Capítulo Trece

Al día siguiente, ella se despertó —bastante agitada, eso sí— cerca de las once y media de la mañana. A pesar de todo lo que había sucedido, parecía que su mente había sufrido de una especie de shock emocional, ya que durmió como nunca jamás lo había hecho durante toda su vida. La niña se encontraba envuelta en sábanas y frazadas y, pese a que había estado haciendo un frío tan increíble durante aquellos peculiares —y bastante desagradables— días, tardes y noches, el sudor había se encontraba presente en todo su cuerpo; en especial, había recorrido, de una lerda y pesada manera, toda su espalda —se sentía como si se hubiera lanzado a nadar en una pileta repleta de sopa tibia, que a punto se encontraba de cruzar el límite y volverse caliente— mientras dormía, mejor dicho, mientras unas horribles pesadillas la acosaron casi todo el tiempo. Por alguna razón, intentó hablar y llamar a alguien, a quien fuera que se encontrara allí, ya que se había percatado de que aquella no era su cama, ni siquiera; aunque notó que había bastante similitudes con la suya, fue capaz de darse cuenta de que esa era su habitación. No fue capaz de pronunciar un ni una sola palabra pues, apenas, pudo realizar una especie de gruñido que solo le terminó raspando la garganta. Fue entonces que se dio cuenta de que, allí mismo, todo el cuello, le ardía como mil demonios, como si la hubiera estado forzando de una manera inconcebible, de un modo en que jamás había hecho en su vida. Gracias a ello, pudo recordar los gritos de la tarde anterior y se dio cuenta de que se encontraba afónica por completo. Sin embargo, no recordaba que os gritos hubiesen sido tantos, al menos eso le parecía y no lograba encontrar una respuesta satisfactoria para aquello. «Solo grité tres o cuatro veces» no podía dejar de repetirse a sí misma, una y otra vez de forma seguida, sin dejar de preguntarse cómo es que eso era posible.

Pero, ¿cómo podía afirmar aquello si solo recordaba mínimamente lo que había ocurrido durante la mañana anterior? Ni siquiera era capaz de recordar cómo había llegado hasta allí. «Por ahí no me acuerdo y me la pasé gritando mucho más» pensó, considerando la idea de que era bastante probable que la histeria hubiera sido la causante de todo aquello. Lo más seguro es que ella no comprendiera qué significaba esa palabra en específico, pero sí me atrevería a decir que se hacía una idea bastante acertada de los sentimientos que la habían embargado; pues lo cierto es que había escuchado palabras de las que no sabía cuáles eran sus significados, como la de "hipócrita", pero que de alguna manera tenía en claro que hacían referencia a momentos en que una persona le mentía a otra o que realizaba una acción de la que luego se quejaba si otra persona la hacía. A pesar de que no tenía mucha idea de qué significaba la palabra "histeria", de alguna manera se las había ingeniado para relacionarla con la de "capricho", que tenían bastante en común; esta última la había oído bastante en el jardín, cuando algún niño quería algo de inmediato y a veces en su propia casa, cuando le sucedía a ella misma, aunque era algo más extraño, pues no era de tenerlos en general.

De alguna manera, pensó que tal vez había gritado diez veces seguidas o veinte o quizá —incluso—, fue algo que estuvo haciendo durante toda esa tarde; hasta cabía la —más que firme— posibilidad, de que lo hubiera seguido haciendo mientras esos sueños tan retorcidos la seguían afectando de una terrible manera. En esta terrible pesadilla, volvía a ver —una y otra vez, como si se tratara de una especie de terrible y vieja película que fuera proyectada de manera continua por su fatigado cerebro—, la imagen de la muerte de su madre y la reconstrucción de cómo le había ocurrido todo aquello. Soñaba, con lujo de detalles, con el momento en el que Andrea se sentó en el sofá, frente al televisor, con cómo había esperado un poco para que fuera el momento adecuado hasta que —decidida y determinada por completo, como si lo hubiera meditado durante horas— se quitó la vida jalando del gatillo y manchó parte del living con su sangre, de una forma tan absoluta como morbosa.

