seis.
;— ↷ ·˚ ❝.-.. .- ...❞
𝖑𝖆 𝖙𝖆𝖗𝖉𝖊. 𝖉𝖔𝖘
Era medio día de un sábado en Haexinarts, una figura vestida de negro se paseaba por los pasillos de Wilde. Estaba oscuro y el edificio estaba helado y silencioso.
Había pocos alumnos los sábados, la mayoría salían a visitar a sus familias, otros a la ciudad a pasar un buen rato. La cantidad que se quedaba era poca. Los pasillos estaban iluminados por la luz neutra y la alfombra roja amortiguaba los pasos sobre la piedra. Las puertas estaban cerradas con llave, las placas de metal oscuro y los apellidos de color oro.
La figura atravesó el pasillo, guiada por el pequeño papelito con indicaciones que llevaba en la mano. Las luces del pasillo proyectaban su sombra al frente, alargándola hasta que se deformaba y parecía una figura monstruosa. No estaba muy lejana de la realidad.
Se detuvo frente a la primera habitación. El apellido de Dumas brillaba debajo de Dugot. Dugot, que era francés y que había decidido irse con sus amigos a la ciudad. Lo había visto por las cámaras salir en su coche blanco. O'Connor que era desordenado y tenía un habito intenso por el alcohol.
Sacó la primera tarjeta del bolsillo de su pantalón. Era de licra y se le pegaba tortuosamente a los muslos, pero lo necesitaba si quería moverse bien. Metió la llave de bronce en la cerradura y la giró.
La habitación de ese par era muy parecida a todas las demás habitaciones de los alumnos de segundo. Lugares cargados de vida, bañados hasta la saciedad por personalidad. Dicen que los escritores tienen la necesidad de dejar huella en todo, de que alguien lo vea y los entienda.
Se movió dentro de la habitación y cerró la puerta con cuidado. A veces, hacían un eco estridente en el pasillo. La ventana estaba cerrada y las cortinas también, encendió la linterna.
El lado de Dumas saltaba a simple vista, la cama desecha y el escritorio ya formando una ligera capa de polvo. Se acercó con cuidado de no pisar la alfombra oscura, había una taza de té vacía, una computadora gris y algunas hojas de una marca francesa que nunca había visto.
Abrió los cajones del escritorio. Sacó libreta por libreta de las que tenía apiladas, las hojeo todas sin encontrar lo que buscaba. Volvió a meterlas en su lugar. Encendió la computadora pero se dio cuenta que no tenía batería, la volteó y sacó el pequeño destornillador que llevaba metido en el guante.
Abrió la tapa, se inclinó para ver mejor, poniendo atención de todos los ruidos externos. Se había asegurado de que todos en ese pasillo se hubieran ido ese día, pero nada le aseguraba que no hubiera otros por allí.
Desconectó el disco duro de la placa, lo dobló a la mitad hasta partirlo y lo tiró en el bote de basura de Dugot. Cerró la tapa de la computadora e inspeccionó el resto de la habitación. No había nada, en ningún lado.
Apagó la linterna, se aseguró de que no hubiera ruido allá afuera y abrió la puerta. Cerró con la tarjeta y avanzó. Tenía que subir. Lo hizo por las escaleras de piedra, que no tenían luz —y no entendía por qué— y apenas las iluminaban las pequeñas ventanitas esparcidas por la pared. Hacía frío allá afuera, los árboles se movían con brusquedad y el viento silbaba por los huecos de las ventanas.
Cantaba canciones de pesadumbre, de angustia. Como si pudiera leer el ambiente, como si pudiera saber lo que pasaba en ese maldito lugar.
Avanzó a oscuras y a tientas, con una mano en la pared, delicadamente tocando cada hueco de la piedra, cada relieve de esta. Llegó hasta los últimos pisos. Asomó la cabeza por el pasillo, silencioso e iluminado. El aire que se olía cuando no había nadie era distinto y puro.
Se metió en él, el apellido de Odel debajo del de O'Connor. O'Connor que era irlandés y que se había ido también. Había visto a su chofer llegar casi al mismo tiempo que Dugot se iba con sus amigos. Seguro estaba pasando un buen día con su familia.
