate.
Abrí los ojos. No, no me escucharon. Al menos, eso esperaba. Miré de nuevo el reloj: la aguja permanecía pétrea. «¿Qué pensará Mick Jagger de que le pongan su nombre a un bebé?», pensé. Forcé los músculos de los párpados. «Un momento... ¿Los párpados tienen músculos?». El nombre «Beverly Hills» apareció en mi mente como el título de una película hollywoodense: en letras blancas, cursivas y ornamentada por destellos dorados. Estrellas. Una estrella en la «i» de «Hills». El letrero de Merry Hills al que le faltaba la letra H. «Merry ills (Alegres enfermos)». Concéntrate, Beverly...
La aguja se movió sumando un minuto. Los músculos de mi rostro liberaron toda la tensión, y sonreí. Sonreí. «Lo lograste». «¿Lo hice?». Espera... «No». No. Solo pasó un minuto; un minuto real. «No fuiste tú, Beverly». Fue el tiempo.
La idea de que solo habían pasado diez minutos de la detención me comenzó a pesar demasiado en los hombros. Observé por el rabillo del ojo, una vez más, a Mick, y me sorprendió ver que su hoja estaba llena hasta más allá de la mitad, incluso después de haberse tomado una pausa para sacarle punta al borrador del lápiz. Me perturbó los huesos el simple hecho de imaginar el metal cortando metal, por lo que decidí devolver la vista a mi cuadernillo de actividades y ocuparme de mis asuntos, hasta que intenté borrar algo en la hoja sin fijarme en lo sucio que estaba mi borrador. Tardé demasiado en aceptar que había arruinado la hoja del cuadernillo de manera irreparable, y aquello me hizo sentir terrible, en parte porque siempre termino arruinando algo y en parte por lo dramática que puedo llegar a ser al respecto, porque lo soy, no en cualquier sentido, aunque sí en muchos. Eso no era lo que me hacía querer largarme a llorar, es decir, sino el hecho de que todo lo que sucedía por mi culpa eran sinónimos de destrucción.
«Clac, clac, clac...». La pata de la butaca sonaba en armonía con la vibración de mi pierna, como un eco del tronar de mis tobillos inquietos, porque yo tenía diecisiete años y los huesos relampagueantes de una costurera jubilada como augurio de una artritis prematura, pero no podía parar. No podía parar. Entonces me digné a coger el bolígrafo y sacar mi cuaderno de español, porque no estaba dispuesta a llorar frente a Mick Marvin, y me concentré en la idea de que una hora con cincuenta minutos parecía una duración bastante aceptable para una película de horror sobre dos fantasmas que se aborrecen atrapados en detención.
Garabateé al menos cincuenta fotogramas de una secuencia sobre ello. Lo sé porque es un cuaderno de cien hojas, y había llenado aproximadamente la mitad. Cuando la detención terminó, tuve la realización de que ya me había hecho a la idea de que no regresaría pronto a casa, por lo que finalmente poder marcharme se sentía peculiar. Además, me di cuenta de que en las dos horas de detención no me digné a idear qué excusa le daría a mi padre. Cuando me encontraba en situaciones así —es decir, cuando no estaba segura de qué hacer—, él solía decirme que hiciera lo que mi madre haría, lo cual siempre me pareció carecer de sentido. Yo nunca conocí a mi madre. Nunca conviví con ella, así que desconozco por completo cómo carajo se supone que ella actuaría. La gente tiene esta extraña idea de mandar a los demás a actuar como lo habría hecho un muerto a modo de consuelo, como si en vida hubieran sido las personas más éticamente correctas en pisar la tierra. Eso me molesta tanto. En serio. Siento que reduce a las personas a ideas, y deshumaniza su memoria. Siguiendo el consejo de papá, debería pensar que mi mamá habría dicho la verdad; pero muy probablemente ella habría mentido en mi lugar.
