Prefacio
❛ PREFACIO ❜
18 de agosto, 1984
Merry Hills, Texas
A veces me pregunto a dónde van todos nuestros deseos cuando tenemos que elegir uno para pedírselo a las velas de cumpleaños. Es como si fueran bichos: arañas escondiéndose entre los surcos del cerebro para que no los encontremos, de modo que mientras papá usaba una vela encendida para darle lumbre a las otras treinta y dos, todo lo que podía pensar era que esta tradición de sumar mi edad con la de mi hermano dudosamente podría aguantar un año más. Eran demasiadas velas. Demasiadas para un mismo pastel, me refiero, ya que lucía como una de estas cuestiones surrealistas que sólo ocurren en los sueños. Incluso contemplé la posibilidad de que se tratara de uno, porque tengo este maquiavélico hábito de tener sueños tan vívidos que termino confundiéndolos con recuerdos genuinos, pero te juro que este es real. Te juro que lo es.
Si te soy franca, aún no estoy segura de estar lista para tener un pastel de cumpleaños propio. En ese momento me parecía asombroso, porque yo podría elegir el sabor del mío a mi gusto, y mi hermano eligiría el suyo a su gusto; pero de repente comenzó a invadirme una culpa sin propósitos por sentirme feliz al respecto, porque mi tendencia a ver todo como un duelo perpetuo me aniquilaba el disfrute del presente. En un principio lo consideraba un simple nivel de discernimiento en lo relativo a ser consciente de que, por ejemplo, extrañaría ver el pastel abigarrado de velas el año próximo. Entonces me encontré a mí misma cometiendo la paradoja de extrañar el presente más que viviéndolo con una frecuencia e intensidad nocivas, de modo que me entendía sumida en una melancolía propia del miserable, y supe que en serio tenía que parar.
Mi pastel favorito era el de zanahoria con nueces. El de Colton, mi hermano, era el de chocolate. No obstante, él es alérgico a la mayoría de los frutos secos y yo me empalago demasiado rápido, así que siempre terminábamos eligiendo el de vainilla con zarzamoras. Era nuestro punto medio, cuyo trasfondo cambiaba según quién lo viera: Colton siempre parecía estar medio contento con la elección, mientras que a mí solía notárseme más el medio disgusto.
Ese día me preguntó si pedí un deseo, como siempre, y yo asentí, como siempre; aunque la verdad es que siempre terminaba pidiendo alguna mierda genérica como la paz mundial y procedíamos a cortar el pastel. Mientras lo hacíamos, sin embargo, noté que me había estropeado el esmalte de uñas en el pulgar de modo que se había secado con los mismos modos de una sábana destendida. Scary Monsters (And Super Creeps) de David Bowie fue lo que estuve escuchando mientras me las pintaba más temprano el mismo día. Era un buen álbum para pintarte las uñas, y tienes que creerme cuando te digo que no todos son buenos álbumes para pintarte las uñas.
El álbum, Scary Monster, tiene una duración total de cuarenta y cinco minutos con cuarenta y ocho segundos..., o treinta minutos exactos si solo alcanzas a comprar la versión bootleg en mini-casete a algún pirata de Merry Hills, como yo. Bowie lo había lanzado hacía ya cuatro septiembres, pero yo ya tenía como catorce años entonces, cuando lo adquirí. Fue lo primero que compré con dinero propio luego de ayudar a mi mejor amiga Frances a vender frutos secos del negocio de su familia. Ahora tenía dieciséis, y Frances ya no era mi mejor amiga, pero aún me gustaba mucho ese álbum, Scary Monsters, porque solía escucharlo cuando salía por las noches a rodar en mis patines, y eso me hacía sentir como un personaje de una película de horror: iba a toda velocidad camino a casa fingiendo escapar de un asesino en serie que me perseguía con un hacha. En serio era toda una sensación, es lo que quiero decir. Recuerdo que una de esas noches llegué a casa lo suficientemente sobrecargada de inspiración para darle nombre al protagonista de esta saga de libretos de horror que tenía en mente: el asesino en serie, Vincent Bailey-Reed. Pero ese no es el punto.
