04: Ritalin

CAPÍTULO 04: RITALIN

03 de septiembre, 1984

Merry Hills, Texas

Como podrás imaginar, en un pueblo cuyo periodismo se ve embrujado por un aburrimiento perecedero, la gaceta de Merry Hills se encarga de sacar cualquier provecho a cualquier noticia en cualquier medida relevante, cosa que en ocasiones deriva en lo que papá llama «noticias amarillistas». Nunca entendí a qué se refiere con eso. El asunto es que un artículo del volumen del tres de septiembre, por ejemplo, acusó de manera indirecta a Homero Taylor de haber implementado vías extremas, y, por ende, poco éticas para conseguir el peso y tamaño de la Gran Calabaza, así como a un sujeto de identidad no concretada de haber saboteado la naturaleza de la misma para provocar la explosión. Y cito:

«Potasio, fósforo y nitrógeno: probablemente, el 90% de las 1.999 libras de la pulpa de la Gran Calabaza de la familia Taylor ha sido ultra-potenciada a niveles inconsumibles para haber alcanzado tal extremo de explosión mediante el uso de fertilizantes abrasivos y perjudiciales, no sólo para el sano consumo humano, sino también para el medio ambiente.

Fuentes confiables, por otro lado, toman en cuenta las probabilidades de que la Gran Calabaza haya sido alterada mediante el uso de químicos por un ente externo a la familia bajo las peores de las intenciones; una hipótesis a la que una considerable suma de pueblerinos se inclina a creer por respeto al honor que acarrea el linaje de la familia agricultora por antonomasia de Merry Hills».

—Vaya —fue lo único que me nació decir al leer la parte trasera del periódico de papá, quien había entrado a mi habitación para darme un paracetamol.

Desperté con la boca seca y los párpados hinchados. Ese fue el día que le mentí seriamente por primera vez en la vida diciéndole que cogí un resfriado en el festival de la cosecha, y que eso había condicionado la decisión de llevar a los Forman a casa más temprano y faltar aquel día a la escuela.

—¿Y qué le pasó al despertador? —preguntó, señalando al aparato hecho añicos en el buró.

—Se me cayó —murmuré, removiéndome entre las sábanas en un intento por ocultar la mancha de sangre—. Y luego explotó. Tal vez hubo un cortocircuito en el interior, o algo así. No estoy segura.

Él bufó.

—Se lo llevaré a los Grover, y les diré que tengan cuidado con la porquería que venden... Pudo haberte caído un trozo en el ojo, ¡o peor! Pudo haber iniciado un incendio.

—¿Incendio?

—No te dejes engañar por su tamañito. A estas alturas, uno ya no sabe realmente lo que está comprando —estuvo por girarse, pero de pronto volvió la mirada hacia mí—. Hablando de esto, recuérdame comprar baterías doble A para tu viaje escolar, Beverly. Las linternas son unas bestias para consumir energía...

Yo sólo asentí, o farfullé algo, no puedo recordarlo con exactitud. Creo que esbocé una vaga sonrisa que se miró más como una mueca.

—Papá...

—¿Sí?

—Ganaste en el juzgado, ¿verdad?

Él hojeó el periódico en sus manos en busca de una página determinada. Cuando la encontró, volteó la cara del papel con una imagen suya sosteniendo la medalla junto a su mesa del juzgado en mi dirección.

—Vengo haciéndolo todos los años desde el setenta y nueve —dijo—. ¿De verdad creías que pararía este año? Las viejas de Red Foxes me aborrecen.

—Claramente —musité—, no es tu primer rodeo.

Y sonrió. Y envolvió el periódico a su forma inicial mientras me daba la espalda. Y se fue.

Yo di una vuelta más en la cama, mi vista en la pecera de lava artificial que reposaba en el estante de libros. Luego miré la pila de hojas sobre el buró que constataban el volumen seis de Las Tenebrosas Crónicas de Vincent Bailey-Reed —o, bien, lo que por el momento llevaba del mismo—, y el deseo de levantarme a continuar escribiendo se me escapó por la boca en un suspiro. Escuché la voz de Colt gritar un «¡aguarda!», seguido por el motor de la Bronco encenderse. Pocos segundos después, arrancó. En algún punto, cuando comencé a sentir como si el pecho se me hundiera, decidí levantarme e ir por el desayuno.

Si te soy sincera, creo que me sumergí en la sopa de letras —o «disocié», como le llamaba Erin profesionalmente— por varios minutos en la mesa del comedor, frente a un plato de tostadas con una crema de componentes que no alcanzaba a distinguir, pero que eran claramente rojos, verdes y algo amarillos. La TV estaba encendida. El noticiero hablaba y, entre tanto, mencionaba la eminencia de laberintos de heno que se apoderaban de los huertos en Texas como una nueva tendencia que revolucionaría los festivales otoñales. Un frío me recorrió el espinazo, de la misma forma súbita e inevitable en la que los «¿y si...?» comenzaron a llover en mi mente.

Mi cuerpo pegó un respingo cuando escuché el tono del microondas perturbar el silencio. «Maldita estúpida», recuerdo que me dije. «Sacaste el plato. ¿Qué tan tonta tienes que ser para poner a trabajar el microondas vacío?». Tampoco me había percatado de que las tostadas que me estaba comiendo seguían a temperatura ambiente hasta entonces.

