11: The Police

CAPÍTULO 11: The Police

18 de octubre, 1984

Merry Hills, Texas

Por si aún no te queda claro, el panorama octubrino en Merry Hills es surreal. El inventario nunca es suficiente para las fechas si se trata del Ático del Fantasma, la tienda de artilugios de Halloween; las filas para la pastelería de la señorita Emilia cruzan la esquina, atraviesan la cuadra; naranja, legumbres, paraguas, y mi familia no está inerme a semejante arrebato cultural, pues la sidra comienza a demandarse con una disparatada intensidad tan pronto como el último domingo del mes, día dedicado a conmemorarla, se hace esperar.

—Llego el sábado por la tarde —nos hizo saber a Colton y a mí, que lo mirábamos desde el seno del paraguas—. Me ofrecieron diez barriles, pero veré si puedo negociar más para estar bien cargados hasta noviembre. De lo contrario, no llegaremos siquiera al día de la sidra.

—Buen viaje —respondió mi hermano—. Te prometo no destruir el bar, por cierto.

Eso fue cruel. En serio lo fue. Recuerdo que le di un codazo por decir eso. Luego me despedí, y me subí al auto para darle un abrazo a papá. Cuando me bajé y emprendió camino, hizo un ademán de despedida con el sombrero, aunque no rebasó la casa sin antes gritar:

—¡Y los quiero en casa antes de las nueve!

Entonces se fue bajo el aguacero con destino al sureste. Y de algún modo aquello se sintió como una bocanada de aire, no fresco, sino tibio, aunque el incremento en la temperatura de mi sangre se hizo notar al día siguiente, siendo uno de esos en los que a Colton se le cruzaban los cables en el sistema nervioso y me trataba como a la peste. A duras penas me dirigió la palabra antes de salir a la escuela mientras yo le hablaba sobre las ideas para disfrazarnos en dúo para la noche de brujas, puesto a que desde su llegada al pueblo no nos habíamos dignado a conversar sobre retomar la tradición. No obstante, su silencio ante el asunto me hacía sentir tan pequeña y estúpida que de pronto me dieron demasiadas ganas de discutir al respecto.

—¿Qué pasa contigo? ¿Es que ahora soy un espantapájaros? Si quisiera hablar sola, hablaría con...

—Jesucristo, Beverly, ¿es que tú nunca cierras el pico? Hay cosas más importantes que la maldita noche de brujas. ¿Cuántos años tienes? ¿Cinco? Jesucristo...

Y eso fue suficiente para silenciarme. Ese era otro de los problemas conmigo: que difícilmente soportaba afrontar las discusiones que yo misma comenzaba, aunque no tenía caso hacerlo, en mi defensa: era como si de pronto él despertara y decidiera desbocar toda la ira que le trajo la situación de Benedict sobre mí sin piedad, y ahora que papá no estaría cerca por tres días, no tenía siquiera por qué disimularlo. Por el contrario, aquello parecía potenciar sus intenciones al tiempo que yo en verdad quería entender lo que mi hermano sentía, pero apenas y comenzaba a entender la complejidad de las relaciones no convencionales, haciendo de lado las razones y los sinónimos, porque el amor no busca eso. El amor no busca eso. «El amor no busca eso, Beverly, y métetelo en la cabeza como puedas».

—¿Tu bufanda es nueva?

Espabilé.

—¿Qué?

—Tu bufanda —repitió Frances—. No la había visto antes.

Saboreé el óxido en el revestimiento interno de mi mejilla. Fue entonces cuando caí en cuenta de la desmesurada manera en la que me lo estuve mordisqueando esa mañana.

—Ah. Sí —miré a Frances y forcé una media sonrisa—. Lo es.

Estábamos caminando en dirección al estacionamiento de la escuela, cada una con un paraguas en la mano. Me encontré a mí misma disfrutando el distanciamiento que el uso de los paraguas nos obligaba a mantener, de cierto modo. No es que no la quisiera cerca. Es que la apreciaba mejor un poco lejos.

—Bueno, sé que es posible que haya sido un regalo de Mick —continuó ella—, pero a mí háblame del índice de probabilidades...

—Pues es el mismo de que el día se ponga soleado —dije, al tiempo que saltaba de un extremo de un charco al otro. Luego esperé a que ella lo hiciera también—. La compré en la tienda de segunda mano.

En adición a la lluvia, una punzada en la cuenca del ojo izquierdo también me atormentó por el resto de la jornada, así que esta vez agradecí que al regresar a casa las palabras con Colton fueran nulas. No obstante, éste rompió el pacto tácito del silencio luego de tirar las llaves al comedor:

—Te lo advierto desde ahora, Beverly, sólo porque el fin de semana se aproxima: no cuentas conmigo para sustentar tu problema con el alcohol en la ausencia de papá.

