Capítulo Dos
Pues bien, durante esa misma mañana —al igual que los últimos diez largos años—, Damián se encontraba en compañía de Natalia, quien era su prima. Era una muchacha muy bonita, aunque era bastante más baja que él; medía cerca de un metro con cincuenta y seis centímetros y, a diferencia de su primo, crecía muy poco cada año, tal vez, de a uno o dos centímetros cada cierta cantidad de meses. Sabía que sería petisa, pero eso no la molestaba para nada. La verdad era que ella, además de ser una chica tan hermosa, era una buena persona, era de una de esas personas que cualquiera quisiera tener en su vida, agradable como muy pocos, amable y bondadosa como cualquier chica de bien. Y sí, la estatura era lo de menos. Al menos yo creo —creí y siempre voy a creer—, que lo que me conquistó de ella fue aquella personalidad tan tranquila, tan serena y, por su puesto, esa preocupación por todas las personas —y por cualquier ser vivo— que se pudiera llegar a concebir. Tenía una manera tan especial y alegre de admirar a todo el mundo, una visión tan especial y conmovedora de este, que siempre me emocionaba verla, me había ablandado el simple hecho de haber encontrado una persona así, tan hermosa como encantadora. Estoy convencido de que ella provocaba toda esa indescriptible variedad de emociones en mí por el puro —y simple— hecho de que la amé desde la primera vez en que mis ojos se posaron en ella, desde el momento en que —por algunos cambios que me vi obligado a hacer— Damián me la presentó hace poco más de dos largos años; aunque ni en aquel —ni en otro momento—, tuve el valor de declararle ninguno de mis sentimientos, llegué a pensar que eso había sido por la diferencia de edad —que en realidad no era para tanto, porque ambos éramos menores—, pero yo no fui nada más que un cobarde y esa es la pura verdad, no hay nada más simple que eso, ahora soy capaz de verlo con mucha claridad.
Siento mucho haberme ido por las ramas, pero eso era algo que tenía que confesar antes de poder proseguir. La verdad es que nunca lo hablé con nadie y, si por lo menos, no escribía algo respecto a ello, me terminaría haciendo bastante daño. Prometo que a partir de ahora, trataré de no interrumpir la historia —a menos que sea necesario hacerlo— y de narrarla tal y como se desarrolló, aunque no puedo garantizar nada; estoy seguro de que, quien alguna vez haya amado y lo haya dejado ir sin intentar nada, podrá simpatizar un poco conmigo, con mis penas y desgracias.
Como bien dije, se encontraba parada al lado de Damián, algo pensativa, como era costumbre en ella; era algo característico de lo que su primo se daba cuenta casi de inmediato, pues permanecía quieta sin hacer el más mínimo ruido, inmersa en un mundo que solo ella podía llegar a imaginar. El pelo era de un marrón muy oscuro, casi se podría decir que de la tonalidad del barro, largo, lacio casi en su totalidad —pues era apenas un poco ondulado cuando llegaba a sus puntas—; le llegaba, de una manera salvaje, natural y algo despreocupada —al menos eso siempre nos había parecido a Damián y a mí—, casi hasta la cintura. El rostro claro, al igual que el de su primo, se notaba puro e inocente bajo aquella mañana nublada. A mi parecer, demostraba unas facciones que la hacían ver bastante triste; según creía Damián —quien no podía expresarlo de una mejor manera— era como si toda la nostalgia que siempre le provocaban esa clase de días con densa e imparable lluvia, se viera reflejada en la simplicidad y, a la vez, en la profundidad de la perdida mirada de Natalia, así como de su rostro, que comenzaba —de una forma algo lenta, pero algo constante— a dejar atrás los rasgos de la niña que había sido, para seguir convirtiéndose en una gran mujer. Sus ojos no eran más que dos preciosas esferas de un marrón tan oscuro que, de a ratos, daban la impresión de ser igual de negros que los de Damián y pudiera ser que el maquillaje oscuro que usaba sobre ellos, fuera —al menos en parte— el causante de aquel precioso efecto.
