05: Coronas de otoño
❛ CAPÍTULO 05: CORONAS DE OTOÑO ❜
08 de septiembre, 1984
Merry Hills, Texas
Desperté con la vejiga tan llena que sólo moverme acarreaba una serie de puñales vigorosos a lo largo del vientre. Estaba demasiado acostumbrada a ignorar el incremento del dolor hasta que llegaba al punto límite que, en una ocasión como aquella, dejé de prestarle atención a mis necesidades fisiológicas después de la cuarta cerveza. Tal vez no habría podido incluso queriendo hacerlo.
Me balanceé hacia un costado, apoyando la mano en el borde de la cama. Solté un gemido de dolor cuando logré sentarme y la presión en el vientre fue demasiada para quedarme callada. Ponerme de pie, luego de haber logrado la posición previa, resultó más fácil e indoloro de lo que estimé. Lo difícil fue dar el segundo paso, luego de que el primero me hiciera sentir que la vejiga me explotaría si avanzaba un centímetro más. Me dolía. Me dolía como una calabaza inflándose y amenazando con explotar. Pero pude. Claro que pude. Aunque consideré la idea de permitirme a mí misma mearme en el piso y volver a tumbarme en la cama, yo decidí avanzar.
Había oído esto antes en la clase de biología la vez que el profesor Barrel se obsesionó con hacer entender a los de mi curso lo terrible que es la cerveza para el organismo, así que a pesar de todo no me sorprendía verme envuelta en tal situación. Sabía que uno, como humano, tiene una hormona de nombre exótico que no estoy en las facultades de recordar, cuya función en resumidas cuentas radica en manejar el control de la absorción de agua en los riñones y, por consiguiente, disminuir la producción de orina; y que el alcohol es capaz de disminuir o incluso inhabilitar en su totalidad a la hormona en cuestión, impidiendo la reabsorción del agua que uno está supuesto a desechar mediante la orina. Pero aquel no era el único contribuyente al dolor que me hacía retorcerme en el retrete conforme descargaba el contenido que llevaba en la vejiga: existía otra razón primordial y a su vez desconocida para mí en ese entonces: el lúpulo.
El Señor Lúpulo es mucho más que un componente de la cerveza; es aquel actor en su estructura con la tarea de contrarrestar la amargura de la malta, con un determinante efecto diurético que actuaba como una bomba masiva en la situación que tenía lugar en mi vientre.
Entonces, la ecuación en la pizarra que mi organismo trataba desesperadamente de descifrar se veía algo así:
- Hormona Antidiurética (ADH) + Diurético (Señor Lúpulo) = Descontrol total de procesamiento de líquidos renales.
—Vasopresina...
«Sí, Vasopresina», me dijiste. «Ese es, ciertamente, el nombre de la hormona antidiurética que aniquilaste la noche anterior».
Cuando pensaba que mi vejiga estaba por terminar de vaciarse, el chorro de pronto aumentaba y subsistía como una vertiente perpetua. Me distraje demasiado mirando el desagüe de la ducha y pensando en la boca del retrete como la susodicha alcantarilla del Amazonas.
Demoré varios segundos en percatarme de que el chorro, en medio de las divagaciones, había cesado. En adición al registro sintomático, el pecho me pesaba como si me hubiese desmayado en el Sáhara y permanecido con veinte kilos de arena caliente encima. La boca, tan seca como si la hubiera tragado, también; pero, por sobre todo, que las náuseas fueran nulas era un alivio que decidí no cuestionar, aunque no tan grande como la sensación del vacío absoluto en la vejiga.
Omití siquiera limpiarme antes de subirme la ropa interior por mero descuido, y arrastré los pies de vuelta a la habitación, dispuesta a tirarme en la cama y reanudar el sueño. No obstante, algo —alguien— me lo impidió. Pegué un respingo cuando abrí la puerta y mi hermano estaba allí, sentado en la esquina de la cama. Éste se puso de pie tan pronto como entré.
—¿Tendrás la sensatez de decirme a dónde fuiste anoche?
Pasé de largo de él y me tumbé en la cama, boca abajo y de brazos extendidos.
—Vete a dormir, Colt.
—¿Te bebiste el six-pack tú sola o trajiste a alguien aquí?