Además de todo aquello, que no se lo desearía ni a mis más grandes enemigos —si es que los tengo en algún sitio—, se estaba recuperando de una fiebre repentina. Resulta obvio que, bajo la influencia de todo lo que le había ocurrido, eso era lo más normal del mundo o, al menos, eso siempre me había parecido y, a día de hoy, sigo creyendo que así es.

Al mirar un poco a su alrededor, su visión comenzó a ser más clara y empezó a sentirse familiarizada con esa habitación. No le era desconocida para nada en absoluto, pues había estado en ella, quizá, medio centenar de veces. Sus curiosos e inquisitivos ojos, más oscuros que los granos del café, se posaron sobre la pequeña cómoda que se encontraba del otro lado del cuarto. Empezó a analizarla desde abajo hacia arriba y fue que, al finalizar de hacerlo, notó un par de muñecas inconfundibles con las que siempre jugaba cuando iba de visitas. De alguna manera algo vaga y bastante borrosa, gracias a ello, pudo recordar que se encontraba en la casa de Rocío, que era una compañera del jardín. La madre de ella, que se llamaba Laura, la había llevado hasta allí durante la tarde anterior, a pedido de Daniela que tenía una agenda bastante peculiar que la aguardaba.

Al llegar, no fue capaz de evitar quedarse dormida de inmediato, estaba agotada por completo, diablos, ¡como para no estarlo!

—¡¿Laura?! —preguntó la pequeña, con una voz bastante fatigada. A pesar de que se le había dificultado a sobremanera poder llamarla, hizo acopio de todas las fuerzas que le quedaban y pudo hacerlo, al fin. La niña se encontraba desconcertada de alguna manera y no era capaz de comprender la razón de ello—, Laura, ¿estás ahí? —volvió a preguntar, creyendo que no había sido escuchada, ignorando que sí lo había hecho.

No transcurrieron ni quince segundos de espera cuando Laura abrió del todo la puerta, que en realidad se encontraba arrimada. Era como si hubiera estado aguardando que ello ocurriera, de hecho, había llevado una silla al pasillo y, mientras se dispuso a tejer, esperaba que la niña despertara. No había querido arriesgarse a que la niña se llevara un gran susto si, cuando despertaba, la veía ahí de repente, sentada a su lado; quién diablos sabía qué podría llegar a suceder si algo así pasaba.

—Tranquila, cariño. Aquí estoy. —La voz de aquella señora siempre lograba calmarla, era tan templada y de un carácter tan amable como el de ninguna otra madre, exceptuando el de la suya, que por desgracia jamás volvería a escuchar; solo podría hacerlo en sueños, pero poco a poco, gracias al terrible, y cruel, transcurso del tiempo, se iría desdibujando hasta convertirse en algo tan irreal como distorsionado. Laura le tendió una mano para que la niña pudiera incorporarse—. Despacio, cielo. Te podés marear y hacerte mal. —No se imaginaba lo que aquella pobre niña estaba sufriendo, ni la manera en que lo había hecho la tarde anterior.

Nati tomó la cálida mano con mucha confianza, pues le tenía un gran aprecio y, poco a poco, con la ayuda de la mujer, se sentó sobre la cama. No hizo falta que Laura le prestara ropa de Rocío que fuera de una talla similar y que pudiera quedarle, pues la pequeña se había quedado dormida con todo puesto, excepto por sus rojos zapatos y esa era —al menos en parte— una posible la explicación del por qué había transpirado de aquella —algo caótica y preocupante— manera. Eso sí, se dio cuenta de que era una buena idea darle una mano para que pudiera bajar las escaleras, pues la verdad era que su estado parecía ser bastante débil. Sin embargo, fue justo en el momento en que habían logrado bajar por la mitad de la misma, cuando oyó algo que, en gran medida, le había logrado devolver buena parte de su fuerza y de la autoestima, que ya se encontraba por el suelo, daba por perdida por completo. Junto con ello, fue algo que le pudo devolver el ánimo casi por completo, aunque fuera algo que luego ignorarían.

—Espero que se encuentre bien. —Se pudo oír una voz clara, que pertenecía a una mujer. La preocupación en la manera de hablar, se le hizo muy evidente—. No se merece nada de lo que le está pasando. Ya sufrió mucho esta nena.

