once.
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𝖑𝖆 𝖒𝖆ñ𝖆𝖓𝖆. 𝖙𝖗𝖊𝖘
La mañana del jueves, Septhis se había mudado a Wilde.
Las cabezas ya se habían asomado desde el martes, cuando el equipo de diseño y arquitectura abrió una de las habitaciones en desuso del piso S y comenzó a sacar y meter cosas a diestra y siniestra.
Era toda una novedad, considerando la poca cantidad de alumnos de segundo año que quedaban. En el S apenas cuatro de diez puertas estaban ocupadas, cualquier chisme fresco que llegara a oídos del alumnado era picadillo para carroñeros.
Sacaron las dos camas individuales, sacaron los escritorios, sacaron la alfombra. Sacaron todo, derribaron la pared del baño y quitaron las baldosas de color verdoso para poner unas azules. Metieron una cama más grande, un escritorio más grande. Todo en dos días y sin ninguna explicación.
Todos estaban consternados, y los alumnos de otros pisos se paseaban en el S para mirar la remodelación, pero a ninguno lo dejaban echarle un misero vistazo al interior.
—Me pregunto quien se va a mudar —murmuró uno de los chicos del dormitorio que quedaba en frente del nuevo—. No será un nuevo estudiante ¿no?
—Es imposible que acepten estudiantes de otras escuelas —respondió su compañero.
Sus voces se callaron súbitamente cuando una figura esbelta entró al pasillo, dos maletas en sus manos y el gesto duro. Un manchón oscuro en una mejilla. Estudiantes de otros pasillos se asomaron desde las escaleras, los que se movían por el S se detuvieron en seco. A uno casi se le cae el cepillo de dientes de la boca.
Septhis se detuvo frente a la puerta sin apellido, alzó los brazos y colgó la placa de su apellido en ella. Único y majestuoso. Los murmullos cesaron como si un cuchillo hubiera cortado el aire. Septhis paso la tarjeta por la puerta y esta se abrió.
Metió las maletas, se giró una única vez al pasillo y cerró la puerta.
El edificio estalló en un segundo. Las voces del S se corrieron hacia arriba y abajo, palabrerías inundaban las escaleras y los elevadores. Había personajes demasiado curiosos que subían a corroborar que de verdad estuviera el apellido colgado en la puerta pese a que la foto de la puerta ya estaba en todos los teléfonos.
Era inaudito.
—¿Por qué hay tantos mensajes en el grupo? —preguntó Fyodor mientras se ajustaba la corbata en el espejo del baño.
—¿¡No lo sabes!? —gritoneó Gogol desde su cama—. ¡Slora Septhis se acaba de mudar al S!
—¿Qué? —Fyodor sacó del baño—. Déjame ver.
Le arrebató el teléfono a su amigo peliblanco, frunció el ceño al ver la foto de la puerta con el maldito apellido de Slora en esa perfecta caligrafía cursiva, en dorado. No podía ser.
—Creí que era el único chismoso —rio Dazai al ver llegar a Chuuya con la respiración agitada y la playera sudada—. Viniste corriendo.
—Corro todos los días idiota —respondió Chuuya—. Solo pasé a mirar, pensé que era una broma.
La puerta se abrió de golpe una hora más tarde, la conmoción inicial ya había pasado. Un aire nervioso y electrizante flotaba en el pasillo, daba la sensación de que las orejas y los ojos estaban pegados al margen de las puertas para observar, como si un acontecimiento mágico fuera a surgir de la habitación de Slora.
Una vez más, Slora no parecía otra cosa que un animal exótico y desconocido en exposición.
Septhis puso una mueca de molestia, enseñando los caninos como un depredador. Las puertas del S estaban abiertas y todavía se paseaban estudiantes por allí, fingiendo que ese era su camino diario dentro del edificio. Los más descarados le echaron un vistazo a lo poco que se podía ver de la habitación, una alfombra larga, un escritorio enorme y unas sabanas mullidas. Exactamente nada que revelara lo que sea que esperaban ver, y pese a eso, sintieron que estaban mirando algo prohibido.
Azotó la puerta con la suficiente fuerza para que todo el pasillo la oyera, las otras puertas se cerraron, las escaleras se llenaron de pasos y el cartel con su apellido se quedó balanceándose mientras ella se iba por las escaleras.
La rutina habitual de Septhis se convirtió en una especie de estudio para los estudiantes de Wilde. Si se despertaban lo suficientemente temprano podían verla salir a correr a las cinco de la mañana, o si lo hacían más tarde, quizá tuvieran la suerte de verla llegar con las gotas de sudor recorriéndole las líneas del cuello. O talvez, pudieran verla salir recién duchada, con ropa ligera, una toalla a los hombros y el cabello azabache goteándole.
