10: Azul y amarillo

CAPÍTULO 10: AZUL Y AMARILLO

08 de octubre, 1984

Merry Hills, Texas

El club de drama de Merry Hills High cuenta con una metodología concreta a la hora de revelar el elenco seleccionado para sus obras. Ésta ha sido implementada desde tiempos inmemorables, y su estructura, que involucra cuatro listas, no ha cambiado una sola vez: la lista amarilla y la azul de chicas, y la amarilla y la azul de chicos.

Las listas amarillas enumeran los nombres de aquellos elegidos junto a su respectivo papel; las azules, no obstante, citan a los suplentes de la lista amarilla en caso de que por motivos adversos, éstos no pudieran cumplir para la fecha pautada. Y aquel lunes salió a la luz el elenco oficial para la obra de teatro de cierre de año.

El hecho de que Rupert colgara los dos pares de hojas en la cartelera informativa trajo consigo una avalancha de aspirantes cayéndole encima como un chubasco septembrino al hormigón: una pesadilla que decidí limitarme a presenciar desde el extremo opuesto de la puerta de la cafetería hasta que el cúmulo se disolviera.

—Ojalá pudiera decirte quiénes fueron los elegidos —confesaba Frances a mis espaldas, que había decidido suprimir la adrenalina para acompañarme en la espera, mientras yo observaba la escena a través de la ventanilla de la puerta—, pero ni siquiera a nosotros nos permitió fisgonear las listas.

Entonces me cansé de ver un montón de espaldas y nucas, así que me torné hacia ella.

—Yo puedo esperar —dije—. La verdadera pregunta es si tú puedes.

—¡Claro que puedo! Sólo necesito una buena charla, y estaré bien.

Con los años aprendí a asociar el término «buena charla» con «chismes» cuando venía de la boca de Frances, así que le pregunté si sabía algo de Benedict, más por obtener una novedad que hacerle llegar a mi hermano que por genuino interés, pero me dijo que ni siquiera había visto a los Aldridge desde hacía días. Luego ella me preguntó por Colton, y yo le dije que por supuesto sabía de él, porque es mi hermano, y entonces añadió:

—Me refiero a cómo lo ha llevado, Beverly. Ya sabes, la situación.

No me agradó la manera en la que dijo la palabra «situación». En ese momento, recordé la noche en la que Colton abandonó la cena para despedirse de Benedict y lo encontré sentado en una silla del comedor por la madrugada, cuando había salido de mi habitación por un vaso de agua. Tenía la mirada fija en la estufa. En apariencia, había puesto a calentar una lata de un embutido para que el mismo saliera ascendiendo por el extremo opuesto.

—Sólo así se puede sacar de la lata en silencio —explicó, adelantándose a lo que yo pretendía preguntar—. La otra forma es golpeándola con un martillo por una hora y media.

Pero fijarse en el rostro de Colton hacía que aquel asunto importara muy poco. «Estuviste bebiendo», le dije, más afirmando que preguntando, y comenzó a desesperarme que no me mirase a los ojos. Me preguntó si acaso podría culparlo por ello. Entonces, como en serio no podía culparlo, me senté en la silla de al lado y me uní a observar el espectáculo de la lata. Le pregunté cómo le fue despidiéndose de Benedict, e intentó forzosamente reírse hasta lograrlo al tiempo que observaba cómo el embutido estaba por terminar de salir por completo. Las últimas oraciones de la historia se convirtieron en carcajadas, como si de un chiste absurdo se tratase. No obstante, las lágrimas de risa no tardaron en convertirse en un llanto de ira.

Dejó caer el peso de su torso sobre mí, y hundió el rostro en mi cuello. Yo reaccioné lo suficientemente rápido para sostenerlo con ambos brazos y envolverlo, como un crío recién salido del vientre. Eso me rompió el corazón, que él también lo tuviera roto; pero no iba a contarle eso a Frances. A veces debo obligarme a imaginar a otra persona haciéndome algo para poder decidir si estaría bien que yo lo haga, y decidí que no me habría gustado que mi hermano le contara algo así sobre mí a sus amigos.

—Pues no sabría decirlo —le respondí, de cualquier modo, más por seguir el hilo de la conversación que por otra cosa—. Un día es como si nada hubiera pasado, y al siguiente me trata como si no me hubiera bañado en tres semanas.

—Dale tiempo —Frances dejó escapar el aire por la nariz—. No es para menos.

Yo alcé ambas cejas, mirando al suelo. Tenía las manos metidas en los bolsillos del cárdigan.

—¿Qué? —infirió ella— ¿Qué sucede?

—No sé. ¿Qué opinas tú de eso?

—¿De qué, entre tanto? ¿De que Benedict se haya ido o...?

—De ellos. ¿Qué opinas tú de ellos? De que hayan elegido eso; de que sean... pareja.

La última palabra me salió de la boca como si hubiera tenido que masticarla para poderla pronunciar. Algo así como Frances con la palabra «situación».

—Es más normal de lo que imaginas, Beverly.

—Es común, Frances, y «normal» y «común» no son sinónimos. Ah. No me mires mal. Yo en serio, en serio, quiero entenderlo, pero no puedo hacerlo sin antes descifrar las razones que los llevaron a ese punto.

Entonces sucedió algo increíble. Frances me miró, haciendo una tirante mueca con los labios, y negó levemente con la cabeza para decir lo más Amarillo Limón que alguna vez escuché:

—El amor no busca sinónimos ni razones, Beverly. Comienza por entender eso.

