08: Buenos vaqueros, Beverly
❛ CAPÍTULO 08: BUENOS VAQUEROS, BEVERLY ❜
22 de septiembre, 1984
Merry Hills, Texas
Ir a la escuela un sábado se sentía ilegal, y miserable, y todas las definiciones ambiguas que había comenzado adoptar desde las últimas semanas.
Que me asignaran detención aquel sábado por el arrebato que tuve en la clase de Kuznetsov es bastante jodido, si me lo preguntas. Creo que el sistema está fallando en el momento en que mandan a un estudiante a detención por tener un desborde emocional en lugar de al consejero escolar, aunque a mí me mandaron a ambos, lo cual es contraproducente. Es realmente jodido, al igual que salir y encontrarse con la gente de los sábados por la mañana, que hacían cosas rutinarias los sábados por la mañana; pero yo no era una persona del sábado por la mañana. Era una persona de lunes a viernes por la mañana, y sábados y domingos por la tarde. Atravesar la plaza, por ejemplo, fue lo más cercano a transportarme a otra dimensión que jamás hubiera experimentado: un grupo religioso reposaba sentado en círculo sobre el césped, y un par de guías con biblias leían en voz alta para después reflexionar colectivamente; los barrenderos limpiaban los restos de paja que volaban por las calles durante las noches desde el huerto de los Taylor; y el alcalde caminaba junto a un equipo uniformado con una tabla en la mano anotando los planes para trabajar durante la semana entrante.
Entonces un chico en patineta me interceptó, dando una vuelta alrededor de mí para que me detuviera, lo cual en serio me frustró por un momento.
—¿Cuál es tu maldito problema, Marvin?
—¿Mi problema? —repitió— ¿Cuál es el tuyo? ¿Qué te pasó en la cara?
—¿A qué te refieres?
—A que tienes un parche en el puente de la nariz y tu rostro está... violeta, y escuché lo que sucedió en la clase de Kuznetsov.
Ah. Eso.
El hecho de que los orígenes del golpe se remontaran a haber sobrepensado en Terrence Hughes la tarde anterior sonaba bastante comprensible en mi mente, pero ya había caído en esa trampa antes. Si tan solo Mick hubiera estado allí, me habría visto abandonar la tarea inconclusa una vez más. Me habría visto tirar la bola de papel en la basura y mirar la hora en el microondas: cuatro y media de la tarde. Papá llegaría en casi cinco horas y Colton posiblemente antes, así que abrí el refrigerador y cogí una lata de Shiner.
Tomar la primera fue lento por mera fuerza de voluntad, pero las próximas dos juntas me tomaron el mismo tiempo que sólo la primera. Tenía que vaciar esas latas. Ese era el ansia que me mantenía la pierna inquieta bajo la mesa. ¿Para qué darle tanta larga antes de pasar a la próxima? No soportaba la idea de tener una bebida llena en la mano por tanto tiempo.
Pensé en lo sola que estaba y en que quizá hablar mientras bebes es lo que te retiene de llevarte el metal a la boca cada tres segundos. Esa era la dinámica ideal. «Pero qué importa», me dijiste. «No tienes que conducir, Beverly. Solo debes orinar. Recuerda...»
—Baterías doble A.
Me rasqué la nuca. Llegué a la conclusión de que comer algo también podía frenarme de llevarme la lata a los labios tan seguido. Volví a ponerme de pie y rebusqué algo apetecible en el refrigerador. La mejor alternativa parecía ser un pie de calabaza con varios días encima, así que lo cogí y lo comí directo del molde.
El estómago se me revolvió en la cuarta cucharada. El sabor se oxidaba en mi lengua cada vez que el dulce de la calabaza se estrellaba contra la malta de la cerveza. Quería parar. Era disgustante. Me veía durmiendo sobre mi propio vómito, y aunque luego le pediría perdón a Dios por sucumbir a la gula, en cierta medida estaba funcionando. Estaba funcionando. Esa cerveza me tomó, como mínimo, un par de minutos más que las anteriores al intercalar una cucharada de pie de por medio; pero entonces la bilis se me vino arriba y ya no pude quitarme el ácido sabor de la garganta. Dejé el pie con la cucharilla dentro a un lado en la mesa.
Para la novena y última lata me sentía incapaz de ponerme de pie. Me iba a caer. Por el amor de Dios, me iba a caer, y aun así fui tan desgraciada como para echar para atrás la silla. Levantarme se sintió como si mi cabeza fuera un elevador llegando al décimo piso y tuve que esperar unos segundos antes de dar un paso al frente. Lo reconsideré. En serio lo hice.
«No vomites, Beverly». Lo que escuchaba era mar. Eran olas rompiendo en rocas. Agua. Quería meterme en la bañera y no salir hasta tener los dedos como pasas.