—Ya sufrió mucho, sí —repitió una segunda voz, que parecía la de un niño pequeño. En cierto sentido, a la niña le hizo algo de gracia pese a lo fea de aquella situación, porque parecía un pequeño loro que imita las voces y manera de hablar de alguien con quien comparte una rutina diaria—, no se merece nada de lo que le está pasando, no.

Eran dos voces que le resultaron tan familiares como inolvidables, que Natalia conocía mejor que nadie y, que se preocuparan por ella de aquel modo, era algo que por siempre les estaría agradecida. Al terminar de descender por las escaleras, admiró lo que ya sabía: se trataba de Denise y de Damián, que se encontraban sentados con una postura tan tensos como preocupada, algo que resultaba ser aún más notorio en las expresiones que se dibujaban en sus rostros y en algún que otro temblequeo que podía apreciar en su cuerpo, que a cualquiera le hubieran parecido provocados por el frío si es que lo hubiesen podido admirar. Se encontraban descansando en unas sillas individuales de madera, en el amplio living de la casa de Laura; al parecer, habían viajado desde Rosario hacía ya un par de horas.

En cuanto la vieron, las facciones de ambos parecieron iluminarse un poco, por sobre sus ojos y pudieron, entonces, aflojar aquella expresión tan rígida como tensa; se dieron cuenta de que ella se encontraba bien. Les resultó claro que, por aquella profunda y triste expresión presente en Natalia, era más que notorio —para ambos— cuánto estaba sufriendo en aquellos momentos, sin embargo los alivió el hecho de que ya se hubiera recuperado de la conmoción, al menos de esa que había tenido de forma física. También se habían hecho la misma pregunta, aunque de distinta manera; pues no podían dejar de preguntar durante cuánto tiempo había estado padeciendo las consecuencias de lo que había sucedido con su padre, sumado a que lo de su madre no había sido una simple muerte, que viera cómo su madre yacía muerta por un disparo auto-infligido, era algo aterrador que nadie jamás debería tener que presenciar, en especial si se trata de un pobre niño lleno de cariño e inocencia. Todo aquello no se trataba de nada más que de una suma de hechos —así como de factores— crueles como inimaginables y, acaso, bastante perversos de por sí. Pero se encontraba bien físicamente hablando y, lo importante de todo ello, era que —de alguna manera insospechada— fue capaz de sobrevivir a toda aquella situación infernal.

—Lo siento mucho, Nati —le dijo Denise, quien se puso en pie, se acercó a ella, algo cabizbaja y comenzó a llorar. Se arrodilló y les dio el cálido abrazo, tan tierno cálido y comprensivo que alguien podría esperar de una madre; le ofreció un sinceró gran beso en medio de la frente, que la niña no rechazó, al contrario, era algo que necesitaba con mucha urgencia, un gesto que estaba deseando con intensidad, aunque lo ignorase por completo—, lo siento mucho, Nati.

Damián siguió los pasos de su madre e imitó a su progenitora. El abrazo entre los tres fue tan sentido, que la niña percibió algo muy bonito. Cuando se apartaron un poco, Nati se estaba chupando el dedo, como hacía años que no se había admirado en ella. Alzó la vista para ver sus rostros y, luego de apartar el dedo gordo de sus labios, les dedicó una sonrisa a ambos; pues la habían vuelto a hacer feliz, lograron que se sintiera amada de un modo en que, desde hacía mucho tiempo, estaba ansiando. No fue una sonrisa forzada de cortesía en lo más mínimo, fue una auténtica con la que pudo ser capaz de demostrarles cuánto los quería.

Los restos de su madre, fueron velados mientras ella dormía y, cuando había llegado el momento del entierro, ella no había querido asistir al mismo. Aquello era algo más que comprensible, en especial, por su tía y por su primo, que sabían a la perfección, todo lo que había sufrido a lo largo de todo aquel, más que interminable, mes. A la larga, se darían cuenta de que eso era lo mejor que podría haber hecho, pues no es que se tratara de que no la quisiera; al contrario, la amaba con todo su corazón y ese enorme cariño que guardaba en el centro mismo de su pecho, le haría muy difícil el poder despedirse de ella de la forma en la que lo había hecho con su padre. No se encontraba preparada para hacerlo. La niña lo sabía y ellos, también.