Recuerdo que aquello me hizo arquear las cejas por algo más complejo que simple confusión; fue la venda que cubrió la fisura de duda que se había abierto en mi mente, y aunque «cubrir» tampoco es sinónimo de «curar», parecía contar con el razonamiento suficiente como para reducir mi propia opinión al respecto a aquella frase.

Viró la vista y añadió, satírica:

—A menos que se trate de ti y el profesor de historia, claro...

—¡Por favor! No es como si hubiera hecho algo al respecto. Además, tu novio tiene sólo tres años menos que Dean Kelly.

—Rhett no cuenta, Beverly. No sabe dividir en dos cifras.

En medio de la risa tuvimos que hacernos a un lado: las puertas se abrieron súbitamente conforme la muchedumbre se hacía paso a la cafetería. Recibimos varios pulgares arriba y sonrisas que sólo podían inspirarse de felicitaciones, pero ni Frances ni yo estábamos seguras de a quién iban dirigidas, lo que nos motivó a acelerar el paso hacia la cartelera al final del pasillo. Ella, que audicionó para el rol de Ado Annie, fue la primera en bajar el dedo a lo largo del papel en busca de su nombre, mientras yo me limitaba a morderme las cutículas a su espalda.

No obstante, se giró hacia mí con el mismo semblante de un perro remojado.

—Andrea Dunne será Ado Annie. No me dieron el papel, ni ningún otro.

—¿Revisaste la lista azul? ¿Qué tal si...?

—La lista azul apesta, Beverly. Nadie necesita nunca a los suplentes.

Apreté la mandíbula cuando Frances franqueó el paso para permitirme leer la lista amarilla. No tuve que esforzarme demasiado para descubrir que el papel de Laurey había sido otorgado a Fernie Richman. Como fuera, suspiré hondo y continué descendiendo el dedo índice por el listado.

Nada.

—Beverly...

—¿Qué?

—¿Sabes? Hace un año usamos a un suplente para ser la mitad trasera de un caballo en Hamlet, así que, después de todo, la lista azul no es tan inútil...

Entonces pasé el dedo a la otra lista.

«LAUREY WILLIAMS ..................... KANE, BEVERLY»

—Digo, es... algo —opinó Frances—. No es el protagónico, pero sigue siendo una oportunidad de entrar al club. Los suplentes deben estar casi igual de preparados que los principales y asisten a los ensayos finales. Luego de la obra, puedes solicitar la inscripción a Rupert aún si no terminas en el escenario; pero tendrás que sorprenderlo al ensayar si quieres ser aceptada. Es lo que importa, ¿no? A final de cuentas, lo que quieres no es actuar, sino escribir libretos.

«¿No, Beverly?», me preguntaste. «¿O ya te habías encaprichado con el papel de Laurey?»

—Sí —dije—. Sí, es cierto. Es lo que importa.

—Igual no te gustaba Oklahoma!, así que es una doble victoria: entras al club y no actúas en la obra. Ya vendrán mejores.

—Supongo.

Frances se giró entonces hacia la lista amarilla de los chicos, habiendo sugerido echar un ojo a los Curlies de la obra. Mientras tanto, busqué lo mismo en la lista paralela hasta detener el dedo en el destino. Recuerdo muy bien que ambas nos miramos por un segundo antes de hablar en simultáneo.

Yo dije:

—Eric Sanders sería Curly.

Y ella dijo:

—Mick Marvin será Curly.

Y ambas dijimos:

—¿Qué dijiste?

Mudé el dedo de vuelta a la lista amarilla para comprobar que no fuera una mala broma de Frances. En efecto, no lo era. Mick Marvin, ciertamente, figuraba en la lista amarilla para el papel de Curly McLain.

—Pero ¿qué...?

No pude pronunciar una palabra más. Frances me cogió por el brazo y me impulsó a seguirme de un tirón para atravesar la cafetería.

—¡Rupert! —llamó entonces al líder del club, y éste se giró hacia nosotras desde el asiento. Cuando Frances encontró su cabeza, se acercó a él aun sin soltarme.

—Frances, si es porque no te di ningún papel, debes entender que hay que darle la oportunidad a otros. Siempre tienes el protagónico...

—Laurey y Curly, Rupert. ¿Richman y Marvin para Laurey y Curly?

—Marvin insistió en el papel de Curly, Frances, y si bien sus habilidades actorales dejaron mucho qué desear, a nivel de físico fue el varón más decente en las audiciones. Richman, por otro lado, no sólo es la más parecida a Laurey, sino que también tiene buena voz.

—¿Estás ciego? Mira a Beverly. ¡Una peluca rubia y tienes a Shirley Jones en tus narices!

—Frances...

—¿Quieres una buena voz, dices? ¡También la tiene! Sólo escúchala —y se giró hacia mí, hablando en un tono que rebasaba por mucho lo socialmente aceptable:— ¡Beverly, canta algo!

Me percaté de las miradas clavadas en nosotras, y en serio me sentí terriblemente avergonzada. Me pregunté si del mismo modo se sentía mi papá cuando yo tenía una «rabieta» en público, y decidí hacer mi mejor esfuerzo por contraponerme a ella:

—Suéltame el brazo, Frances.