—¿Ajjjj-ammmmmmm? —bostecé— ¿Acaso recién estás llegando? ¿Por qué no me dices dónde estabas tú anoche? Pensé que llegarías con papá...
—Ese no es el asunto, Beverly —me sacudió medianamente fuerte por el hombro—, carajo, esto es en serio. Papá me preguntará a mí por las cervezas que faltan. No va a creerme si le digo que fuiste tú. Va a pensar que me estás cubriendo y... ¿Qué haces?
Yo estaba sentándome, de súbito. Cuando lo hice, metí la mano bajo la cama y saqué de vuelta los patines. Levanté la vista hacia Colton cuando terminé de atar los cordones del izquierdo.
—Vamos a reponerlo —sugerí, y me estrujé el rostro con una mano.
—No hay ninguna tienda abierta a esta hora, Beverly. Y no te ves en condiciones de patinar.
Me giré hacia el otro extremo de la cama para mirar el reloj. Cinco y cuarenta.
—Jesús... —dije, más bostezando que hablando. Colton rodó los ojos y gruñó.
—Olvídalo. Vuelve a dormir. Sólo olvídalo...
Me tiré de vuelta a la cama, clavando la cabeza en la colcha.
—Sólo déjalo ser —murmuré.
Él no respondió nada. Suspiró hondo, como si respirar le hubiera pesado por mucho tiempo, y salió. Dejó la puerta entreabierta. Yo me quedé mirando la marca en el techo que comenzaba a tomar forma de mamut, con la pesadumbre suficiente para que los ojos se me cerraran solos, pero carente de la fatiga necesaria para quedarme dormida. ¿Era realmente un mamut o solo un elefante disforme? De repente parecía más una flor del trópico.
Cuando volví a sentarme, las franjas de luz moldeadas por la persiana ya se habían transferido de la pared al suelo. La puerta del baño sonó. Los pasos eran demasiado densos para ser de Colt, pensaba; sonaban más como las botas de papá, así que decidí dejar una nota con las letras imantadas del refri que decía: «salí a cminr regrso lugo», porque el inventario de imanes se reducía a dos letras de cada una y una e se había caído hacía dos años detrás del horno.
Me cepillé los dientes sin pasta en el lavaplatos de la cocina, y puse en el microondas un pan con mantequilla a veinte segundos. Cogí un vaso de cristal, me serví agua y la bebí. Siete segundos. Observaba el pan dar vueltas bajo la luz amarilla como un crío mirando la televisión. Entretanto, llegué a la conclusión de que la analogía más acertada para describir cómo me sentía era la mierda de perro seca en la acera la mañana de un verano en California. Entonces mi mente comenzó a reproducir California Dreamin' de The Mamas And The Papas, y no paró de hacerlo por el resto del día.
—Si miras muy de cerca te dolerán los ojos.
La voz de Colton me hizo sobresaltar. Me giré hacia él y entonces, el microondas pitó, así que tuve que regresar la vista al aparato y sacar el pan. Me quemé los dedos, por si no fuera suficiente con las palmas, porque olvidé que el pan se calienta más rápido que cualquier cosa, en especial si se pone directo en el plato del microondas y no en uno propio. Lo dejé caer en el mesón de la cocina, soltando un gruñido aunado a una blasfemia, y lo dejé enfriar.
Colton, para entonces, ignoraba la situación sirviéndose café a un costado mío.
—¿Qué haces despierto?
—Lo mismo que tú.
—Yo iré a caminar.
—Me di cuenta, ¿y regrsas lugo?
—Voy a comprar las calabazas para las coronas de otoño, y pasaré por la tienda para reponer la cuestión.
—Bien. Iré contigo.
Lo miré fijo.
—No, no puedes.
—¿Y por qué sería eso?
—No hay más letras m, s ni o...
Colton soltó una risa con tintes de amargura. En serio no tenía ganas de discutir con él. Sólo tomé el pan del mesón cuando paró de expedir vapor, conté nueve pasos hasta el perchero en la entrada, sostuve el pan con la mordida y me envolví en una bufanda antes de volver a cogerlo con la mano.
Luego me giré en su dirección.
—¿Vienes o no?
—Como sea.
Cuando salimos, lo primero que noté fue que el verde oficialmente estaba abandonando al vecindario entero. Las hojas comenzaban a secarse, pero eran contadas las que tenían las agallas para dejarse caer. Eran casi las siete de la mañana y ya había visto a dos vehículos con canoas encima conduciendo en dirección al sur del pueblo. Me pregunté si mi familia iría al río ese año.
