Capítulo Catorce
Más tarde, cuando Denise hubo regresado del entierro de su hermana —con los ojos rojos provocados por las lágrimas, aunque llevaba puestos un par de anteojos oscuros para ocultar aquello—, le agradeció a Laura por su gesto de amabilidad, ella de dio el pésame por segunda vez en aquel día y se despidieron con un amoroso beso en la mejilla.
Los tres subieron al automóvil de Denise, que era un Renault Fuego rojo modelo de 1980. Puso el auto en marcha y se dirigieron a la casa de su fallecida hermana, estaba oscureciendo y los niños morían del sueño, así que no les quedaba otra que pasar la noche allí, pese a que quizá no sería el mejor lugar ni uno en el que quisieran estar.
—Nati, cielo —le dijo a la pequeña, mientras aún era capaz de mantener abiertos los ojos. Por alguna razón, creyó que era mejor decírselo en esos momentos, aunque luego no lo recordara o pensara que solo se había tratado de un sueño—, a partir de mañana vas a vivir con nosotros, en Rosario. Ahora tratá de descansar, que sueñes bonito. —Le dio un cálido beso de buenas noches en la frente, como se haría costumbre de ahí en adelante, durante unos cuántos años. La niña sonrío de una manera algo débil.
—Es... eso... es gen... nial, el me... jor... re... ga... lo... de cump... —comentó Natalia, con una voz casi inaudible, entre bostezos. El cansancio la había fatigado como muy pocas veces y sus ojos, incapaces de permanecer abiertos un segundo más, se cerraron de forma rápida y pesada. La frase había quedado inconclusa, sin embargo el mensaje fue capaz de llegar al corazón de su tía, que sonrió y lagrimeó al oírle decir aquello.
—¡Bien! —Damián, que estaba recostado en la cama contigua a la de su prima, estaba eufórico, a pesar de encontrarse a punto de caer rendido ante las fuerzas de un sueño creciente y profundo, sin embargo, lo que su madre había dicho, lo animó de tal manera que logró permanecer despierto durante unos cuántos minutos más—. Vamos a vivir los tres juntos y... ¡eso es genial! Tuturú, tuturú —se puso a tararear, al final, una canción inexistente, que solo él mismo parecía conocer.
Denise se acercó a él, le dio un cálido abrazo y luego procedió a arroparlo, de la misma manera en que había hecho con su prima, hacía unos instantes. Al igual que Natalia, le ofreció un beso del mismo modo, que el chico no rechazó, al contrario, era algo que estaba esperando, como todas las noches. Una vez que la madre se apartó y los observaba desde el arco de la puerta, con los brazos cruzados y las piernas entrelazadas, el niño se hizo hacia un lado, para que el sueño llegara en un rato no muy lejano. Ella admiraba cómo Natalia ya había caído rendida en aquel peculiar mundo gobernado por el señor de los sueños y de cómo Damián seguía tarareando, pero con un ritmo pausado, desacelerado y casi inaudible, como si fuera un susurró. Encendió una pequeña luz de emergencia por si algo fuera de lo usual sucedía, aunque creyó que esa noche dormirían sin problema alguno, tuvo esa certeza de alguna manera. Justo en ese preciso momento, fue cuando se percató —por primera vez en su vida— el gran parecido entre los niños; quitando los ojos y algún que otro detalle en el rostro —así como en el cuerpo—, parecía estar viendo dos gotas de agua, como si en realidad hubiesen sido medio mellizos. Quizá, con el correr de los años, esos rasgos característicos irían presentando más y más diferencias.
De alguna manera, vio en la pequeña a aquella hija que siempre había deseado tener, pero que por alguna razón, fue algo que nunca se pudo concretar. A partir de ese momento, supo que ese día que por mucho tiempo anheló, llegó a ella de una manera que jamás en su vida hubiera sospechado. Amaba a ambos por igual y, ese enorme cariño que los unía, jamás desaparecería, los mantendría unidos siempre e iría en aumento día tras día, noche tras noche.