Buscó lo mismo que buscó en la otra habitación, piso los mismos lugares. No levantó el polvo y se aseguró de esparcirlo allí donde había tocado por accidente. Abrió los mismos cajones, menos desgastados que los de Dumas. Odel pasaba menos tiempo en su habitación pero cuando lo hacía, estaba en el escritorio.
Lo podía ver por la forma del asiento hundido y las plumas mordidas, la esquina izquierda del escritorio ligeramente menos picuda que las otras. Odel pasaba el dedo por allí con frecuencia. No abrió su computadora para comprobar si tenía batería, seguro tendría contraseña.
La de Dumas no, Odel era descuidado y algo tonto. Miraba donde no tenía que mirar cuando se le decía. Era agradable, prolijo en sus trabajos. Sin duda, Odel si tendría contraseña. Más paranoico que otros, lo común. De todos modos, paranoicos o no, no requerían demasiado.
Volteó la computadora y siguió el mismo proceso. Tiró el disco partido en el bote de O'Connor. El servicio de limpieza llegaba el domingo en la mañana, el lunes nadie sabría que dos discos duros faltaban en unas computadoras. A nadie le iba a importar, de todas formas.
Apagó la linterna, se aseguró y abrió. Luego cerró. Suspiró. Al fin había terminado, podía irse a almorzar.
Un silbido le llegó de su lado izquierdo, canturreaba una melodía de balada. Palideció, miró con horror la dirección en la que se acercaba. Corrió, e iba dos pasos adelante cuando una puerta emparejada le llamó la atención. No se oía ruido adentro, asomó la cabeza.
No había nadie. Se metió. Se hincó en el suelo y jaló uno de los cajoncitos debajo de la base de la cama. Se tiró el piso y se arrastró dentro de la base, luego puso el cajón. Se quedó esperando con el corazón acelerado, mirando la oscuridad allí donde la puerta debía estar.
Las habitaciones tenían bases huecas de madera, donde era posible meter cajones y maletas detrás de estos, o lo que se le antojara al inquilino. Era mucho mejor opción que el closet, la mayoría no sacaba todo el cajón cuando quería tomar algo.
Si tenía suerte la figura se alejaría o se metería a otra habitación. La melodía se acercó y unos pasos resonaron dentro de la habitación. La figura debajo de la cama se estremeció.
Aquel que cantaba dejo de hacerlo para soltar un profundo quejido.
—Espero que arreglen mi ducha pronto —se quejó.
Era la voz de Nakahara. La figura abrió más los ojos.
Las tablas de madera crujieron encima de la figura, se había sentado. Se empezó a reproducir una canción que no conocía y que sonaba amortiguada en aquel espacio vacío, sin polvo. Nakahara hacía lo posible por tener su espacio limpio. Nakahara jaló uno de los cajones que daba al rostro aquella figura aterrada. Un halo de luz débil le ilumino el rostro.
Volvió a empujar el cajón. Oscuridad.
—¿Ah? ¿Dónde demonios deje mi arete? —se escuchó.
Se oyó un ruido sordo a la altura del piso y todos los sentidos de la figura se encendieron. La voz de Nakahara retumbó a un cajón de distancia.
—A ver...
El cajón empezó a moverse. Se le aceleró el corazón. Pensó que hacer, pensó que decir, pensó en jalar el cajón de vuelta y meterle un susto al hombre. Pensó el patearle la cara apenas lo viera, pensó en escupirle, en clavarle las uñas en los ojos, en darle un puñetazo.
—¡Ah, ya me acorde! —gritó para si de repente.
Empujó el cajón de vuelta. Retuvo un suspiro de alivio.
—Lo deje en el baño de Tachi.
Y con eso, la madera crujió de nuevo, pero esta vez de cuando se puso de pie. Se oyó la puerta abrirse y pasos que se alejaban. La figura suspiró. Aguardó un minuto y salió como una furia. Corrió a las escaleras del lado derecho y bajo corriendo importándole poco que no ver bien los escalones pudiera causarle una caída.
Cuando abrió la puerta de servicio del edificio, se empapó.