Dadas las circunstancias y el controvertible trato que tenía hacia mí, y muy a pesar de ser consciente de que mi hermano tenía motivos suficientes para cerrarme el filtro de ayuda, aquel comentario me golpeó el ego, o algo por el estilo. No entendía por qué de pronto estaba sacando el tema a relucir. Ya lo tenía lo suficientemente claro desde hacía semanas: papá yéndose a San Antonio no tenía nada que ver con el asunto. Él lo sabía. Yo lo sabía; pero era de esas cosas que no contrapondría en voz alta.

—No lo necesito, de cualquier forma.

—¿Disculpa?

Me encerré en la habitación tras un portazo. Colton entró a la suya, supuse que para cambiarse e ir a atender el bar.

Yo saqué el walkie-talkie de bajo la cama.

Pensé en Mick, aunque no era como si hubiera otra cosa en qué pensar. Había pasado la última semana haciendo lo que mejor sabía hacer cuando se presentaba un problema: ignorarlo, no sólo a Mick como núcleo del conflicto, sino también a Mick como persona. Ya había perdido la cuenta de las veces que él había hecho el intento de contactarme mediante el aparato, pero me limitaba a permitir que las ondas de sonido que componían a aquella voz robótica viajaran al vacío insondable de la habitación, y lo curioso era que pese a ésto, Mick seguía parloteando como un loro mañoso. Me había contado, entre tantas cosas, que ya había pasado al nivel IV de los VHS de tejido de punto; también, que al respecto, había tejido una docena de pañuelos para decorar y que su madre iba poniéndolos en rincones remotos de la casa conforme él los iba terminando. Por otra parte, me habló también de que había encontrado el casete de David Bowie del que estuve hablando el otro día, pero que no recordaba si ya lo tenía o si podía comprármelo: Scary Monsters (And Super Creeps). Quedó con la duda.

No faltaba un «cambio» al final de cada mensaje, aunque no sin antes expresar en palabras que sonaban trituradas lo mucho que deseaba vernos un día y «esclarecer los asuntos», lo que sea que aquello implicase. Ya sabes lo ambiguos que son los adolescentes, en especial los chicos. Frances siempre me advirtió al respecto, de que no puedes asumir que realmente intencionan lo que dicen tal y como lo dicen, algo así como las letras pequeñas de los contratos. Y tenía razón, de cierto modo. No podía tomarme las atribuciones de leer entre aquellas líneas y suponer conjeturas, ya que las oraciones que Mick formulaba para darse a entender eran tan escuetas que sonaban codificadas; como si se le olvidara cómo articular los sujetos y verbos al momento de hablar al respecto. Un ejemplo de ésto fue el mensaje de tres días atrás, cuando terminó su reporte de la noche diciendo:

Espero verte un día, en plan, en serio. O una noche, si prefieres. En realidad, espero verte a cualquier hora, es a lo que me refiero, fuera de la escuela, aunque no al aire libre porque está lloviendo a cántaros. Digo, la escuela no tiene nada de malo, pero es que espero verte, en plan, en serio. Y hablar. Deberíamos hablar sobre, bueno... Deberíamos vernos.

¿Ya ves lo raros que son? Prescindiendo de ello, nunca lo apagué. No me atrevía, si te soy sincera, ni hacía el intento de engañarme creyendo que quería hacerlo. Si de por sí era difícil evitarlo en la escuela, la sola idea de deshacerme de la única manera que me quedaba de escuchar su voz de cerca y no con un gimnasio entero de por medio me resultaba un acto de masoquismo, si bien de egoísmo por igual. Así que nunca apagué el walkie-talkie, y la frecuencia del aparato permanecía presente en el canal. Y supongo que eso, para Mick al monitorear las frecuencias y escuchar que aún había un tono, era más que sólo un mensaje: era un permiso. Supongo que era como escuchar mi silencio, o algo por el estilo, cosa que de alguna trastornada forma le hacía saber que yo seguía allí; pero, más que eso, que lo escuchaba.

La última vez que me contactó, sin embargo, tuvo lugar la noche anterior, y era ese el motivo por el cual me veía ahora tentada a presionar el botón metálico lateral del aparato. Mencionó sus planes de asistir a una fiesta a la que incluso Colton estaba invitado, pero que éste no hubiera mencionado una palabra al respecto me había hecho asumir que asistir no estaba en sus planes. A pesar de no responder el mensaje de Mick, tuve la astucia de anotar en una servilleta la hora y el lugar de la misma: «VIERNES - 9:00 PM - CASA DE ZOE LOVE».

No presioné el botón. En su lugar, busqué la servilleta en el buró, me la guardé en el bolsillo de la chaqueta de mezclilla y toqué la puerta de Colton.