Septhis se estaba divirtiendo con los murmullos. Había hecho todo eso a propósito, con facilidad habría esperado a que fuera sábado y mudarse silenciosamente, sin montar escándalo. Pero la idea era esa, convertirse en un maldito foco de atracción. Justo como ellos querrían.
Así, cuando llegaron las clases, los pasillos se llenaron de cuchicheos, miradas furtivas o indiscretas, algunos comentarios demasiado altos preguntando si planeaba cogerse a algún chico de Wilde. En la cafetería continuaron las voces, y con el pasar del día, no tenía más que miradas cautelosas. No le importo.
Y en la biblioteca, junto a Edogawa y Dostoyevsky, la mirada de este último estaba clavada en ella. Pareciera que trataba de descifrar las razones por las que se mudó a Wilde, Septhis ignoró su mirada y se concentró en escribir.
Era un maravilloso día dentro de Haexinarts, el sol se filtraba entre las nubes grises y calentaba un poco el ambiente de los estudiantes, que todos se estaban poniendo más enfermos por la falta de vitamina.
Septhis dejaba que el bolígrafo corriera por el papel, letras tras letras. A veces, se detenía a masajearse las muñecas y los dedos, alzaba la vista, solo para encontrarse los ojos violetas de su compañero clavados en ella, en todos sus movimientos. No tenía idea del porque estaba tan inquieto, escudriñaba cada centímetro que ella se movía. Buscaba algo, sin duda.
Decidió que ponerle atención sería un desperdicio. Dostoyevsky no se había reducido más que a un miserable, como todos los demás. Septhis sentía nauseas de solo pensarlo, y una especie de tristeza la embargaba al pensar en ello. Pese a eso, se quitó las migas del hombro sin rechistar, era cosa suya al final.
En algún momento, sus rivales pasaron a ser la única relación estable dentro de Haexinarts, cuando lo pensaba, resultaba casi humillante. Pero así era. Septhis los consideraba como ella, capaces e inteligentes, con la suficiente cabeza para entenderla. Era lo único que quería.
Más allá de la crueldad arremolinándose en sus esquinas, Septhis tenía muchos anhelos, sabía que no pasarían de lo que eran, pero como la tenue luz titilante de las estrellas, siempre estaba la esperanza de que así fuera. Odiaba la idea, la esperanza siempre le había parecido un arma de doble filo, un sin sentido para los cobardes. Ella lo era.
Pensó que quizá lo logró, incluso si el título de rivales era lo único que tenía, estaba conforme. Porque cuando leía sus historias, los sentía. Clavados en el fondo de su alma como puñales, Septhis los guardaba para ella, tesoros pequeños. Cuatro hombres que entendía, seguro que ellos también.
Eran diferentes, diferentes de todas las voces alzándose sobre su cabeza, de todas las miradas clavadas en su espalda. Solo expectativa y pura competencia, una sensación de excitación cada vez que se ponían a prueba.
No había necesidad de nada más, miradas altivas, presumirse sus logros hasta el cansancio sabiendo que el otro los apreciaría con el mismo valor que los propios. Septhis estaba enamorada de la sensación.
Ya no. Tal vez, su error recaía en conocerlos. Quizá —al final— no eran lo que ella esperaba y se encontraría decepcionada, como lo estaba. Si quería seguir viviendo enamorada de ello, lo mejor era apartarlos. Supondría un peligro.
—¿Alguna idea para la apariencia física del enamorado? Necesitamos enfocarnos en eso para verlo desde sus ojos.
—¿Será hombre? —inquirió Septhis. Desde el principio creyó que el interés amoroso sería una mujer.
—¿Sí? Para hacerlo más genuino —respondió Edogawa encogiéndose de hombros. Tenía las puntas de los dedos manchadas de tinta, pero iba más arreglado que otros días.
Desechando sus habituales sudaderas y pantalones anchos, llevaba un pantalón de vestir oscuro, una camisa sencilla y la corbata sorprendentemente arreglada. Y eso no era todo, lo más interesante es que llevaba el cabello hacía atrás. Septhis tenía que admitir que se veía el doble de atractivo.
—Umh ya —murmuró Dostoyevsky alzando su pluma—. Se me ocurre que tenga el cabello oscuro, para hacer contraste con el rubio del protagonista.
—Cabello largo —comentó Septhis en cuanto la idea vino a su cabeza.
Dostoyevsky puso una mueca y alzó una ceja.
—¿Qué tan largo?
—Lo suficiente para hacerse una coleta —respondió la chica, visualizando una idea en su cabeza—. Y que tenga la piel oscura.
—Creo que no tengo personajes de piel oscura —reflexionó el ruso—. Está bien.