Septhis corría bajo un tormenton producto del huracán que la zona aledaña estaba acogiendo entre brazos. Había sido una estupidez no llevar sombrilla conociendo el pronostico climático.
Había estado en la biblioteca hasta hacía un momento, donde básicamente seguridad la echó. Espacios como la biblioteca, el auditorio, las cafeterías, los dormitorios y posgrado permanecían abiertos los fines de semana. Dirección, secretaria académica y los salones de clases permanecían cerrados y sin personal. A excepción de seguridad, que daba rondines todos los días y a todas horas.
Tenían inventario, y no hubiera sido un problema que se quedara estudiando allí sino fuera porque el inventario también recaía en el anexo. Aquel espacio reservado para eso que nadie podía tocar. Tampoco había podido quedarse refugiada en el techo de afuera, era indispensable que ningún alumno rondara la biblioteca en un radio de diez metros.
Paso corriendo Austen e Inés, ambos edificios para estudiantes femeninas de primer año. Badbury era para los masculinos.
Quiso tomar el elevador, pero no estaba en servicio. Cortaban los servicios de los elevadores cada vez que se necesitaba hacer una revisión de las pastillas, no estaba segura de que hubiera una revisión ese día.
Se arrastró por el pasillo, dejando una mancha más oscura en la alfombra roja mientras andaba hasta las escaleras. Las escaleras, que no estaban tapizadas de azulejo. Piedra pura, fría. Las paredes también. Era la única parte de los edificios que no estaba modernizada ni electrificada, allí no había luz. No entendía porque, y para colmo estaban diseñadas a lo caracol.
Subió por ellas, tiritando y con la luz de su celular que oscilaba con el temblor de sus manos. Su bolso de cuero pesaba toneladas en su costado, pero al menos tenía la certeza de que todas sus pertenencias estaban secas. Recordaba haberlo comprado específicamente por eso, descartando un montón de bolsos y mochilas muy bonitas, se había decidido por ese en su viaje a Escocia por vacaciones.
Viajar en su tren por sus arcos de piedra, se habían quedado en una de sus casas aledañas al castillo de St. Andrews, a la orilla de la playa, y era solo porque el castillo estaba lo bastante derruido para ya no admitir huéspedes. Tenía fotos del mar, bravo y nunca silencioso, estaban pegadas en una pizarra de corcho en medio de sus dos ventanas.
El mar nunca se callaba cuando ella estaba a su alrededor, no la quería y eso le gustaba.
Sacó la tarjeta de uno de los bolsillos y se le cayó al intentar escanearla. La única habitación con un solo apellido en su placa. Se metió en la habitación, le puso el pestillo como siempre hacía cada vez que entraba. Dejo su bolso en el piso y se metió en la ducha de inmediato.
Abrió la regadera, pues no quería esperar hasta que la bañera se llenara. Su baño tenía azulejos azules que contrastaban perfecto con la pared de piedra que había pedido no tapizaran. Tenía dos plantas allí y una enredadera que atravesaba la ventana.
Se baño rápido, nunca le gustaba durar demasiado bajo la regadera porque estaba obligada a cerrar los ojos y eso le provocaba paranoia. Salió y jaló una toalla del mueble de mármol café, se envolvió en ella y buscó en su closet un conjunto caliente.
Tras haberse envuelto en mantas y tomado un buen libro, reprodujo música a un nivel bajo en su tocadiscos y se acurrucó más contra las sábanas. Sentía que le faltaba algo, y era una bebida.
Refunfuñó. Se puso de pie con toda la pesadez del mundo. Se envolvió un abrigo de piel y un gorro y encima un impermeable negro que su abuela le había regalado cuando se había enterado que iba a estudiar en Haexinarts.
Cruzó, de nuevo, Austen e Inés. Esta vez cubierta con su paraguas. Los fines de semana los alumnos eran libres de prepararse lo que quisiesen de comer, la cocina tenía accesos con tarjeta donde era necesario registrarse. Había cámaras como en todo el resto de la escuela, y si sucedía algo, quedaría registrado quien lo había ocasionado.
Además, tenía una cocina inteligente que registraba todos los productos que entraban y salían, notificando las necesidades de la cocina para que fueran repuestas por los proveedores. Una genialidad.
