Capítulo 44 Ni un segundo más
El comportamiento irritable que presentaba después de haber dejado a Robert Bennett en su aparente apacible hogar lograba que el dormitorio de mi departamento y el piso mismo pareciera una cárcel asfixiante y opresiva en vez del espacioso y costoso lugar inesesariamente amueblado en exceso con un gusto minimalista y una ambientación que según la diseñadora te hacía sentir desahogado.
Era el caso contrario, por encima de todo, la angustia reverberaba en mi sangre como lava y oprimía mi pecho como un mazo sobre un trozo de carne para ablandar. El sudor resbalaba por mis sienes al mismo tiempo que mis manos se abrían y cerraban de una manera repetitiva y calculada que sólo delataba mi ansiedad.
La espera me dejaba sucumbir a mis emociones que no habían estado controladas desde que había dejado a cierta muchacha en el sendero de su casa, completa y decidida pero a la merced de una bruja que haría cualquier endemoniada cosa por alejarla de mi presencia, que según suposiciones de la señora, corrompia la de ella.
Esperar por Robert y esperar la información que había pedido tan encarecidamente y que estaba que mataba a alguien para apurar el proceso, estaba acabando de manera fácil y sencilla conmigo. Completamente. Sentía que había perdido años en pocos días. Y un par más se sumó a la cuenta cuando conté el pasado a su padre, sin alguna respuesta de él.
Pero entonces aquello era una nimiedad contra al problema que realmente enfrentaba, o enfrentábamos. Ni siquiera Robert sabía a dónde había ido a parar Eloise.
Si bien necesitaba de ella, sabía que lo primordial eran las respuestas que me harían tenerla en un santiamén. Ya tenía a alguien a cargo, pero la segunda mano del viejo hombre sería clave en todo el caso.
—¿Contáctaste con el padre? —preguntó adusto el hombre a unos metros de mí.
—Lo hice. Hace una hora lo dejé en su hogar, estaba decidido a sacar la verdad de su mujer —informé mirando a través de un ventanal el horizonte que se teñía de naranja por la despedida del sol. El cálido color se desparramaba en toda la extensión de la sala de estar del departamento—. Me dijo que llamaría cuando tuviera algo.
—Justo ahora tenemos algo, Cox —con voz neutra el reservado hombre reveló.
—¿Desde cuando, Maxwell? —Dirigí mi exasperada mirada hacia él—. ¡Nunca estuve para perder el tiempo y es maldita mente lo que siento que está pasando! ¡Tres semanas, Maxwell! ¡Tres! —Sin previo aviso exploté levantándome de mi silla.
—Alexander Pierce sabe jugar sus cartas, Daniel —declaró muy seguro el hombre que respondía tanto al nombre de George Maxwell como al de detective privado, con quien había contactado—. Desde los diecisiete ha estado huyendo tanto de la ley como de su familia —señaló con su recurrente calma—. Sabía que luego de lo ocurrido con la señorita Bennett ella soltaría la sopa de sus maltratos y no tardaría mucho para que cualquier institución lo mandara a una correccional o un psiquiatra. Hasta hace un año o dos, se reunió con su madre, según fuentes familiares. Los cuales aseguran que la mató, o algo por el estilo.— Encogió los hombros desinteresado—. Declaran que un día contó a todos que su hijo había vuelto y que al siguiente la mujer había desaparecido como si nunca lo hubiera estado en realidad. Vivía sola.
Asentí en acuerdo a sus palabras previamente estudiadas por todo el trabajo de investigación que había hecho sobre el hombre en cuestión.
—Pero, ¿qué es lo importante, Maxwell? Sólo necesito saber dónde la tiene -—insistí distraído, acomodando un cuadro renacentista colgado encima del enorme sillón negro que hacía las veces de cama en mis noches en vela.
—Si bien te dije que Pierce sabe jugar sus cartes, nadie vive y sigue los pasos al pie de la letra siempre. —Se notaba una leve sonrisa mientras hablaba, como si descubrir a alguien tan escurridizo y conocer lo que ocultaba fuera su droga de cada día. Era el estupefaciente para el adicto—. Hace tres años registraron una denuncia por abuso sexual cerca de Glenbrook, en el condado de Nevada. El chico estuvo tres meses encerrado y se dice que salió bajo fianza gracias a un hombre que se codea con el tráfico de drogas desde México.
—¿Tenemos el número? —pregunté, ahora con más atención al asunto.
—Fui a un teléfono público y después de algunos chantejes y mentiras obtuve cierta información. —Se recostó en el espaldar del sofá dejando su brazo derecho extenderse a lo largo del mismo. Una pose que alardeaba la veracidad de sus palabras —. El chico reside aún en Nevada y de vez en cuando hace encargos para el jefe.