Cada paso camino al baño me pesaba más que el anterior, y quise llorar cuando abrí la puerta y recordé que no teníamos bañera. ¿Por qué carajo no teníamos bañera? No encontré las sandalias, así que no tuve más remedio que afrontar la abominable sensación de caminar en calcetines sobre las frías losas del baño.
Me escruté el rostro en el espejo. Los dientes se me veían más grandes de lo que recordaba, y me molesté demasiado porque nadie me lo había dicho antes. Abrí la llave del lavabo e hice un cuenco con las manos bajo el chorro. Me empapé el rostro. Cogí el cepillo de dientes y me cepillé los labios con el ímpetu de un arrebato de impotencia, pero incluso cuando me comenzaron a sangrar, mi sangre sabía a él. A Terrence. El agua me escurría por el cuello y también me mojé el cabello. Frances. Frances, Amarillo Limón, la de cabello amarillo chamuscado y lápiz negro. Su voz se escuchaba como un canto de sirena a través de una fosa de piedra: «¿Está todo bien, Beverly?»
—Um-jú. ¿Por qué?
«Estás... mojada». Arrastré una sonrisa frente al espejo. «Patética», me llamaste. «Eres miserable, Beverly».
—Lo sé.
Luego hubo oscuridad. Y la siguiente imagen fue el desdibujado rostro de Colton. No sabía cuál pestilencia era peor: si el olor a amoníaco dentro de mis fosas nasales, o el de calabaza y huevo en el ambiente, o el del sudor de Terrence que se me había secado en la piel. Entonces comencé a llorar, y entre balbuceos y gemidos y palabras trémulas, lo único entendible fue:
—El piso está frío.
—Lo sé, Lily, lo sé...
Mi hermano se las arregló para cargarme con ambos brazos, y logró sentarme en el inodoro. Miré abajo y me entendí cubierta de lo que sólo podía ser vómito. Estando sentada allí no pude retener la vejiga. Me oriné sobre la ropa. Él salió y volvió a entrar, esta vez con un banco de madera, el cual posicionó justo en la esquina del espacio de la regadera. Luego me ayudó a ponerme de pie. Te juro que me sentía hecha de trapo, o una mierda así, como si hubiera un duende maligno en mi cabeza encendiéndome y apagándome el interruptor de la vigilia.
—No te duermas, Beverly. No cierres los ojos.
—Hace tanto frío...
—Sí. Está lloviendo afuera.
Me quitó la camisa y yo colaboré para quitarme también los pantalones de dormir. Abrió la regadera. El gélido rocío impactándome contra la coronilla me hizo cosquillas y sentí los pezones endurecerse de súbito. Sacudí los hombros. Entonces miré el suelo, y no comprendí de dónde habían salido esos coágulos de sangre, así que le pregunté a mi hermano si aquello provenía de mi nariz.
—No —me confirmó entonces—. Creo que estás en tu periodo.
Me quitó las medias y las tiró en una bolsa. Entonces me senté en el banco.
—No las tires.
—Están llenas de vómito y sangre, Beverly. Te compraré unas iguales. Sólo recuérdame...
—Baterías doble A...
—¿Qué?
—Nada.
—¿Qué diablos pasó, Lily?
Me eché a llorar otra vez. Tenía la garganta rasposa y sollozar me dolía. La respuesta me dolía. Sin embargo, no lloré en detención cuando tuve que inventarle una excusa a Mick Marvin.
—Nada, Mick. Sólo me resbalé.
—¿Resbalarte? Beverly, si te golpeó alguien o algo así...
—No, Mick. Me golpeé con el lavabo y tengo una fisura. Colton llamó a la doctora Pemberton para que fuera a verme. Estoy tomando analgésicos. Y tengo una detención que cumplir, así que necesito seguir mi camino ahora.
Reanudé el paso habiéndome ajustado el cabello tras las orejas, y pude escuchar las ruedas de la patineta contra el hormigón seguir mi estela.
—¿Vas a acosarme todo el día? —pregunté— ¿No tienes planes para hoy o algo?
—Un poco de ambos.
Resulta que Mick había adherido los suministros escolares de Kuznetsov al escritorio con pegamento industrial, y le habían dado la misma sentencia que a mí por mis faltas injustificadas, por haberle dicho «perra» a Mónica Schlichting y por tener una rabieta en clase. Una parte despojada de insania en mí quiso creer que lo hizo con el propósito premeditado de acompañarme. Así de sola me sentía. Por otro lado, si te soy sincera, esta detención con él no fue tan mala como la última. No fue mala en absoluto, de hecho, porque encontré que Mick Marvin y yo, después de todo, sí teníamos algo en común, y era lo pequeños que realmente seguíamos siendo y lo inmersos que estábamos en el papel de gente grande, tal cual como lo hacen los niños que juegan a ser adolescentes. Pero los adolescentes no somos gente grande, y Mick tampoco parecía ser demasiado consciente de lo pequeño que realmente era.