Ahora que lo pienso, no te he hablado mucho de mis familiares en San Antonio. Pues, bien, también son bastante raros, incluso más que la gente de Merry Hills. Son la familia de mi mamá, pero también criaron a mi papá porque eran vecinos de su madre soltera, y ésta murió cuando él sólo era un niño. Al no haber sido reconocido por su padre sino hasta la adultez, te podrás imaginar cuál fue el destino de mi padre antes de tenernos a Colton y a mí. Cuando eran adolescentes, mi mamá se escabullía en su habitación por la noche para contar el rebaño desde la ventana. Al menos, eso dice mi papá. Como te dije, son bastante raros. Mi abuela, por ejemplo, siempre me dice lo mismo cada vez que me ve, lo cual es como dos veces al año; me dice que tengo las pantorrillas de mi mamá. Muchas veces habla mascullando, pero se molesta si le pido que repita lo que dice. Ya ves, es lo que suele pasar, y por lo mismo a veces desearía que las personas también tuvieran subtítulos. Jesucristo. Dice eso desde que tengo memoria, lo cual me hizo muy consciente desde muy pequeña de que estamos compuestos de los cuerpos de nuestros antepasados. Así que me pregunté, desde entonces, de quién son mis ojos, y de quién son mis brazos, y mis tobillos, y mi cabello. Es lindo pensar que mucha gente tuvo que amarse a lo largo de la historia para componer lo que soy. Pienso mucho en eso cuando me siento mal con mi físico. Deberías hacerlo tú también, si tienes problemas con tu físico, porque a mí realmente ayuda, y espero que a ti también, aunque en serio espero que no tengas problemas con tu físico porque eso sería miserable.
La cosa es que a mis dieciséis años entendí que los primeros años lejos del rancho fueron más descoloridos de lo que los recordaba, ya que era papá el que se encargaba de magnificar aquellos tonos desaturados para preservar el optimismo febril y cándido de la infancia. Sin embargo, desde la ambigua concepción que tenía de lo que suponía un privilegio, siempre me consideré a mí misma una persona privilegiada porque mi padre era ahora el dueño, no solo del mejor —único— bar en el centro, sino también de una colección de tazas de la serie The Brady Bunch con las caras de los personajes estampadas. Las tenía acomodadas en una cuadrícula de madera en la pared tras el mostrador del bar, la cual desempolvaba casi todas las mañanas después de despachar la tanda de leche diaria. De tal modo y como es de suponer, ni siquiera a los clientes habituales del lugar los creía dignos como para servirles en alguna: le había costado demasiado conseguirlas todas como para que algún insensato sin el apellido Kane en la credencial de identidad pusiera la boca en ellas, y las apreciaba tanto como el viejo sombrero vaquero que, a pesar del desgaste, se rehusaba a reemplazar.
Mi punto es, entonces, que tener las tazas a mi incondicional disposición comprendía uno de mis mayores privilegios, que la mañana siguiente al día del castigo pretendí aprovechar pidiendo un expreso con leche.
—Un latte —me corrigió, extendiendo el trapo de limpiar sobre su hombro y clavando una mirada de juez en mí.
—Expreso con leche —repetí, colocando la mochila sobre la superficie de madera—, por favor.
Él se resignó, sabiendo lo cansona que puedo llegar a ser, y señaló con la cabeza la repisa. «Elige tu jugador», me dijo, y yo en verdad fingí pensarlo.
—Bobby.
Él sonrió, apretando los labios, y buscó el pequeño banco para subirse y alcanzar la taza con la cara de Bobby Brady. La limpió y, de espaldas a mí, comenzó a verter café molido en el filtro de la cafetera.
Todas las mañanas, al caer el alba, el negocio de mi papá se consagraba como lechería hasta que los reflejos del sol llegaban a la mitad de la estantería. En aquel primer periodo del día, un tropel de clientes se acumulaba en las afueras del local con sus respectivas botellas vacías en las manos.