Sólo así me soltó, y me sentí muy tonta al darme cuenta de que si quieres que te dejen en paz, sólo debes pedirlo. Quizá no siempre sea tan fácil, pero en este caso lo fue. Me soltó, como te decía. Luego se dio la media vuelta y caminó hacia el corredor. Yo seguí su estela sólo porque no tenía otra salida. Estaba molesta. Estaba furiosa, mejor dicho. Me enfurecía tanto que me hubiera avergonzado de esa forma. Ni siquiera era asunto mío. De pronto quería cogerla por la coleta y estrellar su cabeza contra los casilleros, pero tenía el cabello tan chamuscado por el peróxido que seguramente me habría quedado el mechón en la mano. Así que sólo la confronté cuando tomé asiento a su lado, en la banca del pasillo.

—¿Era necesario el espectáculo?

No me respondió. Eso me molestó aún más, porque Frances era el tipo de persona que te invadía con preguntas para cuestionar tus acciones una y otra vez, pero cuando le preguntabas algo que pudiese cuestionar las suyas, sólo se quedaba callada.

Me imaginé mi mano sosteniendo su coleta, hasta que me encontré a mí misma apretando en serio los puños. Comencé a rasguñarme el esmalte.

—Es injusto.

—Estoy segura de que Fernie merecía más el papel —dije.

—Fernie no es más una inútil que sólo sueña con ser una animadora de los Dallas Cowboys.

Me sentí tan mal porque dijera eso. En serio. No por lo de que «el papel era mío», y toda esa basura, sino porque el nombre de Fernie sonó realmente feo saliendo de su boca. Te juro por Dios que Frances Kerrigan tenía un don para arruinar por completo la fonética de las palabras. Eso me volvía loca, el hecho de que ella estuviera loca. Ya ves, eso es lo que me desagrada tanto de la gente que le da tanta importancia a la vida de los demás: se sienten en el derecho de suponer y asumir. Yo negué con la cabeza a la par que la campana daba rienda suelta a la próxima tanda de alumnos para escrutar las listas. Entre ellos, un considerable grupo del último año en el que relucía el rostro de Mick Marvin, y, mucho más atrás, un par de trenzas rubias que pendían de la cabeza de Fernie Richman. Dije:

—Deberíamos irnos.

Debemos quedarnos —contrapuso Frances, así que conservamos nuestras posiciones al costado de una escalera. Me sentí tan miserable por dejarme mandar por una loca como ella.

Cuando volvimos la vista en dirección a la cartelera, fue para encontrarnos con la escena de Mick y Fernie observándose fijamente a través de la multitud de chicos que luchaban por encontrar sus nombres en las listas. Era seguro decir que ellos ya habían encontrado los suyos, a pesar de que al parecer no pronunciaron una palabra. De hablar se encargaron sus miradas, y cuando pensé que ya no tenían nada más qué decir, rompieron el contacto visual al girarse hacia la derecha, directo hacia mí. Él tenía el ceño fruncido y ella, un gesto al cual estimarle emoción alguna albergaría un considerable riesgo de imprecisión. Cuando noté a Mick acercándose, me zafé a la fuerza del agarre de Frances y tomé camino a la salida.

Estaba abrumada, pero esta vez no se debía a grumos de calabaza, ni cláxones estruendosos, ni a una placa clavándose en mi glúteo. Esta vez se debía a Laurey y Curly y el inmundo olor a AquaNet que se hacía cada vez más presente.

Me detuve en seco. Luego me giré. Te juro por Dios que me sentía tan molesta, y confundida, y culpable, y...

—¿Por qué no me dijiste que audicionarías? De haberlo sabido...

—Precisamente, porque no se supone que debías saberlo. El punto era hacer esto juntos, pero Rupert...

La palabra «juntos» sonó tan extraña, pero no extraña del mismo modo que Frances estropeaba el sonido de las palabras. Era sencillamente otro tipo de extrañeza.

—¿«Juntos»? —repetí— ¿Juntos como qué, Marvin?

Me fijé en el movimiento de su manzana de Adán al tragar, e intenté estrujarme la frustración del rostro con ambas manos.

—Beverly, por el amor de Dios, ¿qué no entiendes? —masculló, como si la vergüenza estuviera tirando de las palabras desde su interior para retenerlas de salir, y lo siguiente le salió casi susurrado:— Cuando estoy contigo me siento de la forma en la que debería sentirme al estar con... Con una chica, Beverly. Con una novia.

Yo negué con la cabeza, indisponiéndome a la conversación. En serio no me sentía en condiciones de lidiar con los rodeos cáusticos de un chico, así que sólo di un paso atrás. Te juro que por un segundo pude salir de mi perspectiva para ver el panorama completo y de pronto no entendía por qué estaba tan mal. Luego lo hice.

—¿Te refieres a como te sientes cuando estás con Fernie?

—Sí. ¡No! No, por amor a Dios...

Se llevó ambas manos al rostro. Yo volví a negar con la cabeza en tanto convertía los metros entre ambos en centímetros, y entonces hice algo que todavía me cuesta creer. Le pegué a Mick Marvin. Una verdadera piña, por cierto. Pegó la cabeza contra un casillero y a mí me dolieron los nudillos y todo. Creo que no fui lo suficientemente consciente de lo que había hecho, y él tampoco dijo una palabra más. Yo me mantuve pétrea, con las palabras atoradas en la laringe, mientras él me miraba con una mano cubriéndose el lado izquierdo del rostro y este semblante de genuino horror que me tensó hasta los huesos, porque me recordó demasiado a su expresión cuando estalló la Gran Calabaza.