—Y ¿te vas a casar? —le pregunté de pronto. Él estaba en el pupitre junto al mío, cerca del fondo del salón de clase— Digo, ¿es cierto eso? Son prácticamente niños. Ni siquiera tienen la edad legal para beber alcohol.
Él me dedicó una mirada rebosante de indignación.
—¿De qué hablas?
Te juro que no entiendo por qué la gente tiene esta mala costumbre de responder una pregunta con otra pregunta.
—De nada —dije al fin. Se me quitaron las ganas de conversar tan repentinamente como las de él parecieron haber incrementado.
—¿Qué pregunta es esa? ¿Qué escuchaste?
—Nada, Marvin. Sólo rumores.
—¿Rumores? —repitió— ¿Qué rumores?
—Ya sabes, rumores, de que los Richamn quieren reservar el sitio donde se hará el baile de debutantes este año para una boda o algo por el estilo.
Entonces me giré a verlo con esta cara de fastidio en mí, y me di cuenta de lo nervioso que de repente se había puesto.
—En resumen, sí: son sólo rumores —dijo. Estábamos susurrando—. Es complicado.
—Por supuesto que lo es.
—Hey, no te burles de mí...
Lo gracioso es que no me estaba burlando. Sólo había concordado con él: las relaciones son complicadas.
—No me burlo —le expliqué, y lo miré por un segundo—. Sé que es complicado. Digo, un día me atropellas porque estabas discutiendo con ella, y al siguiente hay rumores de que van a casarse siendo apenas unos niños. Cristo. Sí que es complicado...
—No te atropellé, Beverly. Sólo chocamos, y no voy a casarme. ¿Por qué te interesaría eso, de cualquier modo?
—Eres mi amigo, Mick. Me interesa saber si mis amigos están prontos a contraer nupcias.
—Así que ese es nuestro sustantivo...
—¿Cuál otro podría ser?
—Ninguno. Tú también eres mi amiga, Beverly. Y también me interesaría saber si estuvieras pronta a contraer nupcias.
Sentí que había perdido un día entero allí encerrada cuando la detención terminó y nos dejaron ir. En serio espero que las detenciones de los sábados sean ilegales un día o algo así, porque tienes que creerme cuando te digo que es el infierno para los hiperactivos como yo. Mick me acompañó hacia la salida ese día, por cierto. Creo que en realidad no tenía de otra. ¿Sabes qué es terriblemente incómodo? Despedirte de alguien e irte caminando en la misma dirección que esa persona. Cristo, es embarazoso. Realmente embarazoso. Por eso decidí que no me despediría de él al irnos, y me deprimió entender que tenía todas mis interacciones sociales mentalmente coreografiadas.
De vez en cuando, podía sentir a Mick mirándome de reojo, y me avergoncé al sentirme como la destrucción en persona. Era incluso arduo de digerir: la viva imagen de una mujercita que brincaba entre los conceptos del héroe y el villano; alguien que temía no de su entorno, sino de sí misma y que sentía las cosas con una complejidad que resultaba incluso redundante. Y me di cuenta de que lo envidiaba, a Mick Marvin, con todo y su Azul Prusiano. Carajo, cómo envidiaba a ese desgraciado. Envidiaba incluso, de cierto modo que aún no puedo explicarme, su género. Su masculinidad. Envidiaba también una sensatez que comencé a descubrir en él; una parsimonia, de hecho. Yo no era de esas personas que querrías poner en una caja de cristal para que nada malo le pasara, porque estaba como maldita y seguramente haría explotar el vidrio y lo haría añicos y ya no se trataba de una caja de cristal. Se trataba de todo lo que pudiese someterme a un encierro. Y podías notar que Mick Marvin no era ese tipo de persona... en especial por el par de vaqueros que siempre llevaba puesto.
—Esos son Levi's, ¿cierto? —inquirí.
—Sí, lo son.
—¿Qué número?
Entonces despegó la vista del cuadernillo para mirarme.
—¿Número? —repitió— 501, creo. Clásicos, con button fly.
«Levi's 501» quedó impreso en mi memoria, aunque no sabía a qué se refería exactamente con «button fly». Esa tarde vacié mi alcancía y conté treinta y cuatro dólares con setenta y cinco centavos, y me los metí en los bolsillos de la chaqueta. Luego fui al bar, y le pedí a papá que le diera un tiempo libre a Colton para llevarme al centro comercial.
—¿Para qué?
—Necesito comprar un par de vaqueros.
—Eso no es una necesidad, Lily. Colton no dejará el bar por eso.
Así que no tuve de otra que ir en bici, porque papá aún no me permitía conducir la Bronco sola, mucho menos al norte del pueblo. Podía escuchar el movimiento y choque de las monedas en mis bolsillos con cada pedaleo, y todavía no comprendo por qué ese tonto sonido me ponía tan feliz.
