Capítulo Ocho
Esa fue la primera vez en su vida en la que tuvo que hacerle frente a esa terrible realidad, era muy chica, sin embargo desde esa temprana edad, tuvo que vérselas con el maldito concepto de la muerte y de todo lo que ella implicaba. Además, tuvo que hacerlo de una manera que, a muchas personas, les hubiese costado la cordura misma.
En realidad, con toda la situación que fueron viviendo, y gracias a un poco de su imaginación y de algunas cosas que comentaban personas adultas y algunos de sus compañeritos del jardín con los que asistía, se había hecho alguna idea, pero claro que era un concepto bastante deformado, como podría cualquiera llegar a pensar.
—Los gigantes sedios —comentó Paquito, uno de los compañeros de Natalia, que entró casi corriendo en el salón. Lo dijo como en una especie de idioma, mitad indio y mitad castellano; había oído a Ignacio, el dueño de una tienda del bar de su barrio y a Marcela, que llevaba una peluquería decir unas cosas que le parecieron de otro planeta, y no podía quedarse sin decírselo a los demás chicos, porque era un nene muy curioso—, dicen que un señol se murió de paro cardísaco.
Los niños, entonces, comenzaron a prestar más atención a lo que "los gigantes sedios" hablaban en las calles, en los negocios a donde sus madres los llevaban cuando salían a hacer las compras, a algunos clubes que solían frecuentar en familiar y demás.
—Le detectaron un cáncer terminal. —Oían a Don Raúl, el kiosquero de toda la vida del barrio, que ya se podría decir que era más viejo que el mismo Dios ante los ojos de los niños, pero que en realidad apenas cruzaba la barrera de los sesenta años. Trataban de descifrar qué diablos era un cáncer y qué significaba eso de terminal, lo comparaban con una de esas terminales de colectivos que a veces tenían que tomar y se quedaban sin comprender nada; pero se daban cuenta de que era algo malo, de que se trataba de algo serio gracias a las expresiones que aparecían en el rostro de los gigantes—. La pobre está en terapia intensiva, está muy grave.
—A José le dio un A Ce Ve. —¿A Ce Ve?, ¿qué era eso y que tenía que ver con las letras que ellos apenas estaban aprendiendo?, pues ellos siempre las usaban y no notaban nada malo en ellas; esas y mil preguntas más se hacían, como era lógico de suponer.
—Pobre, pero es que fumaba mucho —comentaba, entonces, la señora con quien estaba hablando y los niños captaban algunas de esas ideas. Aparentemente, fumar era algo muy malo, que ellos nunca deberían hacer.
Y luego, por las noches, era que el máximo esplendor de la curiosidad de los pequeños, salía a relucir. De alguna manera, sentían vergüenza de hacer aquellas preguntas pero, al fin y al cabo, no podían retenerse más, de alguna manera inconsciente, deseaban comprenderlo y aprender. Era la naturaleza innata del ser humano y no había nada extraño en eso, pero ellos intuían que no debían hacerlo.
—Mami, ¿qué es un A Ce Ve? —preguntó Natalia, cuando su madre la estaba arropando en una ocasión; Andrea la observó con una expresión extrañada, pues no imaginaba dónde había oído de eso, aunque ignoraba que lo había escuchado esa misma mañana, cuando la había llevado al supermercado. Los niños son como una esponja que todo tipo de información dada la absorben y eso es indudable—, ¿es algo malo?
—Es una enfermedad, amor —respondió a la inquietud aunque, para que la niña no se preocupara por ello, porque ya se la imaginaba obsesionándose con el tema así como con un rostro de preocupación que luego no la dejaría dormir como debería, le dijo una pequeña mentira—: pero solo la tiene una persona cuando ya es muy viejita. No te preocupes, que no te va a dar a vos, mi vida. Que sueñes algo bonito, te quiero. —Y entonces le dio un cálido beso en la frente.
—Te quiero, mami —respondió la niña, con una voz somnolienta y algo pesada; al menos dormiría de forma profunda, no era difícil de darse cuenta. Sin embargo, esa ocasión decidió dejarle la luz de la mesita encendida.
Los niños no tenían ni la más mínima noción de qué podrían significar todas aquellas palabras tan extrañas, sin embargo, en algún momento, fuera más tarde o más temprano, ellos se llegaban a dar una idea de que no era algo para nada bueno. Y es que escuchaban cosas de ese tipo bastante seguido.
—Pobre, ojalá que no sea algo grave y se recupere pronto —comentaba, entonces, alguno de los padres de los nenes y, entonces, era cuando ellos se quedaban con esa inquietud.
¿A caso ellos estaban enfermos de gripe o de algo así? No, no podía ser eso. Ellos mismos la habían tenido y sabían que no era algo tan grave como los gigantes se los daban a entender. Y era entonces que, mientras más y más oían sobre aquello, más necesidad les daba de preguntar qué tenían esas personas.