Por un segundo pensé que me devolvería el golpe. En el momento no estuve segura de dónde le había pegado con exactitud, pero luego pasó como una semana con el ojo morado, y lo supe. La verdad es que aún no estoy segura de qué es lo que debería haber hecho en ese momento. Creo que si eso ocurriera de nuevo, habría vuelto a marcharme corriendo sin decir nada, tal vez sólo para sentir un fantasma siguiendo mis pasos hasta llegar a casa.

El walkie-talkie no volvió a sonar por días. Era comprensible, sin embargo. Digo, no puedes plantarle una piña a un chico cuando te confiesa que le gustas y luego sentarte a esperar que te llame, pero de algún cínico modo estaba pensando en él mientras llenaba los saleros del bar el otro día, cuando mi hermano y yo regresamos de la preparatoria caminando y, al cruzar en la esquina del Kane's, notamos que una ola de turistas estaba inundando el bar. La clientela era tanta, que Colton prescindió de las normativas del castigo que se me había impuesto y se unió a mí en la jornada. Ni siquiera saludamos propiamente a papá: entramos atribuyéndonos tareas de inmediato.

—Cuatro expresos para la mesa dos; y una sidra y una ración de anacardos con sal para el hombre de camisa blanca en la barra —mandaba papá mientras yo recogía las tazas vacías de la barra. Dejé la tarea para después y me hice camino hacia la cafetera.

Serví los cuatro expresos primero y me las arreglé para llevarlos, si bien torpemente, con éxito en la bandeja a la mesa dos. Con los anacardos y la sidra, por otra parte, fue más sencillo que eso, aunque pegajoso dado a lo segundo.

En el extremo opuesto del bar, Colton se había tomado para sí la labor de organizar a los clientes entrantes en las mesas disponibles, mismas que de por sí eran limitadas, puesto a que el espacio tras la barra estaba ya acaparado por mí y Bo, que nos encargábamos de servir bebidas y frutos secos.

—Papá —lo llamé mientras me acercaba a él con una bolsa de papel medio vacía en la mano—, queda menos de una libra de anacardos. Ya revisé al fondo y no hay más bolsas.

—Ofrece el maní en cáscara mientras tanto —resolvió éste sin pensárselo mucho, y miró alrededor para cerciorarse de que todos los clientes estuvieran atendidos—. Yo llamaré a los Kerrigan. Veré si pueden despacharme algo para el resto de la tarde.

—Pero...

—Estás a cargo. Será sólo un segundo.

Y se esfumó hacia el fondo del bar.

Cuando me torné de vuelta a la barra, Colton se estaba acercando para dejar un papel con la orden de la mesa cuatro: una ronda de sidra y una ración de frutos secos mixtos. Eché un vistazo a la mesa en cuestión y conté tres cabezas.

Tres sidras, Beverly. Son sólo tres sidras.

Cogí tres tarros y llené uno por uno bajo el dispensador del barril, hasta que levanté un par y me percaté de que los mangos no estaban húmedos, sino empapados de la bebida, así que los dejé a un lado y me miré las manos para descubrir que la sidra se comenzaba a secar en mi piel. Cristo... No había tiempo de ir al fondo y lavarme con agua, así que busqué un trapo para intentar secarlo, pero lo que logré fue empeorarlo: estaban tan pegajosas que las pelusas de la tela se adhirieron a la capa de sidra.

Cuando levanté la mirada ante el llamado de Colton preguntando por la orden de la mesa cuatro y me topé con un entorno difuso, me hice consciente del llanto formándose en mis ojos. El entorno de pronto se volvió sofocante: un ardor me recorrió desde los hombros hasta lo largo del espinazo, como si el mismísimo diablo estuviera soplándome la espalda; como si los espartanos estuvieran tan cerca que la flama de las antorchas pudieran quemarme la piel. Tenía las palmas bien estiradas a la altura de la barriga, y un escozor le sobrevino al calor en el cuello...

Los espartanos estaban allí. Siempre estuvieron allí. Estaban acomodados en las sillas y a lo extenso de la barra; estaban afuera haciendo fila; en la caja; en la mesa cuatro... «Los espartanos de la mesa cuatro, Beverly, ¡una ronda de sidra para los espartanos!».

Cuando me permití respirar de nuevo fue al ritmo de una centella; un sonido tan estremecedor como el silbato de un tren a punto de estrellarse aunado al gutural grito de auxilio de sus pasajeros. El bar quedó mudo ante el susto, y yo torné la vista a la misma dirección que todos los comensales: la evidente fuente del sonido. Aquello implicó un adormecimiento en mis pegajosas manos y un calor inédito en las plantas de los pies, como si el piso de pronto se hubiera vuelto la piedra calcinante a los alrededores de un volcán. La imagen frente a mí era más que inquietante: era caótica; era la verdadera representación del caos llegando para atolondrarme por el resto de mis miserables días.

El horror, el genuino horror...

