03: El laberinto de heno

CAPÍTULO 03: EL LABERINTO DE HENO

23 de agosto, 1984

Merry Hills, Texas

Mis días favoritos de la semana eran cualesquiera que fueran los días que me tocara cuidar a los Forman. Era como viajar en el tiempo, pero sin máquinas exóticas ni trucos cuánticos de por medio.

La tarde de aquel veintidós en cuestión, Chastity —quien tenía un nombre bastante sureño a mi parecer— me esperó en el porche para dejarme la llave de la casa y breves instrucciones que, cumplidas con prudencia, asegurarían el bienestar de sus hijos, comenzando por repasar los pasos para descongelar la lasaña precocida. A veces me confundía mucho el concepto de brevedad que tenía la gente. La cosa es que yo asentía tanto como Erin cuando me escuchaba hablar, hasta que el padre de la familia tocó la bocina y Chastity me plantó un beso en cada mejilla para correr tan rápido como los tacones le permitían hacia el auto. Yo me despedí de Harold Forman con la mano, y los miré marcharse hasta que consideré prudente entrar a la casa.

Sonidos de pisotones comenzaron a brotar desde las escaleras como una carrera de caballos tan pronto como cerré la puerta. La primera en asomarse desde el barandal fue Rosado Clavel, cuyo nombre real es Robin, con un cepillo incrustado en un nido de cabello húmedo. Tony, Verde Cromo Claro, bajó a toda prisa dándole un tirón al cepillo en el camino, y ella se las arregló para desprendérselo de la cabeza y tirárselo a su mellizo en la espalda. El chico soltó un gemido de dolor y...

—¡Estúpida desgr...!

—¡Estoy aquí! —intervine. Dejé caer el bolso en el sofá y el chico me miró, con el ceño fruncido. Se limitó a responder:

—Te cortaste el cabello.

—Ni lo intentes —negué con la cabeza, y seguí de largo a la cocina—. Te escuché.

—Ignoralo, Beverly —añadió Robin, que ahora caminaba detrás de mí habiéndose rendido ante el nudo en su cabello. Robin siempre estaba caminando detrás de mí, por algún motivo, pero no podía quejarme: la verdad es que me recordaba a mí misma cuando hablaba—. Está molesto porque le encontraron unos videocasetes que...

Con un movimiento brusco, Tony tiró de su brazo para acercarla a él.

—¡Jesús, Robin! —masculló— ¿Alguna vez cierras el pico?

—No es mi culpa que seas un pervertido prematuro —murmuró Robin de vuelta.

Yo, que estaba de espaldas a ellos, me giré en su dirección con la bandeja de lasaña congelada en las manos y me uní a la reunión secreta para pedirle a Robin que por favor abriera el horno. Luego, mientras esperábamos el transcurso de veinte minutos recomendados por Chastity, nos sentamos en el sofá a mirar un episodio de M.A.S.H.. A los chicos no les hacía tanta gracia como a mí, pero la miraban sin espetar quejas por más cariño que respeto, quiero creer, porque yo no me quedaría en un sofá a mirar una serie que no disfruto sólo por respeto.

Sin embargo, en aquel momento no tenía la mente en el majestuoso cabello de Margaret Houlihan. Tenía la mente en Tony y Robin y en la culpa que le precedía al sentimiento de envidia que me despertaban; pero, en medio de tanto, no podía evitar sentir también lástima por ellos, incluso más que por mí misma, porque no eran lo suficientemente conscientes del tiempo y el espacio: estaban viviendo el pasado y no lo sabían; un pasado por el cual darían lo que fuera por poder visitar una vez más dentro de varios años, pero no había manera de que supieran eso en aquel momento. Ese es el problema conmigo: esta penetrante melancolía que habita mis venas y me hace sentir todo como un recuerdo más que una vivencia. No estoy segura de si tiene sentido, aunque tampoco creo que deba tenerlo. Sólo sé que suelo sentirme como si viviera atrapada en una fotografía, y me pone terriblemente triste que nadie más sonría para la cámara, de modo que abrazar vívidamente el momento era mi mecanismo de autodefensa contra éstos arrebatos de la nostalgia, en especial ahora, habiendo conseguido lo más cercano a la oportunidad de revivir el pasado siendo una pieza más en el tablero de Tony, Robin y el pequeño Richie ante la imposibilidad de revivirlo con mi verdadero hermano.

Espero recuerdes lo que dije antes de la gente triste y los fumadores, porque también tiene que ver con esto, y es que los fumadores suelen decir que, durante la abstinencia, romper la sobriedad y probar un cigarrillo una vez más resulta tentador bajo la delirante expectativa de una experiencia triplemente placentera, lo cual es el motivo por el cual la mayoría termina recayendo en el vicio; pero no sólo eso: caen también en la catastrófica realización de que aquello era sólo una ilusión febril, pues descubren que la acción ya no induce un disfrute, sino un vacío. Yo creo que lo mismo pasó con el regreso a casa de Colton.

—Huele a lasaña.

Una voz aguda fue el alfiler que explotó la burbuja de pensamiento en la que me había encerrado. Los tres asomamos las cabezas hacia las espaldas del sofá para descubrir a Azul Cielo, el pequeño Richie, quien estaba allí parado al pie de las escaleras y arrastrando un peluche de cocodrilo por la cola.