—¿Me lo dirás, Beverly? —él rompió el silencio. Tenía ambas manos metidas en el bolsillo de la sudadera.
—No metí a nadie a la casa. Solo salí un rato.
—¿A la medianoche? Mira, sé que muchas cosas cambiaron en el tiempo que estuve en San Antonio, pero te conozco más de lo que crees y...
Y su voz se convirtió en un hormigueo a mis oídos. No paraba de cuestionarme si lo correcto era darle lo que quería, y pensé de nuevo en los matices que acarreaba el omitir información en comparación con el contraste absoluto que implicaba crear de cero una mentira. Además, yo creo que es algo lindo cuando alguien te conoce y te lo hace saber, pero no como si fuera algo a su favor contra ti, sino a modo indirecto y bienintencionado. Es algo así como cuando las abuelas cocinan tu comida favorita cuando las vas a visitar, y ponen la mesa distinto, como en las ocasiones especiales, porque para ellas tu visita por sí sola es una ocasión especial. Al menos, para las mías lo es, porque casi nunca las visito. Sólo cuando vamos a San Antonio en navidad o pascuas o alguna de esas fechas, ya sabes. El punto es que es algo lindo, cuando alguien hace ese tipo de cosas. Lo que odio, sin embargo, es cuando alguien te conoce y quiere echártelo en cara con una de estas frases horrorosas como «te conozco más de lo que crees». No, no lo haces. No me conoces más de lo que crees. No me conoces más de lo que yo permito que conozcas de mí. Y si crees que conoces más de lo que yo te he mostrado, entonces posiblemente tengas una percepción errada de mi persona. Eso no es lindo. Es molesto. Espero no sonar como una ermitaña, pero en serio me molesta cuando alguien presume conocerme muy bien, incluso si tiene razón, como Colton. No me gusta sentir que la gente puede ver a través de mí en ese sentido.
—Salí a patinar —respondí, interrumpiendo lo que sea que estaba diciendo en aquel momento—. Para despejar la mente, y toda esa mierda. Es todo. Me quedé en el roble un rato y luego regresé.
¿Había mentira en eso? No. En teoría, eso fue lo que hice; no obstante, no era una verdad blanca, ni negra. Había grises en el evitar incluir la frase «a solas» en la oración.
—Y...
—Y hurté las cervezas de papá porque luego no podía dormir. Yo sola. No traje a nadie a casa.
Y allí estaba.
—Quiero creerte, Beverly, pero siento que estás omitiendo detalles relevantes. No pareces algo tuyo —vaciló antes de continuar—. No parece algo de Lily.
Otra frase horrorosa era esa. «No parece algo de Lily». Cristo, cómo la odiaba.
—Sí —le dije, visiblemente mosqueada al respecto—... Sí, Colton. Tal vez no parece algo de Lily porque no soy Lily.
Me molestó tanto que no dijera de inmediato. En serio lo hizo, porque siempre estaba diciendo cosas que nadie le ha preguntado, y ahora estaba callado. Hubo silencio desde que pasamos el letrero que daba la bienvenida al vecindario hasta que cruzamos hacia la calle High. Recuerdo que me giré a mirar la floristería del señor Moore como excusa para secar un hilo salado que se me escapaba por el ojo izquierdo.
Él me observó, lo sentí. Tragué saliva. No sabía con certeza qué se supone que me quería decir. De repente me dolieron las tripas. Eso es gracioso. Ni siquiera sé dónde están exactamente las tripas. Sólo sé que están en el estómago, o algo parecido, así que es gracioso sentir algo en el cuerpo y saber qué órgano es el que me está molestando, cuando no sé casi nada de anatomía.
La cosa es que de repente me confesó que tenía novio. Así, en masculino. Recuerdo que miré el suelo. En serio no sabía qué decir, y me incomodaba mirarle a los ojos. Me daba ganas de vomitar y todo, porque todo el asunto de enviarlo a San Antonio como castigo comenzaba a cobrar sentido.
—Está en el club de drama —continuó, no obstante a mi silencio—. Comenzamos a salir durante el verano, luego de la última presentación del año pasado. No espero que lo aceptes. Sólo creo que deberías saberlo, porque tienes razón. Ya no eres una niña.