Pregunté en dos tiendas por los Levi's 501. En la primera me dijeron que estaban agotados en tallas pequeñas; y en la segunda estaba esta mujer que parecía haber salido de uno de esos anuncios de los rollos para el cabello, en el mejor sentido de la palabra. Era muy, muy bien parecida. El caso es que lo que hizo fue mostrarme un catálogo de la tienda, en la sección de Levi's 501, y señaló un anuncio donde comparaban los Levi's Shrink-To-Fit —que eran estos pantalones que prometían amoldarse a tu figura luego de lavarlos y secarlos, así que tenías que asegurarte de elegirlos al menos una talla más grande de la usual—, con un par de guantes de béisbol. Por un lado, mostraba los guantes junto al texto «Para un ajuste personal, juega 2.000 innings», y por el otro, mostraba los pantalones junto al texto «Para un ajuste personal, sólo lávalos». Luego, estaba esta página con un anuncio de los 501 clásicos que, a diferencia de los anteriores, estaban hechos de denim prelavado y no constituían ningún riesgo relativo a las tallas. Tenían ese corte recto y cintura alta que resaltaban lo mejor de Mick Marvin. Y luego estaban los 501 Blues, que eran una edición especial de los 501, hechos con denim azul oscuro apenas desteñido, y un cierre de botones en lugar de la típica bragueta. Ésto último era lo que llamaban «button fly».
Regresé varias páginas, hacia los clásicos, y pregunté si también los tenían con button fly.
—Estoy casi segura de que sí.
—¿Cuánto cuestan?
—Veintinueve con noventa y cinco.
—Está bien. Los llevo.
Así que le di mi dinero, y se rió un poco, tal vez porque eran muchas monedas, pero no le presté mucha atención. Estaba muy contenta antes de descubrir que no me quedaban igual que a él; tanto, que me compré un helado con el cambio y me senté a comérmelo frente a la fuente del centro comercial. Luego me fui a casa, y me los probé, y fue entonces cuando me puse a llorar porque no me quedaban igual que a él.
Ese día decidí que Vincent Bailey-Reed ya no sólo llevaría una máscara, sino también un par de éstos pantalones, y que le quedarían igual de bien que a Mick Marvin. Pero no me malentiendas. No me desfavorecían en absoluto. Era un buen par de pantalones, con un buen corte, buen ajuste y este aspecto a nuevo que grita «¡acabo de comprar estos vaqueros!» en medio de la calle y que sólo se quita luego de meterlos a la lavadora. Sólo no me quedaban como a él, porque no tenía su cintura tosca y porte de virilidad formidable, aunque debo confesarte que encontré consuelo el domingo, cuando me encontré a Mick en la calle luego de comprar analgésicos para mi nariz, y me dijo:
—Buenos vaqueros, Beverly.
Y comenzó a perseguirme, de nuevo.
—Me quedan algo sueltos —mencioné, apretujándome el pecho con los brazos cruzados.
—Te quedan mejor que a mí. Creo que sólo están muy nuevos.
Así que lo miré. Cuarenta centímetros, entre su cadera y la mía.
—¿Muy nuevos? —inquirí.
Él adelantó el paso haciéndome perder la cuenta de los centímetros, y se sacó las llaves del Chevy del bolsillo trasero. No sé por qué tuve el impulso de imitar el movimiento, porque ni siquiera traía nada en mi bolsillo trasero.
—Te veo mañana —dijo. Bajo la visera del sombrero, se puso las gafas oscuras tan pronto como el abrasador sol de las tres le besó el rostro—. Cuídate, Kane.
Me ofreció un aventón al Valley, pero yo lo rechacé diciéndole que tenía otras cosas por hacer. Y se fue. Y yo olvidé por completo lo que se supone que iba a hacer al salir de la farmacia, así que sólo me fui a leer Rabia al parque de la plaza, aunque terminé yéndome a casa para poder terminar lo que me faltaba del mismo, porque de algún modo se sentía terrible leer algo así en público, así que pasé la tarde en el alféizar de la ventana de mi habitación para poder sacar mi mente de la historia entre un párrafo y el otro mirando la acera. Luego el cielo se puso nublado, y la atmósfera se sintió siniestra, y yo no quería ser parte de eso, así que encendí la chimenea y quemé el libro. Y mientras lo hacía, cometí la impertinencia de pensar en Terry, en lugar de en Terrence. Y en sus manos bajo mi vestido. Y en la placa encajándose en mi glúteo.
—¡Mierda!
Pegué un respingo cuando noté el crecimiento del fuego en la chimenea. De inmediato comprendí que no fue una acción súbita, sino que me había inmiscuido tanto en mi propia mente con la vista fija en el mismo que ni siquiera me había percatado de la transición de lumbre a llamarada.
