.XXXVIII

Despertó de repente, sintiéndose abandonada y amenazada. Pero pronto recordó que tenía a Kielan durmiendo con ella, por lo que buscó su cuerpo para acurrucarse contra él hasta recuperarse de la pesadilla. Había soñado que volvía a estar sola y que todos la atacaban por haber dejado las pastillas. Seguramente habrían pasado más cosas, tenía la sensación de que había pasado por más. Pero todo fue disolviéndose cuando olió el aroma propio de Kielan y la arrulló su calor.

Estaba adormilándose ya cuando lo oyó murmurar. No entendió nada coherente, ni siquiera palabras sueltas. Helena se despejó y se acercó a su cara.

–Kielan –llamó esperanzada, aunque también resignada a tener que repetir el teatro de la noche anterior–. ¿Me oyes? –no hubo respuesta–. Kreuz, ¿estás en Redención? –preguntó con cautela, no era cuestión de que no lo estuviera y ella acabara provocándole pesadillas.

Probó también a acariciarle el pecho hasta llegar al cuello, pero no hubo reacción. Tampoco parecía que sufriera. Suspiró, se tumbó y lo abrazó con fuerza, dormitando hasta que él dejó de hablar en murmullos. Después volvió a caer en sueños de los que no guardó recuerdo.

La despertaron unas atrevidas caricias por debajo del pijama. Ronroneó y cambió de posición para que las manos pudieran trabajar mejor.

–Buenos días –saludó Kielan con su susurro.

–Hola –respondió medio dormida–. Menuda forma de despertarme.

–¿Te gusta?

–Mmmh, sí.

–¿Has dormido bien? –se interesó él mientras sus dedos recorrían los pechos de ella.

–Poco, tengo sueño –se quejó Helena infantil.

–Pronto te lo quito yo –prometió Kielan bajando la mano hasta la cinturilla del pantalón.

–Mierda, es lunes, ¿verdad?

–No hasta que salgamos de la cama –dijo empezando a acariciarla por encima de la ropa interior.

–No puedo llegar tarde –murmuró, aunque lo que empezaba a sentir amenazaba con mandar al traste el deber.

–Tranquila, te he despertado con antelación.

–Mmmh, vale. He tenido pesadillas –comentó mientras él le bajaba la ropa.

–No habrán sido tan malas si esta vez no me he enterado.

–No han sido tan horribles como las del viernes, no –ronroneó Helena cuando Kielan le acarició las piernas–. Además, tú estabas entretenido con lo tuyo.

–¿Lo mío? –se interesó, rozando el interior de sus muslos, subiendo la temperatura poco a poco.

–Murmurabas –respondió Helena con los ojos cerrados–. He probado a ver si estabas en Redención...

–Pero no –terminó él.

–¿Con qué has soñado? –preguntó curiosa.

–Es un sueño recurrente que tengo desde la universidad. Va cambiando un poco con los años.

–¿Años con el mismo sueño? –repitió Helena entreabriendo los ojos, pudo adivinar su figura gracias a la luz que se colaba bajo la puerta.

–Sí. Empezó cuando comencé a ayudar con los estudios a unos compañeros de universidad. Soñaba con un niño muy espabilado del que era maestro. Nada más, pero se repetía muchas noches.

–¿Cómo es el niño? –preguntó para ayudarlo a buscar un significado al sueño.

–No sabría cómo describirlo... –reconoció Kielan mientras su mano continuaba paseando por sus piernas–. Era pequeño, pero muy inteligente. Llegué a pensar que sería un reflejo de mí mismo, o mi hijo en un futuro o... no sé. Y entonces empezó a volverse oscuro, manipulador, frío...

–Vaya... –Helena se cambió de postura para pegarse a él y poder acariciarlo.

–Lo asocié con las ideas peregrinas que he tenido siempre, una advertencia de qué podría pasar si iba más allá con la experimentación. Aunque la verdad es que nunca me he sentido identificado con el niño. Era mi alumno, no yo.

–Tiene que significar otra cosa –murmuró ella aspirando el aroma del cuerpo de él.

–Cuando entré en Redención, curiosamente, el niño dejó de darme miedo –continuó Kielan mientras su mano, ajena a la historia, se colaba en el interior de las bragas de Helena, haciéndola estremecer.

–¿Por comparación? –supuso con un susurro placentero.

–Más bien porque el sueño avanzó. Vi que, aunque era frío y manipulador, sus ambiciosos planes no eran malos para los que lo rodeaban. Siempre que se estuviera de acuerdo con él, claro.

