Capítulo Veintiuno

El muchacho miró a su prima con algo de seriedad, pues no podía permitir que aquel temor lograse paralizarla. Tenían que mantenerse en movimiento, eso era lo único que se le pudo ocurrir, era un plan sin forma, que la iría obteniendo a medida de que se mantuvieran haciendo lo que sea. Si no lo hacían así, ese iba a ser el fin de todo.

—Vamos, tenemos que hacer algo. —En la voz del muchacho, pudo apreciarse tranquilidad y preocupación a la vez; era claro que debía intentar mantener la calma para pensar bien las cosas, aunque no contara con mucho tiempo que digamos para poder hacerlo como hubiera querido y, de alguna manera, se notaba el nerviosismo por realizarlo bien. Le ofreció, entonces, de una manera bastante segura de sí mismo, una mano que se podía apreciar un poco temblorosa. El muchacho no buscaba una respuesta a ello, sabría que, de alguna manera, no la habría, tenía una gran certeza sobre aquello.

La muchacha la observó dos segundos, intentó analizar si aquello sería lo correcto, pero —al igual que su primo— sabía que si no actuaban de forma inmediata, todo marcharía pésimo. En especial, se quedó mirando las líneas, de forma algo concentrada, mientras de una forma casi involuntaria, se aferró a ella. Confiaba en Damián como en ninguna otra persona, sabía que, fuera lo que fuera que había ideado, sería lo mejor. Gracias a todo eso, la muchacha pudo salir de la conmoción y creyó que, de no haber sido por él, de no haberse encontrada en compañía del muchacho, las cosas hubieran resultado espantosas; pues de alguna manera creyó que Gonzalo ya había violado antes a alguna chica, de hecho, tuvo esa terrible certeza y eso la había logrado paralizar por completo. Sin embargo, por suerte, volvió en sí sin mucha dificultad debido a lo anterior y sus sentidos volvieron a la normalidad. Mientras Damián tironeaba de ella hacia su dirección, la muchacha refregó la muñeca de su blusa sobre los ojos, limpiando así sus lágrimas, de una manera que me pareció bastante extraña de por sí; era algo que, en una situación normal, no hubiera sido así. Pero ¡diablos!, eso distaba muchísimo de considerarse así, era algo que había roto los límites de todo lo imaginable.

Primero amagaron con la idea de correr de frente, en dirección a la otra vereda. Damián sabía que eso sería contraproducente porque los alcanzarían muy rápido —además de que si llegaba a aparecer un automóvil por la mera calle, sería el escape más corto de la existencia. Pero todo tenía su justificación y es que si era capaz de engañarlos de aquella manera, podría darles una ventaja para dejarlos atrás. Al hacerlo, vieron cómo los tres cayeron en la trampa; Humberto, en especial, fue más allá del cordón, incluso un pie tocó el suelo de la calle. El muchacho se detuvo en seco en el momento en que un coche pasó a toda velocidad por ahí y lo empapó íntegro, de pies a cabeza. Entonces, alegre porque funcionó y los tres que despistaron por unos segundos debido a aquel hecho, Damián volvió a tironear la mano de la chica y corrieron cruzando la esquina de la parada a la siguiente; el muchacho no era tonto y, antes de hacerlo, vio que el semáforo se encontraba clavado en la luz roja. Pudieron cruzar sin ningún inconveniente; se trató de un plan básico, pero sobre la marcha y les dio un buen resultado después de todo. En esos momentos, mientras corrían con la lluvia dándoles de lleno sobre el rostro y percibiendo la fresca brisa por ello, el chico creyó que era bueno planificando cuando se encontraba presionado con algo, en especial si se trataba de una situación de vida o de muerte.

Natalia, que no podía controlar mucho sus pasos debido a que el chico estaba marchando bastante más rápido del ritmo que ella podía mantener, no pudo evitar que el paraguas golpeara con la columna de cemento de uno de los faroles de la esquina. Del mismo modo, no pudo prevenir que este se desgarrara como si hubiera sido papel y que fuera a parar al mismo gran charco en el cuál —¿acaso hacía tan solo unos minutos atrás?— ella misma había admirado su rostro, con la idea de que habían transcurrido ya más de horas y horas desde que estuvo recordando una gran —y mucho más que importante— parte de su pasado; era ese mismo charco donde vio reflejado su —algo triste y melancólico— rostro de muchacha quinceañera, que tuvo que sufrir cosas que no muchas personas pueden llegar a comprender, ni siquiera, en sus más descabelladas pesadillas.

