Capítulo Siete
Al entierro solo asistieron Andrea, Natalia, además de algunos otros parientes. Eso demostraba que los muchachos con los que pasaba sus largas noches, lo habían rodeado solo por conveniencia, ninguno de ellos se dignó en aparecer y, quizá, eso fue lo mejor que pudo suceder, porque era probable que se hubieran armado problemas y conflictos; al menos eso no sucedió. Los verdaderos amigos de él, se habían apartado de su lado por las actitudes que había comenzado a demostrar un par de años atrás. Era una mañana fresca del invierno de mil novecientos noventa y dos y el sol se ocultaba tras unas grises nubes que se encontraban de paso, parecía como si se hubiese puesto tímido y avergonzado por aquella situación que se estaba dando a más de cien mil kilómetros de distancia, como si fuera un ente de visión endiablada, que todo lo ve, como si en esos momentos, hubiera sido una representación divina y ancestral de Dios.
Damián y Denise, por supuesto que habían estado presentes para darles su más sentido pésame. Vivían a unos cuántos kilómetros de distancia, quizá como a unos doscientos, sin embargo se las habían arreglado para estar presentes durante el propio velorio.
—Nati, mi amor. —Le llamó la atención la mujer, unos momentos antes de salir de la casa, con un tono de voz suave y bastante tranquilo de por sí. La verdad era que no estaba demasiado convencida de si era una buena idea el preguntarle aquello, porque había llegado a considerar la idea de que no tendría ganas de hacerlo, porque sería como volver a rememorarlo todo una vez más. Sin embargo, luego de considerarlo durante unos peculiares momentos, lo hizo de todos modos—: ¿tenés ganas de ir conmigo a despedirte de papá?
—Claro que sí, mami. —La niña se mostraba alegre, a pesar de todo y dejaba entrever un gran interés en poder hacerlo, deseaba que su madre se lo permitiera y le insistiría si se lo intentaba negar; quizá si no lo hubiese dicho, si no hubiera tenido la intención de asistir al entierro, se hubiera lamentado de ello durante el resto de su vida. Luego, su mirada recayó sobre el suelo y jugó un poco con los dedos, dándole a entender que se encontraba algo avergonzada por lo que quería decirle—. Quiero decirle que lo amo mucho y que lo voy a extrañar siempre.
Eso había hecho que Andrea llorara de inmediato, entonces se agachó y le dio un gran y cálido abrazo a la chiquilla, que era un encanto en persona; no se había emocionado por el hecho de que quisiera ir, sino por la manera tan triste como profunda e inocente en la que se lo había dicho, en realidad era como si hubiera sido un pedido, como si casi le hubiera rogado que le permitiera ir a aquel pacífico lugar para despedirse para siempre de él.
Natalia llevaba puesta una camisa blanca muy bonita, que su madre le había comprado para el cumpleaños del año anterior y que aún le quedaba bien, quizá un poco apretadita ya, pero aún tenía un poco más de uso por delante y no se veía desgastado ni nada por el estilo. También un pantaloncito gris en el que su madre le había colocado, de una forma cariñosa como sola una buena madre puede hacerlo, un pañuelito en el bolsillo derecho, calzaba unos zapatos negros con taco y, sujetando y recogiendo la negra espesura de su cabello, que le llegaba un poco más debajo del nivel de sus hombros, usaba un bonito listón rojo de seda. A la vista de los allí presentes, la niña parecía ser una réplica exacta de su hermosa madre, no solo en cuanto a la manera de vestirse, sino que también, en la apariencia física.
Durante casi toda la noche anterior, no había podido dejar de llorar cuando intentaba, en vano, poder conciliar el sueño. De hecho, fue una de las pocas ocasiones en las que no había podido hacerlo en lo más mínimo y en la que el cansancio logró agotarla increíblemente, como si este le hubiera succionado hasta la última gota de la reserva de energía que siempre tenía. Había llorado presa de una especie de mezcla entre alivio, alegría, tristeza, odio y terror.
—Vamos, cariño —la incitó la madre, con lágrimas en los ojos y dedicándole una sonrisa para que la niña se animase—, ahora dile algo a papi, que te está escuchando desde el cielo.
—Gracias po... por todo, papi —dijo la niña, de manera algo tierna pero nerviosa, estaba temblorosa, en parte por el frío y en parte por los escalofríos que le provocaba la situación—, y... ya nos va... vamos a volver a encontrar. T... te amo.
