Capítulo Once

A Natalia la había salvado bastante el oportuno hecho de tener que asistir al jardín, ya que —de alguna manera— siempre se las arreglaban para mantenía ocupada —y distraída— realizando distintas actividades; sea haciendo dibujos, pintando o bailando cuando tenían que realizar algún evento que formara parte de los actos, como ser el clásico de los granaderos.

Con el transcurso de los días, del tiempo en general, había descubierto que aquella especie de vacío, comenzaba a desaparecer —de una manera lenta pero constante— cuando realizaba cosas que la distrajeran y la mantuvieran ocupada por completo. Más que ocupada y distraída, yo diría que la palabra que mejor definía aquello es la de "absorta". Sí, la verdad es que eso era, no puedo encontrar una mejor palabra para describirlo con más exactitud, ya que perdía la noción del tiempo de una manera mucho más que increíble. De alguna peculiar manera, daba la impresión de que, lo que en realidad estaba haciendo, era "cubrir" o "sellar" aquella especie de vacío que le había quedado —que aún se negaba a desaparecer—, con cualquier cosa que pudiera gustarle y entretenerla. A pesar de que había intentado realizar todas aquellas actividades cuando se encontraba en su casa, fue capaz de llegar a comprender —de alguna u otra manera, más allá de la edad que tenía— que allí todo resultaba ser muy diferente. Allí siempre había presente una extraña atmósfera que parecía rodearla y, pese a que ya había podido dejar atrás toda aquella locura sin sentido sobre los zombis, los vampiros y los monstruos en general —así como aquellos miedos exagerados acerca de la muerte, de la oscuridad y de, fuera lo que fuera que temieran los niños de tres, cuatro o cinco años, si no aún niños más grandes—, un vago sentimiento, una especie de vana ilusión, siempre solía embargarla por completo; sentía —tenía una absoluta, y a veces certera, esperanza sobre ello— que su padre volvería a aparecer frente a ellas y que todos volverían a ser felices. De hecho, en el tiempo que había transcurrido, solía tener sueños donde él regresaba a sus vidas de una y mil maneras distintas; a veces lo soñaba cuando realizaba un viaje en el tiempo, en otras ocasiones, era por la misericordia de un antigua hechicero que le concedía un deseo a la niña y lo traía de vuelta a la vida, no como algo espantoso, sino como una persona purificada y para nada monstruosa y, en muchas oportunidades —una de sus favoritas, a decir verdad—, se daba cuando un mundo de ensueños se abría ante sus atónitos ojos, que no podían dejar de dilatarse. En ese mágico mundo, su padre se había convertido en un enorme dragón, se lo veía temible y bravo; pero ella era su hija y no le tenía miedo. Entonces, ella se transformaba en una dragoncita que apenas comenzaba a manipular el fuego, pero que aún no era capaz de aprender a volar. David rugía en dirección a la tierra, descendía hasta donde se encontraba desde aquellas fantásticas alturas y montaba a la pequeña criatura sobre su espalda, luego comenzaba a aletear, logrando que el césped danzara de forma repentina y —algo brusca— con el viento que comenzaba a generar; poco a poco se elevaban por sobre las plantas y los árboles, por encima de los animales y de los aterrorizados humanos, que los observaban con el rostro desencajado. Entonces, comenzaban un inigualable viaje surcando los cielos. En primera instancia, sentían una leve brisa que siempre le generaba un bienestar como ninguno más y, mientras más y más intensidad iba tomando, el viento hacía lo propio, de una forma única y especial; pese a esto, nunca llegaban a percibir ninguna clase de molestia por ello. Sobrevolaban hermosas llanuras y bosques, repletas de vegetación y de vida salvaje; luego llegaba el turno de los acantilados —donde el hermoso atardecer anaranjado se reflejaba en agua tan pura y cristalina y que parecía que en ningún lado existiera la terrible contaminación— y montañas nevadas, que siempre los acogían de una manera fresca y agradable. Al final, luego de un gran recorrido, justo cuando el tiempo del sueño comenzaba a desvanecerse poco a poco, el anochecer tomaba el control y llegaban a un páramo algo desolado, donde ambos volvían a su forma humana y David le dedicaba unas palabras de despedida.

—Fue muy agradable pasar este tiempo con vos. —Las palabras del padre, y su figura en sí, comenzaban a desvanecerse poco a poco, de forma lenta pero constante—. Estoy seguro de que los vamos a hacer de nuevo en otra ocasión, te lo garantizo. —Cuando decía esas últimas palabras, la niña parpadeaba en ese mundo imposible de que existiera y despertaba. El sueño acababa una vez más, pero estaba segura de que podría acudir de nuevo a este siempre que así lo requiriese, cada momento en que se sintiera afectada por algo.

Cuando esos sueños se hacían presentes, entonces —generalmente durante toda la mañana siguiente, luego de despertar— podía imaginarse a los tres juntos, felices de nuevo, desayunando sentados frente a la mesa de la cocina y riendo a las carcajadas por las ocurrencias de la pequeña, de la misma manera en la que lo habían hecho durante aquellos viejos y buenos tiempos. Podía ver el cómo volvían a ser la familia que antaño habían sido y anhelaba, con una enorme e indescriptible tristeza, que así fuera.