—No ha sonado el minutero —señaló Tony, a lo que Robin reprochó:

—Imbécil, sólo lo dices para no moverte del lado de Beverly.

Así que me puse de pie, de modo que Tony miró con odio a Robin y ella, de vuelta, hizo un gesto de arrogancia. Puedo jurar que siempre estaban mofándose, del mismo modo que puedo jurar también que Richie siempre me seguía el paso como un velo de novia.

—Mamá dijo que nos llevarías al festival de la cosecha —dijo, curioso, mientras yo buscaba el minutero con la mirada luego de llegar a la cocina—. Quiero maíz con mantequilla...

—El festival de la cosecha es en septiembre, Richie.

«El minutero», pensé. «¡Olvidé el maldito minutero!».

Así que abrí el horno de sopetón. Fue cuestión de suerte el no haberme encontrado con una lasaña tan chamuscada como el cabello de Frances, pero lo peor del caso es que no era la primera vez que sucedía. Los mellizos incluso decían que les gustaba más que como la preparaba su madre porque la corteza de queso quedaba «más crujiente». Entonces apagué el horno, me recogí el cabello, y está demás decir que también olvidé ponerme los guantes de cocina para sacarla.

La herida fue lo suficientemente grave como para que una semana y media después las palmas me siguieran ardiendo. Las había metido en agua fría luego de soltar la bandeja, embarrado en ungüento para quemaduras del botiquín de primeros auxilios de los Forman y envuelto en gasas quirúrgicas. Para el segundo día de septiembre seguía repitiendo los mismos cuidados todas las mañanas.

Aquella tarde en cuestión me puse mis mitones de cuero marrón, para no lastimarme con las manillas de la bicicleta. Tengo que confesarte que a veces puedo llegar a ser muy dramática, pero en gran parte seguía haciéndolo porque ya me había acostumbrado a ello.

Papá solía decir que las cinco de la tarde eran el mejor accesorio de Texas, y que «Beverly Kane es el mejor accesorio de Merry Hills», en especial si venía acompañada por mis tres «pequeños discípulos». Así llamaba a los Forman desde que comencé a hacerles de niñera hasta dos veces por semana. Era gracioso, si lo piensas. Como fuera, con el tiempo me hice consciente de las maneras en las que me desplazaba por el pueblo, embrujadas por la gloria y el vaivén de un barco en tempestad: de popa a proa, del bar al minimercado, tarareando, esquivando; de babor a estribor, de la calle St. Simon a la Lincoln Rd., silbando y ladeando la cabeza al un, dos, tres...; The Romantics tocaba desde la cajetilla color plata que ya se suponía adherida a mis trabillas de mezclilla, componiendo el soundtrack de mis travesías a lo largo de las calles de Merry Hills, donde los anuncios publicitarios estaban tan atiborrados de tipografías gruesas y colores excéntricos que robaban la atención al camino. Ignorarlos de por sí era tarea difícil, pero al mismo tiempo resultaba imposible leerlos en su totalidad, por lo que apenas alcanzaba a atisbar eran extractos dispersos de cada uno: «FESTIVAL», «... TENEBROSO!», «GRITAR», «LABERINTO», «OCTUBRE», y, mi palabra favorita, «GRATIS».

Tal despilfarro de material era un presagio glorioso de que los festivales en los huertos de calabazas estaban prontos a abrir las puertas al pueblo, y la disputa entre los Taylor y los Black por coronarse cosechadores de la calabaza más grande del condado endemoniaba las lenguas de quienes elegían bandos. Me parecía anticuado, si me lo preguntas, pero muchas cosas en Merry Hills lo son, y yo estoy bien con eso. Es agradable, supongo, porque le da el mérito de ser un pueblo con tradición y habitantes que les rinden un respeto transgeneracional a las mismas. Creo que desde el corazón comienzo a entenderlos, porque si te soy franca, también creo que me gustaría cosechar una calabaza enorme algún día, del mismo modo que desearía crecer para ser de las chicas que arreglan flores en lo del señor Moore.

Aquel año, el festival de apertura para la temporada correspondía a los Taylor, y si uno sucumbía las incitaciones de la curiosidad y miraba a través de las hendijas del portón de madera durante los inicios de septiembre, bien podía divisar un tumulto de heno hacia las profundidades del recinto, así como sillas vacías, carretas de calabazas y ramos de mazorcas por delante. Luego, en el día sensacional, la bienvenida la daba un aviso de cedro teñido en blanco con canas oscuras, de letras azul rey que citaban: «BIENVENIDOS AL HUERTO TAYLOR – EST. 1933» y más abajo, en letra chica, un muy razonable: «LA APLASTAS, LA PAGAS».