Si me ponía de cuclillas e inclinaba lo suficiente el torso apoyando ambos codos sobre el mostrador, podía estimar la prosperidad de la venta de leche al inspeccionar con escrupulosidad los contenedores de las botellas retornables, que esperaban apiladas en el flanco derecho del mesón a que el suministrador de leche al por mayor viniera por ellas y regresara la madrugada siguiente con las remanencias de ciento veinte ubres.
—¿Cómo te fue ayer, para variar? —preguntó de pronto, aún de espaldas, como sacándose una astilla del dedo luego de haberle molestado todo el día— No llegaste con Colt.
Era cierto. No llegué con Colt. Llegué casi al anochecer al culminar la detención y prescindí de la cena porque comí una bolsa de frutos secos en el camino de regreso. Y llegué, sin Colt. Y me encerré en mi habitación sin darle explicaciones a nadie del motivo de la tardanza, aunque tampoco era como si me las pidieran muy a menudo.
Dejé ir el aire por la nariz en un intento de risa, y lo siguiente se me escapó por la boca sin mucho preámbulo:
—Fui a detención.
Papá se giró con la taza llena en las manos y la posó frente a mí.
—Tú dime qué tanto debo preocuparme —dijo.
Bebí y tamborileé sobre la mesa. «No lo sé», le respondí. «No fue para tanto». Procedí a contarle que sólo había llegado tarde a una clase y que había mentido respecto a la justificación, lo cual también era una mentira, y él me dijo que toda la gente llegaba tarde a todos lados todo el tiempo. Mi papá no fue a la secundaria, por cierto, así que tal vez por eso tenía algo distorsionada la percepción de cuánto podía afectar llegar tarde a una clase. Al menos, a mí me afectaba mucho. El caso es que me dijo que no había de qué preocuparse siempre y cuando no me manden a detención un sábado, porque eso sí era de delincuentes según él, pero que no me acostumbrara, ni a la detención, ni a mentir. Y que tomara en cuenta que lo segundo era peor.
Yo asentí. «No lo haré, pá», dije, pero no fui capaz de mirarle a los ojos hasta que él volvió a hablarme para decirme que los Forman habían llamado, y que necesitaban que cuidara a los niños la tarde siguiente. Le dije que luego les devolvería la llamada, lo cual olvidé hacer, pero no pasó nada porque ellos volvieron a llamar para confirmar si estaría disponible también para el festival de apertura de la temporada de cosecha en el huerto de los Taylor, a inicios de septiembre. Nunca nadie antes me había pedido confirmar mi disponibilidad con tanta antelación. Se sintió muy formal y todo.
Eran los niños de la rayuela, por cierto, los hijos de los Forman. Se llamaban Tony, Robin y Richard, pero al más pequeño lo llamaban Richie. Tenían un perro, un poodle blanco, que estaba chocaba con las esquinas de los muebles porque estaba quedándose ciego y fácilmente podría tener la misma edad que yo. Su nombre era Wallace. Y eran mellizos, los hermanos mayores, y ambos tenían el cabello rojo como las tejas y la arcilla y las hojas de otoño; es decir, como el Rojo Carmín, lo que me agradaba demasiado. Robin, la chica, tenía una cara muy familiar. Luego caí en cuenta de que me recordaba a Mary Ingalls, de La Casita En La Pradera. Era muy, muy linda para ser una niña. Digo, muchas veces las niñas son feas. Los niños también. No es algo malo, si me lo preguntas. No considero que los niños deberían preocuparse por su aspecto físico; sería miserable si lo hicieran. Richard, por otro lado, no era pelirrojo. Era rubio, y se parecía mucho al bebé de un comercial de champú de manzanilla que veía muy seguido en las pausas comerciales de Falcon Crest. Luego Chastity, la madre, me confirmó que en efecto, él era el bebé del comercial del champú de manzanilla que veía muy seguido en las pausas comerciales de Falcon Crest.