El punto es que me gustaba mucho ese álbum, Scary Monsters, porque solía escucharlo cuando salía por las noches a rodar en mis patines, hasta que alertaron al vecindario de un tipo raro que rondaba por el mismo al finalizar la tarde vestido con un traje de Santa Claus. Recuerdo que luego lo hallaron muerto al final de una de las calles y encontraron una lista en el bolsillo de su traje. Esta lista, diría yo, era lo más retorcido de toda esa basura de asunto, porque incluía los nombres de cada uno de los niños y adolescentes del vecindario distribuídos en dos grupos: los Bien Portados, y los Mal Portados. Yo era parte del segundo. Jesucristo. Ese hijo de puta en serio era una cosa siniestra. Nunca supe nada más al respecto, sin embargo, más allá de que entrevistaron a todos los padres de los chicos en la lista, incluido el mío. Su nombre era Teddy, lo cual me pareció miserable. Sólo podía imaginar a sus padres eligiendo ese nombre creyendo que era tierno, como él, y a ese tierno bebé Teddy convirtiéndose en un completo desquiciado. ¿Sabes quién sí tiene un nombre de asesino? Vincent Bailey-Reed. Carajo. Ese es un nombre muy malditamente malo. Juro por Dios que si un día conozco a un tipo con ese nombre, lo primero que pensaría de él es que sale por las noches a atormentar niños en un vecindario vestido de Santa, pero supongo que ningún padre ni madre elige el nombre de su tierno bebé considerando que crecerá para salir por las noches a atormentar niños en un vecindario vestido de Santa. Así que ese no es el punto. El punto es que me gustaba mucho ese álbum, Scary Monsters, porque solía escucharlo cuando salía por las noches a rodar en mis patines, en especial esta canción, Teenage Wildlife: era el sexto track del álbum, y tenía esta frase que escucharla se sentía como cuando a los cerdos les marcan la piel con hierro calcinante: «A veces me siento como un grupo de uno». En eso estaba pensando mientras apagaba mis dieciséis velas del pastel: en la idea de ser un grupo de uno pero ser incapaz de reconocer al resto de los integrantes en medio de una muchedumbre. Y eso me ponía terriblemente triste.
La gente en serio se muere de tristeza, ¿sabes? Y no hablo limitándome al suicidio, sino de la tristeza como una enfermedad terminal en sí. Me lo dijo un doctor varios años atrás, cuando estaba sentada en la plaza comiendo almendras acarameladas. No recuerdo su nombre. Hay muchos doctores en Merry Hills, a decir verdad. Y con «muchos» me refiero a que quizá son más que el resto de los profesionales, lo cual es loco, porque no hay universidades aquí. El asunto es que estaba sentada en uno de los bancos, y el tipo se sentó junto a mí a esperar a su esposa, que estaba en la tienda de embutidos, o algo así, y comenzó a sacarme plática. Si te soy franca, disfruto mucho hablar con la gente mayor, aunque el contacto visual me cuesta si estás tan cerca de mí, aunque de pequeña me costaba prescindiendo de la distancia, hasta que aprendí que puede ser muy grosero no mirar a los ojos a quien te está hablando y tuve que obligarme paulatinamente a hacerlo. Era un infierno. En serio lo era. Pero para mis quince años comencé a acostumbrarme, supongo, al igual que a la mayoría de las cosas que me incomodan pero están escritas en las normas de decencia social. La cosa es que aún me cuesta, pero sólo si estás tan cerca de mí como el doctor en el banco. Había como veinte centímetros entre ambos, pues, y aún así no era capaz de girarme hacia él. Recuerdo que me preguntó si era ciega. Recuerdo también que usó la palabra «invidente». Quizá creyó que sonaba más cortés así. Yo pensé que era algo tonto en primer lugar, pero luego lo analicé mejor, y llegué a la conclusión de que si fuera ciega no me gustaría que me pregunten si soy ciega. «Invidente» sí suena como un término bastante más sensato para dirigirte a esas personas, porque no pueden ver, entonces siempre he tenido la sensación de que escuchan todo con más atención que el resto. Es como cuando a los inválidos les dicen inválidos, incluso a sus espaldas, creo que es feo. Yo también debería dejar de hacerlo. El punto es que entiendo, en parte, por qué el doctor me hizo esa pregunta. Digo, si entablas una conversación con alguien y en diez minutos aproximados no ha apartado la vista de al frente, naturalmente pensarías que tiene algún problema visual. Además, estaba haciendo estos movimientos con las manos que suelo hacer cuando me siento incómoda; es como tronarse los dedos con el pulgar de la misma mano, uno por uno, una y otra vez. A veces no sé por qué lo hago. Es como un impulso, en ocasiones.