—Ah yo tampoco, me encanta la idea —sonrió Edogawa.
—¿En serio? Mi protagonista principal es de piel oscura.
El lugar de donde veía Septhis, la gente tenía la piel oscura, en su mayoría. A la chica le fascinaba la diversidad de los tonos y como todos ellos lucían tan maravillosos, en Haexinarts pocas veces se encontraba con tonos muy oscuros. Era aburrido.
Al terminar de escribir, juntaron todos sus papeles con un clip. Papel delgado y largo como pergamino de Dostoyevsky, papel sencillo y de color crema de Edogawa, papel importado de Japón de Septhis. Junto a su caligrafía, formaban un condómino muy variopinto e ilustre. Mirarlo era todo un deleite para la vista.
Edogawa se despidió primero, alegando que tenía una cita con una chica que conocía por un club de lectura. Septhis se quedó patidifusa, a veces, olvidaba que todo ellos tenían una vida aparte; ella también, por supuesto, pero no de ese modo. Estaba un poco celosa.
Se giró para irse por otro camino, aunque tuviera que dar más vueltas.
—¿A dónde vas? —preguntó el pelinegro, más bien, demandó saber. Septhis hizo una mueca.
—No creo que te interese —siseó.
—No sabía que te gustan los hombres de cabello largo —comentó el ruso. Septhis frunció el ceño, hablaba como si ella hubiera aceptado tener esa conversación.
—No tengo una preferencia especial —murmuró y dio un paso para irse.
Algo la sujetó de la muñeca. La mano de Dostoyevsky estaba fría y le envió un escalofrió a la espalda, Septhis se giró, molesta.
Dostoyevsky la miraba, todavía tratando de encontrar ese algo en lo que estaba tan interesado. La arruga en su frente aún no se desvanecía. Septhis se zafó del agarre con más fuerza de la necesaria. El ruso alzó las cejas y se irguió en toda su altura, llevaba un gorro que Septhis conocía como ushanka y que usaba cuando hacía mucho viento. Ese día, esencialmente, pese a que el sol les rozaba la piel como una breve caricia.
—¿Y los morenos? —preguntó al final. Septhis tenía la sensación de que quería preguntar algo más.
—Tampoco tengo una preferencia —replicó con la mandíbula apretada.
Hablaban por primera vez desde lo del lunes, y eso era todo lo que la chica obtenía. No esperaba una disculpa, aunque el pelinegro fuera un hombre decente y bien educado como todo caballero, Septhis no esperaba que se comportara como uno ante ella. Suspiró.
—¿Eso es todo lo que quieres? Quiero irme, tengo frío.
—Te presto mi abrigo —dijo a la par que se lo empezaba a quitar de los hombros. Septhis se quejó.
—No. No quiero. —Extendió un brazo—. En serio, ¿qué quieres? Tus groserías me molestan.
—¿Qué? —Dostoyevsky parecía sorprendido. Dio un paso atrás—. No he sido grosero contigo.
Wow. Parecía hasta genuino que la chica estuvo cerca de carcajearse, batió la mano, rindiéndose. No tenía sentido ser cortes.
—Olvídalo.
Acto seguido, se dio una vuelta y avanzó entre la ventisca, que le volaba el abrigo y la bufanda. Como no podía ser, el hombre la empezó a seguir.
—¿Grosero? No pensé que estuviera siendo grosero. Era una broma —murmuró seriamente.
Septhis negó con la cabeza, aturdida. Quería irse. No se sentía bien desde el sábado, una cosa tras otra se acumulaba en la pila de su cabeza. Apenas podía pensar con racionamiento, las migrañas la atormentaban y haber optado por montar ese escándalo por mero capricho le había consumido hasta el último gramo de energía. No tenía cara para levantar su fachada.
—Dije que lo olvides —riñó—. Le di más importancia de la que debí.
—Mi amigo desapareció.
Septhis se detuvo en seco, se giró. Los cabellos oscuros le volaban en todas direcciones y tuvo que apelmazarlos con las manos. Dostoyevsky se quitó su gorro y se lo plantó en la cabeza a la chica, que para ese punto no hizo más que una mueca de desagrado.
—No pensé que me estuviera afectando —chistó el otro, desviando la mirada de los ojos rojizos y perpetradores de Septhis—. No lo veo desde el domingo.
Eso era mucho más tiempo del que Septhis contempló. Pensó en su clase del día anterior, Dumas y Odel no estaban, literalmente no estaban, pero Septhis no recordaba otra persona que no estuviera. Se cruzó de brazos.
—Okey ¿cómo sabes que está desaparecido?
