Capítulo Veinticuatro
El colectivo estaba bastante lleno y no pudieron conseguir dos asientos libres; a diferencia de lo que casi siempre hacían, viajaron por separado, pues en ese colectivo ya había más gente adulta, que iba de camino al trabajo.
Por un lado, Damián se sentó en uno de los asientos de plástico —sencillos— ubicados a la izquierda, al fondo. Por el otro, Natalia había hecho lo propio con uno —en realidad, su primo le insistió en que fuera ella quien se sentara allí mismo; lo cierto, y puedo asegurar esto, eso fue lo mejor que podría haberle dicho—, que se encontraba en medio, a solo unos pasos de la puerta. Sin embargo, a diferencia de él, ella viajaba sentada en uno de los de la derecha. La muchacha admiraba —suspirando— los edificios, tiendas y parques de la ciudad a través del cristal, algo sucio de polvo y de tierra, de la ventana. Junto a su lado, había otra bonita muchacha; de alguna manera eso fue algo que logró aliviarla de una manera más que increíble. Cuando pasaron un par de semanas desde aquel momento, llegó a comprender que todo fue una sensación de felicidad, una que le terminaría resultando tan sincera como auténtica. No sabía bien el por qué sintió eso cuando viajaba, pero —sin dudarlo ni un solo segundo— lo tomó como algo bueno e incuestionable.
Se sentía de aquella manera por varias razones. Una de ellas, se debía a que se percató, enseguida, de que aquella chica se trataba de una persona muy buena, era alguien mucho más que amable, bondadosa y cariñosa. Eso era evidente y no podía negarlo; admiró todas esas características en el momento en que le pidió permiso para sentarse en el asiento que daba hacia afuera. Sus miradas se cruzaron unos instantes y admiró unos ojos tan puros como transparentes, donde pudo ver la sencillez de la chica reflejada en ellos. La chica, que era rubia y de un cabello ondulado, envidiable y largo —que le recaía de forma despreocupada casi hasta el nivel de la cintura—, esbozó una sonrisa que volvió a alegrarle la mañana. Era algo morocha, en especial por los restos del verano —que se encontraba pronto a morir, ya por enésima vez—; sus pómulos eran lindos y un poco inflados, algo característico de una persona saludable y que sabe cómo debe alimentarse, que no sigue modas que pongan en jaque su vitalidad y su autoestima, de alguien que no se tienta para querer encajar en ese estúpido estereotipo de mujer perfecta, delgada y bella que termina causando tantos estragos, tantos traumas psicológicos, debido a aquella maldita presión infundada de la escoria sociedad. Me he cansado de oír siempre las mismas críticas de mierda de gente que no tiene nada mejor que hacer que meterse con el cuerpo del otro; que si la chica está muy flaca, "¿qué pasa que tenés ese aspecto?, ¿estás enferma?", que si —en cambio—, aparece más rellenita que de costumbre, "te noto con mayor peso. No estarás embarazada, ¿no?". ¡Dios mío, cómo detesto cuando la gente es así de metida!, porque seguro que su cuerpo es perfecto, que fumar un atado —dos, tres o la cantidad que sea— de cigarrillos por día, beber alcohol seguido —y demás—, es mega saludable y el cuerpo nunca le va a pasar factura por ello en el futuro; sería genial que, en esos casos, se vieran al espejo, así verían un rostro con ojeras, con dientes amarillos por el tabaco y todo lo que no se puede ver a simple vista, como un hígado jodido por la ingesta de cerveza, de vodka, de tequila y de cualquier otro cóctel explosivo. La chica era preciosa, en especial con esos ojos grises que se escondían tras sus lentes de lectura y solo le tenían una enorme envidia; se veía tan inteligente como amable, pero —por desgracia— siempre hay gente que por cualquier cosa busca atacar y armar polémica, aun a nivel personal, de hecho eso es lo peor. Lo bueno es que, por lo menos en lo que a mí respecta, he notado que la gente ha ido tomando cada vez más conciencia de que no es bueno meterse —y, mucho menos, burlarse— de los aspectos físicos de otra persona de manera tan brusca y precipitada, aunque creo que todavía falta mucho por mejorar, para hacer que a mayoría de la gente lo comprenda.
A Natalia le resultó evidente el hecho de que esa muchacha no abusó de del sol, que no lo había tomado de una manera excesiva y eso era admirable. Eso hablaba mucho de su formación, pues es algo que la mayoría de la gente ignora o, ni siquiera, intenta ser precavida. He visto gente de cuarenta y tantos años que luego, por tomar solo todo el año —y a cualquier horario—, luego tiene la piel en un estado deplorable, a tal nivel que, si dejan de exponerse a este, se ve como cuarteada, decaída, como si fuera una serpiente que quedó cambiando el pellejo a medias. Es algo terrible no solo forma estética, de hecho eso es lo de menos pero —a nivel salud— puede causar muchos inconvenientes. En el peor de los casos, uno de los peores tipos de cáncer que se encuentra en el melanoma. He visto ese tipo de gente durante años, tomando sol en los horarios más inapropiados que cualquier persona se pueda imaginar y, luego, llegada cierta edad, los dejé de ver, pues el objetivo ya había cambiado al de —literalmente— ocultar el cuerpo. Sé que la gente no debe burlarse de ello, como dije antes pero, cuando se trata de un tema de salud tan serio como este, es bueno que a la gente le quede bien claro el daño —irreparable en una importante cantidad de casos— que le hace al cuerpo.