Abrió las puertas de la cafetería, cruzó las mesas hasta la barra; estaba vacía y limpia. El mármol y el metal reluciente, los cuencos y apartados lustrosos y que olían a detergente de lavanda. Atravesó la barra, escaneando su tarjeta de estudiante en el control de entrada. Este de desbloqueó y pudo mover las barras hasta entrar, después de eso también tenía que registrarse para que la puerta de la cocina se abriera.
Se quedo paralizada en la entrada. La espalda de Nakahara relucía en un contraste del suéter negro que le enmarcaba perfectamente los hombros, contra el blanco y el plateado de la cocina. Olía a café, y en efecto, le estaba acaparando la cafetera.
—¿Qué haces allí parado? —preguntó él sacándose un audífono.
Se giró, tenía una expresión tranquila y pasiva hasta que se dio cuenta que la persona en la puerta era Septhis. Frunció el ceño pelirrojo, llevaba en las orejas un par de aretes que le rodeaban toda la silueta de la oreja y parecían garras clavándosele. Tintinearon cuando se separo de la mesa.
—Slora. —La repasó de pies a cabeza.
Septhis sintió que se le quedaba viendo demasiado el pecho pero debía ser idea suya. El fantasma de su feminidad, rodeándole, porque no había allí pecho que él pudiera mirar. Carraspeó la garganta y se movía hacía la cafetera, pasando las tres mesas de preparación hasta el otro lado.
—Nakahara. Vine por un café —murmuró pasando a su lado.
Se estiró a bajar un vaso de plástico, notó que Nakahara no tenía uno abajo, los granos apenas se estaban tostando.
—¿Te bajo un vaso? —preguntó.
—Ah, sí. Gracias. —Lo recibió.
También bajo tapaderas y popotes. Se inclinó en la mesa con las manos bien hundidas en los bolsillos para agarrar algo de calor. Tan solo se escuchaba el sonido de la cafetera tostando los granos.
—¿De nuevo en el campus? —inquirió Nakahara acercándose a otro cajón en la parte baja de una mesa a la derecha.
Se hincó y sacó una barra de chocolate amargo. Se emitió un pitido y una luz blanca parpadeó en una orilla de la cocina, se encendió una pantalla a lado del foco blanco que mostró la barra de chocolate y la leyenda "Barra de chocolate amargo". La voltearon a ver, luego Septhis volvió la mirada a Nakahara.
No lo había dicho en tono de burla, tan solo una pregunta al azar para matar ese incomodísimo silencio. Septhis se lo agradeció.
—No salgo mucho —replicó. Nakahara le extendió lo que quedaba de la barra, ella lo rechazó.
—Del año que llevábamos nunca vi que te fueras con tu familia ¿Viven aquí?
Cerró los ojos. No quería pensar en eso, ni hablar de eso.
—Sí. Pero no los visito —respondió cortante—. ¿Tú por qué te quedaste aquí hoy?
—Mis hermanos me invitaron a hacer senderismo en la montaña —bostezó, un sonido bajo y lento. Nunca lo había visto bostezar—. Pero no tengo ganas de trepar nada, me quedo a mirar series.
—No sabía que tenías hermanos.
—Tengo seis. —Nakahara sirvió su café, donde el chocolate ya se había derretido, quitó el vaso y le dio un lugar a Septhis.
La chica casi se atraganta con su propia saliva.
—¿Seis? Son bastantes.
Nakahara asintió con media sonrisa, se servía un poco de leche. Septhis se sirvió el café, luego fue al refrigerador de los hielos y sacó unos cuantos, Nakahara se le quedó viendo como si cargara la cabeza de un bebé decapitado.
—¿Con este clima?
—No consiento las cosas calientes —explicó, echando los hielos y luego la leche.
—Umh, tienes hábitos extraños —comentó. Apagó la cafetera y quitó el molino para lavarlo—. ¿Tú tienes hermanos?
—No.
—Debe ser interesante ser hijo único ¿no te aburrías de niño?
—No tuve tiempo de aburrirme —espetó.
Tomo su café y se dirigió a la puerta con un movimiento de mano.
—Adiós.