A pesar de que la producción del petróleo ha disminuido en comparación con años anteriores, las empresas siguen invirtiendo en nuevas tecnologías para extraer petróleo de manera más eficiente... —el noticiero hablaba al sofá vacío, y al finalizar el reporte acerca de la situación de la industria petrolera en Texas, procedió a enlistar los 10 mejores ranchos de la semana, o, mejor dicho, los 10 ranchos que pagaron por la publicidad aquella semana.

Recordé entonces el día que mis tíos pagaron por salir en aquella lista. Y por un instante deseé vivir en San Antonio; pero no era más que un trillado antojo. Odiaba San Antonio. Y aunque a veces aborrecía el paralizante bullicio de las doce, amaba Merry Hills. Era sencillo. Era, quizá, lo único sencillo de determinar, porque se supone que el amor es sencillo y porque lo sentía hasta en las entrañas. Me pregunté de repente si así se sentía amar a una persona, también, pero no como amar a papá o a mi hermano. «Es diferente», me decía. Y lo era porque se trataba de amar a alguien con quien no compartes un hilo de sangre o, bien, de familia. A decir verdad, tal vez no era tan sencillo como lo pensaba. ¿Qué era genuinamente sencillo para mí, en aquel punto? Ni siquiera algo tan banal y cotidiano como fregar los trastes lo era. No se trataba siquiera de la acción de fregar en sí. Era bajar la vista y toparme con la acumulación de residuos de comida marinándose en agua enjabonada en el desagüe. Sólo rozarla con el dorso de la mano me daba ganas de vomitar. Pero, como, realmente inducirme arcadas y escalofríos en la nuca; de modo que acabé levantando la mirada hacia a través de la ventana, donde Orange Valley, la fantasía utópica de August Culpepper, se abría paso bajo el cielo ofuscado por el otoño del condado de Burnet. Y por «fantasía utópica» me refiero a que el alcalde manejaba aquel vasto vecindario como su propia y mimada ciudad de lego: en 1981, en favor de cumplir sus propósitos y las promesas a los pueblerinos —y asegurar, también, la reelección de su cargo para las votaciones próximas—, invirtió gran parte del presupuesto del pueblo en la remodelación de las áreas verdes, dando especial promoción a una solicitud manuscrita con una recolecta de firmas anexada de parte de los habitantes, donde resaltaba, incluso, la firma de Bo Kane: el estanque artificial de Orange Valley, ubicado en el centro del conjunto y rodeado de las partes traseras de ciertas casas que, en consecuencia a la restauración, aumentaron su valor beneficiando así a los propietarios de las mismas. Entre ellos, a los Marvin.

Para mí, sin embargo, Orange Valley tenía forma de pastel, y nosotros vivíamos en uno de los cul-de-sac que constataban las rebanadas que rodeaban la cereza del mismo: la rotonda del estanque, que se parecía bastante al desagüe del lavaplatos. Volví a bajar la mirada y se me erizaron los vellos de los brazos. Cuando terminé de lavar la vajilla, cogí la rejilla con los residuos y los tiré a la basura. Luego decidí registrar el cajón de documentos en la habitación de papá.

Lo que buscaba era mi carpeta de antecedentes médicos. Ya sabes, con los informes de los «especialistas» con los que papá comenzó a llevarme alrededor de los cuatro años. Más específicamente, buscaba el nombre de mi amigo Ritalin, y lo encontré en varios papeles de los cuales el más reciente tenía fecha de 1982. Cogí un bolígrafo del mismo color, e hice lo posible por convertir el 2 en un 4, y lo guardé en mi mochila. El viernes me sentí lo suficientemente mejor para someterme a ir a la escuela.

No pude recordar entonces la última vez que usé mis patines para moverme por el pueblo, por lo que en vista de la ausencia de mi bicicleta me vi forzada a recuperar la costumbre al menos por una vez. Me puse los mismos vaqueros del día del festival, que aún estaban manchados de césped húmedo en la parte trasera, y encajé el estuche del walkman en la pretina de los mismos, aunque no sin antes revisar la caja de Snoopy en busca de una cinta para el día. Cristo, en serio me gustaba Snoopy. Aunque Charlie Brown era un persona muy triste, y de pronto eso me puso triste a mí. Los niños no deberían ser personas tan tristes. Eso me recordó a El guardián entre el centeno, y me sentí con ganas de continuar leyéndolo para la clase de inglés, pero no lo hice. Ya tenía planes. Así que elegí una mezcla de las mejores piezas de Duran Duran que papá me regaló en mi cumpleaños, y me dirigí al cobertizo en busca de los patines.

Los Roller Derby Skates de Chicago Skate eran un festín visual para una obsesiva como yo. Tenían estas ruedas rojas que a los doce años me recordaban a los Jolly Ranchers de sandía, y botas de cuero blanco, desteñido, cuyos cordones era todo un placer parsimonioso atar. Yo lo hacía con una paciencia religiosa, para luego cometer la ironía mordaz de salir patinando como si la vida rindiera un día. El sonido de las ruedas girar contra el fango era como caricias en mi cerebro; tan placentero que por un instante me lamenté de ponerme los audífonos. Como fuera, apenas rebasé la casa de al lado, presioné el botón de inicio en el walkman para rodar al ritmo de Is There Something I Should Know?

