Capítulo Treinta y Tres
Denise ya le había leído lo que expresaba la nota. La mujer dio vuelta el escrito, con el objeto de cerciorarse de que no había nada más y fue cuando notó una serie de manchas oscuras, que se le antojaron como si fueran de la vieja grasa de una inactiva máquina de coser. Se dio cuenta de que era sangre que se había secado y la volvió a dar vuelta con rapidez, antes de que la niña pudiera notarlo; la apoyó sobre la mesa y se quedó admirando el texto, un poco más. Algunas de las palabras, de las últimas líneas, estaban borrosas y le costó un poco poder descifrarlas; sin embargo, luego de observarlas un tiempo, lo pudo deducir.
Ambas apartaron la vista y se dedicaron una sonrisa que parecía ser casi cómplice, como si —al mismo tiempo— se hubieran dado cuenta de lo mismo; Andrea no había sido una mala madre y la carta las logró emocionar como nunca. Natalia pensaba en la mamá que la había dejado y, Denise, en la hermana que hacía cuatro insufribles años que se había ido de gira. Ya desde el momento en que leyó el último párrafo, las lágrimas no se pudieron contener ni un segundo más y se deslizaron por sus mejillas. Solo las iluminaba el resplandor que emanaba aún de la chimenea; este —por cierto— pareció aumentar más y más durante la charla, como si el alma de Giuseppe se hubiera lamentado y puesto feliz de la misma manera que ellas y hubiera avivado las llamas de alguna fantástica manera. A través de la ventana, cubierta por una cortina roja, se filtraba un poco de claridad, como si aquel astro bien quisiera formar parte de aquel precioso momento o como si quisiera bendecirlas de alguna manera, aunque no tuviese ya mucho para ofrecerles dadas las circunstancias.
Aunque no se hubieran dado cuenta en ese momento, se fueron introduciendo cada vez más en la misteriosa mente de Andrea, tanto en la manera que tenía de pensar y de actuar como en todos sus temores, en sus debilidades y fortalezas. Les resultó increíble el hecho de que, a pesar de que hubieran pasado ya unos cuántos años, pudieron saber todo eso; de alguna manera fue como si ella hubiera regresado de forma espectral y lo hubiera expresado de forma abierta, pero aún siendo presa de las cadenas de la muerte que la ataban y le impedían —de forma terrible, como si fuera una maldición infernal— disfrutar de los placeres de la carne.
Nati se había percatado de que, cuando Denise iba leyendo menos de la mitad de la carta, ya no sentía nada de frío, muy por el contrario, comenzaba a sentir un calor —una calidez— tan bonito que se sintió muy feliz, como lo había estado en muy pocas ocasiones de su vida.
Ahora, gracias a los destellos entre rojos y anaranjados, fueron capaces de admirar —aunque ya se habían percatado de ello cuando la mujer leía— las pequeñas gotitas cristalinas que brillaban en sus ojos, ambas lloraban. Desde el momento en que Denise empezaba a relatar el tercer párrafo, estas se asomaban y, ahora que todo había terminado, que la intriga fue satisfecha por completo, no pudieron contenerse durante más tiempo y solo les quedó sollozar, suspirar de una manera bastante entrecortada y tratar de recuperar —de nuevo y en vano— una respiración que fuera normal. Luego de unos segundos más Nati se paró; la mujer, sin comprender lo que sucedía, se quedó sentada en su sillón, mientras seguía con el intento de contenerse, ya que sentía cómo el llanto comenzaba a hacerle mal. Era intenso y eso hacía que le doliera el pecho un poco y que sintiera unos pinchazos en el rostro. La pequeña se acercó a la mujer y rodeó su cuerpo con ambos brazos, bastante abiertos. El abrazo fue tan enternecedor que hubiera sido capaz de derretir hasta al corazón más gélido.
—Te quiero mucho, tía. —La niña era tan dulce como nadie podría imaginarse. Entonces se dio cuenta de que fue como si estuviera abrazando a su propia madre; fue una sensación única que, a partir de ese momento, jamás la abandonaría ni le permitiría que esta lo hiciera. Se había enamorado de ella, el cariño era tan enorme que ya casi se quedaba sin espacio para seguir guardándolo, aunque luego hallaba la manera de seguir haciéndolo—. Te amo como a mi mamá. Gracias por todo. Gracias, gracias, gracias.