Damián corría alguna distancia y luego, cuando se convencía de que era seguro hacerlo, miraba hacia atrás, por sobre su hombro derecho, aunque procuraba hacer aquello sin aminorar demasiado la marcha; a veces, incluso, le pedía a Natalia que lo hiciera. El muchacho solo esperaba que su aquel plan —improvisado como nunca había hecho en su vida— resultara. Si este no llegara a funcionar, fuera porque algún obstáculo les impidiera el paso o porque los tres consiguieran alcanzarlos a pesar del grandioso esfuerzo que estaban realizando, era consciente de que los dos estarían muertos. Tampoco, en lo poco que habían recorrido, que no era más de media cuadra, pudieron ver una sola alma; pues ahí sí hubieran podido pedir ayuda y, a los tres idiotas, no les quedaría más remedio que posponer aquella locura, si es que luego decidieran seguir acosándolos. Los pensamientos del fracaso eran tan aterradores que nada podía contra ello, excepto quizá, tres tipos sacados de las casillas, que lo persiguen a uno con dos navajas de muelle y otro con un largo y afilado machete robado de vaya a saber qué tienda del centro de la ciudad. De algún modo, pudo evitar seguir considerando eso y concentrarse más en lo que hacía, analizando —en cuestión de milésimas de segundos— qué era lo mejor que pudiera hacer. Me sorprende, a veces, la capacidad de reacción que tiene una persona que, a veces, es mucho más veloz que la de un microprocesador; pero, claro, estos nunca se verán envueltos en una situación como esa, me imagino. De todos modos, podrían compararse, al menos a grandes rasgos.

Se acercaban a la esquina siguiente —donde no había una parada como tal, pues estas se daban cada dos calles, sin excepción— y ahí fue cuando la idea le vino, de repente. Más que algo planeado, fue una especie de intuición. Damián observó el suelo y dio un pequeño salto, su prima lo imitó y siguieron avanzando un poco más. Gonzalo se había acercado bastante, pues no le resultaba muy sencillo al chico correr así, si lo hacía a toda velocidad, perdería a su Natalia, sin dudas y el otro corría como un maldito desquiciado, sin sentir —si quiera— un pomo de cansancio. Esa era otra de las ventajas de aquel maldito, cosa que lo dejaba con pocas debilidades al descubierto. Lo que hizo entonces, el muchacho, fue aprovecharse de esa tremenda velocidad y generar, de algún modo, ese punto débil que necesitaba. Volvió a amagar con cruzar a la esquina que le seguía —si lo hubiera hecho, era probable que el maldito los hubiera alcanzado no mucho después, quizá a la mitad de hacerlo—, sin embargo, cuando ya estaban casi a la altura del cordón, giró hacia la derecha y reemprendieron la marcha. La muchacha, curiosa, aterrada y con el corazón latiéndole a mil por hora, se quedó viendo hacia atrás mientras seguía marchando. El espectáculo que siguió, fue maravilloso, algo como muy pocas veces hubiera podido admirar; sus ojos se dilataron y, de manera interna, se alegró por ello. La tensión del rostro aflojó y sus gestos se ablandaron poco a poco.

Cuando Gonzalo intentó dar ese mismo brusco giro en la esquina —debido a que ellos hicieron lo propio de una manera sorpresiva pero natural— con el objeto de no perderlos, perdió el equilibrio gracias a que pisó un poco de agua, luego se resbaló y terminó tropezándose con los mismos pies, al tratar de recuperarse. No lo pudo evitar y cayó sin poder protegerse del golpe en seco; el rostro sufrió las consecuencias, que al final no fueron tan graves como se hubiera deseado. Había estado marchando con un ritmo tan rápido que dejó bastante atrás al otro par de idiotas. Horacio y Humberto, lo alcanzaron unos segundos después, sin dejar de correr.

—¡Vamos! —les ordenó de repente, sin importar que se había estrolado como nunca en su vida; lo único que le importaba era que esos dos pagaran con sus vidas—, ¡ayúdenme a ponerme en pie, pedazos de pelotudos!

Cada quien lo tomó por debajo de un brazo y lo cargaron de un momento a otro, de una forma increíble. Si alguien lo hubiera visto, juraría que jamás se había caído.

—No los vamos a poder alcanzar —comentó Humberto, que lo sostenía del lado derecho.

—Tenés razón —confirmó Horacio, del lado contrario—, ya están a más de media calle y el semáforo está en rojo, cuando lleguemos, la luz de mierda va a cambiar. Vamos a tener que hacerlo en otro momento, Gonzalo.

El líder no pronunció una sola palabra, solo gruñó en dirección a esos dos malditos, que se habían salido con la suya y que lograron frustrar todos sus magníficos planes. «Ya me las van a pagar», pensó para sus adentros, de una manera terrible, pues cuando decía algo como eso, no habría manera de que se pudieran salvar, «lo juro por mi vida», terminó.