De pronto me sentí horrorizada, y terriblemente sola. Por algún motivo deseé que Terry estuviera conmigo, porque tenía muchas preguntas que hacerle y no sabía si podía vivir con las incógnitas; pero tal vez también porque estaba interesado en mí, y ningún chico antes lo había estado. En serio quería que me pidiera una disculpa.
Esa noche discutí con mi hermano, y estuve a punto de decirle que ese chico, Terrence, tenía un arma, pero no lo hice porque entonces tendría que contarle cómo lo sabía, y en serio no quería hacerlo. Discutimos porque había lanzado sus zapatos mojados sobre los míos en la entrada de la casa, lo cual estaba muy mal, pero no era como si a él le importara lo bueno y lo malo en ese momento; sólo le importaba tener la razón. La cosa es que me lanzó los zapatos, los cuales me golpearon muy fuerte en la costilla y el pecho derecho. Luego él se puso a llorar pidiéndome perdón, pero yo no le dije nada más. Sólo me fui a dar una ducha, y papá llegó poco después. Esa noche fue mi hermano quien intentó entrar a mi habitación, pero fui yo quien le pasó el seguro a su puerta antes de dormir. No obstante, la segunda vez que me desperté, tardé en entender que el culpable no era él forcejeando mi cerradura.
—Déjame en paz, Colton...
—¡Tsss! ¡Beverly!
Tres toques en cristal. Me tensé de inmediato. Al cabo de cinco segundos, me senté en el borde de la cama.
—¿Marvin?
No tuve más remedio que ponerme de pie y abrir la ventana en tanto confirmé mi suposición.
—¿Tienes idea de qué hora...?
—Ponte unos zapatos —me interrumpió—. ¡Rápido!
Hasta el día de hoy sigo teniendo la sensación de que no dudé lo suficiente antes de acceder a salir con él a las tres de la madrugada. No quiero decir que me arrepienta de haberlo hecho. Sólo quiero decir que debí haber vacilado.
—¿Qué traes en la muñeca?
Cerré la puerta del Chevy.
—Es una pulsera de cereal —dije—. Son mis favoritos.
—No pareces una persona de Lucky Charms.
Me giré hacia él, genuinamente dolida por el comentario. Entonces le dije:
—Mick, eso fue grosero. ¿Por qué dirías algo así?
—Te ves más como una persona de Cheerios...
Ese comentario en serio me molestó durante los primeros minutos del viaje, los cuales invertí mirando fijamente la pulsera en cuestión. Tony la había hecho. Él tenía una igual. Todavía no estoy segura de por qué me había ofendido tanto.
Recuerdo que lo primero que hicimos fue una parada en el Westside Supplier, donde compró algo que no alcancé a distinguir a través de las bolsas. Luego hicimos una segunda parada, y fue cuando vi la entrada al huerto de los Taylor que entendí que debí haber vacilado más antes de aceptar.
—¿Sabes cómo identificar una calabaza que está podrida? —me preguntó, aún dentro del auto estacionado. Yo negué con la cabeza— Es por las arrugas —continuó—. Cuando se pudren, a menos que estén rotas, las calabazas no apestan. Se arrugan. Y a veces se descoloran.
Yo apreté los labios.
—Vaya... Supongo que cada día se aprende algo nuevo.
—Cierto, Kimberly. Todos los días se aprende algo nuevo; pero no todos los días se pone en práctica lo aprendido.
La verdad es que ya comenzaba a hacerme una idea de hacia dónde se dirigía con todo aquello.
—No voy a ser parte de esto, Marvin.
—¿De qué, exactamente?
—De lo mismo que hiciste hace cuatro años con tus amigos. Jesucristo. Eso incluso estuvo en las noticias...
—¿Te refieres a las noticias locales? —inquirió— ¿Al mismo periódico cuya primera plana esta mañana era un artículo sobre vacas con lepra?
—Las vacas con lepra son un asunto serio, Marvin. ¿Sabes cuántas vacas hay en Merry Hills?
Cuando me volteé hacia él, él ya estaba cerrando la puerta del conductor. En un chasquido estaba abriendo la mía.
—Mira —decía, apoyando el brazo en el marco de la misma—, iremos directo a los descartes. Se los llevará el camión de la basura, de cualquier forma.
—No comprendo el objetivo de robar calabazas podridas...
—¿Objetivo? —repitió— Nunca volverás a tener dieciséis y escaparás en el auto de un chico tan atractivo a mitad de la noche para cometer alguna travesura en un huerto de calabazas, Kimberly.
Y por algún motivo, aquello fue suficiente para hacerme bajar del auto. Ni siquiera le negué lo de «atractivo», porque francamente no le había dado demasiada relevancia. Quería llorar, de alguna forma, porque estaba demasiado ocupada imaginando mi rostro en una fotografía policial; pero a final de cuentas terminé empujándome a aceptar, más por no quedarme sola en el auto que por querer ser parte de lo que fuera a lo que Mick Marvin me estaba arrastrando.