No recibí respuesta. Entré de cualquier modo.

—Me llevaré el llavero de la casa —avisé—. Tú usa el del bar.

Salí y cerré la puerta, misma que en cuestión de segundos se volvió a abrir a manos de él.

—¿A dónde piensas que vas?

—Como si te importara un carajo.

Me sentía demente, loquísima, te lo juro, como si estuviera por salir a la calle y no mirar antes de cruzar. Al carajo si me atropellaban. Al menos no moriría como los miserables que mueren de tristeza. Cogí las llaves de la mesa, pendí el llavero en mi dedo medio y tomé camino hacia la salida, pero entonces me detuve en la acera, y miré a ambos lados antes de cruzar, porque cuando vi mi rostro reflejado en un charco de agua descubrí que en serio no quería que me atropellaran. Ni siquiera estaba segura de a dónde ir teniendo en mente que eran apenas las siete, o una mierda así. Quería estar fuera y eso era todo lo que importaba, porque sin papá aquel lugar se sentía más como una olla a presión que como una casa, donde la chimenea era el conducto mediante el cual se expedía el vapor de hostilidad consecuente a cualquier interacción que tuviese con mi hermano.

No obstante, él se adelantó a mis acciones e intenciones, y no midió la fuerza al cogerme por el brazo y hacerme retroceder dos pasos.

—Papá fue muy claro con la hora de llegada, Beverly.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Quedarme aquí mientras me tratas como si hubiera sido yo la que firmó la inscripción de Benedict para el entrenamiento militar?

Los hombros de Colton se destensaron. Sin embargo, la turbación no mostraba indicios de abandonarle el semblante, y yo dije algo en serio horrible:

—Y papá fue muy claro también en que no quería verme un moretón más —mascullé, reacia, pero lo horrible no fue eso, sino lo que dije después:—. Quítame las manos de encima, maricón.

Lo miré, como esperando una reprenda, un insulto, ¿qué digo?, incluso un maldito bofetón; lo que fuera, por el amor de Dios, con tal de que me pusiera una miga de atención. Pero sólo me soltó con brusquedad, escupió en la acera y se metió de vuelta a la casa.

Sentí el ardor de un pellizco expandirse por mi la piel cuando me soltó el brazo, y la zona siguió doliéndome hasta el día siguiente. Luego descubrí que, en efecto, tenía un nuevo moretón. La cosa es que, cuando me dejó sola fuera de la casa, recuerdo que fui caminando a lo de los Forman para buscar mi bici después de haberla dejado abandonada una vez más en su patio.

La ventolada gelidez del pueblo fue una bofetada en cada mejilla. Desde hacía casi una semana, no dejó de llover por completo un solo día. Los vellos de las pantorrillas se me erizaron, y luego los de los brazos, y pensé en que no debí haberme quitado la chaqueta cuando llegué de la escuela, porque entonces aún la llevaría puesta. Pasé por la videotienda antes de irme a esperar la noche en Sammy's y recordé, entretanto, que tampoco debí quitarme la chaqueta el primer sábado de septiembre. Luego comencé a dudar demasiado de mis elecciones de vestimenta para aquella noche. ¿Cuál era el código de vestimenta, de cualquier manera? Pensé en Mick y en sus Levi's, y en el índice de probabilidades de que Fernie Richman los apreciara tanto como para desear que a ella le queden igual, también. Nada me prometía que mis pensamientos eran solamente míos, y eso era, en una considerable medida, angustiante como el deseo de tener unas cuantas pulgadas menos de cabello cada vez que éste se enredaba con el viento mientras conducía. Enrollarlo en un moño era inútil: con la misma fuerza de la brisa, terminaba deshaciéndose y perdiendo las coletas por el camino. Créeme. Había perdido un millón de coletas de esa misma forma.

La casa de Zoe Love era la cuarta de la segunda calle y tenía las paredes amarillas, como el jabón de L.P Roman. Vacilé un minuto antes de entrar. Ni siquiera estaba segura de a quién buscar una vez dentro, además de a Mick Marvin. En serio no estaba de ánimo para entablar una conversación con otra persona. Era increíble cómo un chico se había vuelto la excepción a mi ánimo.

Me quité los guantes al llegar. Los guardé en el bolsillo trasero del pantalón y, bajo la leve llovizna, un manto de humo de cigarrillo se apropió del aire a mi alrededor. Entonces me giré, y no pude hacer más que tragar saliva cuando la figura detrás del humo me habló:

—Mick te invitó, ¿cierto?

Metí las manos en los bolsillos de la chaqueta. Podías notar lo nerviosa que realmente estaba.