—¿Lo conozco?
—Se trata de Benedict, Lily.
«Oh», pensé.
—Oh —dije.
Mi hermano no añadió una palabra al tema, y yo di el primer paso que lo incentivó a retomar la caminata. Si te soy franca, me resultaba inverosímil pintar un cuadro mental de Colton y Benedict en un contexto romántico. Es que, si lo piensas bien, el Verde Bosque y el Naranja Quemado no forman un color muy placentero al mezclarlos, por lo que le procedió un haz de culpa al permitirme sentir una repulsión, justo como el día que descubrí a las porristas en los vestidores.
—Es posible que sí haya omitido detalles en la historia —dije. Fue algo así como un impulso. En serio dije «a la mierda todo»—, como que fui al roble porque Mick me lo pidió.
—¿Mick? ¿Mick Marvin, del último año?
—Um-jú. No me malentiendas. Ni siquiera somos amigos. Bueno, tal vez después de lo que pasó... Hablamos. Solo hablamos. De verdad —verdad—. Es que, verás... Me metí en problemas y me lo encontré en detención y nos dijimos cosas algo feas —doble verdad—, y luego estropeé su bebida el otro día y anduvo toda la mañana con sus pantalones caqui mojados en el escroto —triple verdad—, y supongo que quería esclarecer los asuntos —mentira—, así que me llamó —doble mentira— y me citó por eso —triple mentira—.
Empate.
—¿Y por qué a medianoche?
—No lo sé —quíntuple mentira, así que decidí regresar al tema anterior cuando cruzamos la calle— ¿Crees que Benny vuelva a hablarme?
—No creo que vuelva a hablarte si no lo haces tú primero.
Para ser franca, en ese momento me di cuenta de lo poco que me importaba realmente. No me importaba si no me hablaba, siempre y cuando no me fastidiara la existencia. Eso fue más o menos lo que le dije a Colton, aunque no respondí al momento. Iba llevando una cuenta mental de la cantidad de niños que pasaban con globos atados a la muñeca, seguramente del festival de los Taylor, y algunas palabras de Colton se me perdieron en medio del discurso. Dijo algo sobre las dificultades de Benedict para comunicarse, y sobre lo complicada que es la situación con sus padres, y sobre cómo su tío lo tiene prácticamente esclavizado en el rancho, y sobre cómo Frances y yo somos las únicas personas con las que puede disfrutar plenamente en público, y de pronto me sentí tan harta de toda esa mierda. Ser miserable no te da derecho a hacer sentir miserables a los demás. En serio, no lo hace. Y me molestaba aún más que Colton defendiera eso.
Entramos al recinto de los Taylor charlando de su inminente graduación el próximo marzo cuando algo en mi interior comenzó a sentirse fragmentario. No estaba segura de sentirme realmente preparada para afrontar el último año en la preparatoria, sola. Sacarme de encima a Benedict era un consuelo, pero eso, por más beneficioso que fuera, también significaba el sacrificio de una persona menos en mi (de por sí reducido) círculo social. Colton era mi amigo confiable, prescindiendo de sus actitudes cuestionables, porque el hilo que nos unía estaba hecho de sangre. Si la soledad me incomodaba durante el almuerzo, podía ir y comer con él y sus amigos que, en menor medida, se habían vuelto míos también, aunque igual que mi hermano, pronto se irían del lugar. Así que mi única esperanza hasta el momento estaba condicionada por disculparme con Frances. Si realmente me correspondía, no podía saberlo, y no consideraba sensato disculparme por el solo temor de pasar mi último año sola. No me gustaría que alguien se disculpara conmigo por temor a pasar su último año solo.
