Dazai
│││ 彡 ➥ tw; suicide, male reader!, consumo de pastillas, leer con fondo negro.
a petición de: Scaralov
por todas las heridas que dejaste
Dazai Osamu no comprende razones. Mal o bien, es exactamente lo mismo. Supuso eso por mucho tiempo, carente de vida. Nunca fue digno de ser humano.
Y al parecer todos estaban de acuerdo, excepto Odasaku y ese niño. Intentó no acercársele, la manera irracional en la que su mirada se lo tragaba como la Fosa de las Marianas lo tenía con el vello de la nuca erizado incluso mientras dormía. Sclas no se tomaba el tiempo de detenerse sobre él, el castaño detestaba su indiferencia. Le daba tanto pavor no causar un impacto en él.
Creyó que estaría bien, hasta que lo vio sentado en la barra, acompañado de Odasaku. Compartían unas copas, Sclas sonreía con cordialidad. Era ridículo, por supuesto. Lo evitaba, cruzaba pasillos largos con tal de no cruzarse con él, daba largas a sus horarios sin motivo aparente. Sin un impacto en aquel cruel e inexpresivo ser, Dazai carecía de motivos por los cuales aparecérsele.
Odasaku los presentó, Sclas borró su sonrisa al verlo y Dazai torció el gesto. Jamás pensó en llevarse bien con él. De hecho, no lo hizo.
Pero había algo que lo obligaba a permanecer junto a él, algo que Odasaku describía como "complemento". Pensaba que era ridículo, burlaba sus palabras e ignoraba el sentimiento arremolinante dentro de su pecho con frecuencia tanto que creyó volverse experto. Pero entonces no.
—Me molesta el humo —refunfuño el castaño girando el rostro con enfado en la dirección contraria.
—No veo que te moleste con Nakahara —se encogió de hombros, aspirando una gran calada de cigarro. Escucho como Dazai bufaba cual animal y no pudo evitar soltar una sonrisa desganada.
—Tú no eres Chuuya —siseó. Sclas rio falsamente. Llevó la colilla del cigarro a su zapato y la apago.
—Me estoy aburriendo de este teatro, Dazai —terció con desdén. El castaño empezaba a sentirse acorralado—. Estoy harto de tu juego.
—Entonces no deberías estar aquí, haces que me duela la cabeza.
Sobre ellos aterrizaba una hermética oscuridad, producto de la fúnebre noche de diciembre, barría sus sentimientos cual polvo y los dejaba flotando como motas. Invisibles, a fin de cuentas. Sclas despegó su espalda de la pared soltando un frío fantasmal. Carente de un deseo fijo por permanecer enfriándose a través de esa nefasta niebla se giró hasta encontrar el taciturno rostro del castaño. Tan consumido que por poco se perdía entre la misma oscuridad de la noche.
—Bien —prorrumpió el azabache—. ¿De verdad quieres que me vaya, Dazai?
Oyó un bufido decadente por el cual sonrió. Lo siguiente que sintió fue su rígida espalda azotar contra la dura pared y a Dazai sobre él.
—Eres el peor —bramó Dazai sobre su cuello. La calidez de su aliento era lo único que Sclas necesitaba.
Sclas recogió la espalda del otro, dando masajes con la palma abierta sobre aquella espigada espalda, manchada de cicatrices y rota por cargas que él no conocía pero se esforzaba en aminorar, llevándoselas entre sus dedos.
—Lo sé —susurró contra su oído. Las escuálidas manos vendadas del menor afirmaron su agarre sobre el gallardo cuerpo del otro, deseaba marcar sus dedos y apretarlo tan fuerte para ser consciente de sí mismo.
Sclas existe, se repitió a sí mismo, se quedará conmigo porque me conoce.
Porque no me tiene miedo.
Y era verdad, pero también era mentira.
—¡Odasaku! —gritó.
La sangre estaba en sus manos, las vendas sobre el suelo y la promesa bien enterrada en su corazón.
Pronto entendió que tarde o temprano todo lo que quería iba muriendo. Lo abandonaba. Se quedaba él, sobre sus dos piernas, sosteniendo un peso que parecía esforzarse por hacerlo ceder.
Antes de traicionar a la Mafia, durmió con Sclas. Porque lo amaba, porque el fuego en él vivía y era un lujo del que no podía permitirse seguido. Fue una mala idea.