–¿Y tú lo estabas? –ronroneó Helena, notando interior cómo cada vez había menos oposición a las andanzas de los dedos del doctor. Si es que había llegado a haberla en algún momento.

–Yo le era fiel, lo respetaba. Ya no era un niño, había crecido, y yo no era su maestro, pero sí su consejero.

–Qué cosas... ¿Y ha avanzado algo más desde entonces? –quiso saber antes de abandonarse a las caricias.

–Sí, en estos últimos meses fuera de Redención. Ahora es adulto, aunque sigue siendo joven. Tiene unos planes aún más ambiciosos, pero a su lado siento que son posibles.

–No habrás soñado que Theudis, ¿no? –bromeó Helena, separando las piernas por necesidad.

–¿Eso sería posible sin haber leído gran cosa de él? –planteó Kielan con seriedad, sin perder el ritmo de los dedos.

–No lo sé –jadeó ella–. Yo he leído mucho y no recuerdo haber tenido sueños interesantes con emperadores. Yo soy más de soñar que me persiguen por haber dejado la medicación.

–No se van a enterar –prometió él con seguridad–. ¿Te he despertado ya?

–Mucho –lo corroboró dándole un apasionado beso–. Me toca a mí jugar con el lubricante, ¿verdad? –canturreó.

–¿Estás segura de que quieres que deje de hacer esto?

Helena era consciente de que estaba muy húmeda, pero no quiso rendirse tan fácil.

–¿Te has acobardado? –inquirió ella.

–¿Acobardado yo? –rio Kielan–. Sólo dime que saque la mano.

Ella soltó un quejido con la garganta al no sentirse capaz.

–¿Tenemos tiempo para las dos cosas? –preguntó bajándose las braguitas para salvarlas.

–Buen plan –aceptó él aumentando el ritmo de sus dedos.

–Espera –rogó irguiéndose–. Quiero probar algo... Siéntate.

Kielan obedeció y esperó más instrucciones. Helena se sentó entre sus piernas dándole la espalda, se deshizo de la parte de arriba del pijama y afianzó los ágiles dedos del doctor en su sitio para que continuaran con su trabajo, mientras que la otra mano la llevó a sus pechos. En la oscuridad de la habitación, se apartó el pelo a un lado, se echó atrás hasta sentir el aliento de Kielan en el cuello y se dejó hacer en pleno éxtasis.

–¿Sabes que en esta posición –empezó a susurrar él, provocándole un estremecimiento– podría penetrarte al mismo tiempo?

Helena jadeó tentada por la idea y no tardó ni un segundo en decidirse.

–Dime cómo –exigió ansiosa, quería probarlo todo con él.

–Dame un momento –pidió y ella notó cómo se deshacía de su propio pijama.

–La hermana del redentor quiere más –ronroneó restregándose contra él mientras Kielan buscaba a tientas lo necesario.

Entonces sonaron unas campanitas en el salón y fue un jarro de agua fría para ella, que se quedó paralizada en pleno restregón.

–¿Eso es el espejo? –preguntó Kielan.

–Sí... –volvieron a sonar las campanitas–. Es mi hermano –exclamó sin aliento pegando un salto en la cama. Las luces se encendieron de golpe–. Lo siento –farfulló lanzándose a buscar su ropa.

–Pero no hay prisa, ¿no? –planteó quedándose a medias con la preparación.

–Sí que la hay. ¡¿Dónde están mis bragas?! –escuchó de nuevo las campanitas–. Agh, a la mierda –optó por cubrirse con el albornoz que tenía sobre una silla–. Sólo puede llamar durante un tiempo –informó regresando a la cama de un salto para darle un rápido beso y que no se sintiera mal por dejarlo a medias. Aunque, bien pensado, ¿no era el hombre de hielo que no se dejaba llevar por sus hormonas?

Salió corriendo de la habitación y entró en el salón bañado por la fría luz del alba. Esquivó el sofá y se lanzó a por el espejo del rincón para activarlo. Al instante sintió cómo se le erizaba el vello y un picorcito bochornoso se extendía por su cara. Seguramente acababa de abrir el grifo de energía vesánica de Redención.

–Siento llamar tan tarde –murmuró Álvaro con el uniforme a medio quitar–. Se me ha ido...

–Hola –saludó Helena, incapaz de contener su emoción, se sentía estupenda a pesar de estar recibiendo de lleno una cascada de energía perversa.

Álvaro se quedó de piedra, boquiabierto y con la corbata negra a medio aflojar. Parpadeó y al fin se fijó en ella, atónito.

–¿Helena?