Había perdido a su padre hacía poco y, como consecuencia de ello, su madre se terminó quitando la vida. No, era más que evidente que no le haría bien el asistir otra vez a un funeral, menos después de que hubiera transcurrido tan poco tiempo. Apenas sus heridas se estaban acabando de cerrar cuando tuvo que ser parte de aquella trágica escena, cuando fue obligada por las crueles ruedas del destino a presenciar aquel espanto. Sin lugar a la más mínima de las dudas, eso le causaría un daño inconcebible; amaba a su madre con todo su ser y me resultó lógico —por completo— la preferencia por no hacer aquello. Era mucho mejor que la siguiera recordando con toda la alegría que siempre la había caracterizado, con esa manera tan única de ver la vida. Quizá, si luego se veía en la necesidad de hacerlo, podría pedir para que la llevaran al cementerio para despedirse de ella si luego era algo que la afectaba pero, por el momento, aquella era una cosa que se encontraba muy alejada de sus planes. No lo soportaría.

Sí, ya había sido capaz de superar todos los miedos que sentía hacia la oscuridad y hacia la muerte en general. Sin embargo, aquello era distinto ya que, no se encontraba preparada para ello, eso terminaría por desgarrar lo poco que quedaba de su ya destrozado ser. La había visto muerta sobre el sofá con un disparo en la sien derecha, esa sería una imagen que perduraría mucho tiempo en su subconsciente y le llevaría mucho tiempo para poder superarlo; quizá jamás pudiera arrancarse esas imágenes del todo. Estaba segura de que no quería volver a ver su cadáver allí, en el ataúd, no quería volver al mismo cementerio donde habían enterrado a su padre hacía tan poco tiempo atrás, aunque a veces le daba la impresión de que había transcurrido un tiempo incalculable desde aquel suceso tan feo como maldito e inolvidable. Si hubiera sabido —y comprendido— todo acerca de la teoría de la relatividad, no hubiera podido estar más de acuerdo con ella. Si hubiese conocido el cruel destino que le esperaba a la atormentada alma de su madre, hubiese querido hacer hasta lo imposible para salvarle la vida, por desgracia, tampoco era como si contara con el medio como para lograr una enorme hazaña como lo era aquella.

Fue así, entonces, que decidió que —luego de un tiempo— cuando se sintiera más segura consigo misma —así como con todos sus sentimientos, que ahora no eran más que una confusa mezcolanza— se dirigiría hacia la sepultura de su madre, Andrea para ponerle fin a algo que, de momento, de alguna manera algo triste y aterrada, había quedado inconcluso; sabía que en algún momento regresaría para poder despedirse de ella, de la manera en que ambas se lo merecían.

Damián se quedó junto a su lado y, también, con Rocío. Los tres se quedaron en la casa de Laura bajo su cuidado, ya que Denise le había pedido aquel favor. Ella, que era una mujer tan bondadosa como comprensiva, le dijo que no se preocupara por ellos, que ella los iba a cuidar; después de todo, sabía que era una familia tan unida como muy pocas. Ella tampoco había querido asistir durante toda esa tarde, ya que tampoco tenía el más mínimo deseo de ir otro funeral; solo uno de ellos, le hizo comprender que nunca más quería tener que acudir a otro, al menos, no por mucho tiempo. Los niños se quedaron en la casa un buen rato, estuvieron pasando el tiempo con varios juegos de mesa, que iban desde el estanciero y el carrera de mente, hasta las damas e, incluso, armaron un enorme rompecabezas aunque, quizá, no era tan grande como lo que les había parecido. De alguna que otra manera, lograron que Natalia se librara de la mayoría de esos pensamientos tan negativos; lograron divertirse de una manera increíble y, cualquiera que los hubiera admirado en la sala de estar, podría llegar a afirmar que nada malo les había ocurrido la tarde anterior.

Fue un cumpleaños tan peculiar como inusual, uno como nunca antes había tenido. No había habido festejo alguno, ni siquiera una torta. Sin embargo, tampoco era algo que la niña hubiera anhelado. Ya cualquiera podría imaginarse qué deseo hubiera pedido si, por alguna razón, hubiese tenido que soplar para que se apagaran las velas como una vida que se extingue, perdida en las arenas del tiempo, a la merced de los hilos silentes e inciertos del destino y de la eternidad.

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