Denise pasó un buen tiempo en la cocina de la casa de su hermana, dilucidando qué era lo que debía hacer a continuación, pues no estaba muy segura de qué era mejor. Luego de reflexionarlo con más tranquilidad, decidió que saldría a la entrada de la casa a colocar el anuncio, pues al fin y al cabo que apenas pasaban de las ocho de la noche y no le llevaría casi nada de tiempo.
Fue al garaje en busca de alguna herramienta que pudiera servirle para aquel propósito y se topó con una modesta colección de martillos, serruchos y algunas que ya entraban en el espectro de lo industrial o que se acercaban bastante a ello. Haber trabajado en una fábrica de muebles, tuvo sus ventajas después de todo y, más allá de la terrible situación económica que vivieron, ninguna de ellas había sido vendida con el objeto de obtener un ingreso extra para sus estúpidos vicios, para sus idiotas apuestas. Agarró un martillo de metal negro, que acababa con una forma de cilindro plateado y se le antojó que era uno de los más aptos para la tarea; la verdad era que no se equivocó con aquella elección.
—Te maldigo, David. Te odio por todo lo que les has hecho —comentó casi por lo bajo, mientras se paró en el umbral del garaje, echando una ojeada hacia el interior, lugar donde el hombre había realizado una infinidad de tareas. Le tenía un enorme desprecio por lo que le había hecho a su hermana y a su sobrina, sin embargo, también seguía sintiendo lástima por él, porque sabía que solo estuvo preso de una terrible enfermedad—, lo siento, no quise decir eso. Te prometo que la voy a cuidar de la misma manera que a Damián, como si fuera mi hija. —La habitación se encontraba desierta, pero la promesa tenía un peso enorme, que recaería sobre sus espaldas como una mochila repleta de grandes piedras; sin embargo, con mucho gusto y placer decidió tomar aquella gran responsabilidad. Luego de suspirar como nunca, apagó la luz y cerró la puerta.
Ya en el patio, le llevó menos de quince minutos colocar el cartel de "Se vende"; lo colocó cerca de un palo borracho que yacía a un lado del camino de piedras. En este se podía apreciar el número telefónico de su propia casa —era herencia de su difunto marido y no había nadie más que pudiera reclamarla— y fue entonces cuando cayó en la cuenta de que eso era lo mejor que podían hacer. Vivir en aquel lugar, si es que se pudiera de algún modo, solo sería una terrible manera de recordar todas aquellas malas —y negativas— memorias una y otra vez, en un ciclo que parecería no tener fin.
El letrero quedó bastante firme, solo un poco torcido, pero eso no importaba. Nadie hubiera sospechado que algo tan terrible había sucedido en aquel hogar que se veía bastante cómodo, apacible y bonito. Tuvo deseos de usar otro anuncio en vez de ese, había pensado en la posibilidad de dejar la casa en alquiler, sin embargo no le llevó mucho tiempo darse cuenta de las desventajas que aquello podría causarle; pues tendría que realizar viajes periódicos para chequear que todo estuviese en orden cada vez que un nuevo inquilino se presentara, además de tener que realizar manutenciones cada tanto. Si llegaba a suceder algún problema imprevisto, tendría que volver a viajar para ver qué había sucedido; vivía lejos y no le convenía para nada, sería una pérdida de valioso tiempo, cosa que no contaba con una disponibilidad tan flexible que digamos. Además, como dije antes, quería apartar de sí todos esos malos recuerdos y, sin duda, esa no era la manera. Eso sí, en cuanto pudiera, tendría que regresar para dejar en condiciones lo que así lo requiriera, que por lo general sería darle una nueva mano de pintura y hacer reparar algunas de las canillas, que estaban algo duras; por suerte solo eran nimiedades que se solventarían con relativa sencillez y facilidad.