Era una buena canción, de esas que te hacen tontear con tus patines y bailar mientras ruedas en medio del vecindario y olvidarte de que el otro día casi vuelas en pedazos a un chico de tu escuela en un laberinto de heno. Verdaderamente buena, es decir. Bajé la velocidad cuando me supe pronta a llegar a la siguiente calle. Comenzó a sonar Girls On Film. Otra muy, muy buena canción, pero me recordaba a mi madre muerta porque un día papá la escuchó y me hizo saber lo mucho que Lilibeth la habría disfrutado. «La habría escuchado en bucle por horas», dijo, más específicamente. Aceleré.

Me ajusté las mangas del suéter como los bravucones cuando van a caer a piñas a alguien —como Benedict cuando Nelson Patrick lo llamó por la palabra por la N—, pero yo no iba a caer a piñas a nadie. Lo hacía para bloquear el paso a las corrientes de aire helado que me ponían la piel de gallina. La verdad es que nunca he caído a piñas a nadie, y no sé si tenga las agallas para hacerlo un día. Supongo que depende. Tendrían que hacerme algo muy malo para atreverme. Tuve el impulso repentino de dar la vuelta a la rotonda hasta dar con la calle donde viven los Kerrigan y tocar su timbre y preguntar por Frances e invitarla a rodar por el pueblo como a los doce años e ir a Sammy's, la sandwichería del centro, a comer algo del menú de postres; pero cuando me encontré a mí misma parada frente a la entrada de la susodicha calle, me acongojé. No lo hice. En el camino hacia la salida del Valley, me pregunté hasta qué punto debía llegar para darme cuenta de que el horror está en mí, y no en la pantalla grande. Mi película de horror ya existía, y yo era la protagonista. Lo he sido desde el día que maté a mi madre.

Bajé la velocidad significativamente. «Yo no la maté», pensé, sin embargo, contrariándome a mí misma. «Yo no la maté. Yo no la maté. Yo no...»

—... la maté.

—¿Beverly?

De pronto el Valley entró en estado de pausa. Me percaté de que estaba pasando frente a la casa de los Marvin cuando la brisa se detuvo: las ramas de los árboles dejaron de moverse; las moscas y los demás bichos quedaron pétreos en la interrupción de sus trayectos; incluso, por un instante, dejé de escuchar Planet Earth como si la pista hubiera sido reemplazada por un aniquilante pitido a través de los auriculares. Yo también me detuve, y me di la media vuelta para encontrarme con un par de ojos del color de un café recién colado que se iluminaban con el sol de las diez. Por un segundo tuve la intrusión de estar enamorada de Mick Marvin, sólo por eso. Era un bastardo, pero tenía un par de ojos muy bonitos. Sin embargo, la sensación se fue tan rápido como llegó. Sólo entonces el mundo retomó su ritmo, y Planet Earth recuperó el volumen: «Mira ahora... Mira alrededor... No hay señal de vida... Voces, otro sonido... ¿Puedes oírme ahora?...»

«Beverly, ¿puedes oírme ahora?».

—Beverly —repitió Mick Marvin, confirmando su sospecha.

Solté la insana cantidad de aire que hube de acumular en el pecho, y recordé todo lo que mi padre me enseñó acerca de no dejarme intimidar por los bravucones. Dije:

—Así que sí recuerdas mi nombre. ¿Tu estupidez es selectiva?

—¿Podemos sólo hablar?

—Voy tarde —respondí entonces—, al igual que tú. Dejémoslo para otro día, Marvin.

—Pero tenemos que hablar, Kane. Me lo debes —respiró, llevando a cabo su mejor intento por seguirme el ritmo y aparentar hacerlo sin esfuerzo—. ¡Me debes respuestas!

Entonces me detuve, y te juro que regresar a él fue por pura rabia. Comencé a patinar en círculos alrededor suyo.

—No, tú me debes respuestas a mí —dije, sin detenerme, sólo por el entretenimiento de verlo girándose cada dos segundos para intentar mantener el contacto visual—. Un día te prohiben jugar con nuestros amigos pero yo resulto ser la única de los cuatro a quien aborreces durante todos estos años, y al siguiente estás persiguiéndome por el pueblo... ¿No es eso un tanto cínico?

Rompí el círculo retomando el camino, lo que lo obligó a correr por instantes para alcanzarme.

—¿Podrías detenerte, por el amor de Dios?

—¿Por qué lo harías en primer lugar, Mick? Honestamente, ¿con qué intención fue que te uniste a nuestro equipo?

—¡Jesucristo!, ¿puedes sólo dejar de rodar un segundo?

Yo tragué saliva, y me incliné hacia al frente para que los frenos de los patines tocaran el suelo, pero no me giré hacia él. En su lugar, esperé a que me alcanzara con el paso.

—Sí, bien —jadeó él, hiperventilado, apoyando ambas manos en sus rodillas al llegar a mi lado—. Gracias.

—Esto es muy poco atlético de tu parte para ser parte del equipo de béisbol...

—No se supone que converses en medio de un partido de béisbol.

—¿Se te dificulta tanto hacer dos cosas al mismo tiempo?

—Cristo, Beverly, ¿alguna vez cierras el hocico? ¿Cuál es tu problema?

—Mi problema es que tengo prisa. Te dije que voy tarde.

—Entonces quítate los patines y súbete a mi auto. Hablaremos en el camino.

—Ni en sueños, Marvin.

Volví a arrancar, e ignoré mi nombre saliendo de su boca hasta que se rindió de llamar sin recibir respuestas. Comencé a sentir miedo, por algún motivo, en relación a qué querría hablar conmigo, Rojo Carmín, un bravucón como Mick Marvin, Azul Prusiano. Luego llegué a la farmacia más cercana, y tuve que dejar de pensar en ello.