Cogí una canasta y caminamos directo al área de calabazas enanas. La decoración colectiva de coronas de otoño de Merry Hills se llevaba a cabo a las cinco menos treinta de la tarde durante el primer sábado de septiembre, y el alcalde se paseaba por la plaza desde muy tempranas horas para dirigir al comité de preparativos del sitio para el evento. Lo que sucede allí es muy sencillo: las familias del pueblo se reúnen y decoran coronas navideñas con motivos otoñales, a lo que le seguía, entonces, beber sidra de manzana, cerveza de calabaza y comer postres con un alto contenido de frutos secos y celebrar la temporada. Mi hermano y yo hablamos de ello mientras caminábamos hacia la venta de calabazas. Discutimos acerca del otoño y de las tradiciones y de lo poco que comprendía por qué esta estación era tan preciada en Merry Hills. Colton no comprendía muchas cosas de Merry Hills, a decir verdad; no como yo. Entonces le hablé de esta frase en Ana, la de Tejas Verdes, en la que Ana dice «estoy tan feliz de vivir en un mundo donde hay octubres», y le expliqué una vez más que más o menos esa es la esencia de la cultura aquí. «Mira», le dije, «..., es como si el pueblo estuviera diseñado para verse en estos colores». Él asintió, y farfulló algo que francamente ya no recuerdo, y metió otra calabaza a la canasta que pendía de mi brazo. La búsqueda se hacía medianamente compleja al estar regida por mis exigencias: calabazas blancas, diminutas y con franjas naranja bien marcadas; pero mientras las quejas de Colton se apilaban como nieve cubriendo un parabrisas, recordé lo que me dijo sobre ser Lily, y sólo entonces comencé a recordar de verdad a Lily, la pequeña Lily, y quise tumbarme sobre las calabazas a llorar. La envidiaba. A Lily. Lily, la mocosa de siete años. Lily, la que tenía siempre un «¿por qué?» en la punta de la lengua. Lily, la que se ponía cola blanca en las palmas de las manos y esperaba a que secara para descortezarla como uno hace con la piel muerta por las quemaduras por el sol. Lily, la que miraba al viento hacer remolinos de hojas secas y fingía que era obra propia mediante la mente y las manos. Ahora no estoy segura de si realmente estaba fingiendo.
No fue hasta el mediodía que pisamos la casa Kane, luego de también recorrer otros huertos pequeños del pueblo. Papá, cuando llegamos, estaba recalentando costillas de cerdo del día anterior en la sartén para almorzar. Al mismo tiempo, un sándwich de pavo con mi nombre escrito en letras invisibles daba vueltas en el microondas. Y mientras Colton se quitaba el abrigo y lo extendía sobre una silla del comedor, yo le presumía a papá el total de siete calabazas que con todo el orgullo encontramos en los huertos que visitamos. Y él dijo «Son muy peculiares». Y yo respondí «Lo son, pá. Lo son...». Y Colton continuó hablando de lo difícil que fue obtenerlas. Y papá opinó que debíamos aprovechar la temporada de cosecha, y hubo una pausa mientras papá abría el refrigerador. Y luego de la pausa, se giró hacia Colton y preguntó: «Colt, ¿de casualidad tú te...?
—Sí —lo interrumpió—. Anoche pasé un rato a lo de Wendy Lane y ofrecí llevar cervezas. Las repondré hoy por la tarde de regreso.
Tengo algo que confesarte, y es que a veces pienso en mi mamá muerta como un fantasma, pero la verdad, nada me asegura que los fantasmas realmente sean una manifestación de los seres vivos en el plano espiritual, o como sea que le llamen los existencialistas. Por esto nunca pude hacer la conexión entre el concepto de humano y fantasma, ni entenderlos como una misma cosa en etapas distintas sino como seres propios de universos distintos. Yo no estoy segura de creer en eso de las dimensiones, aunque si te soy franca, sí creo en los fantasmas, y en serio espero que los fantasmas crean en los humanos. Espero también que esto te haga sentido a ti como me lo hace a mí, porque pienso en ello muy seguido, y juraría que había un fantasma en medio de nosotros ese día durante el almuerzo, que me persiguió incluso hasta cuando se hicieron las cinco y mi padre y mi hermano pasaron por mí luego de cerrar el bar.
—Voy de copiloto —anuncié, al tiempo que subía a la Bronco con una canasta de mimbre colgando en el brazo.
El día de las coronas de otoño parecía alargarse tanto como la lengua de un oso hormiguero; tanto, que luego del almuerzo tuve tiempo para recoger también las mejores hojas que pude encontrar escarbando en el patio y guardarlas en la canasta para ornamentar la nuestra. Estoy segura de que el fantasma me ayudó en el proceso. En el camino hacia el evento, hice el mejor intento visual por contar el promedio de calabazas en cada entrada a los establecimientos. Descubrí una tendencia de seis por casa en la primera calle, pero paré cuando estacionamos al margen de la plaza y nos adentramos a la caminería.