Luego de regresar el martillo a su lugar, regresó a la casa para seguir pensando sobre qué haría a continuación. «Las valijas, hay que prepararlas», recordó de alguna manera, cuando vio que había atado un hilo rojo alrededor de su dedo índice por si llegaba a olvidarlo. Fue a la sala de estar; en el sitio donde hubiera estado el sofá, había dos maletas grandes, donde podría ser capaz de guardar lo necesario. En una de ellas, colocó la mayoría de la ropa de Natalia, que había dejado preparada sobre la mesa de la cocina. En la otra, mucha de la ropa de Andrea que siempre le había encantado; tenía unos vestidos hermosos, recordaba uno de fiesta, que le había prestado para un casamiento, ese no podía faltar. Tendría que regresar otra vez para decidir qué hacer con las demás cosas, las herramientas, utensilios de cocina, muebles, el coche de David y demás. Suponía que sería buena idea vender un buen de esas cosas, quedarse con otras y donar algunas que no tuviese mucha utilidad práctica. De momento, solo llevaría lo más importante, lo que era urgente, como lo era la ropa, el calzado y la mayoría de los juguetes de la niña; un tiempo después, decidiría que hacer con el resto, regresaría algún fin de semana próximo y se pondría manos a la obra. Desde luego, la comida que pudiera llevar, no estaba de más; la que no pudiera permanecer fuera de la heladera por mucho tiempo, tendría que ir directo a la basura o entregársela a alguien la mañana siguiente; en eso no había reparado y supongo que muy pocos hubieran tenido en cuenta ese detalles al enterarse de algo tan espantoso como eso.
Mientras guardaba la ropa de la niña, empezó a darse cuenta de la real magnitud de aquella situación. Ahora, su propia familia se había vuelto más grande que antes y, pese a que tenía una nueva integrante más que alimentar, eso no la preocupó para nada, pues su situación económica era buena, además de que sentía un gran cariño por ella y ni estando en una situación complicada hubiera rechazado la necesidad de ella. A partir del día de mañana, tendría una preciosa niña correteando por los pasillos de la casa, jugando con Damián y teniendo la infancia que, desde hacía mucho, se merecía. Imaginar todo aquello, logró esbozarle una linda sonrisa en el morocho rostro; pasó una mano por su cabello pelirrojo, que empezaba a presentar canas que le otorgaban una bonita apariencia, pensando en que ahora tendría alguien a quien podría enseñarle tantas cosas, alguien que —cuando creciera— podría hacer uso de sus alhajas, de su ropa y demás. Le enseñaría a maquillarse, le daría consejos para cuando llegara el momento de su primera cita que, sin duda llegaría tarde o temprano —no le cabía duda alguna de ello—, le enseñaría a tejer, a bordar, a cocinar y muchas otras situaciones que se darían de una forma igual de natural que todas las anteriores; le enseñaría todo eso —y mucho más, aún—, con un gran y enorme cariño, del mismo modo en que hubiese hecho lo propio su madre.
Durante la mañana siguiente, una que resultó fresca pero despejada en su totalidad, todos los compañeros del jardín de Natalia —y algunas de sus maestras, también— acudieron a la casa para despedirse de ella. Cuando fuera más grande y tuviera la edad suficiente para poder hacerlo por su cuenta, volvería allí para saludar a sus mejores amigas de la infancia, en especial, para visitar a su más grande amiga y compañera, que no podía tratarse de otra que de la mismísima Rocío, a quien quería como si fuera su hermana.
Durante esa misma tarde, a eso de las tres o las cuatro, emprendieron el viaje hacia su nuevo hogar, desconocido —al menos en parte, si se consideran algunas de sus visitas— por la niña. Aquella había sido una de las pocas ocasiones en las que alguien más —exceptuando su propia madre— hacía algo tan amable, generoso y hermoso por ella y por su bienestar en general, por su salud. Esto lograba que no perdiera aquella inmensa alegría que seguía caracterizándola; por fin tendría una familia como lo había merecido durante más de tres años, sería parte de una en la que no existía la violencia física ni la verbal, una en la que jamás había existido algo tan terrible como lo que le había tocado sufrir en carne propia. Esa era, sin lugar a la más mínima de las dudas, una familia llena de cariño, de amor y de respeto; sin importar lo que sucediera, el núcleo nunca se desmoronaría y siempre se mantendría firme y unido.