Otra razón por la que se sintió aliviada de aquella manera —de las cuales más valen la pena de nombrar, de hecho— se trataba, en realidad, de una consecuencia de la anterior. Pues bien, la desconocida consiguió que Natalia volviera a sentir algo que hacía ya tanto tiempo, desde hacía muchos años, que no había podido sentir. Se trataba, sin lugar a la más mínima de las dudas que ni la más pequeña de las mentes podía llegar a concebir luego de toda una vida, de algo que había ido perdiendo de manera gradual a través de todos esos —ya incalculables e innombrables—, años. Incluso, la idea se le antojo similar a una pequeña vela, cuya —no menos diminuta— llama de esperanza, se encontraba a la intemperie, bajo la voluntad —la crueldad o fuera lo que fuera— de cualquier airecillo pedorro, aguardando para que llegara el temible momento en el que se consumiera por completo y que tuviera que dejar de existir para siempre. En ese extremo límite de dependencia se encontraba, a punto de perder la esperanza por completo; solo soy capaz de explicarlo con esa peculiar analogía. Quizá sea imprecisa, pero es la mejor con la que soy capaz de expresarlo; era un relación de dependencia bastante singular, en la que si aparecía —o no— un elemento en particular, el otro dejaría de existir sin remedio, careciendo de una segunda oportunidad para evitarlo, pues solo era lo último que quedaba. Si no sucedía cierto evento, lo daría por perdido para siempre.
Pues, la "acompañante", ignorándolo por completo, le devolvió toda la esperanza que había estado perdiendo desde solo Dios sabía cuánto tiempo, debido a que fue capaz de llegar a comprender —logrando "maquillar" la emoción que encontró en aquella adolescente— que no todas las personas eran malas, que había mucha gente ahí fuera, en la vida diaria, que no eran tan frías y poco amables como muchos de los compañeros que le había tocado a lo largo de los cursos. Por el contrario, Natalia comenzó a entender que, en realidad, la mayoría de las personas eran más que gentiles —fuera por una cortesía fingida o no— y que si, casi todos los demás estudiantes se demostraban algo distantes, secos y asquerosos con ella, se debía —posiblemente—a que se encontraban influenciados por alguna razón en particular, por algún comentario, por alguna persona o algo por el estilo; ahora que lo pensaba con detenimiento, no tenía duda que se trataba de algo así.
El pensamiento la hizo razonar un buen tiempo y llegó a una conclusión que se acercaba, de manera tan terrible como acertada, a la realidad. La razón se debía, en mayor medida, a las manipulaciones de Gonzalo Sacarías, era tan claro como la primera luz de la mañana, como el alba. Pese a que era odiado —y temido— por unos cuántos estudiantes, de todos modos tenía su peculiar manera de influir en la gente, en general. Si bien no contaba con tantos seguidores que digamos, estos tenían amigos a los que convencían, que a su vez eran conocidos de otros y, de este modo, cualquier rumor se extendía por la escuela en cuestión de días, incluso en horas, sin que nadie supiera quién lo había originado; pero como la fuente de la información siempre venía de una persona confiable, todo el show se terminaba convirtiendo en un desacertado, exagerado y engañoso teléfono descompuesto, donde cada quien terminaba opinando cualquier cosa, diciendo cada burrada, sin tener la más pálida idea del asunto, sin saber si en realidad los rumores eran ciertos o no. Aún me resulta increíble cómo esas noticias tan sensacionalistas, podían causar tanto revuelo en los pasillos alborotados del colegio; era algo de no creer, más si considero de parte de quién venían aquellas exageraciones.
Los chicos, por su parte, solían molestarla con temas relacionados a sus trastornos en general. Específicamente, recibió muchos malos tratos respecto a aquella peculiar timidez; en ese caso se corría la bola de que un ratón le había devorado la lengua, que había hecho un oral que se la trabó, que le daban calambres siempre que recordaba eso; pero nada de eso era cierto y, aun así, todos ellos parecían haberse convertido en expertos en los temas que le concernían, como si fueran una suerte de paparazzi terrible y desinformado, que solo se metía en su vida para jodérsela a como diera lugar, porque de eso vive esa gente que no tiene una vida propia; como no son nadie, solo se dedican a criticar gratis. ¡Pero ojo!, ¡no vayan a opinar sobre algo de ellos porque ahí sí estarían invadiendo su privacidad! En fin, ¡esa maldita gente llena de hipocresía y de veneno!