Recuerdo que lo segundo lo añadieron el año después de que Mick Marvin y su nueva banda de amigos, que ahora forman parte del equipo de béisbol escolar, se escabulleron en el huerto por la madrugada con unos bates para destripar las calabazas podridas. Eso estuvo muy, muy mal. Digo, estaban podridas, de cualquier modo, pero no eran suyas, y no puedes ir por la vida pretendiendo tener derecho a destripar las calabazas podridas de otras personas como si fuera cualquier cosa; pero eso no lo es todo si se hace hincapié en el hecho de que se escabulleron en el huerto por la madrugada. Cristo. Eso no sólo es malo: es un delito. Es allanamiento de morada. Creo que sólo se salvaron de un pleito porque los padres de los bravucones respondieron financieramente por los daños, pero eso fue todo. Me pregunto cuánto costará una calabaza podrida. Y me pregunto por qué los bravucones son bravucones, y no sólo gente normal, porque ciertamente no lo son. En el mayor de los casos son psicópatas, si lo piensas bien, pero nadie lo dice porque está normalizado y son chicos, supongo, y no puedes pensar tan mal de los chicos porque todavía no tienen el lóbulo frontal bien desarrollado, pero tampoco puedes simplemente pagar para eximirlos de las consecuencias, porque entonces sólo les estarás enseñando que el dinero lo soluciona todo. Creo que yo no podría ser una bravucona, porque creo que tienen que importarte mucho todos para serlo, si sabes a lo que me refiero; yo no podría serlo, creo, porque por lo general todos me importan muy poco. Me refiero a mis compañeros de clase y ese tipo de gente. Digo, cuando ves una película no te fijas en los extras al fondo.

La verdad es que los adolescentes me intimidan, lo cual es irónico, porque yo soy una de ellos. Recuerdo que cuando aprendí el término «preadolescente» me obsesioné tanto con ello que a los trece, cuando alguien me preguntaba mi edad, sólo decía eso. «Soy preadolescente». Y si no me preguntaban de nuevo cuántos años tenía, tenía las agallas suficientes para creer que había dicho la cosa más genial que se me hubiera podido ocurrir. Ahora sé que sólo sonaba tonta, porque sé que si un chico me responde eso al preguntarle cuántos años tiene, yo pensaría que es tonto, y no insistiría en saber su edad. Pero lo dejaría pasar, porque son las cosas que hacen los preadolescentes. Por eso los adolescentes me intimidan tanto, ¿sabes? Tienen estos gestos imposibles de leer cada vez que mencionas algo, y siempre están curvando las cejas en cualquier medida. Cristo. Siempre. Si te fijas, lo notarás también. Yo no sé cómo se supone que deba interpretar eso. Por algún motivo siempre me hacen sentir como una preadolescente tonta, y lo gracioso es que cuando realmente lo era, los demás preadolescentes me hacían sentir como una niña tonta. Creo que el tema es que los chicos de mi edad me intimidan. En serio me intimidan, y siempre lo han hecho. De repente comencé a extrañar a Frances y a Benedict más de lo usual, porque creo que nunca más podré hacer más amigos de mi edad, debido a lo que te acabo de contar. Realmente no creo poder hacerlo.

Cuando finalmente atravesamos la entrada, la nevada de filamentos de heno originarias del huerto de los Taylor que ornamentaron las brisas agostenses comenzaron a cobrar sentido, pues fue eso lo que promovió el logro de sus cometidos publicitarios de la manera más efectiva en un pueblillo como este: los rumores, que comenzaron a rondar de puerta en puerta desde el momento en que los camiones depositaron en su recinto un par de cargas considerables del material que compondría lo que ahora ya no era cuestión de misterio, y se conocía como el laberinto de heno: más que una atracción, un entresijo para escudar en su centro a la Gran Calabaza, misma que vestía la promesa de ser la cosecha más pesada en la historia del condado —y quizá del estado entero, cosa que le sumaba bastante mérito a la alcurnia de una estirpe agricultora por excelencia como los Taylor teniendo en mente que Texas por sí sola es más grande que cualquier país de Europa— con presuntas dos mil libras; un artificio al que bien le quedaba el eslogan derivado de los rumores: «La Gran Calabaza: ¡una genuina bomba de pulpa!». En adición a ello, con el apogeo de los festivales de huertos tras su popularización en la década pasada, tanto el evento en sí como sus implicaciones comenzaban a adquirir un determinante grado de predictibilidad, de modo que todo anfitrión —dos, en el caso de Merry Hills— se veía en la obligación tácita de patrocinar algo inédito en su evento para que no se volviera más de lo mismo; y, ciertamente, los Taylor llevaban las riendas del asunto.

Los niños me imitaron dejando las bicicletas en la entrada, y me siguieron al interior del recinto a lo largo un camino donde los rostros se entreveraban entre sí. Eso me aturdió por un instante, porque vi tantos colores que creí haber identificado los colores Amarillo Limón y Naranja Quemado entre éstos. Entonces entendí que quizá, muy en el fondo, toparme con ellos tenía un lugar en mi lista mental de pendientes, si bien cubierto de garabatos en grafito. El primer lugar, de cualquier modo, estaba acaparado por visitar el puesto de comida de mi padre en el juzgado de comida, quien concursaba bajo la meta de coronarse como el mejor menú de la Bienvenida al Otoño respetando su tradición de fastidiar a las mujeres del club de cocina del conjunto residencial Red Foxes.

—Las muestras gratis son para los potenciales clientes, niña —bromeó éste cuando me encontró repartiendo bocadillos de calabaza a los niños—. No para tus súbditos.

Yo sonreí, aún con la boca llena, y tomé otro bocadillo. Luego me torné hacia Colton.

—No cuentes conmigo, Lily —soltó éste antes de siquiera escuchar mi propuesta al tiempo que servía tazones de sopa de tomate con tostadas de ajo—. Ya hice equipo para el laberinto con los chicos. Lo siento.

La sonrisa en mi rostro se desvaneció conforme tragaba. De pronto el estómago me ardió más que las manos.

—No importa —me limité a decir, aunque más para darme ánimos a mí misma que para responderle—. Encontraremos a alguien.