Luego, más tarde, con el transcurso del tiempo y de algunos momentos decisivos en sus vidas, llegaban a una verdad bastante cierta para ellos: la muerte era y es algo terrible. Y, entonces, comenzaban a imaginarla como una especie de monstruo que siempre se encuentra al acecho, que en cualquier momento puede aparecer y, gracias a aquello, los niños —en general— comienzan a desarrollar sus miedos. El temor a la oscuridad, bajo mi propio punto de vista, se debe a que uno, de chico, cree que la parca —cosa a la que ya se le da una figura imaginable, que puede ser de cualquier tipo— se encuentra oculta entre las sombras y que si las luces se apagan del todo, nos puede alcanzar en cuestión de unos pocos segundos; recuerdo mi infancia cuando la luz del pasillo siempre se dejaba encendida cuando el sol ya se había ocultado en el oeste desde hacía bastante tiempo y llegaba la hora de dormir. Creo que de algún modo, es como un niño comienza a representar una imagen de la muerte, del miedo a algo que —a pesar de existir de algún modo— le es desconocido.
Claro que, cuando alguno de ellos veía —por pura casualidad o por alguna distracción por parte de sus padres— alguna parte de alguna película de terror o algo por el estilo, donde aparecía un muerto o un monstruo de algún tipo que persigue a las personas para devorarlas, comenzaban a tener pesadillas que a veces llegaban a ser terribles. En estas, aquella aberración salida del infierno, los seguía hasta el fin del mundo, con la sola intención de darles un susto de muerte y cuando a consecuencia de ello, comenzaban a experimentar los clásicos temores infantiles, era cuando llegaban a otra verdad, a una mucho peor y mucho más desagradable que todo lo anterior: los monstruos son reales, existen y están esperando a que me distraiga, están debajo de mi cama, encerrados en el armario o, incluso, ocultándose en la tenebrosa oscuridad. Quizá están allí mismo, aguardando en el pasillo que da al baño y a las otras habitaciones de la casa, están esperando a que yo me distraiga para llevarme con ellos, para matarme.
Pareciera ser que los niños no prestan mucha atención a los asuntos que discuten los adultos, nunca parece ser así. Pero el hecho, en realidad, es que ellos captan —y perciben— la mayoría de todas las cosas que ellos conversan, así como las maneras de actuar que tienen bajo ciertas circunstancias. Sí, lo hacen y se preocupan por todo ello, comienzan a aterrorizarse por aquellos dichos o actos y es por ello que luego, más tarde o más temprano, llega el momento de los interrogantes.
Pero será luego de mucho tiempo después, cuando tengan cerca de siete u ocho años o, tal vez, un poco más que esas edad, cuando comprenderán que siempre habían estado equivocados, será en esos momentos cuando sentirán alivio y comprenderán la verdad: la muerte es algo para descansar en paz, no como una siesta ni nada parecido, es algo para descansar en paz durante una eternidad. También se darán cuenta de que no siempre es algo malo, porque a veces una persona está sufriendo tanto que, aunque uno sienta en el corazón la partida de un ser querido, esa persona estará en un lugar mejor, donde quizá —si es que contamos con aquella suerte— su esencia se mantenga por siempre.
Sin embargo, Natalia aún contaba con cuatro años de edad y muy lejos se encontraba de poder llegar a saber aquella verdad. La realidad de ella, era en esos momentos, una especie de híbrido entre aquellas dos primeras verdades. En cierto sentido, lo que ella conocía de todo aquel asunto solo se trataba de una verdad a medias. Pero, por alguna extraña razón, se había dado cuenta de que la muerte no era algo tan terrible como su imaginación —la de tantos otros niños así como las terribles e implacables pesadillas— se lo había afirmado durante tanto tiempo; era un tema bastante doloroso, sí y también que era capaz de provocar mucha tristeza, también la hacía llorar como nunca lo había hecho en toda su vida —aún más que las ocasiones en que su padre la había golpeado— pero se percató de que no había monstruo alguno, nunca lo había habido, no había terribles persecuciones infernales ni nada que se le pareciera a eso.
Recordó, entonces, una vez más, el velorio de parte de la noche anterior y de aquella mañana y había comprendido que, al ver a su padre acostado allí dentro del féretro —porque ella había tenido la iniciativa de hacerlo—, se veía muy tranquilo, como si no estuviera sufriendo y como si no hubiera sufrido —en absoluto— cuando llegó el momento de su muerte.
Sin embargo, luego se acordó de una vez, de hacía un mes o dos, en la que se había caído en el pasillo de su casa, cuando se encaminaba hacia su habitación. Se había hecho mal en el codo del brazo izquierdo al tratar de amortiguar la caída, tanto daño se había hecho que había comenzado a llorar de manera profunda e intensa. Entonces, descartó aquella última idea tan pronto como se le había ocurrido; aunque le seguía pareciendo extraño el hecho de que le había dado la impresión de que no había sufrido tanto. Claro está, luego de algunos años, podría llegar a comprender aquella especie de tranquilidad. Natalia había comprendido, a sus cuatro años de vida —tan llenos de amor y de suma alegría— lo que a la mayoría de los niños les lleva comprender en su totalidad entre ocho y diez años, tal vez mucho más que eso, cuando la persona apenas está entrando en la etapa de la adultez. Había comprendido todo a la perfección, acomodó y repasó una y otra vez sus ideas de una manera más lenta, profunda y cautelosa. Rezó, en silencio, por el alma de su padre, para que en el cielo lo recibieran con los brazos abiertos, para que descansara en paz. Tapándose del frío con sus enormes mantas y frazadas, se dispuso a dormir de una manera más que satisfecha por todo lo que había descubierto. Fue así como, uno de los días más amargos —y reveladores a su modo— de su existencia, llegaron a su fin.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top