Sin embargo, nada de eso que ella deseaba —con toda la bondad y el cariño que habitaba en todos los rincones de su corazón de su ser—, ocurría. Entonces, cuando aquello sucedía, solía quedarse parada observando, de manera más que detenida y algo detallada, cada uno de los rincones de la casa que hacía no más de dos años y medio, habían estado inmersos de tanto amor y de tanta alegría; tan intenso había sido todo aquello que, en muchas de aquellas oportunidades, era capaz de llegar a percibirlo, lo sentía como si hubiera estado ocurriendo durante esos precisos momentos. Recordaba —y admiraba— a sus padres, sentados sobre el sofá gris del living de la casa, viendo la televisión; se veía a ella misma sentada junto al lado de la chimenea, con Agatha, su pequeña gatita —que era de un color gris oscuro, con unas pequeñas rayas negras y con ojos celestes— jugueteando en sus brazos. Se la había obsequiado su padre, como regalo para una navidad, que había sido su cálido hogar durante unos pocos meses, antes de que su tío muriera y de que David comenzara a deambular por los senderos —sin retorno— de aquel oscuro abismo que, con el tiempo, se convirtió en ese terrible vicio. Ella no podía haber estado más contenta con ello, de hecho, sus ojos brillaron presa de una indescriptible alegría, en el momento en el que su padre había aparecido ante ella con el pequeño cachorrito entre sus manos.

—Sí, mi amor —le confirmó, entonces David, que un pudo dejar de sonreírle a la pequeña cuando, de inmediato, se puso a jugar con el tierno animalito—, esta hermosa gatita va a ser tu nueva amiguita. Solo que vas a tener que ponerle un nombre, así después le compramos un collar para que se pueda identificar por si otra persona lo encuentra.

Esa misma noche, como era de esperar, el sueño le llegó bastante tarde, pues se quedó pensando en algún lindo nombre para su primera mascota, mejor dicho, para su primera amiguita tan hermosa, que a partir de ese mismo momento, si ella se lo permitiera, iba a dormir siempre junto a ella, tendida en los pies de su cama y actuando como una suerte de guardiana de una era perdida y olvidada por el ser humano.

Pero cuando su padre comenzó a comportarse de una manera extraña frente a todo lo que rodeaba la ingesta de alcohol y a su repentina —y no menos peligrosa— fijación en el mundo del juego y de las apuestas con este, Andrea llevó a Agatha a un pueblo cercano, donde tenía una amiga que siempre había querido tener una, debido a que temía que David pudiera hacerle daño y eso, terminara por destrozar el corazón de su pobre hijita.

—No creo que le haya sucedido nada —le tuvo que mentir; detestaba hacerlo. Había llevado a la gata hacía ya tres días y sabía que era mejor que verla llorando porque la había apartado de su lado, pues verla destrozada por un ataque de locura de su padre, que comenzaba a irritarse por cualquier cosa cuando perdía dinero a lo bruto, no sería algo agradable de tener que admirar—, a lo mejor regresa por la noche. Estos animalitos suelen irse un tiempo y regresar, porque son muy independientes, no son como los perros.

Sin embargo, la niña estuvo a la expectativa por su ausencia durante toda aquella semana; la siguiente, también aguardó su regreso, llorando un poco en el proceso, pero ya había empezado a desistir.

Andrea entonces supo —tuvo una clara certeza de ello, a decir verdad—, que había hecho lo correcto; pues justo empezó la época en que su esposo perdía los cabales y la golpeaba con el cinturón. Perder a la gata, pero tener la esperanza de que se encuentra bien —cosa que en realidad así era— por lo menos la dejaría dormir con cierto nivel de tranquilidad por las noches. Sí, le hubiera gustado mucho que su hija también supiera sobre el paradero de su mascota cosa que, quizá, Natalia había intuido de alguna u otra manera, pues sería mucho mejor que saber que a tu tierna —y bonita— mascota un maldito despiadado le había aplastado el cráneo hasta hacerla desangrar y morir agonizando. Aunque esa persona en cuestión no supiera quién había sido el autor de aquel acto tan cruel como atroz, la muerte de una mascota, que se diera por un salvajismo de aquella dimensión, podría otorgarle unas terribles pesadillas o, peor incluso, sería capaz de dejarle un horrible complejo, con el que quedaría marcado de por vida.

La verdad era que, a pesar de que lo ignoraba por completo, ella sí había hecho lo correcto. Algunos meses después, cuando ambas comenzaran a ser azotadas, se daría cuenta de mucho más que eso, aún. Sería entonces cuando comprendería la terrible verdad, que era que si Agatha hubiera estado aun compartiendo el techo con ellos, hubiera sido una víctima fatal de David. Se lo imaginaba totalmente borracho, cuando marchaba con pasos torpes, pesados y ruidosos como el diablo —algo que, por fortuna, jamás volvería a oír en su vida y de eso no podía dejar de estar agradecida—, jadeando, maldiciendo y gritando. Se imaginaba los gritos, algo apagados por la puerta que se interponía entre él y los aposentos donde su hija dormía de manera profunda, con la compañía de su tierna mascota enroscada sobre su estómago, que le otorgaba parte de la calidez que Natalia había ido perdiendo con el paso de los meses. Se imaginaba todo aquello, entonces y no podía evitar que se le pusiera la piel de gallina y que el centro mismo de su pecho diera un vuelco, por la escena —escalofriante y deshumanizada— a la que la crueldad de su malograda mente, la conduciría a continuación. 

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