—Mata ne —respondió el pelirrojo.
Septhis sabía que esa era una forma de despedirse en japones, aunque no sabía con exactitud que significaba.
Cuando volvió a su edificio, el elevador seguía sin funcionar. Lanzó una maldición al aire.
𝖑𝖆 𝖒𝖆ñ𝖆𝖓𝖆. 𝖈𝖊𝖗𝖔
Otro miércoles de tortura. Ardía en fiebre y sentía que le mundo le daba vueltas cada vez que movía la cabeza con mucha fuerza. La empapada del sábado le había cobrado factura de la nada. Los otros tres días había estado tan de maravilla como para correr un maratón por el estadio.
Se desplomó en su asiento y tuvo visiones del miércoles pasado, lo que le causo risa. Al menos esa vez estaba un poco más consciente y ya se había tomado una pastilla, esperaba que la fiebre bajara y no había querido perderse una clase de Kalumnia, que ponía corazón en sus clases y enseñaba con el alma.
Hicieron un ejercicio de escritura en prosa ese día, las letras le bailaban de ratos y la poca luz natural que entraba por los ventanales hacía que le ardieran los parpados y le martillara la cabeza. Era la segunda vez que iba en estado deplorable a esa clase, pero Kalumnia apenas y lo notaba.
Se lo había encontrado en el pasillo el lunes pasado, él le había preguntaba si estaba bien porque el miércoles pasado la había notado muy ausente y que si necesitaba descansar no dudara en avisarle a su coordinador, él lo entendería y no tomaría en cuenta esas faltas.
Le daba igual, no le gustaba faltar. Y tampoco estaba taaaan mal como para faltar.
Cuando esa única clase termino, recogió sus cosas con lentitud, ya no se sentía tan afiebrada y estaba segura de poder caminar a su habitación sin que la atropellaran. Segura de si misma, recogió sus cosas y las metió a su bolso —solo en caso de que se le fueran a caer como la vez pasada—, revisó que todo estuviera dentro y que no dejara nada tirado en su espacio.
Después se fue. Afuera hacía muchísimo viento, que susurraba melodías de pena en sus oídos. Avanzó sosteniéndose las alas del abrigo contra el pecho ya que no las había abotonado.
Los arboles se movían con fiereza y mandaban hojas y ramitas a volar, las alumnas se agarraban la falda, los chicos se abrochaban los abrigos que llevaban encima. Autos y motocicletas se movían por el estacionamiento.
Avanzó, aunque se sentía muy débil, todavía sudaba pese a que el viento le golpeaba con fuerza el cuello y sentía el cuerpo pegajoso y raro contra el viento. De pronto se dio cuenta de que sentía nauseas y ese era el motivo de su andar lento. Piso con fuerza, asegurándose de que seguía consciente para caminar, ya había cruzado el estacionamiento, solo le quedaba pasar los edificios de primer año.
La visión se le fue cerrando y los ruidos del resto de estudiantes de su año moviéndose se desvanecieron. Se tambaleó y la visión de túnel, se cerró.
Dazai que se bamboleaba por el pasillo con su querido amigo Doppo se detuvo en abrupto al notar como la figura que llevaba siguiendo con la mirada desde el salón se desplomaba de golpe. Algunos estudiantes detuvieron su paso alrededor pero esas miradas de miedo y desdén no permitieron a ninguno agacharse ni acercarse, como si una fuerza invisible los repeliera.
Se acercó corriendo y empujó a un estudiante que examinaba a Slora como si fuera una especie peligrosa a la que por fin podía acercarse. Se hincó y le revisó el rostro que ardía. No tenía ninguna herida más allá del posible moretón que se le formaría por la caída.
Le levantó la cabeza y le paso un brazo por los omoplatos y el otro por las piernas. Hizo fuerza para cargarlo, pensando que pesaría más o menos lo mismo que él y sin embargo, Slora era terriblemente ligero y delgado. Lo podía sentir por la forma en que sus dedos se encajaban en los huesos de su espalda debajo de las capas de ropa.
Miró su rostro, impávido y lívido. De una palidez preocupante. La multitud siguió fluyendo a su alrededor lanzándoles miradas de inquietud y sorpresa, miedo, miedo incluso cuando estaba desmayado. Dazai se les quedó mirando con molestia y las miradas rehuyeron la suya.