Bo regresó al lugar, trastornado por el estruendo, y lo que encontré en su rostro rebasaba los márgenes del cólera: era padecimiento lo que mostraban sus cejas enarquecidas en el momento en que se llevó ambas manos a la cabeza. Abrió la boca, pero ninguna palabra salió de allí. Por el contrario, soltó un hilo de voz que se que cortaba como las pausas de un hilván, al tiempo que observaba un fragmento de porcelana con el risueño rostro de Bobby Brady sonreírle desde el suelo, como burlándose en su cara de los doce años de esfuerzo, dedicación y cuidados exhaustivos que había puesto en aquella colección, misma que ahora, en cuestión de míseros segundos, yacía hecha trizas a sus pies.

Yo nunca había visto a mi padre llorar. Nunca. Ni siquiera cuando se ponía sobre la mesa un tema tan punzante como el de mi madre se permitía derramar una lágrima frente a sus hijos, y estoy segura de que eso fue lo que motivó a mi hermano a llamar la atención de los clientes alzando la voz.

—Gracias por venir, pero me temo que el Kane's cerrará sus puertas por lo que resta del día. Confiamos en que dejarán sus pagos sobre las mesas. Los que hayan ordenado platos, pueden hacer una fila al final de la barra y yo me encargaré de ponerlos para llevar...

El resto es un recuerdo medianamente brumoso. Tengo, sin embargo, la convicción de haberme acercado a papá, quien estaba arrodillado metiendo los trozos estampados de las tazas en una caja de tablas de madera, y de haber intentado hablarle.

—Déjalo, Lily —se apresuró él a decir—. Supongo que debí cuidar de la repisa tanto como lo hice con las tazas.

Pero yo sabía que no se trataba de eso. En serio no era su culpa. Lo que hizo trizas la colección de tazas de mi padre fue lo mismo que hizo estallar a la Gran Calabaza de los Taylor, y aquello vivía dentro de mí; en mis piel, en mis huesos. En mi cabeza. En serio. Hice un ademán para agacharme y ayudar a recoger el desastre, pero él me detuvo.

—Lily, ya tienes suficientes moretones. Lo menos que quiero es que también te cortes.

Apreté los dientes. Me sentía verdaderamente terrible e inútil. No había manera de saber qué resultaba peor en aquellas circunstancias: si haber sido la causante de semejante catástrofe que tiró a la basura los esfuerzos de mi padre, o dejarle a éste el peso de consciencia que acarreaba la idea de haber sido él mismo el causante de la desgracia. Recuerdo haberme volteado para ver a los clientes desalojar el local, y fijarme en mi hermano girando el letrero de «ABIERTO» a CERRADO».

Ese día, el 12 de octubre, fue el último que trabajé en el bar, y el primero de la lluvia que una semana después continuaba sin desalojar Merry Hills.

—... Entonces, el jueves es el cuatro y es verde...

—No entiendo las reglas del juego, Lily.

La campanilla de la entrada sonó. Papá y yo pasamos al Westside Supplier, y mis tímpanos descansaron del estruendoso chubasco en el exterior en el momento que la puerta se cerró a nuestras espaldas. Él, por su parte, había decidido comprometer la tarde de aquel día para encargarse de los preparativos de su perentorio viaje a San Antonio en motivo de restablecer el inventario de sidra de manzana; y yo sólo intentaba buscarle plática para darle ánimos luego de la catástrofe de cerámica de la semana anterior.

—Bien, pero no es un juego, —insistía, al tiempo que nos adentrábamos al pasillo de limpieza—. ¡Así es como se ven los días cuando pienso en ellos! El miércoles es el tres, y es anaranjado...

—¿Lavaplatos de lima o limón?

—Da lo mismo. Huelen igual y los dos resecan las manos.

—Sí, tienes razón. Continúa.

—El martes es el dos, y es rojo...

—Beverly, ¿quieres tampones o toallas?

—Toallas esta vez.

—¿Por qué?

—¿Realmente quieres que te explique?

—¿Con o sin alas?

De repente me vi envuelta en una paramnesia. Fijé la vista en un tupé castaño oscuro y demasiado familiar que sobresalía por el otro extremo del anaquel, asomándose como una aleta de tiburón en el océano.

Una corriente gélida me recorrió la nuca.

—¿Lily?

—Con alas, papá.

Pero mi voz sonó distante. El tupé avanzó hacia la derecha, se perdió por el pasillo siguiente y sentí un alivio insólito. Advertí, también, que tenía las palmas de las manos transpiradas. Me las sequé contra los pantalones con ímpetu y el entrecejo fruncido.

—¿Está todo bien? —inquirió él, indeciso entre dos tipos de esponjas.

—Creo que toqué algo mojado.

—M-jú. ¿Qué más decías de los días de la semana?

—No estoy segura. ¿Por dónde iba?

—Dijiste el lunes, el jueves, el miércoles y el martes. En ese orden.

—¡Cierto! —y mi mente rebobinó—. Aquí viene lo curioso: todos los días tienen forma de su número correspondiente por el puesto que tienen en la semana, menos el domingo. El domingo debería ser el siete, pero definitivamente tiene forma de ocho para mí...

—Supongo que comienza a cobrar sentido.

—¿Verdad?

Él asintió. Cuando cruzamos al siguiente pasillo, además de coger las baterías doble A, también dimos un paso más cerca del tupé, que sobresalía por el extremo opuesto del anaquel de al lado. Yo carraspeé un poco. Aun a sabiendas de que mi mente no descansaría hasta descartar las sospechas del rostro bajo éste, hice el mejor intento posible de ignorarlo y prestar más atención a las preguntas de papá, que se esforzaba por involucrarme en las decisiones de compras como partícipe activo para dejar la casa lo suficientemente abastecida durante sus viaje de dos días como si se tratase de una semana.

