Capítulo 40 Robert Bennett

Un día como hoy entraría a la oficina sonriendo a Mildred. Un día como hoy haría mi trabajo de lo más relajado e inspirado. Saldría en el momento justo en el que el sol se fuera escondiendo y correría al refugio de los bares que me ofrecía la activa California. Perdería la cuenta de copas y las de mujeres en mi regazo. Pediría a Ryan que me llevara en su auto hasta mi apartamento y ahí acabaría el día, conmigo en una nebulosa de alcohol y olvido temporal, desparramado en la cama con el traje arrugado. Me despertaría y empezaría todo de nuevo.

Eso en un día normal. En aquellos donde me importaba poca cosa mi existencia y en donde el borrar recuerdos y sufrimientos era la tarea principal. Pero no ahora. Tres semanas he estado sobrio tragando mi ira y angustia por una mujer que había desaparecido de mi vista, de mis brazos. Era como caer constantemente en un hoyo negro sin fin. Una interminable película de recuerdos y anhelos. De deseos e histeria.

Paranoico e irritable en cada minuto del día. Desesperado por una respuesta concisa de donde se encontraba la mujer que había tomado mi corazón en el suyo.

Habían pasado años desde la última vez que me importó alguien en lo más mínimo, y ahora, después de todo lo que había pasado, me importaba ella.

Ella, la que me regaló sonrisas a diario sin yo darle nada a cambio. Su belleza me cautivó hasta el punto de no ver a nadie más en la sala que su sola figura. Eran eclipsados por su natural encanto, por su dulce personalidad, por esa alegría que irradiaba. Pero todos eran víctimas de una fachada, no conocían el ímpetu que tenía dentro.

Bastó unas cuantas noches y unas suaves miradas verdes, como el estanque de un jardín, para darme cuenta que no encontraría a nadie más como ella, y que si la había, no querría buscarla, porque con ella,  ya era rico en todos los sentidos. Podría chasquear los dedos y a sus pies me tendría con alevosía.

Por eso, la sola idea de saber que no la encontraría al final del día, me encogía el corazón. Era un presión desagradable que se adueñaba de mi cuerpo. Odié sentirme así de nuevo. Pero más odié el hecho de saber que podría estar sufriendo en alguna parte. Me enfermaba imaginar sus lágrimas corriendo en sus mejillas.

Recordé con ira aquella noche templada donde me había confiado la parte de su pasado que era difícil soltar. Esos sentimientos de culpa que la carcomían a diario por no haber hecho algo para evitarlo. Como había sufrido y perdido uno de sus sentidos por un perverso muchacho ansioso de poder y lleno de capricho morboso.

Mis manos temblaban si pensaba en esas posibilidades. Tres semanas eran mucho para soportarlas con alguien de la talla de Alexander Pierce. Porque estaba seguro que Eloise había sido tomada por dicho psicópata. Puesta en bandeja de plata por su desquiciada madre.

En la fría oficina del edificio de la aerolínea, sentado en mi asiento de cuero, mi pierna se movía frenéticamente en movimientos cortos de arriba hacia abajo, ansioso y desesperado por las pruebas de mi acusación. Sabía que estaba en lo cierto, pero esto a las autoridades le valía poco ante las declaraciones de su madre.

—¿Dónde está Eloise? —pregunté, buscando por encima del hombro de la pequeña mujer que me miraba con desdén, extrañado profundamente de no ver la presencia de Eloise recibirme, y mucho más la del enérgico retriver.

—¿Por qué no se lo preguntas a ella? —contestó indiferente, clavando su fría miranda en mí.

—Su teléfono está apagado —informé, empezando un frenético paseo de un lado a otro en el reducido porche.  Por varias horas la estuve llamando. Quince llamadas perdidas en total. Tenía una buena excusa para venir corriendo a la media noche a verificar si estaba bien. Había un jodido psicópata tra de ella.

Sabía que quería  que la dejara hacer estribor su cuenta  Fue dura cuando lo pidió. La cosa era que no necesitaba recalcarlo, yo ya confiaba en sus capacidades de lograr lo que se proponía. Pero quince jodidas llamas sin contestar cuando había dicho que me llamaría,  eran un problema.

Y desde el segundo que la mujer abrio la puerta, había sentido el problema. Porque yo sabía perfectamente con quién ella estaba tratando, y mis sospechas no tardaron en llegar.

—¡Su jodido teléfono está apagado! ¿Dónde está? —grité. Grité y no me importó en lo más mínimo porque internamente sabía lo que había pasado.

No tienes ningún derecho en exigir una respuesta, y menos a éstas horas —desafió incrementando su vos y alzando su pecho en modo de ataque. —Mejor que te vayas de mis dominios sino quieres que llame a la policía.