Las siete y media de la mañana, como fuera, llegaron para declarar el cierre de la lechería y la inminente apertura del bar, además de servirme como indicador de que ya debía tomar camino a la escuela. No sin antes ajustarse el sombrero, papá se dispuso a atender a los recién llegados que visitaban el local con la fidelidad y puntualidad suficientes como para posar un par de botellas de leche vacías sobre el cadáver de arce negro al que todos acostumbraron a llamar mostrador, y decir: «Llegué tarde otra vez, ¿no es así?», y luego girarse hacia mí y saludarme sin saber que yo no recordaba una letra de sus nombres. Les devolvía el saludo, de cualquier forma. Por cortesía y todo eso.
«La taza se queda aquí», me recordó papá antes de marcharme, por lo que me vi forzada a beber el resto del café en un solo tirón. Sin embargo, él me detuvo antes de que girase la manilla de la puerta. Me dio una rosca azucarada para la merienda, se despidió con un beso en la frente y fue después de un «gracias, te quiero» que salí del establecimiento. Luego subí a la bicicleta.
El pronóstico de los meteorólogos era incuestionable: septiembre apenas asomaba la cabeza por la ventana y Merry Hills ya comenzaba a cerrarle las puertas al verano. Pintas tórridas mancillaban el verde de la flora, y podía jurar que aquella mañana los grados comenzaron a restarse del termómetro climático. Los anuncios del perentorio golpe de ventas de calabazas abigarraban los establecimientos, y, por pura memoria muscular, me fue inevitable hundir el pecho en una inhalación apasionada que rastreaba al aroma a musgo, castañas asadas y café puro con el objetivo de resguardarlo en el fondo de mis pulmones y no dejarlo ir jamás. No presionar ningún botón del walkman luego de ponerme los audífonos debido al impropio ruido en el ambiente del pueblo fue más una decisión que simple descuido. Había caído en cuenta, de manera inconsciente y paulatina, de que utilizar mis audífonos de aquel modo me era útil en el tema de concentrarme mejor, porque amortiguaba en una considerable medida la recepción en mis tímpanos del ruido exterior. Era como si hubiera descubierto un método para convertir el campo de batalla en un castillo inflable, y el lado bueno de ésto era que los espartanos no podían mantener el equilibrio. El lado malo, sin embargo, era que siempre llegaba un punto en el que una lanza astillaba el inflable y el batallón de guerreros retomaba su camino en dirección a mí.
De súbito, me detuve. Frené apoyando el pie en el suelo y me colgué los audífonos del cuello. Cuatro camiones cargados hasta el tope de heno ingresaban mediante un receloso retroceso al recinto de los Taylor, cosa que interrumpió la circulación vehicular de la calle y suscitaba la bulla que perturbaba la ilusoria atmósfera de una mañana perfectamente transicional. El lugar pronto se convirtió en un festival de bocinas iracundas y gritos inentendibles de parte de los choferes, una escena que me limité a presenciar desde la esquina en la que me detuve, con la confusión pintándome el rostro y la mirada clavada en el alcalde, Míster Culpepper, quien ayudaba a dirigir el paso de los camiones. Luego viré la vista a un par de mujeres que se detuvieron a husmear a un metro de mí.
—Que sí, Renata —decía la mayor—, el alcalde lo tuvo que haber financiado con nuestro dinero.
—Tendrá que ver con el festival de cosecha, seguramente...