—Bueno, no estoy segura de que «invitar» sea el término más preciso...

Te juro por Dios que mirar a la hija de los Richman fumar un cigarrillo se sentía antinatural.

—Está en la sala de estar, eligiendo música con los chicos —observó Fernie. Tiró la colilla al suelo, la pisoteó y se sacó un cigarrillo nuevo del sostén. Yo nunca había visto a alguien encender uno con tanta rapidez—. Llegaste en el mejor momento si eres fan de The Police o Blondie.

—¿A dónde ibas?

—A casa.

—No puedes irte caminando sola. ¿Quién te trajo?

Soltó un buche de humo hacia la derecha; mi derecha. Yo comenzaba a creer que ésta era una táctica para que no notase sus ojos llorosos.

Y si lo era, no estaba funcionando.

—Mick —dijo—. Me trajo Mick. Mis padres no me permiten salir con ningún otro chico.

—¿Puedo ir contigo?

—No es para tanto.

—Mick puede esperar. No me hagas decir «por favor».

Fernie me escrutó el rostro por unos segundos, y a través del humo, noté que algo en su semblante se había desvanecido. Me recordó a Frances, por un segundo.

—¿Y quién te acompañaría a ti de regreso?

—Vine en bici. Eso es lo de menos. Puedo pedalear rápido.

Ella ojeó la calle a sus espaldas, y tal vez fue el miserable desamparo que ésta albergaba o la leve llovizna lo que la incitó a ceder, de modo que me subí de vuelta a la bicicleta y me dediqué a ejercer mi papel como guardaespaldas.

No hablamos mucho, si te soy sincera, lo cual fue incómodo porque ya sabes cuánto odio cuando hay un elefante en la habitación. Hablamos de la fiesta, y del pueblo, y ella dijo que Merry Hills no era lo suyo, y yo me di cuenta de que amaba tanto al pueblo que nunca imaginé que Merry Hills podría no ser «lo de alguien». Luego le pregunté si Terrence Hughes estaba allí, y me dijo que no tenía idea. Creo que pensó que él me gustaba o una mierda por el estilo, porque me preguntó por qué estaba interesada en eso, y una vez más consideré decir que ese chico tenía un arma. No tener las agallas para hacerlo una vez más me puso bastante triste por un momento, pero supongo que no lo notó, o lo hizo, pero decidió no ahondar en el tema. Como sea, nunca había apreciado tanto un silencio. Luego le pregunté cuál era su casa, para variar, y me la señaló a lo lejos. Era una casa verdaderamente bonita, le hice saber, así que comenzamos a hablar sobre nuestras familias y me di cuenta de que nunca me refería a mi padre y a mi hermano en conjunto como «mi familia». Me preguntó cómo fue haber sido criada por hombres, y le expliqué que solía vivir con mis tías y abuelas en San Antonio, hasta que mi papá se mudó al pueblo conmigo y mi hermano cuando yo tenía como cuatro años, pero que sí, era exhaustivo en ocasiones, en especial porque los hombres hacen mucho ruido, tienen mucho pelo y nunca limpian el jabón luego de afeitarse.

Entonces le pregunté por su familia y su casa con la misma pregunta que ella me hizo a mí, temiendo que fuera incómodo por los rumores nupciales y toda esa basura, pero la verdad lo manejó bastante bien. Al parecer, el rancho principal de los Richman se mantenía en mayor medida por la compra de materia prima de los Marvin para la fábrica y distribución de la lana, de modo que unir ambas familias en una significaba unir ambos negocios en uno, también, y el resultado de eso sería un imperio textil: Textiles Marvin-Richman. Eso era una bomba.

—Mi padre dice que dejarlo pasar sería como cosechar los limones más jugosos de la temporada y dejarlos secar en la puerta del refrigerador —añadió.

—Es como un cruce de dos caminos —dije—; pero mientras uno acaba en una calle ciega, el otro promete un choque.

Fernie frunció el ceño, pero sonrió.

—Sí. Sí, Beverly. Es exactamente así.

Hubo silencio. Y allí, en ese preciso instante, Fernie logró incomodarme. Por suerte, fue cuando nos detuvimos. Su casa estaba a unos pocos metros, y tenía las luces apagadas. Lo segundo pareció tomarla por sorpresa. Aún así, no vaciló antes de despedirse de mí y agradecerme por la compañía. Esa chica era rara. En serio. Sentí entonces la urgencia de obligarme a decir:

—Lo siento, Fernie.

Y ella respondió:

—No lo sientas. No es como si pudieras decidir a quién quieres.

«¿No es como si pudieras?», me pregunté a mí misma cuando me di la vuelta en la bicicleta, y luego, a mitad de camino, me respondí a mí misma: «No, Beverly. No lo es. No hay sinónimos ni razones».