—¿Lugar? —pregunté sintiendo como mi corazón se aceleraba.
Estaba ansioso, mi mano temblaba y para calmarla y relajarme la pasaba por mi cabello. Mi pecho apenas retenía el aire.
—Cerca del Bosque Cherwood. Alta Hill. Sigue ahí, al parecer le gusta el condado.
—¿Y? — lo alente a hablar.
—No quiso proveer más información. —Ladeo su cabeza a un costado con una expresión de molestia—. Esas mafias saben perfectamente que andar de boca suelta se paga caro. Y si bien la amenaza de la ley de California hoy en día es dura, nada se iguala a las palizas y castigos que esa gente infringe.
—Sé que tienes algo más. —Me acerqué a él insistiendo.
Él soltó una sonora carcajada.
—De esto vivo,Cox —explicó engreído—. La zona de Alta Hill es relativamente nueva, un pedazo de tierra árida que en algún tiempo solo estuvo desolada más que por alguna cauchera, un restaurante y una gasolineria de paso. Es todo un pueblo transformado por lujosos edificios y duplex, no muy poblado hasta ahora.
—Indagaste cada compra y alquiler de los mismos —intuí en voz alta.
—En efecto. Los registros en la web son privados, pero en el negocio aprendes a hacer contactos.
Respiré profundo.
—No es preciso, Cox, sin embargo. La seguridad de los mismos es implacable. Necesito un cabo más. —Su rostro mostraba el sensual llamado del secreto que ansiaba develar.
Apreté mi móvil en respuesta y al segundo el pitido de una llamada entrante perforó mi oído. Lo llevé hasta delante y comprobé que era Robert.
Tomé la llamada al segundo.
—Nada está bien, Daniel Cox. —De fondo se escuchaba movimiento y el sonido seco de la puerta de una
auto al cerrarse con fuerza.
—¿Qué es, Robert? —pregunté con un nudo en la garganta. No se podría referir a nada más que a su hija.
—Eloise no está bien. Lloraba, lo sé, Daniel. Ella estaba llorando, es mi hija —aquella tranquila voz había desaparecido y la que la reemplazaba era una que reververaba angustia y rabia. Nadie sentiría lo que él siente ahora. La frustración de no saberse con ella protegiéndola, y lo entendía tanto, sentía cada cosa, pero este era su padre, la vió crecer y sufrir en las mismas circunstancias sin poseer la capacidad de hacer nada hasta que fue demasiado tarde.
Esta vez ese hombre no quería llegar tarde.
—Robert, ¿cómo hablaste con ella? —pregunté tranquilo, tratando de calmarlo, en un modo apaciguado. Quizás también en un intento de mantener mi propia calma, no quería romperme al saber ese hecho sobre ella, debía tener la cabeza fría para encontrarla y evitar algo mucho peor.
—Alice, ella... —respiró con paciencia. Pasaron unos segundos y luego habló, un poco más calmo—. Daniel, necesito saber dónde estás.
Dicté con precisión la dirección del apartamento y sin ningún miramiento, Robert cortó la llamada.
En una constante conversación fluida entre Maxwell y yo, Robert llegó al sitio con su madura cara rojisa y su pecho alto en agitación. Seguía con su traje de piloto, ahora hecho un manojo de tela arrugada, con el botón del cuello de la camisa olvidado. Su cabello era un desastre, y toda la pinta que proyectaba me recordaba a mí en éstas últimas instancias. No sabía cuánto lo entendía.
Respiré profundo. —¿Tienes el número?
Él asintió, porque a pesar de lo atribulado que debía estar, captó de inmediato a lo que me refería.
Maxwell poseía equipos especializados de rastreo, el tipo jugaba sucio y no todo lo que hacía era legal. He ahí la razón de sus cinco estrellas en la boca de la gente.
Un número era todo lo que necesitaba y unos segundos de contacto directo con el receptor valdría para ubicar el móvil.
Robert observó con suspicacia a Maxwell. Sopesando la idea de trabajar con él, recordando lo que le había dicho más temprano.
Al hombre maduro no le tomó mucho tiempo pensar las opciones que tenía, era dar el salto de fe conmigo, a alguien que le había perdido la confianza o buscar por su cuenta el rastro de su hija, y al mirar al tipo de negro con la laptop en las rodillas, tan sumido en el trabajo asignado, sabía que no tenía oportunidad. Suspiró cansado al término de unos minutos y restregó sus manos en su cara. Al segundo de saciar su ansiedad, estiró su teléfono hacia mí.