—No es nada, mi amor —le dijo Denise, mientras aceptaba el abrazo y ella misma comenzaba a rodear su pequeño cuerpo para refregarle la espalda de manera suave y cálida; se sorprendió a sobremanera cuando se dio cuenta de que era la primera vez que la niña le decía algo como aquello. La mujer hizo un esfuerzo enorme para dejar de llorar, le apartó unos cabellos rebeldes que habían caído sobre sus ojos, le dedicó una sonrisa y le dio un beso en uno de esos cachetes tan tiernos. Luego se inclinó sobre su oído y le susurró—: te amo como a nada más en el mundo. Todo va a ir mejor, te lo prometo.
Permanecieron así durante cerca de, tal vez, media hora. Denise anticipó, de alguna manera, lo que Natalia le pediría a continuación; pues bien, según lo que resultara de aquella nota que acababa de leerle, se lo pediría o no y, al ser capaz de ver aquellos resultados, había tenido la certeza de que sí lo haría. Ella ya se encontraba preparada para ello, como también lo había estado para lo que acababan de hacer; quizá, si se lo hubiera pedido antes, se lo hubiera negado por completo, pues habría sido aún bastante chica como para hacer eso. Sin embargo, la nota la había cambiado a su modo y le hizo abrir los ojos respecto a aquello; habían transcurrido ya poco más de cinco años y casi cumplía los diez; la pequeña fue capaz de demostrarle que ya había madurado lo suficiente y con creces. Tenía una idea mucho más clara del asunto en cuestión, algo que, en otro tiempo, se le hubiera antojado tan borroso, como distante e incomprensible.
La niña se quedó medio dormida en sus brazos —reconfortada bajo los brazos que le ofrecían una calidez única que, por mucho tiempo, le fue negada— y, pese a que no hizo a tiempo a lavarse los dientes, Denise la llevó a su cuarto para que pudiera descansar, pues la pequeña estaba agotada como si hubiera hecho ejercicios durante toda la tarde.
—Quiero que me lo prometas —dijo la niña, quien hizo un gran esfuerzo para abrir los ojos cuando Denise la estaba arropando; la mujer la miró de una forma algo curiosa, para ver si se trataba de lo que ella pensó—, quiero pedirte que me lleves al cementerio donde está mamá, me quiero despedir de ella. Se lo debo, ¿me lo prometés?
—Nati, mi amor —le dijo ella; la pequeña había abierto los ojos, en los que se podía admirar la fuerza de voluntad que movía a la niña; de alguna manera estaba esperando, ansiosa, la respuesta, pues de algún modo era su derecho y creía que era algo inconcluso a lo que tenía que ponerle un punto final, fuera como fuera. Al admirar eso, Denise, que nunca lo había dudado, la tranquilizó enseguida—, por supuesto que sí, mi amor. Te prometo que te voy a llevar uno de estos días. Ahora intentá descansar, que sueñes bonito, te quiero.
La niña sonrió de una manera débil, pero satisfactoria como muy pocas y sus ojos se cerraron de inmediato, antes de que pudiera decirle que apreciaba todo lo que hacía por ella. Denise siguió con la costumbre de siempre y le ofreció un cálido beso en la frente, que hizo que la niña demostrara su dicha, mientras movía las sábanas y se tapaba aún más con ellas.
La mujer dejó encendida la lamparita de la mesa, regresó hasta el marco de la puerta abierta y se la quedó observando un tiempo, apoyada en este, con un brazo apoyado sobre su pecho y con la mano del otro acariciándose el rostro. Volvió a recordar las palabras que la niña le había dicho y no pudo evitar que, unas lágrimas silenciosas, volvieran a escaparse de sus ojos.
—T te am... amo muc... mucho. —Al cabo de un rato, la voz de la niña se dejó escuchar. Sonaba amortiguada por el propio sueño, pero fue capaz de trascender este de una manera increíble, casi como si fuera un truco de magia—, como si fue... fueras mi ma... má.
Sin embargo, Denise ya había regresado a la cocina. Estaba terminando de secar algunos utensilios, para luego ya ponerle fin a un día tan emotivo como ningún otro. Dormiría de forma contenta y profunda, la felicidad la embargó por completo cuando se dio cuenta de que su sobrina —quien era para ella como su propia hija—, se estaba criando de la mejor manera posible; era amable y cariñosa como lo había sido Andrea. Era una buena persona, crecería con unos valores que no muchos niños llegan a comprender —al menos, no hasta que se hacen mucho mayores— y eso era lo único que le importaba.
Pero el sueño se volvió a desdibujar una vez más, de una manera tan súbita que ella se había asustado un poco. Parecía ser que perdería aquella bella y fiel sintonía que había mantenido con el mismo. Ante su imaginación, dicho sueño se comenzó a esfumar por completo. A pesar de que este había llegado a su fin, la muchacha no despertó, al contrario.
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