—No lo sé —respondió, enfatizando cada silaba—. Pero... es raro. Su hermano no se acuerda de él, dice que no tiene hermanos. Pensé que era broma y lo llamé, no encontré su número. No lo tengo. No hay nada, fui a su habitación y su compañero me dijo que no tenía idea de quien era. No entiendo que pasa.
Si, era eso. Era un caso más.
—Ven.
Septhis lo arrastró hasta la cafetería principal, se preparó un café de la máquina expendedora y le dio otra al pelinegro. La chica se sentó en la mesilla y le explicó lo que llevaba investigado con Edogawa y Dazai y la razón por la que había faltado el lunes a su reunión. Dostoyevsky asentía, una pisca enorme de escepticismo le rodeaba el violeta de los ojos. Septhis supuso que costaba creer que una persona desapareciera de la faz de la tierra, supuso que costaba más creer que aquello era obra de alguna persona y no involucraba tintes sobrenaturales.
Ella no lo sabía.
—¿Han pensado en meterse a sus habitaciones? Por lo que puedo entender, es lo único que queda de ellos, quizá encontremos algo.
¿Encontremos?
—¿Te vas a unir? —murmuró la chica, no sin cierta sorpresa.
—No. No me gusta la idea de formar parte de conspiraciones académicas —farfulló. Cerró los ojos y suspiró—. Pero...
Septhis esperó. El ruso apretó los ojos e hizo una mueca.
—Lo hare esta vez.
—Bien, ¿Cómo se llama?
—Arthur. Arthur Conan Doyle. —Puso una de sus manos sobre su mejilla y se recargó en la mesa. Lucía bastante más abatido de lo que Septhis esperaría ver en él.
La perfecta forma de Dostoyevsky desde siempre le había resultado molesta, parecía tener el mundo bajo la palma de su mano y actuar con indiferencia ante todos y todo lo que no le competía. No esperaba encontrarlo en una situación de aprietos.
Sonrió para sus adentro, se merecía esa pequeña muestra de vulnerabilidad después del lunes. Podía tomarlo como una pequeña venganza, pero no eliminaba el hecho de que se sintiera tremendamente abatida.
Recordaba a Doyle, faltaba muy seguido a clases por estarse metiendo en temas esotéricos. Por eso Septhis no lo había identificado rápido, no importaba, ella lo recordaba. Seguro que Dazai y Edogawa también, eso bastaba.
—Bien. Haré un grupo de chat para hablar de esto. —Se levantó, terminó su último trago de café.
Caminaron en silencio hasta Wilde. Antes de entrar, Septhis le pasó su ushanka a Dostoyevsky, el hombre se le quedó viendo, inexpresivo.
—Todavía hace aire —dijo.
—Si, pero no quiero que me vean entrar con ella puesta.
—¿Y por qué no? —murmuró él, dando un paso dentro sin recibir la ushanka. Septhis apretó los dientes.
—A menos que quieras oír comentarios groseros —chistó la chica y se metió en el elevador con Dostoyevsky.
El pelinegro se encogió de hombros.
—Me da igual —respondió el hombre. Se metió las manos en los bolsillos del abrigo y se recargó en la pared.
—Claro. —Septhis giró los ojos. Darle importancia estaba fuera de discusión, tenía cosas más importantes en las que enfocarse—. Toma.
La pelinegra se quitó el gorro de nuevo y salió del elevador, le tendió el gorro al chico. Dostoyevsky se le quedo mirando, dio un paso fuera del elevador y empezó a caminar por el pasillo.
Septhis abrió y cerró la boca, lo siguió no sin cierta extrañeza en el gesto. No entendía que estaba haciendo. Cuando llegó a la puerta de Septhis se detuvo.
—Buenas noches. —Dostoyevsky alzó una mano y se despidió. Entonces, empezó a caminar en dirección al elevador.
La chica se quedó como piedra en el pasillo, observando la espalda del ruso mientras trataba de buscarle alguna explicación coherente a su comportamiento. Solo entonces, cuando las puertas del elevador se cerraron y Dostoyevsky le sonrió levemente, se dio cuenta que aún tenía la ushanka en la mano.
Septhis abrió la puerta de su habitación, todavía extrañada por aquel acto tan raro y sin sentido. ¿Qué había pretendido? ¿Acompañarla a su habitación, para qué?
Lo ignoró. Se quitó el abrigo, la bufanda y los guantes. Se apresuro a cambiarse porque el frío le quemaba los huesos. Una vez cómoda, se le quedó mirando al gorro del ruso, tratando de decidir si doblarlo o lanzarlo contra la pared.
Al final, lo lanzó contra la pared.
Luego lo recogió y lo dejo en su escritorio.
a life to death | wuserpoe
no saben lo intensa que se pondra la cosa
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