Había ganado una familia que, desde siempre, le resultaba perfecta, una en la que no había insultos ni ofensas, una en la que no existía nada llamado "violencia" y, mucho menos, era una en la que había alguien que la pudiera golpear, alguien que llegara a media noche cuando ella dormía y la despertara, de forma brusca, para darle una paliza cuando "se portaba mal". No tendría que convivir con alguien que le hiciera daño a las personas que ella quería, no habría nadie con pantalones cagados y meados, que desprendiera un hedor a cerveza rancia, que regresara a esas altas horas de la noche, que caminara de forma torpe, lenta y pesada, luego de haber gritado como un desquiciado por las calles. No habría ningún pariente que gritara y que los ecos la aterraran por completo y que, luego de pararse sobre junto a su puerta, se sacara el cinturón de cuero negro y, de la nada, le gritara con toda la ira y el odio del mundo.
—¡Hoy te toca a vos, pequeña miedosa de porquería! —Ya no habría nadie que pudiera decirle eso, ya no estaría ese padre tan temido como odiado y amado a su manera, ya no recibiría esos terribles maltratos, que la mayoría de las veces le ocasionaban un dolor tan intenso que debía faltar al jardín sin previo aviso.
— ¡Te portaste muy mal, demasiado mal! ¡Ahora acá para que te corrija!, ¡y no me obligues a ir a buscarte, porque no tengo ánimos y te va a ir peor! —Tampoco tendría que soportar ya esas amenazas. En su nuevo hogar, no habría nadie que le echara la culpa de nada, ni que pudiera hacerla sentir culpable por algo que jamás había hecho. No habría nadie que le pusiera una mano encima.
Ahora tenía la fortuna de formar parte de una familia que la quería de veras. Sí, ganó algo tan valioso como lo es aquello, la misma ilusión de que formaba parte de algo especial y mucho más aún. Obtuvo cosas que todavía desconocía pero, como consecuencia de ello, perdió algo tan importante como todo lo demás, pues tuvo que alejarse, al menos durante un buen tiempo, de la amistad de muchos de sus amigos.
Miró hacia atrás, mientras el automóvil comenzaba a tomar velocidad de forma gradual por la autopista número nueve y volvió a recordar a todos y cada uno de ellos. Sus compañeros se encontraban ahí, frente a la entrada de su casa, copando la calle. Algunos la despedían con brazos en alto, otro para hacía lo mismo realizando movimientos con las palmas de las manos abiertas.
—¡Que tengas un buen viaje! —gritaba un tercer grupo, influenciados por algunas de las maestras, que comenzaron a llorar por la emoción, ante su partida—, ¡te vamos a extrañar mucho!
Ella fue capaz de contener sus lágrimas y les dedicó la mejor de sus sonrisas. Recordó, por última vez su casa, que comenzaría a dejar de ser iluminada por el imponente sol no mucho tiempo después de su partida y se dio cuenta de que eso era lo mejor, de que no había allí nada más que merezca la pena. No quería regresar, pues eso siempre le traería malos y desagradables recuerdos.
En el momento en que Denise pisó el acelerador, volvió a mirar hacia adelante, pues sus compañeros ya se habían perdido de vista cuando el coche giró dos cuadras más adelante.
—Yo también los voy a extrañar mucho —susurró ella, de forma conmovedora. Luego suspiró de forma triste y nostálgica, sin dejar de hacerse la promesa de que regresaría para visitarlos cuando fuera más grande—, yo también voy a extrañarlos a todos —repitió, sin evitar que unas lágrimas comenzaran a recorrer, de lerda manera, sus tiernas mejillas.
—No te preocupes, cielo —comentó Denise, al ver las expresiones de la pequeña a través del espejo y trató de animarla—, ya vas a ver cómo vas a hacer nuevos amiguitos enseguida.
—Nuevos amiguitos —repitió Damián, de una forma graciosa, única y peculiar. Estaba comenzando a hablar con más soltura y no podía dejar de hacerlo—, enseguida.
—Sí, gracias. —La sonrisa de la niña se dejó ver con naturalidad, pese a que aún tenía los ojitos un poco brillosos y Denise se la devolvió— los quiero.
Cuando recorrieron la mitad del trayecto, los primos se quedaron dormidos y permanecieron así hasta que arribaron a la ciudad de Rosario que, como dice la letra, "siempre estuvo cerca".
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