—Ritalin —dije a la farmacéutica—, por favor.

—¿Tienes una prescripción?

Asentí, y se la extendí. La mujer arrugó el ceño, y me ordenó esperar un segundo mientras consultaba algo con el gerente. Demoró un par de minutos en regresar. Dijo:

—Lo lamento. Esto ya no es válido, y no podemos venderte el medicamento sin una prescripción vigente.

Así que sólo me fui del lugar, mosqueada, y tiré la prescripción expirada en un bote de basura, porque confirmé que no me servía para nada y por ende me era inútil conservarla. Ajusté los cordones de los patines antes de arrancar, pues no tenía mucho más qué hacer más que seguir mi camino a la escuela. Una vez allí, me quité los patines y los metí en el casillero. Luego me puse los tenis que llevaba en la mochila.

No estoy segura de si ya lo había mencionado, pero estábamos leyendo El guardián entre el centeno para la clase de inglés. Eso también me deprimía. Me hacía pensar en los niños, y en la rayuela, e imaginé la rayuela en el borde del centeno, y me imaginé a mí misma como el guardián entre el centeno cuidando a los niños de no llegar al final de la rayuela y, por ende, caer por el abismo. Luego fue mi turno de hablar, y lo que dije fue:

—Disculpe, ¿cuál era la pregunta?

A lo que la señorita Simmons, la profesora de inglés, repitió:

—¿Consideras que Holden Caulfield es un narrador confiable, Beverly?

Entonces comencé a aferrarme a aquella actividad como si la calificación final dependiera de ello. Por eso sentí mi peso abandonarme el cuerpo cuando la señorita Simmons asintió en respuesta a mi opinión y continuó la clase partiendo de la analogía que extraje de algún rincón de mi cabeza. Siguió hablando de narradores y sus lentes y el contraste entre la realidad y cómo éstos la interpretaban, pero de repente dejó de interesarme. En parte porque ya había leído el libro unas quinientas veces, y en parte porque comencé a preocuparme mucho de qué tan confiable quería que fuera Vincent Bailey-Reed como narrador.

Cuando el timbre sonó, sin embargo, fui yo quien más se demoró en recoger sus cosas, esta vez porque nadie me esperaba para ir a almorzar. Había comenzado a acostumbrarme a eso, lo cual no significaba algo necesariamente positivo o negativo, pero era algo. Sí que era algo, aunque no tan relevante como el juego del gato y el ratón al que me había sometido tácitamente con Mick Marvin encontrando maneras discretas de huir de él, pero fingiendo no notar su persistente presencia, porque, de algún modo, el bastardo siempre estaba allí.

No obstante, pasó algo ese día. Mientras guardaba mis cosas para salir del salón, me refiero. Frances se acercó a mí, y dejó un Kit-Kat sobre mi mesa. Si te soy franca, casi no la noto, porque sucedió muy rápido. De un momento a otro había levantado la vista para encontrarme con el chocolate frente a mí, y cuando la busqué con la mirada ya estaba saliendo del salón. La reconocí por su mochila, pero también por su cabello rubio chamuscado por tanto peróxido. Y eso me molestó tanto por un momento... No su cabello chamuscado, sino el Kit-Kat. Era exactamente lo que Benedict predijo. Y no supe qué me molestaba más: si el hecho de que él estuvo en lo cierto, o la predictibilidad de ella para hacer las paces. ¿Por qué no se detuvo a hablarme, de cualquier modo? Cristo. Te juro que aquello me molestó tanto, tanto...

Aquel mediodía almorcé sola en el comedor, aunque tampoco era como si tuviera alguna otra opción. Por algún estúpido motivo me quedé esperando a Frances con el Kit-Kat en la mano, imaginando la conversación mientras mi comida se enfriaba frente a mí. Luego me sentí mal porque uno no debería jugar a predecir las palabras de los demás. Eso en serio puede joderte la mente. Así que solté el chocolate, y me mantuve mirando fijo el almuerzo, sin el apetito suficiente para comer el primer bocado de aquella terrible crema de calabaza. Luego levanté la vista y Mick estaba allí. Y yo al fin me sentí en el ánimo de hacerle una mueca de esas que insinúan un «¿Qué diablos te sucede?» dejando de lado la sensatez. Él rodó los ojos, se despidió de sus amigos y se fue. Tampoco se comió la crema de calabaza.

Tras el aullido del timbre que espantó a los estudiantes como un lobo a una manada de corderos, decidí saltarme la clase de precálculo. Si se me asignaba detención posterior a la jornada, al menos así tendría una excusa válida e irrefutable para no asistir al huerto aquella tarde y deshacerme de la mirada de Mick por unas horas, incluso si ésto implicaba un sermón de parte de mi padre, aunque debo admitir que aquello era sólo la cáscara que envolvía el verdadero núcleo de la decisión en sí.

Pasé el rato en la biblioteca, para variar. Mi acceso en horarios no admitidos estaba condicionado a mi amistad con Miss Rita, la bibliotecaria cuya frente era ornamentada por un fleco mutilado dos dedos por encima de las cejas el cual me incomodaba si lo miraba por más de cuatro segundos continuos. Aun así, nunca consideré prudente señalarlo en una conversación, porque seguramente Rita era consciente de que la peluquera le cortaba cada vez más el fleco en cada cita. Seguramente... La cosa es que cuando salí de allí con un libro que Erin me había recomendado acerca del autocontrol, fui hasta mi casillero y abrir la puertecilla roja de metal conllevó a que un trozo de papel —que en evidencia fue una esquina antes de ser vilmente guillotinado—, cayera con el mismo bamboleo de una hoja otoñal a mis pies.

