Capítulo Treinta y Uno

Se sentaron cada una en uno de los sillones, que eran grandes, suaves y cómodos como ninguna otra cosa; tenían un color gris azulado —con unos motivos dorados de forma vertical— que resultaba bastante agradable a la vista. Quedaron enfrentadas de tal manera, que parecía como si fueran a realizar una entrevista o como si quisieran debatir sobre algún tema polémico, pero interesante a su modo; luego estaba esa preciosa chimenea hecha de ladrillos. Esta era especial, pues había sido construida —a mano— por el propio abuelo del esposo de la mujer, por eso es que era como una especie de "orgullo", porque había pasado ya más de medio siglo, sin duda y era como si aún se encontrara la esencia de Giuseppe Lombardo reposando en ella. Cada vez que charlaban o se sentaban frente al televisor para ver algo, parecía que aquel espíritu se encendiera cuando hacía lo propio la madera y que las contemplara de una manera silente, exceptuando el crepitar de esta mientras se consumía de manera lenta y gradual, con el objeto de calentar la casa durante los fríos días de invierno, como lo era aquel y, quizá, con el oculto anhelo de infundirles la paz, la calidez que siempre había caracterizado a aquel pariente tan amable como muy pocas personas podrían imaginarse.

Por alguna razón, a la pequeña se le antojó que esa vez ardía con menos intensidad que la de costumbre, a pesar de que lanzaba unos destellos anaranjados mucho más que imponente. Quizá eso podía deberse al hecho de que hubieran usado menos leña que antes o a la razón que las había llevado a esa situación; por otro lado, no hacía mucho tiempo que había encendido y esa podía ser otra explicación. Lo más probable era que no transcurriese mucho tiempo hasta que comenzaran a hacer efecto.

Unos instantes más tarde, en vista de aquello, esa situación le recordó algo de hacía cerca de tres horas, en el momento en que el atardecer había comenzado a doblegarse ante una fuerza que se hacía mayor con el correr del tiempo, de los minutos, segundo a segundo. El cielo teñido de un color anaranjado, precioso y típico de un día que —en buena parte— fue bastante inestable a cada rato, fue tan majestuoso como inolvidable. Había sido una tarde plagada de nubarrones tan negros como las inseguridades de una persona que sufre acoso, como si fueran cientos de enormes agujeros sin fin, por los que la densa lluvia cesó de un momento a otro, mientras el cielo se despejaba poco a poco. Cuando eso sucedió, el sol comenzaba ya a perderse, una manera bastante veloz —y triste a su modo— en lontananza. Al cabo de un tiempo, cuando este dejara de existir —de una manera cíclica y rutinaria— del mismo modo en que ya había sucedido durante incontables ocasiones, a Natalia le parecería que el fenómeno solo había durado un par de míseros segundos y luego consideraba la loca idea de que nunca jamás tendría el privilegio de poder admirar un evento tan sublime y único como lo era aquel. Se deleitaba viendo aquello, cada vez que sucedía y, si podía hacerlo, le gustaba sentarse en el umbral y disfrutar de aquello que le resultaba tan efímero como nostálgico. Contadas eran las veces en las que se lo llegó a perder, eso habla por sí solo de cuánto amaba hacerlo.

Antes de comenzar a relatarle el manuscrito que le había dejado Andrea, Denise volvió a tener dudas al respecto, no por lo que había escrito en ella, sino por la niña, pues no estaba segura si sería lo mejor.

—Nati, cariño —le llamó la atención a la niña, que había dejado recaer la vista sobre la roja alfombra durante unos momentos, cuando desvió la mirada de la chimenea, que su tía había encendido hacía unos instantes. La chica alzó la vista de nuevo y sus ojos se admiraron los unos a los otros, dándole a entender que la escuchaba—, ¿estás segura de que querés que lo hagamos ahora?, se me ocurre que por ahí te convenga hacerlo cuando crezcas un poco más, porque me parece que puede ser un tema delicado.