–¿Sí? –preguntó con cautela al darse cuenta del impacto que debía ser verla tan cambiada. Se maldijo por no haberlo previsto.

–Te veo... diferente –reconoció él acercándose a su espejo.

–Ah, sí, es que... m-me han cambiado la medicación –improvisó con una sonrisa nerviosa.

–Vaya, estás estupenda. ¿Ésta no te anula?

–N-No, estoy mucho más despejada.

–Y menos depresiva –murmuró Álvaro encantado.

–Sí –respondió esforzándose por mantener la sonrisa. Conocía a su hermano y sentía que se estaba metiendo en problemas.

–Pero eso no es todo, ¿verdad? –canturreó él.

–¿Q-Qué quieres decir?

–¿Qué hace mi hermanita en albornoz y por qué tengo la sensación de que no lleva nada debajo? –preguntó con tono amigable, pero aquello era un interrogatorio en toda regla.

–Iba a ducharme –contestó Helena tensa.

–Ibas a ducharte –repitió Álvaro con suavidad–. Y yo te he interrumpido –desvió la mirada un momento, antes de volver a fijarla en ella–. ¿Sola?

–S-Sí, claro –respondió, esforzándose en vano por dejar de balbucear.

–¿No hay nadie más contigo?

–¿Quién más iba a haber? –cuestionó ella, tratando de transmitir lo imposible que era aquello.

–No sé... ¿un novio?

–¿N-Novio yo? Ya sabes que eso... no se me da bien.

–Entonces dime qué medicación hace que resplandezcas así –pidió Álvaro con tono perverso.

–E-Eh...

–¿No me lo quieres presentar para que no se asuste? –planteó él regresando al tema, mareándola.

Ella lo miró con pavor, no sabía que inventar. Tenía que haber previsto aquello, era una idiota. Iba a poner a Kielan en peligro por su ineptitud. Una tabla del suelo crujió.

–¿Eso has sido tú? –se interesó Álvaro.

Helena asintió muda.

–¿La medicación ya no te quita la magia?

Ella negó con la cabeza, era absurdo decir lo contrario si acababa de hacer crujir el suelo.

–¿Y qué revolucionario médico te ha cambiado la medicación?

–Eh... ah... No me quedé con su nombre.

–No te quedaste con su nombre... ¿Podrás decirme al menos de qué color son las pastillas nuevas?

–¿P-Por qué?

–Porque tengo la sensación de que me mientes –contestó Álvaro con frialdad–. Y creo que ya sabes qué acostumbramos a hacer con los mentirosos.

–Álvaro, por favor, no hagas eso –rogó Helena, que ya no se sentía tan bien en mitad del flujo de energía vesánica.

–¿Que no haga qué?

–Interrogarme.

–¿Interrogarte? Tú no sabes lo que es que te interroguen, aquí...

–¡Ya sé lo que hacéis ahí! –cortó perdiendo los nervios y buena parte del suelo crujió.

–Pues no me mientas, hermanita. A mí no puedes mentirme –le recordó con dulzura–. Además, ¿quieres que todo lo que me digas sean mentiras, sabiendo que no vamos a volver a vernos hasta la semana que viene?

–Chantaje psicológico no –exigió Helena llevándose las manos a las sienes.

–¡Pues no me mientas! –bramó Dämon de repente y ella se sobresaltó, retrocediendo hasta caer en el sofá–. Dime la verdad –añadió con una súplica más calmada–. ¿A quién proteges?

Helena negó con la cabeza.

–A nadie –musitó.

Álvaro reaccionó soltando una patada al armario, al que terminó de romperle la puerta ya dañada de anteriores rabietas. Ella se acurrucó atemorizada.

–¿Sabes qué pasa si no me respondes? Que imagino cosas, cosas malas –siseó–. Y yo me preocupo por ti. Y me cabrea no poder hacer nada.

–Déjalo –rogó.

–¿Que deje qué, de preocuparme por mi hermana, lo único que tengo?

–Estoy bien.

–Estás con alguien –señaló desquiciado.

–¿Es que no ves que estoy mucho mejor? ¿No puedes alegrarte? –cuestionó Helena con la rabia creciendo detrás del miedo y la angustia.

–¡Estás con alguien!

El suelo del salón de Helena estalló, varias tablas se doblaron, partieron y saltaron por los aires. La tapicería del sofá se rasgó por varios puntos y el relleno fue escupido en múltiples erupciones ocurridas al mismo tiempo. Álvaro se quedó paralizado.

–Has dejado la medicación, ¿verdad?