Richie, en algún punto, contagió a sus hermanos del antojo de maíz incluso después de haber comido platos de estofado equivalentes al doble del tamaño de sus estómagos y atragantarse con bocadillos de calabaza. Tengo que admitir que durante la fila para satisfacer los deseos de los chicos, no pude evitar buscar el rostro de Frances entre la multitud que se invitaba a pasar al evento y la magna cantidad de calabazas. Muchas, bastantes, demasiadas calabazas. Mi parte preferida era este gran túnel de la entrada, ornamentado con calabazas enanas en las paredes de vigas. Era simple, y es que no se trataba de que fuera impresionante. Se trataba del cosquilleo que me provocaba a los costados del cuello cuando pasaba bajo él al entrar al huerto. Me gustaba tanto —¡tanto!— que incluso lo incluí en el tercer volumen de la serie de guiones de Bailey-Reed: No me olviden. Trataba sobre este chico al que Vincent secuestraba y lo amputaba paulatinamente para darle de comer a sus perros, lo cual me recordaba a aquella vez cuando escuché a unos adultos conversando sobre un accidente de un avión en Sudamérica que se me quedó atorado en la cabeza por una semana entera como a los doce años. Luego, varias semanas después —meses, quizá—, mi papá leía el periódico en la misma mesa en la que yo desayunaba, y noté en la parte trasera la noticia de que habían encontrado al avión en la cordillera de los Andes, y algo referente a que los pasajeros tuvieron que comerse unos a otros para sobrevivir, pero mi papá no me permitió leerlo. Así que el día siguiente en la escuela le pregunté a este profesor que me gustaba, Dean Kelly, de historia, si sabía algo del rescate de los pasajeros, omitiendo la parte en la que se comían unos a otros, y él me contó esta historia de cómo alrededor del décimo día dejaron de buscarlos, omitiendo la parte en la que se comían unos a otros. Ese día, caminando de regreso a casa, tuve esta realización que cambió mucho mi percepción de la ética, y fue que si hay algo peor que saber que estás perdido y sentir que nunca serás encontrado, es el hecho de saber que estás perdido y nadie está buscándote. Ni siquiera tú mismo.

Caí en cuenta entonces de que eventualmente las calabazas se pudrirían, y habrían de desmantelar el túnel hasta el año entrante, y yo quería —en verdad quería— llevarme todas las calabazas pequeñas posibles y armar el mío propio en casa, y pasar bajo él cada día al entrar y salir, y sentarme bajo él a leer un libro o escuchar música, y luego Mick Marvin me dio un empujón con el hombro al pasar.

Lo seguí con la mirada, aun conociendo sus hábitos de no molestarse en ofrecer una disculpa cuando empujaba a alguien, pero la voz de Robin me distrajo de seguir quejándome mentalmente.

—Eso tiene demasiada mantequilla —decía, mirando a Tony devorar la mazorca que, ciertamente, estaba empapada de doble mantequilla—. ¿Sabes cuántas calorías estás...?

—Hablas como una vieja, Robin —la interrumpió él—. Preocúpate por tus calorías. Jesús...

—Niños —intervine—, creo que hay otro asunto por el que deberíamos preocuparnos más que las calorías en la mantequilla.

Recuerdo señalar hacia el fondo del lugar, donde el arco de la entrada al laberinto nos esperaba como una boca abierta expidiendo una monstruosa lengua de gente que solo sabía extenderse. Miré mi reloj de mano, y después al cielo. Eran las cinco y quince y la claridad del sol comenzaba a expirar, lo cual no me suscitó gran alarma hasta que, en el transcurso hacia la fila para el laberinto, Richie hizo la determinante señalización de que aún nos faltaba alguien para completar el equipo.

—Hablaré con Poppy —resolví de inmediato, refiriéndome a la hija de los Taylor que iba encargada de la atracción aquel día—. Seguramente hará una excepción.

No lo hizo.

—Cinco es el mínimo —decía ésta, con una canasta llena de bandanas divididas por colores en colgándole del brazo—. Necesitamos agilizar la cuestión. No esperábamos tantos visitantes de otros pueblos...

Sin embargo, antes de poder idear una nueva súplica, una mano masculina se extendió desde nuestras espaldas para coger un puñado de bandanas.

—Seremos el amarillo —dijo éste—. Vamos, niños... y Kimberly.

Lo último que dijo lo había susurrado en mi oído, al tiempo que pasaba a mi lado para luego empujarme el hombro, de nuevo. Mientras el trío me miraba con ojos inquisitivos, yo sólo podía fijar la vista en Mick Marvin y sus malditos Levi's. Tendrías que verlo. Sólo así, entenderías por qué era un Azul Prusiano hasta la médula.

—De ningún modo —había dicho al fin, y me giré de vuelta hacia los niños—. Esperaremos a que el equipo de Colton salga y...