—Si tan sólo hubiera vuelto antes... —se lamentó sentándose en un sillón cercano y cerró sus ojos—. Es el último número desconocido en el registro —indicó.
Con premura bajé mi vista al mismo y revisé el registro, de bajo de mi número estaba uno de hace una hora.
El teléfono que me había proporcionado Maxwell, mientras lo sostenía, se sentía tanto como un bloque en mi mano como una llave para abrir la puerta que necesitaba tener de par en par. Miré el paisaje de San Diego con el centenar de edificios y rascacielos engullendo, sofocando, aturdiendo tanto como divirtiendo a sus habitantes. Yo era uno de ellos, de los que sofocada, incluso más por ser un laberentino donde no encontraba lo que quería. Pero de cierta manera el concreto y el saber del silencio en esta habitación apartado del bullicio en el exterior, y a pesar de haber otras dos personas en ella, me daba una pizca de calma que agarré como un sediento en el desierto. Y es que mi corazón daba tumbos en mis costillas y mis ojos picaban junto con el leve temblor de mi mano.
Si escuchaba su voz podía bien recomponerme o derrumbarme.
Otie al señor bennett, quien alternaba su mirada de mí al teléfono móvil. Él había hablado con ella y con una seguridad desbordante afirmó su mala pasada a pesar de narrar sus palabras y el visto buen que le dio. Este hombre conocía a su hija, ya habían pasado por lo mismo.
Maxwell tomó el número que yo dicté y sus dedos volaron sobre el teclado de la laptop. Con una respiración pulsé el botón de llamada al número indicado y con un leve asentamiento al experto levanté el móvil a mi oído.
La marcación mantenía un ritmo, conté con ansiedad desbordante cada pitido y, a tan solo al cuarto, su dulce voz se deslizó por el altavoz llamando mi nombre.
—Daniel. —Su voz era una dosis de tranquilizantes en mi cuerpo, los sentidos alterados bajaron a sus estados normales y el aire que recidia permanente en mis pulmones, ahogándome, salió disparado cual petardo.
Cuando la escuché bloqueé mi rededor, mi atención fue exclusivamente suya, y todo lo que pude pensar fue en ella. Los recuerdos. Sus sonrisas. Su ánimo, coqueteos y alegría. El rostro iluminado al describirle el océano, la sensación de sus manos en mi cuerpo, de las mías en el suyo. De su piel en llamas y su corazón corriendo una milla.
Calma, como la orilla del mar en el amanecer.
—Elie —apenas pude pronunciar en un suspiro aliviado.
Podría negar cuanto la quería, decir que nada de lo que ella hacía me afectaba, que cada día que pasaba era uno más ignorando su existencia, que las noches eran dulces y las mañanas frescas y alentadoras, pero era absolutamente todo lo contrario. Un maldito sentimiento que me carcomía y nunca estuve tan conforme con algo así hasta ese momento. Saber que estaba del otro lado suponía un respiro tranquilo en días de retención bajo el frío océano.
Tomé aire, tranquilo y a la vez ansioso, me moví por la habitación sintiendo, pensando y sufriendo, frotando mi mano en mi cabello.
—Elie... cariño, ¿dónde estás? —pregunté volviendo al lugar, cayendo en cuanta del objetivo de esto, y que su voz era apenas una migaja para lo que quería. Debía dar tiempo al asunto porque sabía que era algo que no podía responder. Robert había proveído el número de Alexander y todo indicaba que él estuviera a su lado vigilando cuál halcón. El comportamiento del hombre señalaba que iba a depender de Elie si nada salía como él planeaba. Todos allí estábamos claros que esas llamadas sólo se hacían bajo su supervisión. Pero seguro no estábamos que controlaba lo que Eloise decía. Eso sólo eran conjeturas nuestras. Unas que me rehusaba a dudar. No hasta que lo viera.
—Con él. Estoy bien, Daniel —aseguró fuerte. La entereza con la que lo decía podría haber parecido confiable. Sí, para una persona que apenas la conocía. Su padre lo confirmaba frente a mí porque al tener el teléfono en altavoz, este escuchó cada palabra y agachó la cabeza en sus manos negando ligeramente.
Apreté mi puño controlando mi mente, sin permitir que la duda cruzara por ella. Era vil y me quería débil, y era lo que menos necesitaba.
Cerré mis ojos y recordé su rostro con hilos de lágrimas marcandolo desde sus ojos hasta su barbilla. El dolor en ellos, cada sentimiento de tortura cruzando por el pálido verde de su mirar. Su voz apenas eludible confíandome el abuso al que había estado sometida.