Para ser franca, la casa de Zoe Love olía a todo, menos a sobriedad. La profecía de Fernie se cumplió sin menor exactitud: todos en la oscura sala movían las cabezas a los compases de Roxanne de The Police, y eso añadía demasiado a la idea de ser el punto denso de la noche, como si la música movida y bailable estuviera haciéndose extrañar. Daba la sensación de una espera; de que la próxima pista era la pista y de que la actual estaba reproduciéndose para recargar las baterías de los invitados.

Tropecé con alguien al primer paso. A pesar de haberlo seguido con la mirada, no logré identificar su rostro: el chico siguió su camino hacia lo que aparentaba ser la cocina y entonces mis ojos se posaron en un nuevo objetivo. Imité su recorrido y me detuve frente a la mesa cuyo centro estaba acaparado por un barril metálico del que pendía una manguera roja.

—¿Se te ofrece algo, pequeñita? ¿O debería llamarte Laurey? —inquirió el susodicho, que ahora tenía nombre y apellido y posiblemente un revólver en el pantalón— Hay vodka, ron-cola...

«Cristo», pensé.

—Cerveza.

Terrence estiró la manguera y sirvió un vaso que cogí tan pronto como pude.

—Pensé que Colt no vendría —mencionó éste—. Ayer dijo que...

—No, no vino.

—¿Entonces estás aquí sola?

Y recordé el objetivo inicial, más trascendental que la ingesta de alcohol, así que decidí usarlo a mi favor, porque ese chico tenía un arma y no podía saber que yo estaba allí sola.

—Vine con Mick Marvin. ¿Lo has visto?

Algo en el repentino trastorno de su semblante logró helarme hasta las arterias.

—¿Mick Marvin? —repitió. Bajé la mirada a su mano, y noté lo mucho que de pronto estaba apretando mi vaso— Por supuesto. El bastardo con los del equipo de béisbol, en la sala de estar.

No estoy segura de si logré sonreírle en respuesta. Me di la media vuelta, pero miré el vaso medio vacío y eso me frenó. Por nada en el mundo iba a regresar hacia él, ni siquiera por un vaso de cerveza. Bebí lo que quedaba de un sólo tirón. Estuve por terminar de salir de la cocina, pero Terrence se adelantó.

—Si necesitas otra recarga —añadió, antes de desaparecer de mi vista—, ya sabes dónde encontrarme.

Sentí que había un trasfondo, pero ni siquiera quise averiguarlo. Le di las gracias de nuevo, por cierto. Uno tiene que ser amable con esos hijos de puta, como si se les debiera respeto o algo así. Luego me regresé a la cocina, y volví a llenar el vaso yo sola. Entendí el doble sentido. Desearía no haberlo hecho, sin embargo, porque entonces quería llorar, y es horrible querer llorar en medio de una muchedumbre.

No sabía en qué momento me había adentrado al laberinto de piernas y brazos que simulaba una maraña de parásitos que acaparaba el espacio de la sala de estar. Apreté el borde inferior de mi chaqueta con la mano izquierda mientras bebía lo que suponía tres cuartos del contenido del vaso, y cuando sentí las pestañas tan pesadas como tener alas de mariposa en su lugar, seguí caminando, o, bien, intentándolo.

Un ardor me viajó a lo largo de las venas. El trayecto comenzó desde el cuello hasta llegar a los pies. Intenté bailar para congeniar con la gente a mi alrededor, pero me rendí antes de siquiera lograrlo: aprovechaba cada haz de luz colorada que viajaba por toda la habitación para fijarme en los rostros que alumbraba, y pude reconocer el Azul Prusiano por una milésima de segundo a al menos cinco personas de distancia.

No podría decir si él me encontró también. No podría decir siquiera si él también me estaba buscando.

Bebí hasta que el fondo del vaso se hizo visible. Entre los leves empujones, alguien me pisó. Hice caso omiso. Me obligué a mí misma a avanzar, y sólo me detuve al haber restado cuatro personas de entre ambos.

Cincuenta centímetros.

Mick tardó más de lo esperado en darse cuenta de que yo estaba en sus narices; y prescindiendo del precipitado volumen de los altavoces, pude leer de sus labios la silueta de mi propio nombre. «Beverly...».

Recuerdo que le sonreí, lo cual se sintió algo raro porque yo casi nunca le sonreía de manera instintiva a la gente, sino premeditada, y entendí que estaba convirtiéndome en una adolescente rara como el resto, y fue genial de cierto modo, porque entonces Mick tomó aquel gesto como una invitación para cogerme de la mano —entre los brazos que venían pegados a cabezas indistinguibles— y atraer todo mi peso hacia sí mismo.