Sabía que ninguno de esos que iba caminando podrían saber dónde estaba la habitación de Slora así que se lo llevó a su edificio.
Echó a dos idiotas que querían tomar el segundo elevador. Los miró con hastió cuando sus ojos se abrieron de sorpresa al ver a quien llevaba entre brazos. A veces, no entendía a Slora ni menos entendía esa sociedad mundana.
Los rumores que corrían sobre él, sobre su vida, la razón del color de sus ojos. Que, si caminaba por los pasillos de noche, o que era un vampiro, o un odioso. Notaba las miradas sobre sus hombros que le daban, las risas a sus espaldas, el estupor en sus ojos cuando les devolvía la mirada con esa expresión hueca.
Camus no estaba en la habitación todavía, cerró la puerta con una patada y acostó a Slora en su cama. Le quitó su bolso, el abrigo como pudo, luego el saco y el suéter hasta dejarlo en la camisa. Le deshizo el nudo de la corbata y lanzó todo a una orilla de la cama.
Le preocupaba que no recuperara la conciencia pronto.
Aquella ocasión que él lo había cuidado, cuando finalmente se recupero revisó su baño porque Camus le dijo que hacían falta algunas cosas, notó que faltaba aquello con lo que él lo había cuidado y Dazai aun no recogía de la orilla de su cama.
Se acercó al baño y sacó alcohol, investigó todos los nombres de las pastillas que había en el botiquín y cual le servía para la fiebre. Buscó que podía ayudar para alguien con fiebre y que se había desmayado.
Se acercó y dejo las cosas sobre su escritorio. Tomó las piernas de Slora y las alzó, el buscador decía que dejarlas por encima del nivel del corazón así que le puso tres cojines y las dejo reposar allí. Slora respiraba, la recomendación era llamarle por su nombre para ver si reaccionaba sino pasarle alcohol por la nariz.
—Oye, Septhis. Septhis —Dazai le agarró la cara entre las manos, estaba caliente y sudaba pese a que casi lo había desnudado. ¿Tenía que desnudarlo todo?
Slora se removió, Dazai se alejó y esperó, pero Slora no se movió más. Apretó los dientes y abrió el alcohol, se lo paso por la nariz. Slora por fin abrió los ojos, tardó en enfocar la mirada.
—¿Dazai? —inquirió con la voz ronca y los ojos desenfocados. Se los talló y parecía que hasta subir el brazo le requería mucho esfuerzo.
—Ah, por fin —espetó. Se puso de pie y le acercó la pastilla que había recuperado del baño y un vaso de agua—. Abre la boca.
Slora frunció el ceño y trató de incorporarse pero falló estrepitosamente al volver a desplomarse. Dazai le puso una mano en el pecho y el chico brincó y le empujó la mano fuera, Dazai frunció el ceño pero no dijo nada. Le mostró la pastilla y el vaso con agua. Slora estiró la mano y agarró el vaso.
Se incorporó como pudo y se tomó la pastilla, luego se volvió a dejar caer de golpe. Solo entonces pareció darse cuenta de algo.
—¿Dónde estoy?
—En mi habitación —contestó—. No sé dónde está la tuya.
—¿Me desmaye? —preguntó. El chico asintió.
Slora cerró los ojos y suspiró echándose los mechones negros hacía atrás. No abrió los ojos mientras Dazai hacía lo mismo que él había hecho con Dazai dos semanas atrás exactamente. Se quedó tendido sin quejarse, apenas un movimiento ligero en su ceño o un murmuro que moría antes de que el sonido le llegara a Dazai.
—Gracias —susurró minutos después, cuando Dazai le cambiaba la primera toalla fría.
—Te la debía Slora-chan —sonrió a medias el chico.
Slora cerró los ojos. No hablo hasta unos minutos después.
—¿Conoces a Dumas y Odel?
—Sí ¿Por qué?
a life to death | wuserpoe
el debil flaquea, las sombras acechan.
por cierto ya tenemos playlist del libro y el personaje, estan en el apartado de cero.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top