Recordé quién era Eloise. Una mujer cuya determinación cruzaba el cielo y cuya fuerza el universo. Que incluso cuando se vio a Alexander encima con sus llamadas quiso correr tan lejos que tentó mi cordura y responsabilidad. Todo por el sentimiento de rabia y pavor que este le causaba.
Sus temblores y los fantasmas en su cuerpo que me alejaban al acercarme, era algo que quería borrar de la faz de la tierra.
No, ella mentía.
Miré a Maxwell para saber como iba, el cuál me dirigió un gesto con su mano indicando que siguiera con la llamada, aún no lo teníamos.
—¿Por qué? Me dijiste que él te lastimó, te dejó ciega. Fue un accidente, pero lo hizo. Te dejó sola para que lidiaras con ello —solté con voz ligera pero angustiada.
Su respiración cambió y pude oírla sorber sus lágrimas. Pasaron segundos que parecieron eternos asemejados a pequeñas agujas en mi pecho. No soportaba escucharla así.
No quise herirla, ni mucho menos. Recordar lo que pasó con el hombre a su lado le afectaría. Pero le haría ganar una fuerza que sabía que tenía, todo a través de la rabia.
Susurros se escuchaban por encima de su respiración. Pequeños quejidos de dolor se dejaban oír. Cerré los ojos en frustración. Lo estaba haciendo. "Vamos, Elie, aguanta".
—Déjame en paz, Daniel —siguió evadiendo. Su voz se cortó a a través del aparato y luego volvió y terminó con un temblor que me llegó hasta el alma—. Quiero estar con Alex.
Rota, así describiría su voz. Un quebranto como aquél que hacían las ramas al seder por el tempestivo viento de una tormenta. Dolor. Esperaba que ese daño no hubiera llegado a su corazón. No otra vez.
—No quieres hacer esto, algo pasa. Dime dónde estás —insistí apartándome de todo. Sabía que esta era una llamada para rastrearla pero se me hacía imposible no aislarme y concentrarme en su voz sin importar quién estuviera.
—No te necesito, Daniel —afirmó en un hilo de voz. Se escuchó un beso y me sentí asqueado. Profundamente. Terminar con esto ya era una urgencia.
—No —negué para mí mismo y para ella.
"No, Eloise, soy yo el que te necesita".
—Sí, Daniel —volvió a pronunciar mi nombre completo y ya me estaba cansando, tanto que exploté.
—¡Deja de llamarme así! No eres tú, tu me llamas Dani —imploré desesperado, oyendo, claramente. No iban a pasar desapercibidos. Lo sollozos. Ahogados. Los oía y me oprimía el pecho. Me preguntaba si ella sentía lo mismo porque esto en mi pecho era tan fuerte.
—Dime qué te hizo, Elie. Yo iré por ti. Te cuidaré. Te amaré, Elie. ¡Te malditamente amaré cada día de mi vida, Eloise! Yo puedo hacerlo. Por ti yo puedo hacerlo.
Su llanto ya era tan evidente que se tragaba fácil el silencio perturbador de la habitación. Oír los sonidos de su dolor era tortura cruel para el esclavo. Miré a su padre y descubrí que tenía lo ojos rojos y acristalados por lágrimas no derramadas, y a Maxwell, quien mostraba una entereza y un respeto que estaba acostumbrado a tener en situaciones así. El aire en el lugar era asfixiante, y la tensión era tanta que saltar por el edificio y correr era una tentación muy grande.
Yo mismo comprobé en el reflejo del cristal del ventanal mis ojos y me giré velozmente tomando una respiración, evadiendo mi aspecto. Tratando, siempre tratando, sin embargo, no logrando recomponerme.
—Se donde estás, Elie. En un respiro estamos ahí... un respiro —aseguré y corté la línea no sin antes escuchar un suspiro de alivio proveniente de ella.
Eloise sabía lo que hacía y me reconfortó lo mucho que confiaba en mí y en su padre.
—¿Lo tienes?—pregunté poniéndome la chaqueta del traje y pasando el teléfono a Robert. Después de todo, estaba tan frío como el hielo.
—Lo tenemos. Av 77 en el Complejo Paradise, apartamento 3. Movámonos.
—¿Cuánto? —pregunté mientras llamaba el ascensor. Frío. Neutro. Contenido. Si dejaba una rendija, no iba a poder llegar a ella. Estaba perturbado, roto, y vacío, dolía tanto que lo convertiría en determinación que me serviría para llegar a ella.
—Cinco horas en el mejor de los tiempos —informó él, siguiéndome junto a un Robert ensimismado. Yo no quería esperar ni un segundo más.
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