Mejor vaya soltando a donde se la llevaron. —Me acerqué furioso hacía ella. Siseando mis palabras, dejando una clara amenaza en ellas.

¡¿Qué insinúas?! —Se alteró golpeando un pesado pies contra la madera y empuñando sus manos.

¡Que usted ha dejado entrar de nuevo en sus vidas a aquel psicópata que dejó a su hija ciega y como el infierno que no vino a aquí de visita a tomar té he irse! —Con aquellas palabras pasé por su costado con rumbo al interior de la casa. Con pasos pesados y apresurados recorrí cada rincón de aquél iluminado lugar. Pero cada puerta que abría dejaba en mi pecho una presión por lo evidente. No estaba.

Ni aquí, ni allá. La ira subió en mí y rugí cuando la última puerta se hubo abierto y la habitación desolada me recibió.

Caminé de nuevo hasta la colorida sala para encontrar a aquella mujer con su cara adusta e imperturbable.

Sabes muy bien que se ha ido por su propia voluntad —declaró con un ademán, palmando un mueble, sacudiéndole el polvo, como si lo que estuviera diciendo fuera tal cosa.

La miré largo y tendido, no pudiendo creer el cinismo que podría albergar una señora de cara sonrojada y rasgos delicados. Pero luego miraba su puritana ropa bien planchada y su moño perfecto y apretado y creía todo lo que podía llegar a hacer. Aquellas personas que por fueran quieren mostrar perfección son las mismas que están hechas un desastre por dentro.

Usted clama saber muchas cosas. Cree saber lo que Eloise quiere y necesita, la maneja como una muñeca de porcelana, fría e inmóvil. Pero la realidad es que no ve el efecto que tiene en ella. No necesita una maestra o carcelaria, necesita una madre que la apoye en cualquier decisión que ella quiera tomar.

¡No te atrevas a juzgar como crío a mi niña! —Su conducta adusta se vio quebrada ante mi declaración.

No es una niña. Desde hace años no lo es. Tiene voz y voto. Una determinación digna de admirar y una independencia respetable dada su condición. Todo el mundo lo ve menos usted.

Caminé hasta la puerta de salida y antes de cerrarla amenace—: Y si confirmo que ha servido para que el tal Alexander vuelva a tenerla, pagará muy caro por haberle quitado aquello nombrado a su hija. Rezo para que su voluntad no se quiebre ante él.

El portazo anunció mi salida del lugar, y con eso el frío balde de agua me volvió a la realidad.

Eloise se había ido.

Me levanté del mullido asiento de cuero y me volví hacia el enorme ventanal. Observé desde lo alto la agitada ciudad en su inmensidad. Edificios de más de cuarenta pisos, centros comerciales abarrotados, calles con viandantes y autos en constante circulación. Tantos lugares, tanta gente y rincones que recorrer y sólo una persona a la que encontrar. Una sola a quien necesitaba.

Suspiré cansado, pasando mis manos por mi cara, viendo por primera vez en días, mi reflejo en el cristal. Demacrado era la palabra para describir mi aspecto. Las noches en vela habían tenido tal efecto en mí y ni aún así sentía la necesidad de pegar ojo en alguna oportunidad. Mi mente no paraba de recrear escenarios. Como una máquina, seguía y seguía incansable, atormentando y desquiciando cada parte de mí.

Yo sólo quería mirarla a salvo. Quería que estuviera bien, sonriendo, haciendo lo que quisiese. No importaba sino volvía a mí lado, ella debía estar bien de todas las maneras posibles. Tan sólo ese hecho me produciría paz. Porque más que cualquier cosa en el mundo, eso era lo que necesitaba, y viviendo de nuevo con el pasado estaba seguro que en calma no estaba. Todo lo contrario.

Pero al menos aquel día frío tuve un rayo de esperanza. Uno que pasé buscando desde que la perdí.

—Daniel, el señor Bennett devolvió la llamada. —Detrás de mí, la puerta se había abierto para dejar pasar la voz de Mildred con palabras que me sacaron de mi trance. Me giré de manera brusca y observé su cara tan preocupada y sorprendida como lo estaba yo. Mi estómago cayó al suelo.

—¿Lo hizo? —pregunté todavía con la duda aferrada a mi pensar.

Ella asintió lentamente abriendo muchos sus ojos, expresando que no jugaría con algo así.

A los cuatro días de no dar con el paradero de Eloise, y bajo las órdenes de un investigador privado, me tomé el atrevimiento de registrar hasta el último papel y página web que me diera información sobre Robert Bennett, su padre. Algo me decía que él estaba en el limbo sin saber una pista de lo que pasaba en sus propios dominios, y con la fortuna de haberlo conocido años atrás deduje que no podría igualarse a su esposa y sus infames ideas de protección. Eloise había recalcado que el único que le creyó cada palabra que dijo fue su padre, no la puso en duda. Por eso si alguien iba a ayudarme a encontrar a Eloise, era él.