Helena asintió con la cabeza, sombría y seria, estaba conteniendo un poder que podía romper el espejo que los comunicaba.

–¿Sabes? Discutí tu... caso con un antiguo interno.

–No, no lo sabía –siseó ella e inspiró hondo–. ¿Ahora resulta que les hablas de mí a los otros redentores?

–Era un preso –aclaró Álvaro.

–Así que los presos saben que tienes una hermana. ¿Y no dicen que me harán nada?

–Nunca di datos importantes sobre ti, nada de género ni parentesco.

–Sólo que estoy chalada.

Álvaro hizo una mueca de sincera disculpa, ella le aguantó la mirada, imperturbable. Era curioso que hubieran invertido los papeles.

–Te controlas mejor de lo que nos habían prometido –dijo él mucho más suave.

–No puedo decir lo mismo de ti.

Otra mueca de disculpa y un vistazo a la destrozada puerta del armario.

–¿Cómo lo consigues? –se interesó Álvaro.

–Comprensión, apoyo, confianza...

–Ya. Volviendo al tema...

–La verdad es que preferiría hablar y no discutir –dejó claro Helena, aprovechando que seguía siendo la dominante–. Ten en cuenta que no volveremos a hablar en una semana.

–De acuerdo. Entonces hablemos de tu nuevo novio –propuso Álvaro recuperando el aplomo–. La semana pasada no me dijiste nada de él, así que tiene que ser cosa de estos días.

–¿Qué quieres saber? –preguntó para no empezar a soltar mentiras sin rumbo.

–¿Cómo os conocisteis?

–Cuando se me aclaró la mente, me fijé en él.

–¿A qué se dedica?

–Es quiropráctico.

–Así que es médico.

–Sí.

–Un médico que te toca...

–Evidentemente.

–¿Cuántas veces os habéis acostado? –continuó Álvaro como si fuera un secuencia lógica de preguntas.

–¿Acostarse como dormir en la misma cama o como tener sexo?

–¿Acaso no es lo mismo?

–No.

–Pues entonces cuántas veces habéis tenido sexo.

–No seas cerdo –le reprochó Helena con asco.

–¿Tantas han sido?

–¿A los redentores os pone hacer esas preguntas? –planteó Helena con dureza y el sofá escupió algo más de relleno–. Si no quieres saberlo.

–Prueba.

–Te va a dar otro arranque de ira.

–El arranque dependerá más de con quién.

Helena le soportó la mirada vesánica.

–Dime con quién –exigió él con una suavidad producto de la contención.

–Ya te lo he dicho, un médico.

–¿El mismo que te ha quitado la medicación?

–No –mintió todo lo descaradamente que pudo.

–¿Y te acuerdas al menos de cómo se llama tu novio?

–Marko.

–¿Y tiene apellido?

–Dushan –respondió sin pensar.

–Vaya, ¿el segundo apellido de Kreuz?

Helena se notó empalidecer de golpe.

–Y Marko... Es curioso, pero ese nombre me suena del padre de Kielan.

Ella no pudo ocultar su terror.

–Suena a nombre inventado, ¿sabes? –continuó Álvaro con tono desquiciado.

Helena se había quedado muda, podría haberse tragado su propia lengua con tal de no seguir por ahí.

–Hermanita, ven, acércate.

Temblorosa y a sabiendas de que acabaría gritándole, se aproximó al espejo.

–¿Con quién estás, hermanita? –preguntó Álvaro con tensa dulzura–. ¿Es sólo una coincidencia? –añadió arañando suavemente la superficie de su espejo con las uñas negras de su mano demoniaca.

Helena tragó saliva y no fue capaz de responder.

–¿Cómo tengo que interpretar tu silencio? –susurró él–. ¿Te tiene amenazada?

Ella negó con rotundidad.

–¿Está ahí, amenazándote con una jeringuilla? –musitó con dureza, como si se estuviera preparando para lo peor.

Helena echó un vistazo a su alrededor, no había ni rastro de Kielan. Asumió que no habría salido de la habitación de invitados y se encogió de hombros.

–Parpadea si estás en peligro –insistió Álvaro como si la conversación lo estuviera agotando.

Helena abrió los ojos como platos, esforzándose en no parpadear. Para asegurarse de no llevar a malentendidos, se separó los párpados con los dedos.

–¿Estás de broma? –preguntó entre atónito y sarcástico, ella negó con la cabeza una vez más–. ¿Entonces por qué no respondes? Porque voy a perder la...

–No quiero que vengan a por él –habló Helena al fin, muy bajito.