Y Mick tiró de mi mano con la carga de fuerza suficiente para impulsarme, más a evitar una caída que a ceder a su voluntad. Los cinco pasamos a través de la lona blanca que cubría el camino hacia el inicio del laberinto. En algún punto del trayecto descubrí que las manos me estaban sudando bajo los guantes, lo cual solía suceder cuando pensaba demás, aunque es raro. Para ser honesta, no estoy segura de qué tanto se supone que debería pensar; sólo sabía que lo había hecho más de la cuenta cuando comenzaba a transpirar desproporcionadamente y sin motivo, pero sólo traté de ignorarlo mientras los encargados nos ataban las bandanas a las muñecas. Amarillo. Por algún motivo, se me quedó estancada en la mente la elección del color. Tuvimos que detenernos a esperar el aviso para adentrarnos al laberinto, y un chubasco de ideas aterradoras me comenzaron a brotar de la mente como arañas manando de un tronco. No podía evitar preguntarme si Mick había descubierto que era yo la culpable de la humillación a la que se sometió al caminar por los pasillos con sus pantalones caqui mojados en el escroto; y si completar el equipo era un plan de venganza; y dónde carajo había dejado a Fernie Richman. Jesucristo. Por supuesto que era un plan de venganza. «Me llamó Kimberly», pensé. Y eso no podría significar nada bueno.

Ahora tenía una bandana amarilla en la muñeca y un nido de arañas en el cerebro. No podía siquiera girarme hacia él, incluso si así lo intencionara. Por el contrario, mantenía la vista fija hacia al frente, donde el laberinto se anunciaba como un túnel del terror donde la luz al final iluminaba una lápida con mi nombre tallado en la piedra. Ignoraba el ardor en las palmas para apretar la mano de Robin por puro instinto, con quien hacía una cadena a la que se sumaba Richie en el medio, seguido de Tony y, en último lugar, el intruso. Cuando al fin me atreví a girarme hacia él, noté que me estaba observando por el rabillo del ojo, así como una visible curvatura que amenazaba con escapar de sus labios. Tenía que ser un plan de venganza. Casi podía oír a la brisa susurrarme que mi fin se anunciaba y hacerme cosquillas en la clavícula, aunado a la sensación del corazón latiendo no tan rápido, sino tan fuerte que casi podía percibir la vibración de las palpitaciones viajarme por la garganta como un bravío rugido.

Suspiré. Recuerdo que nos dieron linterna y mapa y decidí que no le podía dar la espalda al intruso, así que lo dejé entrar primero. Luego entraron los niños, y, por último, entré yo.

Había algo de terror —si no demasiado— en el vasto concepto de un laberinto de heno, muy alejado del contexto Beverly-Mick-Mountain-Dew. El primer cruce fue unidireccional a través de un pasillo embrujado por un silencio aniquilante. Fue en el siguiente que Mick nos detuvo.

—Aguarden —dijo. Todos nos tornamos en dirección a él—. Hay que planificarnos. Yo llevo el mapa.

—Primero que nada —intervino Tony—, ni siquiera sabemos quién eres. ¿Por qué deberíamos confiarte el mapa?

Robin chasqueó la lengua, y se adelantó a responderle:

—¿Qué no ves? Es el hijo de los Marvin. Seguramente es amigo de Beverly, o...

—Creo que está perdido —contrapuso Richie—. La llamó Kimberly.

—Richie tiene un punto —admití, apuntando a Mick con la linterna—. Creo que está perdido.

Un equipo que recién entraba nos sobrepasó. Él entrecerró los ojos, encandilado por la luz, y respondió:

—Estaremos perdidos todos si no nos organizamos de una vez por todas.

—De ninguna manera llevarás el mapa —decidí—. Tony, Robin y Richie irán al frente. No puedo perderlos de vista. Yo llevaré el mapa; Mick, la linterna. Esperen instrucciones antes de cruzar.

Con un movimiento propio del campo de béisbol, Mick atajó la linterna en tanto los niños avanzaban unos pasos; sin embargo, antes de iniciar el trayecto, me vi obligada a pedirle ayuda para iluminar el mapa y evaluar las alternativas.

Algo gracioso sucedió en ese momento, para variar. Recuerdo que Tony se giró por unos fugaces segundos para regresar la vista al frente y mascullar, como si no pudiéramos escucharlo:

—Esto no es justo.

—Es un chico lindo —escuché a Robin responder. Cuando la miré, estaba asintiendo y sonriendo. Le echó un vistazo rápido a Mick, y luego a mí, y se volvió hacia Tony—. Sí, sí que es un chico lindo, y ella es una chica linda. ¿Qué tal si...?

Tony estuvo a punto de lanzar algún insulto rebuscado a su hermana en el momento que decidí irrumpir en la conversación para dar la orden de ir por la izquierda. Tuvimos que caminar por otro silencioso minuto antes de toparnos con otro cruce de dos caminos. La brisa, en aquel punto de la tarde que pisaba los talones de la noche, se volvía cada vez más densa con cada resonante paso sobre el pasto.

—A la izquierda —intervine.

—¿A la izquierda? —Mick lo cuestionó, desviando la luz de la linterna hacia el mapa— ¿Por qué a la izquierda?

Todos detuvimos el paso, de nuevo.

—Porque eso dice el mapa, Mick.

—¿Estás segura? —insistió éste— Acabo de ver un equipo alzar bandanas rojas en dirección a la derecha, y...

—¡Sólo cruza a la izquierda!

Y cruzamos a la izquierda.

Hungry Like The Wolf de Duran Duran se escuchaba a la lejanía, fuera de las paredes de heno. Se oía cada vez más claro, más conciso; más cercano. Luego de varios cruces unidireccionales, nos enfrentamos a otro encuentro de tres caminos, por cuya vía central se asomaba lo que parecía un borde naranja: La Gran Calabaza.