No obstante, fue inevitable echarle un ojo al tupé para comprobar que no se movía del anaquel al que papá estaba pronto a cruzar. Primero sentí que comenzaba a transpirar entre los dedos de los pies. Luego cruzamos el pasillo. Tanto el tupé como su dueño estaban ahí, inmutados, y por impulso me puse el cabello detrás de las orejas. Viré la vista para enfocarme en los productos que me señalaba papá, pero al mirar a Mick por el rabillo del ojo, lo noté demasiado concentrado en dos tipos diferentes de palas de jardín, así que dejé de preocuparme porque notara mi presencia hasta que mi papá decidió abrir la boca:

—Yo me llevaría la de empuñadura de madera si fuera tú, niño.

Abrí tanto los ojos que sentí que se me iban a salir del cráneo.

—Es más gruesa, así que te brinda mejor agarre —papá justificó la recomendación—. Vale la pena el dólar extra.

Mick asintió con la cabeza mostrando una sonrisa de gratitud. Luego me miró de reojo, también, pero yo fingí no notarlo del mismo modo que fingía leer los ingredientes de un herbicida.

—No lo pensé —admitió Mick, metiendo la pala adecuada en la canasta—. Gracias, señor Kane.

—No es nada —respondió. Entonces se giró hacia mí, que ahora leía las instrucciones de uso de un nuevo bote, y añadió:—. Lily, ¿necesitamos ese fertilizante?

—¿Qué? Estoy bien. ¡Estoy perfectamente! El fertilizante está perfectamente —las palabras me salieron a tropezones, como si todas hubieran empujado una puerta al mismo tiempo hasta hacerla abrir. Jesucristo. En serio quería desaparecer.

Esta vez no pude evadir el rostro de Mick con la mirada, y a diferencia de papá, al parecer éste sí encontró anormalidad en mi semblante.

—Tu nariz se ve mucho mejor —señaló Mick—. Está amarilla.

Hubo silencio. Uno incómodo, naturalmente. Sentí la necesidad repentina de llenarlo con un argumento que ni siquiera tenía un cuerpo premeditado.

—En realidad —dije—, la herida maduró bien. Colton la revisó y, pues, no es médico, pero trajo mucho conocimiento de veterinaria de San Antonio y es casi lo mismo, supongo. Ha tratado huesos rotos antes, es lo que quiero decir. No estoy quitándole mérito a la labor de los médicos. Los médicos rockean, si sabes a lo que me refiero... Tu ojo también se mira mejor, por cierto. Está menos... azul.

La charla eventualmente se desgastó demasiado como para seguir prolongándola, y no hubo lugar para nada más que una despedida que resguardaba la promesa hipócrita de vernos pronto. Entonces Mick Marvin nos dejó. Y hubo más silencio, también naturalmente incómodo, mientras yo lo miraba desde el pasillo dirigirse hacia la caja. Sacó los artículos de la cesta y los puso en la superficie metálica. Llevaba puesta una chaqueta oscura sobre una camisa tipo polo de los colores del domingo y el martes. Lo miré sacar efectivo, decirle a la cajera que conservara el cambio y volver a guardarse la billetera en el bolsillo trasero. Recuerdo que en un instante tomó sus cosas, se dio la media vuelta y en serio repudiaba que esos Levi's le quedaran tan engorrosamente bien.

No pude dormir como uno desearía esa noche. En parte por el Azul Prusiano y sus malditos Levi's, y en parte por los relámpagos que acompañaron al aguacero durante toda la madrugada. Por las mañanas, las escorrentías procedentes del mismo rellenaban las grietas de las aceras y se filtraban por la alfombra que daba la bienvenida a nuestra casa. Fue inevitable, de tal modo, que el paquete de cartón que reposaba sobre la misma el día siguiente al encuentro absorbiera una importante suma de agua.

Recuerdo que Colton tocó a mi puerta esa mañana, muy temprano. Pude percibir que lo hizo con el pie.

¿Quién es?

—Jack el Linterna. Ábreme. Traigo las manos llenas.

Me tomó aproximadamente una hora cumplir el circuito completo de coger energía para levantarme, caminar y abrir la puerta. Primero miré a Colton. Luego, al paquete del que pendía una gotera en medio de ambos y que en apariencia era la fuente del vestigio húmedo en el suelo de afuera.

—¿Lo vas a coger o lo dejo caer en el piso? —preguntó.

—Buenos días, rayito de sol.

Le quité el paquete de las manos y cerré la puerta; no obstante, aun así lo escuché alzar la voz desde el otro lado:

—¡Tu paquete, tu reguero; tú limpias!

No le presté atención. Luego puse la caja sobre el banco del escritorio. La abrí.

Lo primero que se dejó ver en el interior fue una nota en un papel amarillo que resultaba lo suficientemente familiar como para aproximar la identidad del remitente antes de comenzar a leerla.

«Oficialmente he iniciado el nivel III de tejido a punto: diagramas de figuras incrustadas en el tejido y sus combinaciones. Tuve que pausar y rebobinar la cinta demasiadas veces para poder lograr las flores en el patrón, pero creo que quedó mejor de lo esperado.