Los Taylor tenían la costumbre de acumular las calabazas descartadas a lo largo de la semana al fondo del huerto, de modo que llegar allí cuando estaba cerrado no era tarea fácil, al igual que el simple hecho de entrar. Sin embargo, Mick parecía estar demasiado práctico en la coreografía que aquello ameritaba llevar a cabo. Pero yo no. Y aunque salimos ilesos de aquel despilfarro de rebeldía, fue desastroso..., y horripilante, porque entramos por el bosque. Como la mayoría de los huertos, el de los Taylor terminaba donde comenzaba el bosque del pueblo. Varios kilómetros más lejos en el mapa se encontraba el río Silver, a donde solíamos ir con papá cada otoño a ver el paisaje de las montañas de Saint Philip; sin embargo, para entonces papá no había dado señal alguna de que aquello estuviera en nuestros planes más prontos, de modo que había perdido el entusiasmo al respecto.
—Kimberly —murmuró Mick. Él llevaba una linterna en la mano. Si bien estábamos caminando a la par, era evidente su posición de guía.
—¿Qué?
—Están allá —señaló un tumulto de calabazas amontonadas dentro de una red junto a lo que parecía ser un cobertizo—. Dos calabazas cada uno. ¿Entendido?
Lo que sucedió entre el momento en que Mick dijo aquello y el momento en que se cayó de bruces al montón de calabazas es actualmente una ráfaga de fotogramas difusos en mi carrete de memoria. Sin embargo, sólo para corregirme, debo confesar que Mick Marvin no se cayó. Yo lo empujé. Y luego él se levantó y tiró de mí para caer con él al tumulto de fruta en descomposición. Pero tengo la sensación de que sucedieron muchas más cosas de por medio.
Recuerdo que estábamos llegando a los descartes de la cosecha cuando Mick, a mis espaldas, por ejemplo, dijo:
—Cuidado con las serpientes que caen de los árboles.
Una cosa de forma cordal cayó en mi hombro. Sentí que iba a morir. Pero, como, en serio morir. Ya no se trataba de mi fotografía policial, sino de mi lápida, y dejé salir un grito que exteriorizaba a la perfección aquel sentimiento. Luego sucedió algo extraño, y fue que Mick Marvin me cubrió la boca con ambas manos desde atrás; pero lo extraño no era eso en sí, sino las sensaciones que aquello acarreaba: comenzando por el calor de su cuerpo invadiéndome la espalda y su aliento climatizando mi oído izquierdo, lo cual se contradecía a la gelidez de sus palmas.
—¡Jesucristo, Kimberly! —gritó, entre murmullos y risas— Cierra la maldita boca. Sólo estoy jugando contigo...
Separó sus manos de mí para coger la «cosa de forma cordal» que yacía en mi hombro, y, aún desde mis espaldas, me rodeó con su brazo para sostenerla en mis narices.
Una rama muerta.
Me giré hacia él; pero lo que miré en primera instancia no fue su rostro. Fue el tumulto de fruta podrida. Exactamente allí tuvo inicio la secuencia de acciones que derivó en ambos inmersos en pulpa en descomposición, risotadas y empujones.
Cuando sacamos nuestros traseros del depósito y regresamos al auto con dos calabazas por cabeza, recorrimos el Valley por lo que comenzaba a tomar la forma del camino hacia la rotonda. Yo tragué saliva. Mi ropa ensuciando la tapicería de su auto se sentía como un crimen. Sentí las manos húmedas otra vez y la frente como un caldero humeante mientras mi conciencia recapitulaba lo que estaba pasando y anticipando lo que estaría por pasar.
Allí y entonces caí en cuenta: «¿Qué haces, Beverly? Vas en el auto de Mick Marvin, camino a su casa a hacer quién-sabe-qué luego de haber robado calabazas podridas de un huerto. En su casa. ¿Estarían en su habitación o en la sala de estar? Siéntate en el sofá tan pronto como llegues. Siempre puedes escaparte por el baño, claro, pero ¿qué le dirías el lunes por la mañana en la preparatoria en dado caso? Pero, hey, eso no es todo. ¿Y si no están sus padres? O, peor, ¿y si están despiertos y te los presenta?». Me pregunté a mí misma: «¿Qué con eso?». Y me respondí: «Ya los conoces, al igual que a todos en el pueblo, pero ¿atribuirá algún sustantivo acompañando tu nombre esta vez? "Mamá, ella es Beverly Kane, ¿mi...?"». «Mi amiga». Su amiga. Beverly Kane, la amiga de Mick Marvin. Por algún motivo, el predicado de la oración sonaba ajeno.