—¿Me dices que aún te entretienen estas cosas? —inquirió Colton.
—¿Qué hay de malo con eso?
—Nada, si tienes ocho años.
Él pateó una chapa de refresco en el hormigón y papá se puso en medio de ambos para envolvernos con los brazos; sin embargo, noté que sólo fue una excusa para darle una palmada en la nuca. Colton soltó un quejido.
—No hay nada de malo con eso, Lily —dijo papá—. Yo también disfruto las tradiciones del pueblo.
Y seguimos caminando. La verdad es que mi hermano puede llegar a ser un verdadero imbécil si se lo propone. El otro día, cuando tenía once años o algo así, entró a mi habitación el primer día de clases para preguntarme si había visto nuestro cepillo de dientes. Léelo otra vez. Nuestro cepillo de dientes. Tuve pesadillas con eso por semanas; sin embargo, ahora deseaba que sus bromas de mal gusto regresaran a esa cándida índole, y no a estas de cruel connotación.
En el transcurso mientras buscábamos un hueco en el pasto para poner la manta e iniciar la actividad, observé con detalle a los demás pueblerinos y sus familias reunidos en círculos por toda la plaza. Encontré a los Forman, a los Taylor y a los Aldridge, aunque Benedict no estaba con ellos. Encontré incluso a los Kerrigan: Frances me dio una mirada tan fugaz como el paso de un colibrí, medio sonrió y viró la vista. Eso me molestó tanto, de nuevo. Creo que estaba igual de confundida que yo, pero decidí no asumir nada al respecto. Por algún motivo, me sentí como si estuviese buscando algo. No sabía qué era. Luego nos sentamos, y comenzamos a decorar la corona. En realidad, yo decoré la corona mientras ellos comían maníes y bebían cerveza artesanal, hasta que de pronto mi papá preguntó:
—¿Ya conseguiste pareja para el baile del sábado, Colton?
Mi hermano se relamió los labios y miró a otro lado. Masculló un «estoy en eso», y entonces me di cuenta de que ver la situación de Colton desde un solo lente comprometería desestimar en gran medida el asunto, así que hice algo por él y cambié el tema:
—¿Puedo ir contigo al partido?
—Uh-huh —el muy malagradecido negó con la cabeza—. De ningún modo. Iremos en la camioneta de Michelle con Terry y Joe. Joe jugará e iremos a apoyarlo.
Michelle Grafton y Joe Disick eran los otros amigos de Colton. No conocía mucho a Joe, a decir verdad, así que no estaba segura de tener ganas de ir a apoyarlo, pero sí quería ir al partido porque los rumores decían que el equipo de nuestra escuela estrenaría nueva mascota. Por otro lado, sin embargo, podía llegar a ser muy incómodo quedarse a solas con Terry, no por la posibilidad de que yo gustara de él, sino porque era el tipo de chico que bebe del sorbete de tu bebida sin pedir permiso, de modo que procuraba evitar quedarme a solas con él si era posible. Pero Michelle era agradable, a pesar de que siempre andaba en chanclas, y tenía una camioneta pick-up que siempre olía a lo que huelen las patas de los perros. Pregunté si podía ir en la caja, y él dijo que era mi única opción como si supusiera una desventaja, pero para mí no lo era. Me agradaba ir allí por muchos motivos, pero el principal era que allí no olía a lo que huelen las patas de los perros.
Entonces pensé en el baile de bienvenida que le procedería al partido, y en que las únicas personas con las que verdaderamente contaba para ir eran Tony y Robin, pero Robin iría con Denzel Swimmer —igualmente del primer año— y Tony, por seguro, pasaría el rato haciendo travesuras a los maestros y chaperones con sus amigos. Entonces me puse triste. Bastante triste. Te dije que puedo llegar a ser una persona muy triste. Es que no había manera de que tener dieciséis y que tus únicos amigos fueran chicos de catorce años no sonara miserable, porque es como si hubiera muchos más números de por medio entre cualquier decimal y el dieciséis, así que traté de enfocarme en la conversación de papá y Colton sobre la temporada de la sidra, que llegaba a Merry Hills de la mano con el mes de septiembre e implicaba mayor movimiento en el bar.