Así que la otra se soltó un botón de la blusa, cruzaron la calle y sacaron lustre al término imprudencia al iniciar una entrevista con el ajetreado alcalde, colando flirteos indiscretos entre preguntas. En la otra esquina, donde aún estaba yo en estado de pausa, emergía un vapor imperceptible a la vista, cuya presencia noté cuando comencé a sentirlo en las orejas. Requirió una titánica suma de fuerza de voluntad el acto de espabilar y cruzar la calle tan pronto como encontré un espacio entre dos vehículos, pero retomar el ritmo con el que había partido me fue imposible en términos de puntualidad. Tal amenaza subyacente de un castigo adicional me obligó a pedalear con más vehemencia de la que tenía prevista para aquel día, aunque aún no había terminado de entender que, una vez más, mi destino ya estaba escrito con tinta indeleble: llegaría tarde a precálculo con la profesora Berenice Reid, quien me confrontaría por mi «atrevimiento» de volver a llegar tarde frente a todos en el aula, y me negaría el acceso a la clase. La poca energía que me quedaba apenas me alcanzó para sentarme en la banca fuera del salón, y el espiral se enredó en mi mente cuando tomé consciencia de que el concepto de «todos en el aula» incluía los nombres de Benny y Frances en la lista, por lo que decidí ponerme a pensar en otra cosa, pero como fuera terminé reflexionando sobre por qué me castigaban tanto. Y siguió pareciéndome injusto, porque nadie me preguntaba cómo estaba yo, y de pronto comencé a sentirme mal. Realmente mal, emocional y físicamente. Me dolió la panza y todo. Entonces llegué a la conclusión de que el corazón está romantizado en vano: el verdadero órgano más emocional en el cuerpo humano es el estómago.
Intenté reclinar la cabeza hacía atrás en la silla metálica, pero la pared emitía vibraciones que me impedían siquiera escucharme los pensamientos. «Santa mierda», dije, pero tardé en percatarme de que había pensado en voz alta. En verdad estaba al borde de una migraña. Luego recordé las manillas del reloj y las orejas comenzaron a picarme. ¿Era sudor lo que me estaba brotando del bozo? Me sequé con la mano y volví a echar la cabeza para atrás. Y luego de cuatro segundos de un perenne bunnnnnnnnzzzzzzzz del aire acondicionado del salón haciéndome vibrar el cráneo, me despegué de la pared y la puerta a mi izquierda se abrió.
No levanté la mirada. Estaba de brazos cruzados, meneando la pierna y mirando las Nike Cortez que recién salieron del aula paralela a la mía y ahora caminaban en dirección al asiento junto al mío.
Ese olor. Ese inmundo olor...
Me rodé un puesto dejando el equivalente al espacio de una persona de distancia entre mí misma y Azul Prusiano. Entonces saqué mi walkman y un casete del bolso, el cual introduje al aparato. Luego me puse los audífonos; no obstante, él tuvo el atrevimiento de hacer a un lado el auricular que me tapaba el oído derecho, mientras yo observaba el walkman en mis manos con una mirada que exclamaba un «no me toques» en negrillas.
—Creo que me gustas, Kimberly.
Presioné el botón de pausa, y podía jurar que el tiempo se detuvo también. No sabía cómo se suponía que debía procesar aquella oración. Y la cuestión empeoró estando aunada a la seriedad y confianza con la que se había equivocado de nombre por milésima vez de manera tan catastrófica. Consideré solo fingir sordera. Luego caí en cuenta de que Mick me había arrebatado aquella alternativa quitándome el auricular de la oreja antes de hablar. Además, existía también un alto índice de probabilidades de que mis funciones fisiológicas involuntarias hayan dejado al descubierto la vergüenza en el momento que sentí toda la sangre del cuerpo concentrándose en mis mejillas.
—Jesucristo, nena, sólo estoy jugando contigo...
Cuando tuve el valor de mirarle a los ojos, Mick se encontraba rebuscando algo en su bolso. En medio del desconcierto, sólo atiné a preguntar:
—¿Acabas de llamarme «nena»?
Él aprovechó la búsqueda como excusa para ignorarme. Sacó una lata de Mountain Dew, esta asquerosa bebida energética con sabor cítrico y color radioactivo, y la repugnancia ocupó el lugar de la confusión en mi semblante. Torné los ojos —cosa que, me di cuenta, comenzaba a hacer de manera involuntaria, algo así como un acto reflejo incluso en situaciones en las que no se consideraba prudente— y volví a acomodarme el aparato en la oreja, aunque aquello no me impidió oírle decir:
—¿Qué? ¿Quieres que lo repita?