«Veinticinco centímetros, Beverly. Veinticinco...»

—Estás aquí.

—Aquí estoy.

—¿Cómo has estado? ¿Has...?

—Sí lo tengo —lo interrumpí. Mick frunció el entrecejo—. Scary Monsters, en mini-casete, pirateado. Fue lo primero que compré con mi propio dinero.

Mick sonrió.

—Gracias, también —añadí, arrebatándole el turno cuando estuvo por decir algo. Te juro por Dios que de repente no podía parar de sonreír—. Por la bufanda, me refiero. Me gusta el diagrama de flores, o como sea que los tejedores de nivel IV como tú le llamen a eso, y me combina con casi todo. Sí que tienes buen ojo.

—Sé que lo tengo. ¿Cómo podrías siquiera ponerlo en duda?

—Te recuerdo que ahora tienes una reputación de fijarte en lo que no te conviene.

—¿Reputación? La gente siempre encontrará de qué hablar, Beverly, para bien o para mal.

—... O para nada, supongo.

—Sí, especialmente para nada. ¿Y qué es una reputación en Merry Hills, después de todo? Si lo piensas, somos apenas una migaja de Texas. Sólo los turistas tienen la osadía de llamarle ciudad a este estúpido pueblo.

No me gustó demasiado el adjetivo que había elegido para describir a Merry Hills, pero decidí no darle demasiada importancia. Era parte de ser adolescente, supongo, el restarle importancia a las cosas que te hacen ruido. Lo observé beber algo que olía a un licor fuerte, bastante puro, o como sea que le llamen. Tal vez whisky o algo por el estilo. Era fácil deducirlo a juzgar también porque el vaso se miraba hasta el tope de hielo dejando un aproximado de 20% de espacio para la bebida.

—Creo que te debo una disculpa, también, por haberte plantado una piña el otro día.

Él me escudriñó el rostro, con un gesto que imploraba «no hagamos esto hoy, por favor», así que acabé evadiendo el tema:

—¿Qué estás tomando?

—Jack Daniel's para ti, pero la botella estaba escondida en mi auto, así que sólo es cerveza para los demás.

—El olor te deja mal. ¿Eres consciente de eso o...?

—¿Qué llevas tú en el vaso?

—Es cerveza. Bueno, era cerveza.

Ambos fijamos la vista en mi vaso. Yo meneé el trozo de hielo que quedaba en el interior y apreté los labios.

Cuando alcé la vista, descubrí a Mick observándome como si no me hubiera visto en nueve años; pero, si te soy sincera, yo me encontré a mi misma mirándolo como lo hacía cuando ambos teníamos nueve años.

—Beverly, te he echado de...

—Sólo sácame a bailar, Jagger.

Era California Dreamin' de The Mamas And The Papas lo que sonaba. Mick me tomó de la mano y me llevó al núcleo del bullicio. En algún punto descubrí que había una heladera junto a la pista con cervezas en lata, así que a pesar de tener la cantidad suficiente de alcohol en el organismo para tolerar desde los roces no consensuados hasta el caos visual que se producía entre la oscuridad y las intermitentes luces de colores, decidí en reiteradas ocasiones interrumpir el baile para ir por más. La mejor parte de aquello era saltarse la interacción con Terrence.

Creí haber bebido cuatro cervezas en lo que duran tres pistas, pero entendí que en realidad fueron alrededor de dos cuando descubrí que Mick me las arrebataba a cada momento para derramarlas adrede por el suelo con la excusa de beber un trago.

Era tanto el sebo en mi frente que los cabellos alrededor del rostro me formaban carreteras en la piel. El cuero cabelludo, transpirado, me comenzaba a provocar más escozor del que estaba dispuesta a soportar por un chico; pero luego Mick se aproximó más a mí para poder hablarme cuando cambiaron la canción y logré ignorarlo por unos segundos más.

—¿Es que estoy muy ebrio o hace un rato me llamaste «Jagger»?

—Ah, ¿te gusta más «Brenda»?

—No. Jagger está mejor. Jagger rockea, si sabes a lo que me refiero...

Yo reí. En serio esperaba que hubiera entendido la referencia. Luego yo entendí su referencia.

—¿Acaso me estás mofando? —inquirí— Porque las personas que mofan a otras no rockean en absoluto, si sabes a lo que me refiero...

—Jamás haría una cosa así, Kimberly.