Prescindiendo de aquello, pasé el resto de la jornada con la mente en algo más que septiembre, la sidra y la corona de otoño. A pesar del grado de concentración al que me había obligado a someterme, todo aquello pasó, sin darme cuenta, a un segundo plano; el primero había sido acaparado por esa vulgar sensación de que algo estaba cerca, y de que inconscientemente estaba buscándolo. Nunca lo encontré.
Alrededor de las siete comenzó a caer el sol, y sentí que algo se me escapaba de las manos. Era el tiempo. La corona estaba lista. Papá y mi hermano charlaban y bebían y se reían y yo ahora comía un sándwich y no quería que el momento se convirtiera en una memoria. Y era el tiempo, lo que se me escapaba. Se me iba de las manos y pensé en él como una videocinta vomitándose, pero esta vez no había forma de enrollarla de vuelta con un lápiz. Y se hicieron las ocho. Y quise llorar cuando papá dijo que era hora de irse a casa, pero no lloré, porque eso habría sido miserable. Y mientras íbamos caminando de regreso, con la corona de otoño en mis manos y la canasta en el brazo de Colton, me acordé de la clase de física de la semana pasada, en la que aprendimos sobre esta teoría de Einstein, la teoría de la relatividad, que sugiere que el pasado, el presente y el futuro están en un mismo plano, de modo que mi hermano y yo ya éramos adultos mayores en aquel preciso instante, porque según la teoría, lo que sucederá mañana existe tanto como lo que sucedió ayer, con la particularidad de que aún no hay recuerdo de ello. Como te decía, yo no creo mucho en el asunto de las dimensiones, a decir verdad, pero sí en el tiempo tanto como en los fantasmas. Y en algún punto del tiempo futuro que ya está escrito, Colton es un hombre cincuentón y mi padre tal vez ya está muerto y eso me hizo querer llorar aún más, porque el tiempo era una videocinta vomitándose de forma cada vez más veloz e imparable y la adolescencia se me iría tan rápido como lo hizo la infancia, y todo lo que estaba haciendo era, precisamente, adolecer. Por ejemplo, a veces despierto y lo primero que viene a mi mente es el gris de la mugre entre las uñas, el petricor de las lluvias de agosto y el cabello pomposo de mi mamá muerta. Era castaño muy, muy oscuro, como el de Colton y el mío, aunque papá solía decir que el cabello de mi hermano se parecía más al suyo. Yo no podría confirmarte esto, porque en todas las fotos de su juventud llevaba puesto un sombrero y ahora estaba plagado por una capa de nevazo. De allí nació mi miedo a envejecer; pero también de allí nació en mí este mecanismo para sobrellevar la tristeza basado en la idea de que uno siempre puede encontrar refugio de la miseria en el amor. Es que creo que el amor es lo único capaz de salvarme de mí misma. Es todo lo que me pertenece; todo lo que tengo para dar; todo lo que quedará de mí luego de que mi cuerpo alimente a la tierra en los vestigios de mis acciones. El problema, dadas las circunstancias, es que mi amor es destructivo. Mi amor no cura, pues infecta, y todo lo que infecto con él, perece. Por eso yo no tenía intereses, sino pasiones a las que llamaba así bajo la mera esperanza de eximirme de la etiqueta de obsesión y demás conceptos del neuroticismo. Y hablando de neuroticismo, creo que de allí nació la visión de mi madre como un fantasma en mi cabeza.
Cuando llegamos a casa, colgaron la corona en la puerta y la observamos a un metro de distancia envueltos en una cadena de brazos. Papá dijo: «Está mejor que la del año pasado», y Colton añadió: «Lo que sea que "mejor" signifique...», y papá le dio un segundo sopetón en la nuca, y yo sugerí entrar a la casa y cenar, cosa que hicimos sin muchos rodeos. Luego esperé a que ellos se fueran a dormir para quitarme la ropa, y estaba leyendo en mi habitación cuando comenzó a llover.
Considero que hice un buen trabajo manteniendo la calma al principio, y estoy segura de que habría continuado así el resto de la noche de no ser por los relámpagos. No hubo manera de no sentir el horror en el momento en que los oí aproximarse, como si el cielo se estuviera partiendo en dos; pero de pronto había más. Había pisadas, como una horda de elefantes huyendo a la lejanía; metal contra metal, vibraciones, gritos...