—Si tu enemigo no muestra debilidades —lanzó al aire el muchacho, luego de ver cómo el maldito se estrellaba contra el suelo—, ¡generalas vos mismo! —La chica rio por lo bajo, pues respiraba de forma agitada y se le dificultaba mucho hacerlo. Le hizo algo de gracia lo que Damián había dicho, pues la situación pintaba horrible y terminó de una forma media trágica, media cómica, en especial si se considera la idea de que podrían haber terminado decapitados por esa basura de persona.

El plan de Damián había funcionado a la perfección. Él conocía a Gonzalo mejor que la mayoría —tal vez incluso más que él mismo— y sabía que, si lograba hacerle creer que lo alcanzaría —si le transmitía aquella grandiosa seguridad—, lo más probable era que se obsesionaría tanto y terminaría por correr a toda velocidad. Siendo que el clima no lo ayudaba para nada, había una enorme probabilidad de que las cosas terminaran del modo en que se le ocurrió a último momento y eso le pareció impresionante. No el hecho de que parecía que todo lo que planeó saliera mucho más que bien, sino que hubiera sido capaz de pensar en ello de una manera en que, de otro modo, jamás se le hubiera ocurrido. Había visto el charco y, por alguna que otra razón, intuyó que eso podía dar el resultado que esperaba, de alguna manera, tuvo esa certeza.

Gonzalo se quebró la nariz, aunque era probable que nunca le doliera si se la pasaba sumido en la droga. Sin embargo, supo que tendría que hacérsela ver; quizá algún conocido pudiera ayudarlo con ello, pues un par de amigos le debían unos cuántos favores.

Luego de llegar al otro extremo de esa calle, la chica volvió a mirar hacia atrás, por sobre su izquierdo. Lo último que pudo observar fue a Gonzalo apoyando sus brazos sobre los hombros de Horacio y de Humberto; ya estaba erguido de nuevo, pero no volvieron a correr tras ellos. Divisó, además, que una mancha roja se extendía por sobre su azul —casi negra— remera y estaba segura que, tal y como lo había pensado, se quebró algún con el tremendo —y merecidísimo— golpe que se propinó.

A pesar de todo lo que hubiese podido llegar a sentir cualquier otro de los muchachos que hubiera tenido la desgracia de enfrentarse a él, Damián no se alegró, en absoluto, con nada de lo que había ocurrido. Sabía, mejor que ninguno de ellos, la clase de persona que era Gonzalo, comprendía algo que a muchos se le pasaba por algo y eso era que se trataba de un muchacho muy vengativo. Eso, precisamente, consiguió que temiera por lo que pudiera llegar a hacerles, en un futuro no tan lejano. En especial, temía por lo que pudiera llegar a hacerle a su pobre, querida y bonita prima. Estaba convencido de que no transcurriría mucho tiempo antes de que volviera a intentar algo en contra de ella —o de ambos— y sentía mucha angustia al pensar que, tal vez, no podría estar en ese momento para protegerla del modo en que lo había hecho durante esa fatídica mañana del cuatro de marzo de dos mil dos. Las clases de aquel año, habían comenzado de la manera más potente que jamás se hubiera imaginado y sería uno terrible, ya podía vaticinarlo de alguna u otra manera.

—¡¿Qué carajo están haciendo ahí abajo?! —se oyó la voz de un hombre adulto que, al parecer, provenía de un departamento, creyendo que solo era un grupo de pendejos que estaban haciendo tonterías; y es que estaba dormido de una manera tan profunda, que no fue capaz de percatarse de la gravedad del asunto. Como de costumbre, la gente reaccionando a último momento, no aportó en nada y solo se quejaron por conveniencia—, ¡ya dejen dormir a la gente en paz! ¡Déjense de hinchar las pelotas o llamo a la policía!

Luego de que los tres fracasados oyeran aquella queja, pudieron oír cómo un trueno volvía a azotar el lugar y, como si se tratara de una ironía de la vida, ellos guardaron silencio. Gonzalo volvió a guardar el arma —que pensaba volver a usar en alguna otra ocasión, sin duda alguna— en la funda y se marcharon de ahí.

La verdad de todo aquel increíble escenario era que Nadie se hubiera imaginado a un loco correteando a dos primos con un machete en la mano, como si fuera una mala imitación de Jason Voorhees, el asesino de "Cristal Lake" o de algún personaje por el estilo.

Para como resultaron las cosas, hubiera preferido que aquel idiota se hubiera dado un terrible golpe en la cabeza que lo dejara todo idiota, incapaz de mover un solo dedo, por el resto de su miserable y maldita existencia. Era algo que, de hecho, se merecía ya desde hacía muchos años, desde que había cumplido los trece o catorce años y había empezado a delinquir para poder cubrir los gastos excesivos de sus vicios de mierda.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top