Natalia no le contestó la pregunta, solo se limitó a mantener la mirada fija. Durante esos instantes, ni siquiera pestañeó. Denise fue capaz de apreciar, habitando en esos ojos pardos, la tremenda determinación que la niña presentaba; enseguida comprendió la respuesta y se dio cuenta de lo mismo que la niña: si no lo hacían en ese preciso momento, no lo harían en ningún otro momento, era esa misma noche o nunca.

—Está bien —comentó Denise, más para ella misma que para la niña. De alguna manera, ya se imaginaba que seguirían adelante, le resultaba tan claro como el cielo y tan puro como el agua; a veces la audacia de la pequeña llegaba a sorprenderla y nunca era capaz de preverlo. Sabía que la ella iba a seguir adelante con eso, pero tenía que preguntárselo por si luego se llegaba a arrepentir. La mujer recogió sus cabellos, los sujetó con una bandita elástica, se colocó los anteojos de lectura, que colgaban del cuello y abrió el sobre mientras deslizaba la nota, la carta que su hermana había escrito hacía ya tanto tiempo—, empecemos, entonces.

Cuando el escrito ya reposaba —por completo— entre sus manos, Natalia suspiró porque nada de lo que había considerado sucedió. Esta no se deshizo por un hechizo inexplicable ni mucho menos, y eso logró que pudiera sentirse aliviada al respecto.

Por un momento, mientras Denise alzó la vista para concentrarse en el texto, pudo ver por encima de las letras que la niña se encontraba muy intrigada por todo aquel asunto; deseaba saber, luego de poco más de cinco largos años, lo que su madre había escrito en aquella carta de despedida. Por sobre este, la mujer dejó entrever una preciosa sonrisa con la que la pequeña pudo apreciar el enorme cariño que ella tenía. Ella, viéndose en una situación algo embarazosa, como si alguien le hubiera desnudado los pensamientos con la mirada, se sonrojó de una manera muy tierna y le devolvió el gesto de una manera algo tímida.

Al admirar eso, la mujer volvió a apartar su mirada para volver a concentrarse en el texto y en la razón por la cual Andrea había actuado así. Como bien dije antes, Denise nunca se había atrevido a leer aquella nota por su cuenta; desde el momento en que la encontraron sobre el cuerpo sin vida de su hermana, decidió que la conservaría hasta que el momento adecuado, ese que ahora estaban afrontando, llegara. Mientras sus ojos se deslizaban por las palabras escritas con una birome que se había desdibujado un poco por el sudor —algo lógico de suponer por los nervios de la situación—, se encontró con la sorpresa de que ella también anhelaba saber lo que sucedió; era como —si de alguna fantástica manera— la niña le hubiera contagiado ese gran interés.

Desde esos momentos de hacía más de cuatro años, supo que en algún momento estarían sentadas, intentando descubrir las razones que se ocultaban en ese escrito desde hacía tanto; sería como poder darle una suerte de libertad a Natalia para que pudiera ampliar la visión sobre aquel tema que fue causante de tantas pesadillas, de tantos sueños agitados.

La tía abrió la boca de una manera casi involuntaria, como si no hubiera querido hacerlo. Lo cierto era que ya había adelantado un párrafo —o dos— en silencio y no sabía muy bien cómo empezar. Entonces, ignorando varios de los sentimientos que la embargaban y le dificultaban seguir adelante, solo se limitó a leerle —de una manera algo tosca y mecánica, como si hubiera podido desprender, al menos de momento, de su sensibilidad— el escrito al pie de la letra, sin omitir nada. Al fin, luego de lo que a Natalia le pareció una verdadera eternidad de espera y de lamentos nocturnos, la verdad saldría a relucir y podría comprender, al menos de una mejor manera, las razones que llevaron a su madre a quitarse la vida y a dejarla sola en este mundo. 

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