Era un horror encarcelante, de esos que te envuelven en una febril agonía paulatina, y aunque me crujía los dedos y me mordía los labios y me acariciaba la división del cabello de atrás hacia adelante y de adelante hacia atrás, entendí que no podía seguir ignorándolo. Los espartanos estaban cerca.
¿Alguien acaso le había subido el volumen a la lluvia? Ni siquiera estaba lloviendo tan fuerte..., pero es que no se oía más fuerte. Se oía más claro, más conciso. Más cercano, como Hungry Like The Wolf de Duran Duran; como si la lluvia estuviera en mi cabeza humedeciendo las tierras del campo de combate para hacerme resbalar y caer y los espartanos, a base de lanzas y espadas, venían a por mí como buitres a la carroña.
Creo que viré la vista al tocador e intenté concentrarme en un objeto mientras respiraba, como Erin me había enseñado. Elegí el cubo de Rubik. Estaba a medio resolver: tres cuadros blancos, seis amarillos...; pero los espartanos alzaban escudos, apuntalaban espadas, arrojaban lanzas y yo dejé caer los hombros. La lluvia cesó. Los pedazos del cubo se regaron por el suelo como abarrotes cayendo por la grieta de una bolsa, los espartanos desaparecieron uno a uno y yo me senté en el suelo para recoger los pedazos de plástico. Miré el esqueleto del cubo allí, en la superficie del tocador, y me sentí tan minúscula como quien observa el pináculo del Everest desde la falda de la montaña...
Te juro por Dios que esto no fue un sueño. Te juro que es real.
Saqué la vara de hierro que yacía bajo la cama y moví el escritorio a empujones. Me maldecía a mí misma al tiempo que forzaba una tabla de madera suelta del piso con la vara, hasta que rechinó y salió. Regresé al tocador e improvisé un saco con la camisa que llevaba puesta para coger los cubos y el esqueleto. Luego los tiré al hoyo.
Yo no era una persona materialista. Te lo juro; pero sí que sentía cosas reales por objetos inanimados, y qué más terrorífico que destruir algo que amas. Aquel hoyo; el hoyo, era más que un escondite. Era una fosa, como parte de un cementerio, y los cadáveres eran, en intangibles sentidos, fracciones dispersas de mí misma. No me gustaba mirar cuando debía afrontar una nueva sepultura; pero esta vez fue inevitable que las pupilas se me escaparan en dirección al hoyo y supe que sería la última cuando noté que no había más espacio para un objeto más. Los cubos de colores cayeron como confeti sobre los restos de una vaquita de cerámica. Vislumbré, también, una linterna con el lente hecho trizas y un radio plástico de bolsillo con el interior calcinado y entonces cerré el ataúd. En serio tuve que hacerlo, porque sentía que comenzaba a volverme loca, y lo supe cuando me encontré a mí misma atascada en la idea de duplicarme y agredir a mi yo original con un martillo, así que salí de la habitación y busqué entre los cajones de la sala el álbum de fotos familiar. Me tomé cuatro cervezas de las que Colt había recién comprado mientras lo hojeaba en el sofá. Esa noche miré las fotos de mis padres en el rancho, y sentí un nudo en la garganta porque no podía extrañarla. A mi mamá, me refiero. ¿Cómo iba yo a extrañar a una persona que ni siquiera tuve la oportunidad de conocer? Odiaba eso. Odiaba no saber amarla como se supone que debería. Y es estúpido, hasta cierto punto, porque las probabilidades de que la hubiera adorado son las mismas de que hubiera terminado aborreciéndola. Conozco mucha gente que se lleva como perros y gatos con su madre. Nada me prometía que nosotras seríamos la excepción. Entonces pasó algo bastante feo, y es que por un segundo comencé a despreciarla por depositarme aquí e irse, hasta que entendí que no fue su culpa, pero seguía frustrada porque todo lo que sentía por ella eran dudas. Veía su rostro y sólo podía preguntarme si a ella también le habría gustado Bowie, y si ella le ayudaría a decorar las coronas de otoño, y si ella le habría hecho mejores trenzas en el cabello para ir a la escuela que las que le hacía papá, y si...
Sí. Seguramente que sí.
Cuando terminé, tiré las latas a la basura, guardé el álbum y me acosté a dormir en ropa interior.
Pero no lloré, porque eso habría sido miserable.
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