Por supuesto, lo cogí. Y decía lo siguiente:

«Llámame, Beverly.

555-0173»

Sin embargo, más me llamó la atención lo masacradas que tenía las cutículas del pulgar, así que hice lo que venía haciendo cada vez que me daba cuenta de ello: masacrármelas más. Antes me guardé el papel en el bolsillo, sin siquiera tomarme un segundo para dudar si se trataba del bastardo de Marvin o no, y luego continué deambulando por los pasillos hasta llegar al gimnasio. Allí me senté en las gradas, y pensé en la cantidad de bastardos que hacían falta para agotar los asientos de aquel sitio, incluso tratándose de una escuela pequeña en comparación a las escuelas de las grandes ciudades. Entonces pensé en la cantidad de bastardos que hacían falta para agotar los asientos de los gimnasios de las escuelas en las grandes ciudades. Eso me aturdió por un momento, incluso más que los colores de la gente entreverándose al entrar al huerto de los Taylor. Así que me giré hacia el asiento en el que había dejado el bolso para sacar el libro que había tomado prestado de la biblioteca, y en el proceso noté las iniciales de algún par de bastardos talladas en el espaldar. Pensé que eso era miserable. Es decir, tallar tu inicial junto a la de alguien más en el asiento de unas gradas de secundaria como si te perteneciera. Era miserable y desconsiderado, y de repente sentí ganas de fumar un cigarrillo. La cosa es, nunca había fumado un cigarrillo. Eran las iniciales talladas en el asiento: me estaban volviendo loca. Es igual de miserable que escribir tu número de teléfono en un papel y meterlo por la rejilla del casillero de una chica. «Cielos», pensé. Sonaba romántico y todo, fuera de contexto, quiero decir. Yo era una chica, ciertamente. Y Mick Marvin era un chico. No entendía mucho de romanticismos y sexualidades, a decir verdad. Sabía que había chicos que gustaban de chicos y chicas que gustaban de chicas porque el otro día había visto a dos animadoras encerradas en un cubículo del vestidor luego de la clase de gimnasia. Supe que eran porristas porque sus uniformes estaban en el suelo del cubículo, y supe que se estaban tocando desnudas por el mismo motivo. Pero no dije nada a nadie, porque no sentí que fuera asunto mío —pocas veces siento que algo realmente es asunto mío—, aunque pasé el día entero imaginando qué se siente tener una lengua ajena dentro de tu boca. La idea, para mi propia sorpresa, dejó de disgustarme cuando caí en cuenta de que las lenguas suelen tener personas completas adheridas a ellas, y que si tenía suerte podía besar un día a una persona con buena higiene, especialmente bucal, y atractiva; pero que si tenía aún más suerte, podía besar un día a una persona a la que le gustara Bowie tanto como a mí, pero entonces pensé que si encontraba a una persona que le gustara Bowie tanto como a mí, lo que preferiría hacer con su lengua sería conversar y, por qué no, besarla, pero sólo con los labios. En ese caso, creo que me daría vergüenza hacerlo con la lengua. No lo sé. No tiene mucho sentido si lo piensas mucho. La mayoría de las cosas no tienen mucho sentido si las piensas mucho. Ese era mi problema: todo lo que entraba a mi cabeza perdía el sentido luego de una sesión de rumiación, tarde o temprano. Como fuera, las iniciales comenzaron a darme igual luego de varios minutos.

Dejé caer mi peso en el espaldar del asiento, y permití que el libro me cayera en el pecho, también. Fue imposible evitar que una sensación tan pesada como una promesa rota se me inyectara por los poros para adentrarse en mi organismo hasta abrazarme las vísceras. Qué asco, la verdad. Pensé: «Tal vez sólo deba retomar las visitas a Erin». No me gustaba llamarles «sesiones», ni «terapias», ni nada parecido, porque me hacía sentir que estaba loca. Digo, eso dicen todos de los que van a sesiones de terapia. Y yo no estaba loca. Sólo un poco triste y desquiciada. ¿Podrías imaginar comprar un televisor y encenderlo para descubrir que todos los canales se están reproduciendo al mismo tiempo?... Eso significa la vigilia para mí. Es como ese mismo día, pero por la noche: a pesar de que decidí ir a la cama temprano, eran casi las diez cuando desperté y miré el reloj del buró, otra vez. La vigilia me pesaba. Por más que intentaba presionar el botón, el televisor en mi cabeza no se apagaba. Llevaba encima cuatro intentos fallidos de dormir, que se interrumpían por la textura arenosa de la cobija en los pies, o por el ardor que sentía en las palmas bajo las gasas o el sonido de las personillas que viven dentro de las almohadas, casi convenciéndome de que se trataba de una alucinación.

Sabía que tenía que apagar un canal a la vez si quería conciliar el sueño, por lo que me levanté, tomé una toalla y calcetines limpios y entré al baño al final del pasillo con pasos breves y cansados.