Para la próxima pista, tenía el cabello en la coronilla voluminoso como por obra de la estática. El calor en el cuello y los hombros se hizo notar más de lo que podría haber deseado. Casi entre jadeos, le dije a Mick que necesitaba refrescarme. Le pregunté dónde estaba el baño, pero en serio me aterraba la idea de volverme a topar con Terrence a solas, así que le pedí que me llevara. Me guió hasta la segunda planta, sin quitarme la mano de la espalda al subir las escaleras —especialmente al subir las escaleras—. Aún con una capa de tela de por medio, su roce no fue chispeante: fue espumoso, efervescente, como la cerveza al atravesar la garganta y caer burbujeando al fondo del estómago, y yo sólo podía fantasear con esa sensación, ese roce, recorriéndo más allá de la espalda: el cuello, la clavícula, el vientre...

De algún modo era consciente de que estando sobria no podía permitirme ahondar tanto en esos rincones de mi imaginación, sólo tantearlos desde los márgenes morales. Exactamente en ese momento comenzó a dolerme el estómago.

Mick continuó la serie de favores al abrirme la puerta, también, y girar la llave del grifo del lavabo por mí. Ahora que lo pienso, tal vez lo hizo porque se percató de lo ebria que realmente estaba. Hice un cuenco con las manos e ignoré por completo cualquier residuo de maquillaje que podría albergar mi piel a tales alturas: el 90% del mismo se había transpirado en la planta baja. La causa del enrojecimiento en mis mejillas ya no era un rubor compacto; era el alcohol encendiendo antorchas bajo mi piel para protegerme de los espartanos.

Ajusté la postura para mirarme al espejo, y ese hijo de puta pudo asustarme. Me sobresalté al encontrar el reflejo de Mick a mis espaldas, así que grité/susurré:

—¡Jesús! Cierra la maldita puerta.

La verdad es que por un segundo su borroso rostro se parecía demasiado al de Terrence.

—¿Quieres que me quede por si te sientes mal o vas a...?

—Sí, Mick, quédate. No voy a bajarme la ropa interior. Jesús...

Mick obedeció la orden. Se sentó a esperarme sobre la tapa del retrete, y lo descubrí sonriendo al notar los guantes en los bolsillos de mi pantalón.

—Podría tejer unos guantes para ti —dijo—. Unos que hagan juego con la bufanda.

—Sólo los uso para andar en bici.

Era cierto. Los manubrios me hacen arder las palmas después de un tiempo, y los guantes me hacen cosquillas al mover las manos en el aire. Es un círculo vicioso. La cosa es que, al terminar, me dejé caer lentamente en el suelo frente a él, y lo que dije después de un buen rato restregándome el rostro y la clavícula con agua sin jabón fue lo siguiente:

—Parezco un minero al terminar una jornada extrayendo carbón. No debí usar tanta máscara.

Mick cogió un paquete de toallas húmedas que yacía en el carrito de baño. Me lo ofreció.

—No —dije—. Han de ser de la mamá de Zoe.

—Jesús, hay al menos cuarenta hormonados transpirando alcohol en los sofás del piso de abajo. ¿En verdad crees que notarán si tomas una?

Entonces extendí la mano, y tiré de la toalla que se asomaba por la hendija del paquete. Me froté el rostro, culminando el recorrido con fogosidad en los ojos, y tiré la toalla al cesto de basura del rincón a seis baldosas de distancia. Cayó afuera.

«¿Cayó afuera?», pensé. «Siguiente. Un, dos, cuatro, seis. Pisaste raya. Siguiente...».

—Gracias, Mick —le dije—. Digo, por ofrecerme una toalla húmeda esta vez. El otro día me dejaste bajar del auto pareciendo un maldito mapache.

Entonces Mick respondió algo, pero su voz fue un eco en mi mente. Sólo podía enfocarme en bocetar con la mirada la silueta de una rayuela entre los bordes de las baldosas. No hizo falta ponerme la mano en el pecho para notar que mi corazón latía en sintonía con el bajo de la música que sonaba afuera y hacía eco entre las paredes del baño. En serio quería adivinar la canción. ¿La pista era acaso otra de The Mamas And The Papas? ¿O pertenecía a Fleetwood Mac, mejor dicho? No, en definitiva era un sonido más bailable, más rítmico, más...

—¿Beverly?

Volví la vista a Mick, sonriendo. En serio sonriendo. De pronto sólo quería reír y reír hasta que me dolieran las tripas. No había caído en cuenta de que él había bajado del retrete para sentarse en el suelo delante de mí, y, más crucial que aquello, de lo cerca que estaban nuestras narices hasta ahora; tan cerca que podía sentir su respiración soplar un aire climatizado que me delineaba el arco de cupido. Recuerdo que pensé algo así como: «¿Será esta la temperatura de sus entrañas, también?». Y luego: «Creo que no debería estar pensando eso en este momento».

—Beverly —repitió.

—¿M-jum?

—¿Puedo tomar prestadas tus pantaletas por diez minutos?