Mick estacionó. Lo primero que noté fue el espacio vacío del auto de sus padres. Le pregunté dónde estaban ellos, y me dijo que en el rancho familiar. «Genial», opiné, pero él lo refutó con un «no tanto». Me explicó todo esto de que sus padres en realidad aborrecen quedarse en el rancho, pero que lo conservan por mantener el legado Marvin y toda esa basura, la cual puedes notar que está más regida por dinero que por honor; que hacen visitas de vez en cuando para inspeccionar a los trabajadores y ver que no se roben el ganado, y que el año pasado tuvieron que salvarlo a base de una buena suma de dinero de la distribuidora de lana, o algo así. La verdad es que no entendía muy bien los términos de finanzas.
—¿Y cuál es tu lugar en todo eso? —le pregunté. Luego de hacerlo me di cuenta de que fue algo imprudente, porque él inquirió: «¿mi lugar?», y no tuve más que decirle que sí.
—Mi lugar en términos de herencia, si a eso te refieres, está condicionado a asuntos más complejos de lo que imaginas, Beverly.
Me sentí muy mal por preguntar eso. Me sentí invasiva; pero lo olvidé por completo cuando la calidez me cubrió los hombros al entrar a la casa, aliviando los veintiséis grados centígrados que se me había inyectado en los poros en la calle. Septiembre es un mes de transición en Texas, y por la mañana había escuchado al tipo del clima anunciar que las temperaturas habían bajado casi diez grados en San Antonio y sus alrededores a pesar del atravesado sol, incluyendo Merry Hills, de modo que con cada segundo que pasaba dentro de la casa de los Marvin, el dolor del tabique por el frío también comenzaba a aminorarse.
Era imposible no notar que toda, o al menos la mayoría de la mueblería, estaba hecha de pino oscuro barnizado con religión: las escaleras, la mesita de té, la barra que dividía la sala de la cocina... Brillaba tanto que podía apostar a que los aceitaban cada dos días. Esta parsimonia que te conté haber encontrado en Mick, también habitaba la gama de colores tórridos de su hogar, de modo que el azul de las prendas de mezclilla parecían hacer chispas en el espacio. Más aún tratándose de un par de Levi's recién estrenados.
Yo dejé caer mi peso en el marco de la entrada a la cocina, y el frío de la madera traspasó el tejido del suéter para tocarme la piel. Cristo. En serio me sentía incómoda.
—¿Quieres...? —extendió la «s» un segundo más mientras abría el refrigerador y echaba un vistazo— ¿Sería muy imprudente de mi parte ofrecerte alcohol?
—Tal vez.
—Bueno... Tengo agua, Mountain Dew y...
—Agua está bien.
—Bien.
Entonces comencé a notar tropiezos y titubeos en los movimientos y el habla de Mick. «Nervios», pensé. «Los nervios son un signo común en los homicidas primerizos». No me tomé el agua.
«Nervios porque nunca había asesinado a alguien y está por encargarse de su primera víctima», pensé a lo que me respondiste: «Exageras, Beverly. Exageras».
En cada momento a partir de entonces, me aseguré de nunca darle la espalda al homicida en potencia. Dejé que él saliera primero de la cocina para seguirlo por detrás. Noté que al fondo de la sala había un kayak, con ambos remos acomodados encima y que en el pasillo hacia las habitaciones había dos cajas de diferentes dimensiones colocadas una encima de la otra. A un lado de la pila reposaba una caja de herramientas a medio abrir. Me pregunté si estaban por mudarse o si sólo nos habíamos transportado a un cuadro surrealista.
—Asumo que ya notaste el kayak y las cajas —dijo él de pronto mientras rebuscaba algo entre una de las mismas, aún de espaldas, lo cual me hizo darme cuenta de la imprudencia con la que estaba observando todo—. Mi padre es un comprador impulsivo y pide todo lo que promocionan en la TV...
Apoyé la espalda de la pared junto al pasillo donde él estaba. No obstante, la distancia que dejó entre ambos cuando se puso de pie y se acercó a mí era lo suficientemente corta como para encender una alerta de riesgo en mi cabeza, que amenazaba con convertirse en una alerta de ataque si seguía avanzando. Dieciséis centímetros. Creo que incluso las manos comenzaron a transpirarme. Luego entendí que aquello fue el preámbulo para entregarme una bolsa con el logo del Westside Supplier, y fruncí el ceño.
—¿Qué es esto?
—Échale un vistazo.
Deshice el nudo de plástico en cuestión de segundos. Miré el interior, y volví a fruncir el ceño. Luego levanté la mirada hacia él, porque a esa distancia tenía que levantar la mirada para poder verlo a los ojos. No me sentía incómoda como con el doctor en el banco, sin embargo.
—Coge un par de gafas y uno de guantes —ordenó entonces—. Y sígueme.