Me puse guantes de baño para proteger las gasas del agua, pero aunque también traté de no mojar el pijama en el proceso de lavarme los pies en el lavabo, los ruedos del pijama absorbieron humedad, inevitablemente. Luego tomé asiento sobre la tapa del retrete para humectar mis pies con crema de cacao y ponerme los calcetines; sin embargo, la sensación no era lo suficientemente poderosa para evitar que otro programa iniciara tomando el lugar que el anterior había dejado vacío en el canal. No fue hasta que pasé un buen rato mirando el techo y contemplando las posibilidades que me empujé a mí misma a satisfacer una de las dos curiosidades que me venían dando vueltas sobre la cabeza como moscas al pescado desde hacía varias horas: ¿reanudar la lectura o llamar al número en el papel?

No tuve más que seguir nuevamente mis no tan confiables instintos al dejar de postergar lo segundo —como si no estuviera haciendo lo mismo con lo primero—, así que saqué el papel de suponible procedencia del bolso. Lo observé un segundo. Repasé cada letra y número con detalle y no reprimí la sorpresa que me causó haber encontrado un lado grácil de Mick Marvin en algo tan banal como su caligrafía.

Tuve que arreglármelas para marcar el número de teléfono con ayuda de la vana luz de luna que se colaba a la habitación como reflejos horizontales a través de la persiana, y, sin despegarme el aparato de la oreja, estiré el cable lo suficiente para sentarse de indias en la cama. Esperé.

Respondieron al cuarto tono:

¿Hola?

Decidí que fingiría demencia. No soportaba la idea de que Mick Marvin supiera que llamé al número a sabiendas de que se trataba de él.

—¿Quién habla?

¿Beverly? Es Mick. Mick Marvin.

Asentí para mí misma. Por supuesto que lo era.

—Sí, lo supuse. ¿Ahora juegas al espía?

Te recuerdo que me debes una charla, Beverly.

Arrugué el entrecejo. Juro por Dios que no sé por qué le dije lo siguiente:

—¿Y te parece apropiado hacerlo por teléfono?

No. No lo es. ¿Puedes salir un segundo?

—¿Qué? No. No puedo.

¿Por qué?

—¿No podemos hablarlo en la escuela?

¿Podemos vernos en...? ¿En el roble, tal vez?

Una alarma se encendió en mi mente de sólo visualizar el recuerdo.

—No estoy en casa —respondí en seco.

¿No estás en casa?

—No.

¿Dónde estás? ¿En el futuro?

—¿Qué dices?

¿Estás en la calle con un teléfono, Beverly?

—Los teléfonos públicos existen, Brenda.

—Beverly...

—Bien —me resigné—. En el roble dentro de veinte minutos.

Bien.

—Bien.

Y colgué.

El roble, aquel desdichado roble, era patrimonio cultural del vecindario desde tiempos inmemorables prescindiendo de la tragedia del setenta y ocho; y a pesar de que yo no podía siquiera pasarle por enfrente sin sentir un manto de culpa arroparme los hombros, era consciente también de que atender el llamado de Mick era potencialmente el único modo de ponerle fin al cardumen de «¿y si...?» que perturbaba la naturaleza oceánica de mi consciencia.

Podía negárselo a Mick, pero negármelo a mí misma sería encerrarme en una caldera de ebullición: estaba tan aterrada de mí misma que sólo pensar a fondo la ridiculez de todo aquello me hacía carcajearme del miedo hasta sentir humedad cálida en las bragas. Es vergonzoso, estoy consciente de ello. Y ahora, no obstante, debía lidiar no sólo con eso que significaba el clímax de las peores sobreestimulaciones, sino también con él: más que un testigo, un intruso, incluso si eso implicaba tener que lavarme los pies de nuevo al regresar a casa por culpa de un imbécil cuyo color es el Azul Prusiano.

Me levanté y abrigué con un suéter desteñido de la universidad a la que mi padre nunca pudo asistir, tratando de no culparme a mí misma por ello cada vez que lo usaba. Me puse los guantes para aminorar el tacto entre las palmas y las manillas, y, aunque consideré cambiarme los pantalones para dormir, logré por una vez en la vida hacer caso omiso a mi subconsciente, cosa que me fue imposible al abrir la ventana y que éste encendiera una ensordecedora alarma mental como advertencia de todo lo que podía pasar en consecuencia a dejarla sin seguro. Tenía que hacerlo, sin embargo. Había perdido mi llave y estaba prácticamente encerrada en la casa, de no ser por la ventana.

Una especie de brote psicótico me hizo llevarme la lonchera metálica de Scooby-Doo y el reloj de mano de Tom y Jerry en caso de que un ladrón entrara a la casa. La verdad es que no pensé en que papá y Colton llegarían en cualquier momento hasta que me fijé en la hora en el reloj del gato y el ratón. Casi las nueve. Casi. Me estaba acostumbrando demasiado a la palabra, a las definiciones inexactas y hasta un punto inconclusas. «Ocho y cuarenta y ocho. No cuesta nada, ¿eh?». Me respondí a sí misma: «No, no cuesta casi nada». Me reí sola, y eso me puso bastante triste. Reírse solo es de las cosas más tristes y miserables que existen, al igual que jugar rayuela sola.

Al final, no me tomó veinte minutos llegar en patines. En realidad, pensé en que habría tenido que estar coja para demorarme tanto. En menos de cinco minutos comencé a disminuir la velocidad al tiempo que el gran roble parecía agrandarse frente a mí.