Pero hasta el sol de hoy no había contestado ninguna llamada que había hecho Mildred como un clavel todos los días. Eran órdenes que le había dado.

Suspiré, entonces, por lograr al menos esto y me dirigí de nuevo con rapidez al asiento de cuero detrás de mi escritorio para tomar la llamada entrante.

—Buenos días —saludé con un nudo en la garganta cuando alcé el auricular del teléfono fijo. De repente mi mente entró en razón de que hablaba con Robert Bennett otra vez, algo como para ponerme ansioso por el qué diría o si me reconocería.

La respuesta que esperaba no tardó en llegar.

—¿Por qué la gente de CoxAirlines me contacta de nuevo? Dejé bien en claro que no quería saber nada más de ustedes. He hecho esta llamada solo para informar que no me interesa cualquier cosa que tengan que decir, me tienen verde sus llamadas diarias. —Su tono de voz duro me dijo cuanto desprecio contenía por mi empresa. Empecé a dudar si sería una ayuda.

Pero no dejaría que eso me detuviera de intentarlo.

—No es un asunto de la aerolínea, Señor Bennett —recalqué, acomodándome en el asiento y aclarando mi garganta.

—¿Para qué mas me necesitarían? —dijo con ironía—. Dije todo lo que tenía que decir, estoy subiendo a un vuelo, adiós. —Confirmé que lo hacía por el característico sonido de las turbinas y hombres dando órdenes. Iba a cortar.

—¡No, Robert! —Esa exclamación casi podría considerarse como una demanda.

—¿Quién es usted? Dígame con quién estoy hablando —exigió de inmediato.
Respiré profundo haciendo consciencia de lo que iba a decir, pero al final hablé.

—Con Daniel Cox —respondí sin tapujos y los segundos que pasaron después de eso me parecieron eternos. Al otro lado de la línea sólo se escuchaba una radio de fondo hasta que un tartamudeo delató que aún seguía el hombre de edad allí.

—Daniel...

—Es sobre Eloise, Robert. —No esperé un segundo y retuve su atención con el punto de la llamada. Tragué profundo al recordarla.

—¿Mi hija? —preguntó de inmediato—. ¿De qué hablas?

—¿Estas últimas semanas has hablado con ella?

—No —respondió sin más, no dando ningún detalle y lazándose a más preguntas—. ¿Qué tienes que ver con ella, Daniel Cox? ¿Por qué esta llamada repentina cuando nunca me has contactado desde la última vez que saliste de mi oficina corriendo? —Su voz sonaba a pura confusión.

Recordar ese momento sólo me revolvía más la consciencia y la vergüenza de si quiera dirigirle la palabra. Pero debía hacerlo, era Eloise.

—Necesito tu ayuda, Robert, Eloise no se encuentra en tu casa desde hace tres semanas.

Su respiración calmada pasó a cortarse instantáneamente.

—Alicia dijo que sólo ha estado un poco enferma —murmuró más para sí que para mí. Después de unos segundos dijo—: Agradecería que aclararas el panorama entre los lazos que tienes tú con mi hija, Daniel, y la razón del porqué especulas que no se encuentra en mi casa cuando mi esposa me comunica todos los días sobre su estado.

Miré al blanquecino techo de mi oficina y suspiré antes de decir —: ¿Tomas descanso hoy, verdad?

—Sí.

—Dame hora y lugar y te paso a recoger. Te contaré todo. —Con todo me refería hasta el mínimo detalle después de salir de su oficina con un papel en la mano a los trece años.

La rapidez con que respondió reveló cuán preocupado e interesado estaba por lo que tenía que decirle sobre Eloise. Si era verdad que no hablaba con ella desde hace las mismas tres semanas que la vi, entonces él no estaba enterado de nada y angustiado por todo.

—1:30 pm en el internacional de San Diego —puntualizó el lugar como el aeropuerto central de la ciudad.

La espera se hizo eterna, aún cuando traté de sobrellevarla con trabajo. La ansiedad por el inminente encuentro me invadía y cuando pensé que había tenido suficiente de emociones fuertes vi al canoso hombre alto con su respectivo traje de piloto caminando hacía mí, con una mirada penetrante, con su cabeza ligeramente inclinada hacia abajo, y con un sombrero negro bajo su brazo. Arrastrando una recatada maleta negra por el pulido piso del concurrido aeropuerto, con pasos firmes y apurados. A parte de la evidencia de vejez blanca en su cabeza, no había cambiado nada. Seguía siendo el hombre a quién por un momento vi más como mi padre que al mío propio.

Después de todo me había enamorado de la niña del retrato ubicado en su escritorio.











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