En fin... Cuando te vi hoy, me di cuenta de que inconscientemente elegí los colores que más vistes al tejerla, y en algún momento me encontré a mí mismo tejiendo cada punto al ritmo de las sílabas de tu nombre. Toma esta bufanda como la prueba tangible de lo mucho que he pensado en ti, y como un agradecimiento por enseñarme a rebobinar las videocintas. Sin ese conocimiento no habría podido pasar siquiera del nivel I.

Realmente espero que te sirva para aminorar el frío de estos días. Es gruesa y lo suficientemente larga para que le des dos vueltas de ser necesario y eso es lo importante, después de todo.

Aún te quiere,

Mick Marvin

Posdata: Le hiciste justicia a tu disfraz de Cobra Kai: el que golpea primero, golpea más fuerte, Kim».

Ese día salí a cuidar a los Forman. No podía cometer la grosería de no usar mi nueva bufanda para hacerle frente al frío vespertino, así que me aseguré de comprobar que, en efecto, era lo suficientemente larga para darle dos vueltas a mi cuello y que los restantes volaran a mis espaldas mientras manejaba la bicicleta con los mismos modos de una capa de superhéroe.

Con los mellizos di una vuelta por el parque del sur, porque sus padres habían decidido llevarse a Richie a donde sea que debían ir. Decidimos que en esta ocasión perderíamos el tiempo en el huerto de los Black.

El pueblo descansó de festivales por una semana tras el éxito que resultó el laberinto de heno en el festival de los Taylor el mes anterior, mismo hecho que motivaba también las bajas expectativas para el mes de los Black. No obstante, cierto es que la carencia de expectativa es la madre de la sorpresa, pues no hizo falta artimaña alguna para impresionar al poblado: para que éste se animara a llenar su huerto casi tanto como al de los Taylor, bastó con un manto blanco que, en pintura naranja, desafiaba: «CUIDADO: CALABAZA DE 2.000 LIBRAS EN EL CAMINO» y, más abajo en letras más chicas y negras: «GRAN EXHIBICIÓN EL 17 OCT. A LAS 18 HORAS», mediante el cual el obstinado viejo Igor le declaraba la guerra a los Taylor por bautizarse como el agricultor con calabaza más pesada de 1984 en Merry Hills.

—Mi abuelo en verdad amaría ver esta disputa —opinó Tony.

Pero cuando yo pensé en mi abuelo, pensé en la muerte. Y no precisamente porque él estuviera muerto como el de los mellizos, sino porque yo sabía, incluso a los cinco años, que «muerte» era la última línea de una novela. La historia, entonces, terminaba. El autor empujaba el carro de la máquina de escribir por última vez, giraba la perilla y sacaba la hoja. Fin. Eso había pasado con mi madre y algún día pasaría con mi padre y con mi hermano e incluso conmigo misma y los Forman. Pero mi abuelo parecía escupir en aquel concepto. Yo no podría hacerlo. Yo le tengo demasiado respeto.

El viejo decía que quería morirse de algo que se lo llevara lento; que primero le quitara la movilidad, después la vista, y por último la memoria... Y cuando le preguntaban por qué, respondía: «para irme acostumbrando». Fue eso lo que despertó en mí el oscuro interés por un concepto demasiado turbio para una mente con tan poco desarrollo cognitivo, y la rasposa voz del abuelo la volvía una frase doblemente lóbrega. Lo recordaba en Nevada, comiendo galletas de mantequilla con una taza de café, y se me quedó grabada en la mente porque la frase, esa perturbadora frase, se coló en medio de una conversación con mi padre en la que la participación mía se limitaba a oyente, y vino aunada a dos asquerosas migas húmedas de galleta que saltaron de su boca a mi mano. Y luego el abuelo se carcajeó. Y hubo más migas, muchas más, y lavarme el brazo no fue suficiente. Tuve que bañarme toda dos veces para sentirme limpia, al igual que la noche que Terrence me besó y me tocó por debajo del vestido, y después, al llegar a casa en Texas y adentrarme en la tenebrosidad de aquel término, en aquel «fin» definitivo, nunca pude ver la gracia que mi abuelo encontraba en ello; la gracia que le hacía carcajearse y escupir migas, esas asquerosas migas húmedas que se me adherían al brazo me molestaban tanto como esa estúpida placa que se clavaba en mi glúteo...

No era para tanto, abuelo. Ni siquiera es gracioso. Ni siquiera tiene chiste.

—Sí —respondí—... No podría hablar por el mío.

Luego me preguntaron de dónde era la familia de mi papá, y les dije que de Nevada. Creo que se dieron cuenta de que no tenía ánimos para ahondar en el tema, porque Robin sólo dijo «entiendo», y seguimos caminando. No estaba segura de mi padre y mi hermano sacarían tiempo para asistir, también, dado a que la nómina del bar había vuelto a sus normalidades dejando mi nombre por fuera, y aquello era hasta cierto punto devastador si pensaba en ello como un castigo por haber hecho trizas la colección de tazas. Me lo merecía, sin embargo. La verdad no estoy segura de cómo dejar de pensar en las consecuencias como castigos. Erin solía decirme que tiendo a ser muy dura conmigo misma, pero yo creo que solamente estoy siendo justa al no eximirme de la culpa por el simple hecho de tratarse de mi propia persona.

—Es... enorme —admití, obligándome a regresar al momento presente—. Pero no tanto como la de los Taylor.