Por algún motivo, que Mick se alejara rompiendo el nexo de tirantez entre ambos me despertó un sentimiento de decepción, mismo que me impulsó a seguirlo a través de la puerta de cristal hasta el patio. El azul resaltaba en el patio como un fósforo en la oscuridad. Y luego estaban las cajas apiladas, algunas aún selladas, otras no. Y luego estaba Mick, con gafas de protección y guantes de látex amarillo puestos y dos bates de béisbol reposando en sus hombros. Y luego alcé la vista. Una cuerda de fibra de cáñamo envolvía una de las ramas del árbol del patio, como si aquel fuese su lugar designado. Mick la desenlazó, poniendo en práctica lo que asumo que aprendió en el campamento de verano de los niños exploradores del setenta y cuatro para enlazar las calabazas, y aquel panorama parecía apuntar a sólo una cosa:
—¿Me trajiste aquí para batear calabazas?
No podía creerlo. Te juro por Dios que no podía creerlo. Qué muchacho tan, tan raro...
—¿Cuál es el punto? —pregunté, mientras él ajustaba los tirantes de sus gafas— O, bien, ¿cuáles son las reglas?
—¿Puntos, reglas...?
Dejé escapar una suspiro al tiempo que metía las manos en los guantes amarillos. Una vez que se puso sus gafas, se dio las libertades de acercarse para ajustar los tirantes de las mías. Lo observé calcular un aproximado de la medida de mi cabeza con la cuerda elástica y me espanté al caer en cuenta de lo grande que realmente es.
—¿Qué son las reglas cuando se trata de aplastar calabazas? —insistió.
—Existen reglas para todo, Mick. Sino...
—¡Bien! Dios. Eres imposible. Regla número uno: divertirnos —cedió, reforzando el nudo que hizo con un estirón en direcciones opuestas. Posicionó las gafas en mi rostro maniobrando para que éstas no me lastimaran el magullado puente de la nariz, y lo aseguró acomodando la banda alrededor de mi cabeza. Nunca le aparté la mirada de encima, incluso a través del plástico. Tengo que confesarte que me estaba comenzando a agradar demasiado el hecho de observarlo, mientras más cerca. En comparación a la distancia que guardábamos en ese momento, la de hacía un rato ahora resultaba ridícula, absurda—. Regla número dos —contuve la respiración. Asumí el roce de nuestras mejillas como lo más cerca que alguna vez podríamos estar, al tiempo que aproximaba los labios a mi oído—: Aplasta las malditas calabazas.
Me extendió un bate de madera antes de alejarse con una sonrisa que sólo un engreído de primera sabría gesticular, y aquellas palabras, que sonaron masticadas y se sentían como un zumbido en mi oído, hicieron que toda la sangre del cuerpo se me trepara al rostro. Cogí el bate y una chispa de algo que sólo podría describirse con todas las ramificaciones del éxtasis en la rueda de las emociones se encendió en mi pecho como un pino en víspera de navidad. Di el primer golpe a una calabaza que doblaba el tamaño de mi cabeza. Las semillas se adhirieron al bate y la pulpa ensució, entre tanto, el cabello de Mick y buena parte de la hierba. Luego él hizo lo mismo, y, en efecto, mis pantalones se ensuciaron aún más. Yo reí. Ambos reímos. Estaba incómoda, era un hecho, pero era un tipo diferente de incomodidad que no terminaba de decodificar.
Sólo entendí que me gustaba estar incómoda con Mick Marvin, y que no había visto tantos colores desde los siete años. Y eso, estando sobria, era algo.
***
Nota de la autora:
¡Hola, queridos lectores!
En esta ocasión vengo nuevamente a compartir un poco sobre los hechos históricos que se reflejan en la novela. Particularmente, los Levi's Shrink-To-Fit: hechos de denim sin lavar (contrario a los vaqueros clásicos fabricados con tela prelavada), están diseñados para encogerse al lavarlos, adaptándose a la forma del cuerpo del usuario. La idea era comprarlos en una talla más grande de lo normal y luego encogerlos a medida que se lavaban, pero seguramente se preguntarán cómo se lograba el ajuste perfecto, y es que el método clásico de shrink-to-fit requería comprar 501s que fueran del tamaño real en la cintura y dos tallas más grandes en longitud. Luego, se usaban en la bañera y se dejaban secar en el cuerpo: el denim sin lavar encogería, creando un ajuste personalizado. Aunque la cintura generalmente se estiraba de nuevo, la longitud no lo hacía, lo que daba como resultado un ajuste más al cuerpo.
Los Levi's Shrink-To-Fit, cabe destacar, eran una parte icónica de la moda en la década de los 80 ya que su ajuste personalizado y estilo atemporal los convirtieron en una elección altamente popular 👖 Lo que más me llama la atención, sin embargo, son los ingeniosos anuncios publicitarios que Levi's diseñó para promocionar este modelo de vaqueros revolucionario. Les dejo un par de ejemplos de esto, incluyendo el anuncio que describió Beverly:
y otro de foco femenino:
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