Sclas abrió los ojos soltando un sonoro suspiro. El mismo ahuyento la oscuridad de la piel de su amante, bailando sus dedos sobre la lividez del ajeno, deleitándose con el placer de verlo descansar al fin aunque fuese por unos somníferos. Miró con devoción aquel taciturno demonio que descansaba sobre su cama, hundido en profundos sueños inaccesibles.
Besó su coronilla, besó sus labios, besó su nariz y sus ojos cansados, besó sus manos mutiladas. Le sonrió a la burlesca noche, silencio abrumador acompañándolo minutos antes de su muerte. El diablo lo esperaba en el balcón fumando un cigarrillo y contando las estrellas por séptima vez.
—Mi ángel —murmuró. Escuchó risas de la oscuridad, testigo de algo que no podía ser, testigo de un falso cuento con final feliz—. Lo lamento.
Entrelazó sus dedos entre las hebras chocolate del contrario mientras una balada se reproducía en el tocadiscos, tan desamparada como él.
Salió al balcón atravesando las cortinas de seda blanca quedas, silbaron cuando las rozo, tristes por su partida desmesurada. El diablo giró el rostro y le dedicó una sonrisa a la par que extendía la cajetilla.
—¿Un último?
—Por supuesto —cogió uno con los ojos cerrados, atrayendo el encendedor.
Lo llevó a sus labios marcando la vista sobre los edificios a su frente, tan vivaces e imponentes. Vio el humo apagar las estrellas y sumir la noche en oscuridad pura, atrapando sus cabellos petróleo y sus orbes de oscuridad en ella. Su cigarro se terminaba cada vez más rápido.
—¿Él estará bien? —preguntó el diablo, la vista clavada en la ventana de la habitación.
La colilla se consumió, Sclas la dejó cuidadosamente sobre el cenicero. Volvió la vista a la habitación.
—Cuida de él por mí —le dijo.
Sclas cruzó la baranda. Cerró los ojos y se tiró del edificio.
Hubo un choque esa mañana.
—Oh vaya —farfulló el chico—. Que mala manera de empezar el día.
Atsushi se acercó corriendo, se hincó sobre el pavimiento. Dazai estaba sobre el suelo, visiblemente herido. O al menos eso parecía.
Vagamente el sonido de las sirenas se colaba por sus oídos, se sintió como un sueño o como estar bajo el agua. Vio a Yosano arrodillarse a su lado, pensó que sería doloroso.
—Aventarte a los autos, Dazai...
—¿Él está bien? —Kunikida giró el rostro.
Se encontró con un apolíneo cuerpo, un poco más alto que él y definitivamente más ancho, lucía un lustroso traje negro, y el cabello negro le caía a caudales sobre la espalda. Sin embargo, la cicatriz que atravesaba su rostro llamó más su atención y el hecho de que parecía ileso pese al choque.
—Lo estará —contestó llevándose las manos al cabello. El hombre sonrió un poco dirigiendo la mirada al hombre ensangrentado sobre el suelo—. Soy Kunikida Doppo, de la Agencia Armada de Detectives. La empresa se hará responsable de todos los daños.
Bajó los lentes, Kunikida recibió una mirada que se lo comió por completo.
—Mucho gusto ¿Cómo se llama el hombre?
—Dazai.
—Nunca había visto un hombre tan atractivo —murmuró Atsushi, Yosano soltó una risilla.
—Bueno, lo tienes en la sala. Deberías ir a verlo.
—¿No le da curiosidad, Yosano-san?
—¿Qué cosa?
—Que no haya salido herido.
Dazai se removió sobre la camilla, molido hasta los huesos. Cuando abrió los ojos supo que su intento de suicidio había fallado y ahora debía lidiar con las represalias de Kunikida. Ante ello no pudo evitar bufar y desear estar muerto.
—Buenos días bello durmiente.
—Quiero morir —farfulló contra la almohada.
—Lo sabemos —dijeron al unísono Yosano y Atsushi.
Kunikida ingresó a la habitación, su ceño fruncido orilló a la doctora y el tigre a salir de la habitación. Solo cerraron la puerta. En la salilla estaba el hombre del choque. Alto, imponente, con el rostro altivo. Ni un solo rasguño.
De un momento a otro, Yosano se encontraba interrogándolo.
—¿No puede morir por su habilidad?
—Claro que puedo —sonrió él, la cicatriz en forma de X estirándose con sus mejillas—. Mi habilidad es la muerte.