Entonces los dos reímos a carcajadas. «¡No acabas de citar Dieciséis Velas!», le decía entre risas. «¡No acabas de hacerlo, de ninguna manera!». El aire en medio de ambos era caliente. Caliente, como si nuestros poros expidieran vapor alcoholizado. Bajé la mirada para notar un resquicio entre los labios de Mick, que estaban tan diligentemente abiertos como una grieta del Gran Cañón, y me encontré a mí misma imitando la acción por algo más poderoso y feroz que un vano acto reflejo: lo hice por impulso. Querer besar a Mick Marvin había dejado de ser una intrusión hacía demasiado tiempo; pero por algún intrincado motivo tenía esta espeluznante sensación de que, por lo que más quisiera en el mundo, no debía permitirme proceder.

«Ya tocaste el timbre, Beverly», me dije.

«Ahora corre».

—Mick...

—¿M-jum?

—Lo que está sonando abajo —mascullé—... ¿Es ABBA?

Él ladeó un poco la cabeza. Yo lo miré a los ojos.

—Eso parece.

—Quiero bailar.

—Pero... ¿Ahora?

—Es que en serio quiero bailar.

Él soltó un aire por la nariz que no alcanzó a ser risa. Y me extendió la mano. Y nos ayudamos el uno al otro a ponernos de pie. Y bajamos a bailar. Era ABBA. Sí, era ABBA. La pista era Voulez-vous y Mick no insistió en besarme, y yo no tenía certeza de hasta qué punto sentirme agradecida al respecto.

Esa noche él se encargó de llevarme a casa, y yo pensé en Fernie Richman durante una buena parte del camino y en lo miserable que habría sido si se hubiera ido sola a la suya, pero no contarle a Mick sobre lo sucedido fue más cuestión de olvido que una decisión.

Dado a que pasé la mitad del camino con la cabeza apoyada de la ventanilla hablando de lo mucho que tenía hambre, sólo pude librarme de Mick riéndome y diciendo tonterías y cerrándole la puerta de la casa en la cara muy poco a poco mientras éste casi imploraba que le permitiera entrar para prepararme la cena. Luego cerré con llave. Me di la vuelta, y algo en mi cabeza se apagó.

Me sentí como una extranjera en mi propio hogar; como si aún llevara el ambiente de la casa de Zoe en el cuerpo, pero lo único que conservaba de allí era la embriaguez palpándome los poros, un tanto de insatisfacción y la seguridad de una resaca para mañana.

Colgué las llaves en el perchero de la pared, y creo que floté o algo así a la cocina, porque te juro que no tenía energías para hacerlo por cuenta propia, pero de un momento a otro, como por arte de magia, estaba frente al refrigerador. Dejé la botella de Jack Daniel's que había «tomado prestada» del auto de Mick en la mesa del comedor, y saqué el cereal y un tazón; pero a pesar de que rebusqué alrededor de quinientas veces por el refrigerador el cartón de leche, acabé encontrándolo con la mirada en el cesto de basura.

Los pasos hacia la puerta de mi hermano fueron densos. Apretujaba los dedos de los pies involuntariamente para mantener el equilibrio, y entré sin siquiera tener la decencia de tocar.

—Colton, te dije que la leche que quedaba era... ¿Colton?

En su cama había un bulto. Un bulto que temblaba y sollozaba con un patrón respiratorio notoriamente desnivelado y preocupante bajo una sábana gris.

—Vete malditamente lejos, Beverly. ¡Vete malditamente lejos!

Recuerdo muy bien que cogió el primer objeto que tocó su mano en el buró y me lo lanzó. El libro cayó en la puerta, a una cabeza de distancia de la mía. Yo ni siquiera reaccioné. Así de ebria estaba. De cualquier modo, decidí avanzar. Hice de lado con los pies las ropas sucias de mi hermano que yacían en el suelo como cadáveres de animales en el bosque —ya que por poco olían como tal, también—, y dejé caer todo mi peso en el reducido espacio vacío de la cama, a las espaldas de él.

Me las arreglé para meter el brazo bajo la cobija y abrazarlo.

—Perdón, Lily, Dios mío... Perdón, perdón, perdón, perdón...

—Aquí estoy, Colton. Sólo cállate y duerme.

Así que él durmió, mientras yo sólo pensaba con los ojos cerrados en que había encontrado una nueva faceta mía dentro de las latas de Shiner, prescindiendo de los efectos colaterales. Y esta nueva faceta era el antónimo de «susceptible». Era impasible; impermeable. Los estímulos eran un chubasco y el alcohol, un paraguas, lo suficientemente efectivo como para tomar el lugar de mi amigo Ritalin. Entretenía a los espartanos. Y eso era todo lo que necesitaba: distraerlos, aunque fuera sólo por un segundo.

Sólo por un segundo.

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