Capítulo Cuarenta

Natalia desvió la mirada, que seguía fija en el techo, con la intención de volver a encender la luz de su mesita de luz. Le llevó un poco de tiempo, quizá unos diez segundos, en acostumbrarse al brillo amarillento y poder enfocar la mirada en lo que le importaba. Le sorprendió el hecho de ver que estuvo pensando en todo aquello —una y otra vez— desde las diez de la noche hasta unos cinco minutos antes de que las manecillas del reloj dieran las dos de la madrugada; eran de una aleación que parecía estar conformada de plata y bronce y no podían engañarla.

Se vio envuelta en un pensamiento que, hasta ese preciso momento, no había considerado. De una manera un poco tardía, fue que cayó en la cuenta de que ya había culminado uno de los días «y noches, Nati» le recordó —de forma algo absurda— su mente, que se encontraba ya bastante agotada. Sin duda, fue de los más largos de toda su vida, le sucedieron muchas cosas, no todas pésimas como lo de Gonzalo, como así tampoco óptimas como lo de Lourdes. Si ponía todo en la misma balanza, aunque corrió con mucha suerte y no terminó asesinada, no fue un mal día. Lo de los muchachos fue horrible, seguro, pero se alegraba mucho de haber conocido a la muchacha y, como era la primera vez en años que tenía una amiga, pues creía que nada podía ser capaz de opacar eso.

De alguna manera, el día siguiente ya había llegado desde hacía un tiempo y, todo lo malo del día anterior, lo terminaría descartando. En tanto, todo lo bueno, seguiría recordándolo con mucho cariño, durante todo el tiempo que fuera necesario. Eso, sin duda alguna, era lo mejor que podía hacer. Lo cierto era que, pensando en todo ello, había perdido la noción del tiempo y, por ello, no había podido pegar un ojo; fue así que —de alguna manera bastante increíble— permaneció en un estado de vigilia —si es que puede llamársele de ese modo—, durante un buen rato.

—En resumen —se dijo a sí misma, mientras seguía con las manos detrás de la nuca. La voz de la muchacha fue suave y nadie más que ella pudo oírla, a pesar de que la habitación de Damián estaba pegada a la de ella y casi todo podía percibirse con grandiosa claridad. Natalia ya deseaba poder conciliar el sueño—, más allá de que casi nos decapitan, no fue un primer día tan malo de todo.

Se dio vuelta, buscando que el rostro quedara algo inclinado; le era imposible dormir boca arriba y tampoco era capaz de hacerlo de manera contraria. Luego acomodó la almohada —era una donde se podía ver a Mickey, el pato Donald y Pluto en la funda y que poseía desde hacía ya un par de años; quizá estaba algo viejita ya, pero le tenía un gran cariño— cerró los ojos para intentar que el sueño llegara a ella, pensando que se encontraba tan ansiosa que le sería imposible poder hacerlo. Sin embargo, luego de ocho o diez minutos más tarde, quedó inmersa en un profundo y más que sereno sueño.

Cuando despertara, dentro de unas cuatro horas y media, cuando la voz de la tía Denise la llamara, para que se aseara y para que desayunara junto con ella y con su primo, olvidaría por completo si es que en realidad soñó algo. Más allá de todo, si es que podía hacerlo, tenía que ser capaz de abrir la mente todo el tiempo que pudiera, debería dejar que el sueño la lleve por entre los más hermosos lugares que solo su mente, su alma y todo el esplendor de su bello corazón, podían llegar a ofrecerle.

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