Cesaron las palabras cuando la puerta de la enfermería se abrió, de ella emergió Kunikida seguido de un Dazai aparentemente regañado. Cuyos colores descendieron al suelo al ver al hombre sentado en la sala.
Sclas se levantó del sillón, sorprendiendo a todos con su altura. Se recogió los mechones sobre sus hombros y los mandó atrás, mostró aquella faceta indiferente que Dazai se había grabado de memoria. Y por la cual, ahora estaba en blanco.
—Dazai... —no hubo una respuesta—. Estaré afuera si quieres hablar.
Las piernas del castaño temblaron, sus rodillas amenazando con ceder, incapaces de sostener el cumulo de sentimientos reprimidos por años, apagados por alcohol, somníferos y patéticos intentos de suicidio. Había hecho tanto para nada. Lo había intentado con una fuerza sobrehumana para seguir viviendo.
Pero él aparecía en su trabajo, como si nada.
Como si nada.
Y lo odiaba.
Sclas encendió un cigarrillo apagando el letrero que prohibía fumar con el humo. Giró el rostro a la puerta de la Agencia esperando ver su figura esbelta emerger, ver sus ojos muertos aparecer con el odio que sabía le tenía ahora. ¿Cómo podría no odiarlo? Se tragó el humo que arrastraba la melancolía de años.
Finalmente, oyó la puerta abrirse. No abrió los ojos. Incapaz de observar el desfigurado rostro de su antiguo amante, por el odio, el dolor, que él ocasionaba.
—Tú... estas muerto —lo oyó murmurar con la voz rota.
—Dazai...
Y explotó.
—¡Debes estar muerto! —gritó. Sclas sintió que podrían rompérsele las cuerdas vocales.
Le pico el cuerpo en la necesidad de tenerlo en sus brazos, una vez más.
—¡Tu cuerpo estaba en el suelo! ¡Estuve allí!
—Dazai... déjame explicarte.
—¿¡Explicarme!? ¿¡Explicarme qué!? ¿¡Que fingiste tu muerte para traicionar a la Mafia!? ¡Por supuesto que lo sé, maldita sea! ¡Pero no me dijiste! ¡Me dormiste y tuve que creer por meses que te habías matado! —Dazai golpeó su pecho con furia, lo odiaba. Lo odiaba como la primera vez.
Sclas se negaba a abrir los ojos.
—¡Me traicionaste a mí! ¡Y me abandonaste!
—Mori te mataría de no hacerlo —confesó—, me amenazo. Tú eres todo lo que tengo... si él te hacía algo...
—Eres un mentiroso —se apagó su voz. Sclas recibió un puñetazo que no detuvo.
Se obligó a abrir los ojos que le escosaban por el llanto. El castaño se detuvo un instante ante el atisbo de lágrimas en los orbes oscuridad de aquel que amaba. Lo dejo paralizado. Y él también quiso llorar.
Por todas las noches de vela.
Por todos los llantos en el cementerio.
Por todas las charlas nocturnas con la oscuridad.
Por todas las pastillas que ingirió.
Por todo el daño que se infringió.
Por todo el jodido amor que no pudo exterminar.
—Perdóname —rogó Sclas, las manos a los lados apretadas en puños.
No hubo respuesta por largos segundos que tortuosamente se encajaban en él como agujas, no esperaba su perdón, ni su rechazo. Dazai no entendía razones y no esperaba que lo hiciera con él. Permaneció allí, contra la pared y las lágrimas atoradas en palabras carentes de sentido en un corazón roto e incapaz.
—Te busque... por toda Yokohama. Encontré con quienes firmaste los contratos de muerte para dar contigo. Los torture hasta la muerte pero nunca me dijeron nada...—hubo un sollozo—. Borraste todo... me dejaste.
—Yo...
—Tú no te iras ¿Verdad? —Dazai alzó la cabeza para verlo, sus orbes cristalinos.
Sclas se lanzó contra él, atrapando su escuálido cuerpo entre sus brazos.
—Jamás. No lo hare de nuevo. Destruiré Yokohama si es por ti.
Dazai lloró sobre su hombro. Apretó su cuerpo tanto que dejo marcas, asegurándose que jamás se iría. Y era suficiente. Siempre lo fue.
—Te extrañe, mi ángel.
—No me abandones de nuevo, por favor.
uncanny | wuserpoe
me dio pereza ponerle sangría. sí hago un fanfic de kunikida ¿lo leerían?
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