Me estaba cansando. Cristo, me estaba cansando. Volví la vista hacia él: estaba limpiando la lata con el borde de su camisa. De pronto, seguir conteniéndome a mí misma comenzó a carecer de sentido si él claramente no lo hacía de vuelta.
—Ah, sí, Mick. Moriría aquí mismo si el tipo que se rocía perfume después de las prácticas de béisbol en lugar de tomar una ducha y pasa el día oliendo a químicos para el cabello me dijera «nena» una vez más —respondí, aún sin mirarle a los ojos—. Definitivamente, tallarán eso en mi lápida.
—Entonces llevas un seguimiento de mi itinerario, ¿huh?
La vergüenza en las mejillas se me transformó en cólera. Le subí el volumen al walkman, pero aquello sumado a la vibración de la pared pareció jugar en mi contra, así que acabé apagándolo y sacando el libro que estábamos leyendo para la clase de inglés. Por supuesto, Mick tenía su propia opinión al respecto, y por supuesto iba a dármela sin habérsela pedido.
—El guardián entre el centeno —observó—. Así que Simmons no ha cambiado la lista de lectura, por lo que veo.
—M-jú —dije, algo reacia aún, sólo por intentar limar asperezas por un segundo, porque por primera vez me había dicho algo relativamente sensato. Luego lo arruinó por completo.
—Es tedioso. No tiene acción. Son sólo párrafos y párrafos del chico este... ¿Hayden?
—Holden.
—Ajá. Holden. Párrafos y párrafos de Holden quejándose de todo y de todos.
Tenía un punto, ciertamente, pero no por eso era un mal libro. De hecho, ese era en gran medida el epicentro del argumento. Pero no lo refuté. Como te digo, ya había agotado mis energías pedaleando aquella mañana. Me recuerdo meneando el pie con exaspero, cuando los ejercicios de respiración dejaron de serme una herramienta útil. Como fuera, a Mick se le presentaba la oportunidad de sacarme de mis cabales en una bandeja de plata, y no estaba dispuesto a rechazar el plato fuerte. Así que continuó:
—Diablos, es malo. Muy malo. Lo estoy recordando, y en serio no puedo mencionar un solo acontecimiento interesante en la trama. Es mortalmente aburrido...
—¿Alguna vez cierras la boca, Marvin? Si quieres acción, ve al cine a ver Star Wars y deja El guardián entre el centeno en paz. Cristo...
Mick no tuvo suficiente tiempo para objetar: al sacar la anilla de la lata, la bebida energética en su mano efervesció tanto y tan velozmente que se desbordó en un pestañeo. Por un momento temí que aquel revoltijo de químicos le quemara la piel, pero, en su lugar, un charco burbujeante y pegajoso se le formó en el escroto del pantalón. Él alzó ambas manos en reacción y me miró, no furioso, sino consternado, cosa que de alguna manera se sintió peor para mí, pues supe que de tener habilidades telepáticas, podría haber jurado escucharle pensar un «¿Qué mierda está mal contigo, bicho raro?». Tendrías que haber visto su cara, de cualquier modo. En serio tendrías que haberla visto.
La chispa de ira había abandonado mi mirada, dejando nada más que rescoldos de inquietud. La boca se me entreabrió por instinto para excusarme, pero me mordí la lengua al imaginar las consecuencias que traería lo que sea que pudiera decir. No era mi culpa. No lo era. Fue un accidente.
En serio, fue un accidente. Quizá la bebida se agitó demasiado en su mochila, así que solo lo miré perpleja ponerse de pie, maldecir y tirar la lata al cesto de basura más cercano. Luego siguió de largo en dirección al baño.
Yo me mantuve pétrea en el asiento por un momento. El líquido verde destilaba a través de los huecos del metal y hacía un charco en el suelo que se expandía con cada gota que se sumaba. Decidí que lo mejor era no permanecer en el lugar del incidente, así que cogí mis pertenencias y tomé camino a las gradas del gimnasio para esperar el inicio de la práctica de volley.
Ese día me dieron detención por hacer que la imbécil de Mónica se torciera el tobillo.
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