Cuando me fijé en las malformaciones en las ramas y en los restos de la casita que los bomberos no pudieron extraer de éstas, la necesidad de pedirle perdón al árbol casi se volvió una impulsión. Fijé la vista en el tronco del árbol, donde los seis solíamos marcar nuestras estaturas cada noche de brujas con una navaja que Colton tomaba a escondidas del buró de papá. Luego, rellenábamos la hendija de su marca con los creyones de cera que eligiéramos de mi caja. Ya sabes qué color elegía cada uno. Me pregunté cuánto medíamos ahora, hasta que una mancha en medio de la calle poco a poco comenzó a tomar forma de Mick Marvin en su bicicleta.

Al llegar, la dejó tirada en el pasto. Se acercó, observando:

—Todo sombrero y ningún ganado.

—¿Alguna vez dejas de romper las bolas, Brenda?

Pero cuando me hice consciente de la seriedad que resguardaba una brizna de miedo en mi rostro, no me nació reírme. Sólo me fijé en este impropio aspecto descuidado que él llevaba mientras se acercaba a mí. Durante el silencio derivado, un haz de brisa me acarició la nariz, y habría sido engorrosamente telenovelesco si no hubiera estado pensando en que quería sentir lo que es tener bolas. Luego me imaginé las bolas de Mick, y fue suficiente para salir del trance. Usualmente imagino cosas desagradables sin querer. No sé muy bien cómo controlarlo. Sin haberme percatado, él ya se había sentado al otro lado del banco friccionando el dedo contra la rueda dentada de un mechero tipo Zippo. Y click, click, ¡chis!: dio lumbre al cigarrillo. Yo, por mi parte, me había cruzado de brazos y los tenía bien apretujados contra el abdomen en un remilgado intento de aminorar el frío.

—¿Vas a decir algo o...?

—¿Estás libre el sábado?

Yo lo miré. Tengo que confesarlo: me volví a fijar en sus ojos. No por fascinación ni alguna mierda por el estilo, sino porque estaban alumbrados por la luz del farol y me pregunté si los míos se veían igual de bien que los suyos. Entonces recordé que estábamos en medio de una conversación, o algo así, y resolví responderle:

—Estoy libre ahora.

—¿Cómo prefieres que interprete eso?

—Como que sólo escupas lo que sea que quieres decir. Me molestas todo el tiempo, y ahora también me persigues, y...

—¡Sólo juego contigo, por amor a Cristo! —se sacó el cigarrillo de la boca para poder hablar con más claridad— Pensé que estábamos en la misma página. ¿Es que nunca te dijeron lo que significa cuando los niños les pegan chicles a las niñas en el cabello?

Me giré hacia él, pero aparté la vista en cuestión de un segundo. Me estaba comenzando a incomodar el contacto visual, porque estaba más cerca de mí que el doctor en el banco, así que me miré las manos.

—Mira —continuó diciendo—, todo esto es un malentendido. Sólo olvidémoslo.

Y lo era, porque yo seguía sin entender. Cuando Mick me pegó un chicle en el cabello a los siete años, me raparon la parte interior del mismo y lloré todos los días por un mes entero. No comprendía, sin embargo, la relación entre aquello y el presente. Antes de aprender que el hecho de que te subestimen es un regalo, realmente detestaba que se me negaran las explicaciones, como si me consideraran demasiado tonta para comprender, así que insistí:

—¿A qué te refieres con «todo esto»?

—Por favor —dijo, burlón; pero no podía identificar si estaba burlándose de mí o de sí mismo—. No me hagas decirlo en voz alta, Beverly.

Y en serio no supe qué me correspondía decir después. Te juro que comencé a odiarlo el doble.

—Aún tienes esas vendas en las manos —observó—. ¿Qué te pasó?

—Nada que te importe.

Asintió, y tomó una calada que salió en forma de hálito. Lo siguiente fue silencio. Y brisa. Y me gustaba esa combinación, sacando a Mick y el hedor a nicotina del panorama. Me sentía extraña. Como si quisiera apagar las luces de los faroles y hablar con él a oscuras. No sé por qué sentí eso. Le pedí un cigarrillo, por cierto, y repitió la rutina con el encendedor y me lo dio, y no estuve segura de qué hacer con el cilindro de papel encendido entre mis dedos, así que hice como los adultos y apoyé la mano en mi rodilla mientras lo sostenía.

—La verdad es que mi mamá nunca me prohibió jugar con ustedes —soltó de pronto—. Yo lo hice, porque te tenía miedo. Pensaba que tenías superpoderes y que fuiste tú la que provocó el incidente.

—Lo lamento —dije, y en serio lo lamentaba, porque aquello sí había sido mi culpa, pero por algún motivo él parecía no caer en cuenta de ello.

—Eres pésima para esto, Beverly. Te dije que lo olvidemos.

—Lo sé.

El demoledor silencio consecuente a mi murmullo suscitó más una despedida que una prolongación. Me puse de pie —tratando de disimular que no había fumado nada del cigarrillo—, y él no tardó en hacer lo mismo. Después subió a su bici, y yo me ajusté los cordones de los patines.

—¿Cómo están Benny y Frances, por cierto?

Insegura, fingí reír por un segundo. Fue extraña esa pregunta. Viniendo de él, es decir.

—Honestamente —dije—, no tengo la menor idea.

Él frunció el ceño, adornando su confusión con una media sonrisa, pero al parecer prefirió no ahondar en el tema, porque lo cambió por otro que me resultó sólo un poco irritante:

—¿Y por qué trajiste una lonchera de Scooby-Doo?

—Preguntas demasiadas cosas, Brenda.