La Gran Calabaza, de casi dos mil libras, no era grande. Era monstruosa, grotesca, intimidante. Era una artimaña que parecía sacada de una película de Spielberg a la que le podrían salir brazos y piernas y comenzar a perseguirnos a lo largo del laberinto para devorarnos y enterrar nuestros restos en pulpa, y francamente yo me lo habría esperado.

—«¡Es la Gran Calabaza, Charlie Brown!» —exclamó Mick, jocoso, una vez que nos hicimos camino hacia el centro y apuntó la calabaza con la linterna.

Tony lo miró como si hubiera dicho el peor chiste del año, y un equipo nos pasó como un haz estrellado del lado paralelo a nuestra entrada. Se escuchó un «¡Carajo!». Luego desaparecieron por la derecha, y esa fue la última luz que vimos. Nuestra linterna se apagó.

Yo diría que aquí fue donde todo se fue a la mierda.

Recuerdo haber dado por hecho que Mick Marvin estaba por asesinarme, hasta que lo escuché maldecir, y a los niños reír, y luego una serie de pisotones pequeños pero veloces que podría reconocer a kilómetros de distancia.

«¿Oyes eso, Beverly?». Un zumbido, un trote firme, un grito de guerra...

Los espartanos se aproximan.

—Mick, ¿dónde...?

—A tu izquierda.

Sentí su helado tacto envolverme la muñeca, y comenzamos a caminar hacia el pasillo por donde se perdieron los pisotones. Era una broma. Una de mal gusto, pero tenía que serlo. Paramos de caminar cuando nos dimos cuenta de que estaban dispersos: había pisotones y sacudidas a las paredes de heno a la izquierda; y una luz intermitente ornamentada por las risas de Richie y los «silencio» de Tony a la derecha. Estaban jugando con nosotros. Yo sabía que Robin era lo suficientemente madura para entender que no debían separarse de mí, y si lo hacían, debía significar que ella tenía todo bajo control. Pero eso yo no podía pensarlo estando poseída por la adrenalina del momento. Todo lo que me cabía en la cabeza era el qué le diría al señor y señora Forman una vez que le preguntaran dónde carajo estaban sus hijos. «Se los tragó el laberinto de heno, señor y señora». Sí. Debían creerme.

Tardé en darme cuenta de que me estaba hiperventilando. Me dejé caer en el pasto con la espalda apoyada en una pared de heno, rascándome la nuca. Un picor exasperante me invadió las palmas, de nuevo, como quinientas tachuelas seduciendo la sangre bajo la piel. Había perdido a los niños; era todo lo que podía pensar mientras Mick hablaba. Hablaba y decía cosas, pero yo solo alcanzaba a escuchar gritos de guerra en la lejanía. Espadas. Lanzas. Pisadas...

Tuve que conformarme con que mi cuerpo admitiera apretar la mano que me envolvía el tobillo izquierdo. Quería vomitar. A mis ojos, el rostro de Mick y toda su anatomía se había convertido en un manchón de tinta; de crayón Azul Prusiano en medio de la noche. La abrumadora ceguera precedente del pánico era como el martirio de las cataratas en los ojos. Sentí las hebras del forraje hincándoseme en la clavícula, y el césped picándome en las espinillas. Tachuelas. Tachuelas en las manos: en los dedos, las palmas, en los pulmones... Quería deshacerme de las capas y rascarme la zona de la quemadura, pero sabía que si lo hacía, no podría parar. No podría parar.

Los espartanos estaban cerca. Más cerca. Y cuando Mick se aproximó y posó la mano sobre mi hombro, aún bramando palabras que en mi mente se oían como rugidos bajo el agua, vi en su semblante que la mirada de un ser perdido en sus propios cimientos lo pasmó. No era Beverly. No era Kimberly. No podía serlo. Me había vuelto un cuerpo de sombra camuflajeado entre la oscuridad a punto de sucumbir a un apagón de la conciencia; encascado por una tez palideciente que transpiraba el llanto de mil fantasmas batallando en mi interior por tomar el control y vencer a los atacantes.

Los espartanos habían llegado y en ruinas me convirtieron. Y cuando no hubo más en mi interior por destruir, y cuando lo que quedó de la turbada conciencia mía era una mísera habitación oscura, decidieron salir e ir a por más. Siempre había más.

Inadvertida a dos metros de nosotros, La Gran Calabaza temblaba, y se inflaba, arrastrando tanto riesgo como un globo a punto de explotar o, en el peor de los escenarios, de una granada por detonar y consumir todo en el perímetro. El sonido de sus paredes expandiéndose como una goma que se ensancha motivó a Mick Marvin a girarse, y en su rostro pude notar que sintió bajo su epidermis el verdadero terror; un terror paralizante, escalofriante y perenne. Un terror anaranjado; una bomba de pulpa que amenazaba con estallar en nuestras narices, aprovecharse de la inmovilidad y violar nuestra pulcritud con un amarillento rocío atiborrado de semillas saladas.

Poco importaba si su madre había trabajado con el estilista de Farrah Fawcett en el momento que el globo, aquel aniquilante y grávido globo, fue pinchado por las lanzas de los espartanos y su cabello ahora estaba chorreando y goteando fluidos pegajosos y colorados como el ámbar.

Era yo. Por el amor de Dios... Era yo. Era yo, que ahora parecía luchar contra el líquido que me adhería las pestañas. Yo lo había hecho, y, cuando logré abrir los ojos y mirar las ruinas de Mick, aquella hipótesis se volvió un hálito danzante en medio de ambos.