—Otro año escolar más, comienza. —Alzó la mirada, con el objeto de contemplar cómo la llovizna aumentaba, poco a poco su intensidad. La voz del chico era serena, aunque se denotaba algo más en ella; era como si supiera que lo que estaba planteando no tendría respuesta, como si supiera aquello, pero que, de todas maneras, tendría que decirlo para sacarse ese gran peso de encima—. Cómo pasa el tiempo, ¿no te parece? —Al no ver movimiento alguno, llevó ambas manos a sus vaqueros y volvió a insistir y repitió la pregunta, como si fuera una clase de maldito eco que no desaparecería de allí—: ¿no te parece?
La chica perdió un poco de la concentración y dejó de pensar durante unos instantes. Abrió la boca, como si querido contestarle algo pero, en cambio, solo se limitó a suspirar con tristeza y asintió con un suave movimiento ascendente y descendente. Damián admiró el quiebre del silencio y pudo apreciar la respuesta; a veces no se acordaba de las cosas y olvidaba con qué persona se encontraba hablando.
La mirada de la chica volvió a desviarse y recobró de nuevo aquella concentración, que solo había perdido a medias. Su vista caía más allá de la vereda donde se encontraban todavía esperando el ómnibus; se encontraba observando, de una manera más que absorta, algo triste y preocupada, un charco de agua que se había extendido casi hasta la mitad de la calle y que ya estaba casi pegado a la vereda donde estaban parados. Entonces, su divino y angelical rostro de chica quinceañera, se reflejó en el mismo; se sorprendió de verse de aquella manera y de que, tal vez, él también la había contemplado del mismo modo en que ella se lograba ver. Se vio algo borrosa, deforme, como si estuviera bastante mareada o como si observara algo utilizando un cristal especial, como esos que se suelen usar en los circos en la "sala de los espejos mágicos". Pese a que Damián no le dirigía la mirada desde hacía ya unos minutos, la muchacha volvió a alzar la vista, pues ese pensamiento la puso algo incómoda y creyó que sería mejor dejar de pensar, aunque sea un poco.
Vestía una hermosa remera negra, que lograba hacer un precioso contraste con su cabello. De su cuello, colgaba una bonita cadenita, que tal vez era de acero, con la figura de una majestuosa e imponente mariposa hecha de plata. También llevaba puestos un par de vaqueros, aunque los de ella eran de un celeste tan claro como el color del cielo en un día despejado por completo y calzaba unas bonitas zapatillas rosas, que le quedaban perfectas. En su mano derecha llevaba un hermoso paraguas que hacía parecer que ella era una extranjera inglesa; lo había tomado de su alcoba —gracias a una sorprendente intuición— antes de salir de la casa, pensando que llovería durante la tarde. Sin embargo, a pesar de haberse equivocado en parte, sí logró evitar empaparse mucho antes de lo que había previsto. Era de un color azul con rayas rojas, que hacían un bello juego con sus uñas y con sus carnosos labios, ya que ambos se encontraban pintados de un color carmesí. Cuando al final apartó sus suaves manos del rostro, luego de un acceso de tos, quedaron al descubierto los dos aritos de plata, que colgaban desde la parte más baja de sus orejas; estos no hacían otra cosa que no fuera resaltar toda su belleza —así como todo su esplendor—, al máximo.
Sí, Damián era atractivo y popular entre las chicas de su colegio, no cabía duda de ello. Pero Natalia —aunque no contaba con esa enorme popularidad en absoluto—, era —y digo esto con mucha seguridad— la muchacha más bella de la escuela. ¡Diablos!, yo creo que incluso, era la más bonita de toda la ciudad. Con esto que comento, uno podría llegar a pensar que, al igual que él, tendría muchos pretendientes y que su corazón solo pertenecía a uno solo, que pertenecía a alguien más que afortunado de tener a una mujer como ella junto a su lado. Se podría pensar que sería lo mismo que sucedía con su primo, pero no... en realidad las cosas no resultaban ser así para nada en lo más mínimo.
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