No nos deseamos buenas noches. No había para qué, pero la ausencia del gesto daba una sensación de inconclusión. Como fuera, nos dirigimos en línea recta a lo largo de la vía hasta que llegamos al cruce de la calle cuatro; sin embargo, antes de desaparecer en dirección a mi casa y entrar por la ventana y pasar el seguro y dejar los patines bajo la cama y lavarme de nuevo los pies y ponerme un nuevo par de medias sobre una capa de crema humectante para poder dormir bien, lo detuve un segundo en medio del cruce. No sé por qué lo hice. No sé por qué hago muchas cosas, en realidad.

—Oye, Mick.

Él se giró, y fue extraño verlo así, y que él me viera también. Extraño, como en medio de la calle, en ropa de dormir y en mis patines, con el cabello puesto tras las orejas pero dejándose ver a la longitud de mis codos.

Extraño, como un portal del tiempo que se abría para conceder a ambos una vista hacia seis años atrás. Él tampoco había cambiado mucho, si te soy franca. Tenía la misma sonrisa de serpiente en la grama de toda la vida.

—Nada —solté al fin—. Sólo no te acostumbres a que puedes pedirle a una chica que venga a verte a escondidas por la madrugada cuando te plazca sólo porque eres Mick Marvin.

—Es bueno saber que me consideras lo suficientemente genial y relevante como para hacer ese testimonio refiriéndote a mí, Kimberly.

Apreté los labios. Él hizo un gesto de despedida con la mano, y ambos nos perdimos en direcciones opuestas.

¿Te conté, por cierto, que alcancé a fumar un poco del cigarrillo antes de que terminara de consumirse? Pues lo hice. No me agradó del todo, pero supongo que es de esas cosas a las que primero tienes que acostumbrarte para poder disfrutarlas. La cosa es que no me despertó el más mínimo interés en acostumbrarme a ello. No sentí náuseas, ni mareos, ni nada de esa basura que la gente suele decir de eso. Sólo fue desagradable, el sabor. Luego no soporté la idea de ese humo asqueroso dentro de mi organismo, e hice algo raro: intenté vomitar el aire. Prácticamente, lo que hice fue exhalar con demasiada fuerza e inhalar por la nariz para que nada se regresara por mi garganta. Creo que parecía tener una convulsión en ese momento.

Había repetido la rutina anterior en el baño, pero luego de ponerme un nuevo par de calcetines, un inconveniente renació de las cenizas cual Fénix: las malévolas personillas que hacían ruidos bajo la almohada resucitaron de entre los muertos, y la corriente de aire en la oreja se volvió a anunciar. «Uno..., dos..., tres..., cuatro...», pero fueron cinco los golpes que le di a la almohada antes de lanzarla, cogerla, apachurrarla y estirarla de vuelta en su lugar. Nada.

«Por esto es que los locos se atragantan de pastillas antes de dormir», pensé, pero yo no estaba loca. Podía controlar cosas con la mente, pero no estaba loca. Y estaba muy cuerda, en realidad, en el momento que decidí ir y desbaratar el cajón del espejo del baño en busca de lo que sea con tal cumpliera con la capacidad de noquearme y dormir cuarenta y ocho horas seguidas. Aunque, no, no lo decidí. Esos arrebatos no son las cosas que uno premedita; no hay tiempo de hacerlo. Son cosas que simplemente se hacen por mero impulso, y por mero impulso fui y tomé una cerveza del refri porque no conseguí nada entre las medicinas que pudiese satisfacer mis deseos, pero una cerveza tampoco lo logró. Así que luego hubo otra. Y otra. Y otra. Y otra más. Y del six-pack de Budweiser solo quedaron los aros de plástico. Sí, esos aros con los que las tortugas se asfixian en los océanos...

Necesito que me creas. Intoxicarme no fue mi primera opción. No parecía algo leal a mis hábitos. Había considerado llevar a cabo lo que las chicas de mi escuela llamaban «masturbarse para conciliar el sueño»; pero luego busqué lo que la primera palabra significaba en el diccionario, y me pregunté qué pensaría Mick Marvin de que yo hubiera hecho eso luego de haberlo visto, y la vana idea de que ambos eventos estuvieran inconscientemente relacionados me hizo sentir asco de mis manos y de mi cuerpo y de mi mente y borré la sola idea del pensamiento. Más que sucia, me sentía repugnante, algo así como un grumo de calabaza pegado al paladar; de modo que decidí atribuirle a la rapidez con la que bebía y a lo poco que acostumbraba ingerir alcohol el hecho de que con la cuarta lata dejé de sentir las medias.

Mis pies ya no eran pies. Eran un par de bultos de algodón: no me pesaban, pero a duras penas podía moverlos. Sentía un vacío en el abdomen, como una alcantarilla en el medio del Amazonas, pero eso no era lo más surreal: estaba haciéndome una con la cama, y, desde mi piel, se sentía más literal de lo que podría desear, como una bola de helado derritiéndose en el piso del centro comercial y, a lo lejos desde la completa perturbación de mi sobriedad, casi podía oír a un chiquillo lloriquearle a su mamá, que estaba más frustrada que él por no tener dinero para comprarle otro. Y aunque aquello parecía la introducción de una película de navidad norteamericana sobre un drama familiar con una moraleja en torno a la humildad, no era más que el inicio de un vago sueño creado a duras penas por el cansado —y drogado— subconsciente de Beverly Kane.

—Mamá... Las tortugas... —dije.

Y me dormí. Creo.

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