Él se dejó caer al suelo, al extremo paralelo del pasadizo. Pude atinar a descubrir cómo el labio de éste, bajo la pulpa de calabaza que le cubría el rostro, temblaba. Me di cuenta, entonces, de que mi mente hubo de jugar con mi percepción del tiempo, pues lo que en mi cabeza parecieron horas resultó ser cuestión de segundos. Mick se removió contra el heno. Ambos giramos las cabezas al extremo izquierdo del pasillo, donde el trío de niños nos miraba vacilante, sin saber si dar un paso al frente; como si hacerlo supusiera caer a un pozo de pirañas asesinas.

La verdad es que no pude decir nada en el momento. Me las arreglé para ponerme de pie sin quitarle la vista de encima a Mick, que me miraba de vuelta con la misma cara con la que Bob Simms miraba a Michael Myers apuntar un cuchillo en su dirección. Me relamí los labios y me arrepentí cuando un hilo de pulpa se me adhirió a los dientes.

—¿Ya vas a dejarme malditamente en paz, Marvin?

Él asintió. De pronto yo, la pequeña Beverly, me sentí enorme, y no sólo eso: me sentí de hierro; pero no era real. Por dentro seguía siendo diminuta y de papel y temerosa de mi propia tiniebla, pero eso Mick no podría saberlo. Mucho menos así, observándome como si tuviera frente a sí al mismísimo anticristo estribando el presagio su muerte mientras la pulpa amarilla comenzaba a picarle en el rostro y chorrearle por el cuello.

La presión era tanta que aun luego de escupir los rescoldos de pulpa que habían quedado estancados entre mis encías, no podía tragar saliva. No era como un nudo en la garganta. Era como una piedra del tamaño de mi puño que no podía atravesar el camino hasta el estómago. Y Mick... Mick era otra cosa. No parecía Mick "Azul Prusiano" Marvin: el bastardo que me sacaba de quicio cada vez que tenía la oportunidad. Era como si su cerebro estuviera en pausa, o rebobinando, o lo que fuera menos reproduciendo. Y antes de siquiera intentar elegir una de las miles de preguntas que flotaban entre ambos como un sinnúmero de nubes de texto, sé que en algún punto alzó la vista para encontrarse en una insondable soledad, rodeado por la penuria de un lóbrego pajar, y se dio cuenta de que no tenía mapa, y pensó «la hija de puta... la hija de puta se lo llevó». Estoy casi segura de que eso sucedió.

Fue mudo el camino fuera del laberinto, y mi indiferencia era sorda. Yo sabía que los Forman tenían las bocas llenas de preguntas como revólveres cargados, pero ninguno se atrevía a tirar del gatillo. Ni siquiera al llegar. Ni siquiera cuando los llevé a sus habitaciones a dormir y les di las buenas noches, y el tema se volvió el elefante en la habitación. Luego, esperé a que el señor y señora Forman llegasen a casa y me pagasen con un billete de cinco dólares y un recuerdo del evento al que habían asistido en el norte. Era un jabón con las iniciales y el apellido de alguien talladas en el medio, envuelto por una tela blanca semitransparente.

Decidí dejar la bicicleta en su patio y usar los pies para ir a casa. Recuerdo que me detuve vacilante en el último cruce, y miré al extremo opuesto a mi destino inicial: el roble de Orange Valley. Sentí el recuerdo de la noche de brujas del 78 recorrerme el espinazo con unos dedos gélidos y melancólicos. No tenía clemencia. La declaración del alcalde expresando su preocupación por la seguridad de los niños que visitaban el parque me había quedado grabada en la memoria como un guión de película: «Estamos haciendo todo lo posible para garantizar que podemos proteger la integridad de nuestros ciudadanos, especialmente de nuestros infantes. Este incidente ha sido más que consternante, y que el número de heridos haya sido nulo es tan aliviador como una cuestión de suerte. Estamos trabajando para investigar pertinentemente lo sucedido y evitar que situaciones similares vuelvan a tener lugar en Merry Hills». Un «accidente natural» fue la conclusión a la que llegaron en relación al origen del violento movimiento de las ramas del roble que sostenía la casa donde nos reuníamos a hacer el intercambio de golosinas. Yo sabía que era mi culpa. Pasé varios años identificándome con el concepto de «accidente natural» luego de eso. Los espartanos lo sabían. lo sabías.

Tomé el camino a casa.

Me miré las manos un segundo y la pulpa, que había dejado la íntegra silueta de una explosión como impronta en ellas, de alguna manera que sólo podía ser descrita como diabólica, se sentía como sangre. Consideré encender el walkman y escuchar lo que sea que hubiera en el casete que olvidé sacar de la cajetilla la última vez, pero descarté la idea cuando mi mente se volvió color Azul Prusiano. Me dejé abrazar por la pena cuando dejé atrás al roble, o lo que quedaba de él. No quería escuchar música; quería escuchar lo que mi mente, que nunca se quedaba callada, tenía para decir, pero por primera vez en dieciséis años no me dirigió una sola palabra. Era sólo azul.