En el caso de las chicas, resultaban ser comentarios hirientes sobre el cuerpo, el por qué vestía de tal manera —aunque su vestuario fuera idéntico al de ellas o, incluso, mejor que el promedio—, que porque no seguía tal o cual moda, que porque no hablaba con ningún chico, que tampoco lo hacía con la mayoría de las chicas, que si llevaba tal o cual corte de pelo, que si la mochila era demasiado pequeña, que si era demasiado grande, que si era la más baja del curso. Solo faltaba que la criticaran por respirar como todo ser humano que se jactara de seguir con vida; la única explicación que es posible, lleva por nombre el de "envidia", pues ella era demasiado para sus compañeras, que ni a los talones le llegaban. En fin, de haber sido ella, yo hubiera comprado dos revólveres restaurados del lejano oeste, con un cañón no menor de quince centímetros de longitud, y les hubiera volado la cabeza de dos en dos, admirando —gozando como jamás hubiera hecho en mi vida— cómo los órganos faciales se desprendían con cada impacto de esas potentes y bestiales armas de destrucción. Una satisfactoria masacre estudiantil al mejor estilo norteamericano. Incluso hubiera esperado, encerrado donde fuera que me tuvieran que retener, que rodaran una película basada en esos hechos tan agradables; ya me lo imagino... «Estudiante, cansado del maltrato constante, ingresó al colegio armado hasta los dientes, desenfundó dos armas de gran calibre y acabó con la vida de no menos de tres decenas de estudiantes; cinco profesores, un preceptor y un temido pequinés, corrieron con mala suerte. Ampliaremos en la página 44» Lo sé, es una locura. Solo déjenme fantasear.
Fue durante más de un par de oportunidades, en la época en la cual yo había estado en la ciudad de Rosario, cuando noté cómo las demás muchachas de su edad —y algunas más y menos grandes que ella, también— la miraban. Fui, además, testigo de cómo la miraban de manera penetrante, rebosantes de odio y de algo más, que parecía tratarse de algún tipo de estúpido temor. Era tan preciosa que no me extrañaría que la razón del odio —y del miedo— que las movilizaba de aquella manera, fueran unas estúpidas escenas de celos, que no querían que les robara a su pareja, a pesar de que la muchacha casi ni hablaba con los chicos, en parte por el trauma generado por su propio padre, pues temía ser golpeada de nuevo, eso era una especie de fantasma que nunca podría dejarla en paz. Les costaba comprender que esa chica era tan sensible como cualquier otra, que no era un ser sin sentimientos y le hacían un daño constante al dirigirse así a su persona, a hablar de ella —de mala manera— a sus espaldas, de reírse e inventar nuevos rumores sobre la muchacha, cuando esta no estaba presente y, dadas muchas situaciones del salón, de los grupos que tenían que formarse para los grupos, de ignorarla de tal modo que parecía ser un fantasma, que parecía tratarse de una perfecta desconocida. Cuando los grupos se formaban, nadie quería hacer los trabajos con ella, aun cuando los profesores designaran las parejas; algunas chicas se veían en la necesidad de rechazarla por lo que las demás pudieran decirles luego, por lo que pudieran reprocharles o hasta insultarlas. Por desgracia, yo no podía hacer nada para revertir esa situación, me lo tenían terminantemente prohibido y escapaba de mis manos poder ayudarla con ello; hubiera querido que fuera diferente, pero yo no hago las reglas además de que, en ese momento, no tenía las cosas tan claras como ahora. De haber sido así, hubiese obrado acorde a lo que, hoy en día, dicta mi corazón y no de forma tan rígida y antinatural.
Tenía, en realidad, una infinidad más de razones por las que esa muchacha logró que se sintiera tan feliz. Las más importantes fueron, sin lugar a dudas, las dos anteriores. Y, sumando a ellas la razón de que le había devuelto la confianza en sí misma —la autoestima que cayó en picada, en especial durante el año anterior, cuando la criticaron por no hacer fiesta de quince— logró que ella se sintiera como si hubiera tocado el cielo con sus manos, aunque no supiera a ciencia cierta —o fuera muy precipitado proceder de aquella manera— la razón, considerando que ni siquiera la conocía.
Aunque no se decidió a hacerlo —y eso era algo que le había resultado más que lógico, ya que no la conocía en persona— le hubiera gustado confesarle que le cayó de una manera excelente, que imaginaba que, de haberse conocido, hubieran sido muy grandes amigas. Le resultó obvio que hubiesen sido las mejores amigas.
Luego, algún tiempito después, se llevaría una gran y agradable sorpresa, aunque —ni siquiera— lo había sospechado, para nada en lo más mínimo. Por otro lado, tuvo deseos de darle las gracias por todo, aunque luego le pareciera que estaba loca. Luchó contra esas fascinantes ideas durante un buen rato, sin embargo, pudo descartarlas. Luego de unos segundos, apartó la mirada de nuevo, para admirar cómo la neblina se filtraba en las calles, cómo obstaculizaban todo y el chofer se veía obligado a desacelerar. En esos bonitos momentos, admiró cómo el rocío comenzaba a cubrir algunos árboles y el césped de algunas de las entradas de las casas que pasaban de manera lenta ante sus ojos. Había dejado de llover, pero la escarcha, blanca como ninguna otra cosa, profetizaba la inminente llegada del otoño y de una posterior temporada invernal.
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