No fue capaz de dejar de llorar hasta el momento en el que el ataúd de su padre descendía, de forma lenta pero mecánica e irremediable, hasta su última morada, donde al fin podría descansar en paz. Cuando el proceso terminó, la niña, toda inocente, miró en dirección al cielo para descubrir si lo que le había dicho su madre era cierto. Justo en aquel momento, el sol resurgió de su escondite y volvió a iluminarlo todo; la niña creyó sentir algo peculiar en ese momento y se quedó con esa bonita sensación, sonrió con la mirada clavada en aquella dirección. Su madre no la había engañado, eso era lo que creía entonces y siempre se mantuvo firme en esa convicción, incluso luego de poco más de diez largos años.
Su madre también se encontraba destrozada por la misma razón que lo estaba su hija. Se había casado con él hacía unos nueve años, e incluso, habían sido novios desde mucho antes que eso; desde aquel entonces, para ser exactos, habían transcurrido ya más de dieciséis o diecisiete largos años, compartían todo juntos y, en sus memorias, solo podían aflorar los mismos recuerdos que había tenido el día anterior, aunque de una manera bastante más calma en sí. De nuevo se vio rememorando el día en que se habían conocido, los días en que tomaban mates en el umbral de la casa de sus padres, el momento en que se le había propuesto en un bar bastante elegante, la vez en que su padre la había entregado a David ante el altar —y el beso apasionado que se habían dado luego de que el cura hubiera terminado el servicio— y cuando la enfermera le entregó, envuelta en una toallita rosada, a la bebé —que había comenzado a llorar por primera vez desde que había llegado a este mundo— en el día más feliz de su existencia.
Los tres habían sido más que felices hasta la desgracia que había sufrido David, es decir que, prácticamente, habían tocado el cielo con sus manos hasta el momento en que el asesinato de su hermano se había llevado a cabo. Este, había muerto agonizando y desangrándose de la manera más que increíble que he visto en muchos años, sobre sus brazos. Vio cómo la vida se le escurría como si se tratase de un antiguo reloj de arena agrietado; lo peor de aquella terrible situación, fue que la ambulancia nunca llegó a tiempo para intentar salvarle la vida, aunque quizá hubiera sido en vano. Esa imagen, sembró terribles traumas y consecuencias en su ser, que tomarían un tiempo en florecer del todo, en su máximo esplendor.
Debido a aquella terrible situación, David comenzó a morir poco a poco, de lenta manera. Abrió unas puertas y comenzó una terrible marcha, que lo llevaría a matarse a sí mismo, a ocultarse y a tratar de protegerse tras el refugio que el alcohol — así como las drogas y el juego— siempre le estaba ofreciendo. De alguna manera, creía que eso retrasaría indefinidamente el momento en que terminaría desquiciado por completo, porque —a pesar de que nunca se lo había platicado a su esposa ni el momento más lúcido y amable con el que pudiera haber contado— tenía la sensación de que algo se había desgarrado muy dentro de sí, creía que alguna cosa, en lo más profundo de su ser, se hubiera echado a perder, como si su corazón se hubiese podrido, como si hubiera algo más en aquel lugar. Pese a que no era un hombre vengativo, ese sentimiento de odio, de rechazo hacia la humanidad, se hizo presente en él, pues quería hallar al asesino de su hermano para mandarlo directo al infierno; intentó buscarlo durante más de una ocasión, pero nunca pudo hallarlo, lo cierto es que nadie sabía quién diablos lo había hecho. Quien hubiera sido, fue capaz de dejar la semilla del mal, de los pensamientos malvados e indecentes en lo más profundo de su ser, para que luego de un tiempo germinara y se convirtiera en su verdadero yo, en su nueva —y terrible— esencia.