Pero, sí, es posible morir de tristeza, según me comentó cuando le pregunté si era posible morir de tristeza. Es como un asunto cardiovascular, o algo así, cuando lloras tanto y tan seguido que se te rompen los ventrículos del corazón. Es deprimente, si me lo preguntas. No me gustaría morirme de tristeza. En parte tenía la sensación de que sólo lo inventó para amedentrarme y motivarme a no ser una persona triste, como cuando eres pequeño y los grandes te dicen que si te comes las semillas de la sandía una planta germinaría en tu estómago y te crecería una sandía enorme allí dentro; pero aún así no pude evitar comenzar a preocuparme por eso ese día, por la posibilidad de morir de tristeza. Creo que ese fue el día que comencé a tener miedo, pero, como, miedo de verdad. No un miedo infantil como tener una panza de sandía de por vida. Es que a veces puedo llegar a ser una persona muy triste, y no sabía que la gente en serio se muere por eso. Es como fumar y darte cuenta de que existe el cáncer de pulmón, por ejemplo, o hacer travesuras en el vecindario y hacerte consciente de los riesgos.
Un día, cuando tenía algo así como siete años, mis amigos decidieron que sería buena idea fastidiar a los pueblerinos luego del intercambio de golosinas en noche de brujas. Así que este chico, Mick Marvin, puso ambas manos en mis hombros y me miró fijamente para decir:
—Toca el timbre y corre, Beverly.
No entendía por qué querrían hacer eso. A mí me habría molestado demasiado estar mirando M.A.S.H y escuchar el timbre, y ponerme de pie sólo para atender la puerta, y encontrarme con que no hay nadie allí y haberme perdido treinta segundos de M.A.S.H en vano. Así que toqué el timbre, pero no corrí, y un anciano que jamás en la vida había visto me abrió la puerta mientras ellos estaban ocultos tras un arbusto animándome a salir corriendo. Pero yo sólo me quedé ahí, pétrea, sonriente, y el anciano me dio los dulces que le quedaban. Fue muy amable conmigo, y en serio me sentí aliviada de no haber salido corriendo, porque en serio fue demasiado amable y se veía terriblemente solitario. La cosa es que luego pensé en los niños que tocan los timbres equivocados y no salen corriendo. Yo corrí con la suerte de haber tocado el correcto; pero bien pudo haber sido un loco con un traje de Santa en su lugar, y pudo haber sucedido algo horrible si no corría. Eso es malditamente aterrador, y si te soy sincera, creo que seguí tocando timbres sin correr por el resto de mi vida. Y eso no es aterrador. Es miserable. Creo que por eso me gustaba tanto ese álbum, Scary Monsters, porque solía escucharlo cuando salía por las noches a rodar en mis patines y me hacía más consciente de lo extraños que podían llegar a ser los humanos como especie; los verdaderos fenómenos. El otro día vi un programa de Elvis Presley que se me quedó tatuado en la memoria donde dio un discurso citando a Roy Hamilton: «sin una canción, el día nunca terminaría; sin una canción, el hombre no tendría un amigo; sin una canción, el camino nunca se curvaría; sin una canción...». Y eso era este álbum para mí. Era la canción de cuna al final de mis días, y Bowie, ese amigo que me tomaba la mano para llevarme por un camino curvado en dirección a estos universos que sólo él era capaz de crear: excéntricos, estrambóticos, innovadores..., asombrosos. Estimulantes. Raros. Revolucionarios. Era Bowie y sus sinónimos; Bowie y sus plurales: Ziggy Stardust, Major Tom, Aladdin Sane, Halloween Jack, El Duque Blanco... Y todo lo que yo necesitaba era descubrir los míos. Sólo así sería capaz de reconocerlos en medio de una muchedumbre.
Tal vez eso es lo que debí pedirle a mis dieciséis velas de cumpleaños, ahora que lo pienso, pero sólo pedí saber qué pedir para el próximo.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top