Un manto blanco advertía el tamaño de la calabaza que cubría y se robaba las miradas de todos desde el centro del recinto. Más adelante, en todo su frente, una mesa portaba el reloj que dictaminaba la cuenta regresiva para lo que el cartel se refería como «La Gran Revelación»: dos horas restantes.

Les compré manzanas acarameladas entretanto para degustar durante el recorrido por el huerto, y yo me arrepentí de haber llevado zapatos blancos cuando bajé la vista y noté las salpicaduras de barro en las suelas. «Las lavarás después, Beverly», me decías. «Sólo sigue caminando y concéntrate en algo más. Ya lo olvidarás». Y eso hice. Y seguí caminando. Y me centré en los niños con las caras pintadas que venían de la dirección a la que nosotros nos dirigíamos. Y de pronto éstos comenzaron a multiplicarse como pulgas.

—Hay que pintarnos las caras —sugirió Robin, más satírica que en sentido figurado.

—¿Pintarnos las caras? —replicó Tony, visiblemente entusiasmado ante la idea.

—Es broma. Deberíamos ir a buscar algo de tomar.

Yo mordí mi manzana. Luego alcé la vista hacia el cartel que se hacía cada vez más cercano.

—Tengo un dólar para los tres —dije—. Vamos.

Tiré de la mano de ambos hasta llegar al puesto antes de que alguno pudiera reprochar, y por un vano instante sentí que mi cuerpo actuó mucho más rápido que mi mente, saltándose el razonamiento básico de por medio; pero igual de rápido dejó de importarme. No fue muy difícil, tampoco, convencer a Verónica Willis, la nuera de Igor Black, de que nos concediera el permiso para pintarnos los rostros por cuenta propia. Por ello le dejamos una propina de dos dólares, adicional a los 35 centavos por persona que valía el servicio.

—Si me pintan algo vergonzoso —decía yo, al tiempo que ambos acercaban un pincel a mi rostro—, les juro que...

Shh. Cierra la boca.

Tolerar el picor de las hebras del pincel fue más una decisión que una disposición: mi cuerpo y mente no estaban naturalmente dispuestos a hacerlo, pero por los mellizos harían el intento. Una vez que terminaron conmigo, Tony y yo repetimos el proceso con el rostro de Robin, y viceversa. Entonces me sentí diferente, muy de súbito, como si un dedo hubiera presionado un interruptor en mi cabeza, o quizá en mi corazón. Me sentía llena. Aun así, que la actividad terminara acarreó consigo un indiscutible alivio tanto como el verdadero reto del día: no gesticular demasiado para que la pintura no se agrietara ni me produjera comezón. Verónica nos cedió un espejo, y las reacciones de los tres fueron refractarias.

La pintura en el rostro de Robin simulaba el de una bruja con la piel verde. Tenía pintura azul arriba de los párpados, rosada en las mejillas y un lunar enorme de pintura negra a un costado de los labios. Ella y yo habíamos llegado al acuerdo de pintar a Tony como un payaso, por lo que tenía el rostro blanco, cejas gruesas de color negro y pintura roja en el contorno de la boca. Yo era una especie de animal. Luego de discutirlo, concluimos que mi rostro parecía un híbrido de cebra y tigre.

Todo pueblerino, desde los que recién entraban hasta los que ya se hallaban en el recinto desde temprano, se apresuraba a coger camino hacia su bando seleccionado entre Igor Black y Homero Taylor. Los mellizos y yo no nos quedamos atrás. Nos pusimos del lado de Homero, abuelo de la familia Taylor y honrado agricultor venerado por el pueblo entero como tal, quien estaba de brazos cruzados junto a su nieta, esposa e hijas, con la puntiaguda quijada temblando —seguramente más por el Parkinson que por los nervios— y la mirada oscurecida por la prominencia de la boina negra que le cubría la mollera; pero nuestra elección, al menos de mi parte, iba inspirada por mucho más que simple culpa por haber hecho trizas su Gran Calabaza: el viejo Homero no tendría forma de saberme a mí como culpable. Iba inspirada, genuinamente, por mera admiración a la labor y el legado agricultor de su familia.

Igor Black —viudo de Greta Black, que tras el fallecimiento de la misma descuidó demasiado su higiene personal; tanto, al punto de crecer una barba cuyos cabellos le llegaban al ombligo y vivía enrollándoselos con el dedo índice— iba acompañado de sus nietos y único hijo farfullando palabrerías inentendibles a la distancia, con ambas manos sosteniendo los broches del enterizo de mezclilla que llevaba puesto.

Entonces, el encargado de inaugurar el evento arribó al lugar: el alcalde Culpepper. Éste tomó posición tras el podio junto a la calabaza, y los nietos de Igor posaron a ambos lados de la misma a la espera de la orden para subirla al peso.

—Damas y caballeros; bovinos y porcinos, ¡Merry Hills le da la bienvenida al festival del huerto de la familia Black!

Si te soy sincera, lo que pasó en los próximos minutos era de esperarse: la calabaza de los Black no superó en peso a la de los Taylor. No obstante, en medio de las celebraciones me acomodé la bufanda y miré a los mellizos, y lo único que podía escuchar era tu voz, reverberante, insistiendo una y otra vez: «tus piezas están completas, Beverly, ¿lo has notado? No seas miserable. Arma el rompecabezas».

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