Me revisé los bolsillos, para variar, y encontré el recuerdo que me obsequiaron los Forman. El jabón olía a lima, aunque seguramente no sabía igual, y de pronto quería beber limonada. Tuve que obligarme a limitar mis pensamientos a eso para detener la contemplación de lo poco que confiaba en Mick Marvin. Por un momento me sentí pequeña. Y deseé realmente serlo. Pensé: «Nunca usaré este jabón». Y es que no parecía estar hecho para ser usado. Ningún souvenir parece estarlo; ni los jabones, ni las velas, ni los tarros de miel miniatura, porque su desgaste implicaría la pérdida absoluta de su frívolo objetivo ornamental. Si usaba el jabón, por ejemplo, las iniciales de quien quiera que fuera L.P. Roman se desvanecerían y ya no sería el recuerdo del bautizo de L.P Roman; sería un simple jabón de lima de la tienda de todo a un dólar. Y comencé a pensar en lo retorcida que era la maníaca costumbre de tomar cosas de utilidad y volverlas inútiles para obsequiarlas en eventos a personas que las pondrían en algún rincón libre de humedad de sus cuartos de baño y mirarían fijamente mientras la piel se les adhiere a la rueda del retrete. Pensé en que ahora, gracias a L.P Roman (y a los Forman), mi baño compartiría un jabón amarillo envuelto en tela semitransparente con los baños de personas a las que ni siquiera conocía, pero que sí se conocían entre sí. Y eso, de alguna forma, me hacía sentir a mí como una intrusa.

Eventualmente dejé de pensar. Había llegado a casa.

Girar el pomo de la puerta significó abrir también un grifo dentro de mí misma; permitir el paso del penumbroso pensamiento que caía como agua de alcantarilla desde mi cabeza a los pies, llenándome poco a poco el cuerpo de un líquido con color de corcho ahumado. El otoño de Hipócrates, la bilis negra. Podía sentirlo en las rodillas. Yo diría que aquella sombra; aquel negro otoño me acosó por todo el camino a través de la casa hasta la cama y eventual, inevitable y lúcidamente me puso la mano en el hombro. Para entonces, por la mañana, el grifo había parado de gotear. No porque la idea hubiera cesado. No porque hubiese tenido suficiente (nunca era suficiente); sino porque ya había violado cada órgano, cada arteria y cada músculo en mi cuerpo y yo no era más que un saco de carne y vísceras temblando en la cama mientras toda capa de mi dermis era palpada por el pensamiento —¡y qué tenebroso pensamiento!— de que una genuina oscuridad estaba amenazando con tomar control de mí y convertirme en un completo engendro del mal.

Usé la esquina de la colcha para secarme las lágrimas y los mocos. Mi nariz plasmó un haz de sangre en el algodón como un latigazo a la carne. «Mierda».

Me llevé la colcha a la nariz una vez más, esta vez ejerciendo presión en la hemorragia. «Qué maldito desastre» era todo lo que pensaba. Recordé de pronto este cuaderno que papá me compró en cuarto grado, cuya portada era esta pintura de un lugar nevado, con un par de casitas en una colina de nieve. Me gustó tanto que le pregunté al profesor de arte si conocía al autor, y me habló de Monet. Desde entonces decidí que eso es lo que quería: una casita en la colina de nieve. Y cuando me sentía miserable, trataba de cerrar los ojos e imaginar que estaba en mi casita en la colina de nieve, y aquello lograba hacerme sentir menos miserable. Pero ese día fue la primera vez que no me funcionó, porque comencé a imaginar un camino de sangre absorbiéndose en la nieve desde la falda de la colina hasta la entrada a la casita, lo que me hizo sentir terriblemente miserable.

Imaginé levantarme y caminar, pero no podía sentir el piso bajo los pies. En mi mente caminé —o floté; no podría distinguirlo— hasta el baño del pasillo, donde cogí un trozo de papel y lo introduje en la fosa sangrante. Quise evitar mirarme al espejo, pero no pude. Por supuesto que no pude. E incluso en el reflejo pintado por mi mente se veía miserable. O al menos, eso pensaba. Me pregunté si realmente me veía así, e intenté mover el pie fuera de la colcha, pero me intimidó el frío. Cerré los ojos. De pronto comencé a extrañar a mi amigo Ritalin, para que apagara las sirenas de las patrullas en mi cerebro; que bajara los interruptores y me dejara la consciencia a oscuras, que la limitara a trivialidades, que me desintegrara las entrañas.

«Una calabaza, Beverly. Fue una calabaza», me dijiste. Yo repliqué: «¡Fue la Gran Calabaza de los Taylor!». Tuve la convicción de que tal catástrofe saldría en la gaceta de Merry Hills, tarde o temprano.

Estiré los brazos bajo la frazada y me toqué los tobillos. La nariz parecía ya no sangrar. El hemisferio izquierdo me bramaba de un dolor que se me extendía hasta el cuenco del ojo sin misericordia, como una colilla ardiente consumiendo un camino de maizal. Escondí la cabeza al adoptar una posición fetal bajo la colcha y entrelacé los dedos de las manos con los de los pies. Era de esos momentos en que todo me parecía demasiado intenso. ¿Acaso el cerebro me palpitaba? Cristo. Era un hecho: un vínculo renació esa noche entre Mick Marvin y yo. Uno transparente, grácil, de vulnerable elasticidad. Un hilo de miedo, de trasfondo pavoroso; horripilante. No podría haber sido de otra forma.

A las siete en punto, el despertador sonó. Le di un manotazo. Luego explotó.

No fui a la escuela.

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