Fuera lo que fuera que tomara, siempre y cuando aquella bebida tuviera aunque sea alguna mínima graduación de alcohol, se calmaba por completo; al menos así era al principio de aquella locura. El beber de aquella manera, era lo único que podía tranquilizarlo como ninguna otra cosa podía hacerlo. Era solo eso lo que lograba evitar que él viera a su hermano muerto, con la sangre seca en medio de la frente, en las mejillas y en el resto del cuerpo; el alcohol era la única cosa que lograba impedir que se terminara volviendo loco de remate y que comenzara a tener visiones más que aterradoras, en las que Adalberto, su hermano menor —que era seis años más chico que él, aunque durante los últimos años de vida de David, si él hubiera estado vivo, se podría llegar a concebir la idea de que la diferencia era de doce años o algo más que eso—, lo culpaba de su muerte, con una voz tan estridente que parecía caer, como si se tratara de un terrible rayo, desde la alturas de los cielos. Unas terribles gesticulaciones, donde había sido golpeado a muerte con una enorme llave inglesa de pesado metal, dejaba al descubierto sus maltratados y podridos dientes de muerto, en un increíble —y más que desagradable—, estado avanzado de descomposición. Le dedicaba una sonrisa perversa, avasallante y que jamás podría quitar de su mente. Sí, el alcohol solía mantenerlo bastante tranquilo y que su mente se alejara de esos delirios espectaculares, sin embargo, con el correr de los años, la ingesta de este provocó efectos similares y mucho más que terribles, sin lugar a dudas.
Sí, Andrea había perdido al hombre que tanto había amado, con toda la pasión de su corazón, durante años enteros de su vida y ¡¿qué demonios!?, había perdido al hombre con quien tenía la ilusión de pasar juntos durante el resto de toda su vida. Se encontraba devastada por completo debido a toda aquella situación. Tal vez por eso y, solo por aquella razón, no había podido consolar a su hija como hubiera deseado, que había vuelto a mirar el féretro de su padre y a llorar de nuevo, como si fuera en realidad un sueño muerto, un sueño que nunca más volvería a tener. Seguía llorando viendo el ataúd a, tal vez, unos tres o cuatro metros de profundidad.
Fue entonces que algo ocurrió en esos momentos, una situación que, de no haber sido así, hubiera logrado un cambio inconcebible en la vida de ella y, tal vez, en la de su madre también. Al menos, eso creo yo. Pues Damián y Denise se acercaron hacia ella y la contuvieron de una manera tan emotiva como admirable. Damián la abrazó con todo su amor y logró que su prima sonriera y se sintiera un poco mejor; era lo que realmente estaba necesitando, quizá lo ignoraba en su totalidad, pero el propio cuerpo de ella temblaba, a pesar de que no hacía ya tanto frío y este habló por su cuenta. De alguna manera, se sintió con alegría por primera vez durante esa mañana; había transcurrido un tiempo bastante incalculable desde que recordaba haberse sentido así por primera vez, tal vez, desde el momento en que su padre había comenzado a beber de forma compulsiva y desmedida. A partir de esos momentos, el amor de ellos tres, en especial, el de los dos pequeños primos, comenzó a crecer de forma tan natural como increíble; ambos supieron, tuvieron la certeza de eso, de que aquello no terminaría allí ya que, estaban convencidos de todo ello y sabían que, de algún momento para otro, fuera más tarde o más temprano, comenzarían a verse más seguido. La muerte de su padre, no sería una despedida en vano, si esa despedida no traía nada bueno, entonces ellos deberían estar más unidos que nunca. Precisamente, eso fue lo que, algunos meses más tardes, llegó a suceder, aunque las consecuencias que llevaron a eso, fueron tan desoladoras como impredecibles.
Los tres se inclinaron para observar la lápida de David, en la cual se podía leer "En memoria de David, amado padre y esposo, iluminanos desde el cielo por siempre. Descansa en paz". Rezaron brevemente frente a la piedra. Natalia y Denise, dejaron escapar unas lágrimas y, a pesar de que Damián no lo había conocido tanto como ellas dos, también dejó que se le escaparan algunas. No podía evitar sentirse triste cuando lloraba alguien que él quisiera mucho aún ahora, luego de tantos años, le seguía sucediendo lo mismo; cada uno dejó caer una rosa roja sobre el féretro, que era bastante económico y se marcharon de allí hacia las plazas donde Andrea y Denise habían estacionado los coches, con la frente en alto y sin volverse sobre sí para mirar nada de lo que habían dejado atrás.
La niña subió al coche de su madre y se quedó aguardando a que ella misma terminara de despedirlo. No se había atrevido a decirle nada, pues se trataba de uno de esos momentos en los que la soledad es la mejor solución de momento. Ya tendrían el tiempo necesario para platicar con mucha más calma, si es que podían ser capaces de contar con aquella fortuna. La pequeña, que aún no dejaba de seguir dolida por aquella situación —y que suponía que jamás podría sobreponerse del todo—, intuyó que se acercaban momentos más oscuros, al menos a otro nivel. Era una chica muy perspicaz, que en la mayoría de las ocasiones era capaz de observar ciertas señales que solían pasar desapercibidas por los demás.
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