–¿Entonces es quien pienso? –preguntó él sin montar el cólera.

Helena asintió en silencio, preguntándose si Kielan se habría marchado de casa ya sin hacer ruido.

–¿Qué hace ahí?

–Curarme. Tú le contaste lo mío.

–Nunca le dije que fueras tú –se defendió Álvaro removiéndose nervioso.

–Era obvio, ¿de quién más ibas a preocuparte aparte de tu hermana chalada?

Álvaro hizo un gesto de aceptación.

–¿Y cómo te cura? ¿Quitándote la medicación? –ella asintió–. ¿De golpe? –otro asentimiento–. ¿Cuándo?

–El vienes a la noche.

–¿Y cómo es que no has reventado la casa?

–Si vieras cómo está... Pero él se queda siempre conmigo, no huye ni monta numeritos como hacían papá, mamá, los del internado y todos. Se queda aunque salten las paredes y le provoque heridas. Dice que está acostumbrado a mucho más.

–Puto loco –murmuró Álvaro con una demencial mueca sarcástica–. Así que se queda contigo y te da apoyo...

–Y me hace reír –puntualizó, viendo a dónde iban a parar.

–¿Con drogas?

–No la gran mayoría de las veces. Pero eso fue un accidente –continuó, dejándolo con la exclamación en la boca–. Normalmente hablamos y nos reímos mucho.

–Qué bonito, habláis... ¿Y el sexo? –preguntó él como si nada.

–¿Qué pasa con eso? –respondió Helena crispándose.

–¿Cuántas veces?

–No quieres saber eso.

–Sí que quiero.

–¿Qué más da una que cuatro? –cuestionó molesta.

–¿Cuatro? ¿Han sido cuatro? –le dio un tic.

–No, porque nos has interrumpido en la cuarta –contestó Helena con saña, dejándolo helado–. Así que tres y un cuarto. ¿Contento?

–Tres veces... ¿en cuánto, tres días? ¡Tú cabrón, da la cara! ¡¿De qué vas?! ¡¿Curarla cómo, follándotela cada día?!

–¡Eh! –intervino Helena–. Dos cosas te quiero dejar claras. La primera es que no ha sido todos los días, hasta el sábado a la noche no hubo nada.

–Mucho tiempo conociéndoos, sí –masculló Álvaro.

–Un día en el que me limpié de drogas, me despejé, me planteé muchas cosas de mi vida, me reí un montón y otro puñado de cosas –habló ella con energía y determinación–. Y, segundo, no digas que me ha follado.

–¿Por qué no? Si es lo que...

–Porque suena a que él es el único activo y yo soy una muñeca abierta de piernas. Y no sabes lo activa que puede ser tu hermanita. Ha sido consentido y lo he disfrutado un montón, ¿entendido? –preguntó Purga autoritaria.

Álvaro hizo una mueca amarga.

–Sigo opinando que ese cabrón debería dar la cara y explicarme de qué va –gruñó articulando su mano demoniaca.

–¿Qué es lo que tiene que explicarte? –cuestionó Helena, sintiéndose ofendida porque su hermano pudiera considerarla un objeto de su propiedad por el que hubiera que pedir permiso.

–Está claro que está ahí porque yo le hablé de ti. Y me pregunto, en los tratamientos que propuso... ¡¿dónde cojones entra el follarte?!

Helena se llevó una mano a la cara y resopló, no había forma de metérselo en la cabeza. Y ahora le daría una pataleta ultra agresiva por ello.

–Te dije que sería importante para el paciente encontrar un vínculo afectivo con una persona que lo completara –habló Kielan al fondo con tranquilidad.

Helena se giró asombrada, no esperaba que diera la cara. De hecho, veía razonable que no lo hiciera. Ya, razonable. Y él estaba loco.

–¿Y en eso va incluido...? –empezó Álvaro.

–Sí –se adelantó el prófugo aproximándose. Iba tan sólo con los pantalones–. Siempre que sea posible, el deber de un buen novio es dar buen sexo a su pareja.

Helena cerró los ojos, un enfrentamiento entre un redentor y un preso era algo peligroso. Y tenía la incómoda sensación de que ella sería ser el arma arrojadiza.

–¿Y eres un buen novio? –cuestionó Álvaro cáustico.

–Sí, ¿por qué no? La respeto y comprendo, estamos a gusto, reímos y hasta los silencios son buenos –empezó a explicar Kielan y ella contuvo el aliento, iba bien, pero...–. Nos complementamos, y el juego en la cama es estupendo, corroboro lo que ha dicho ella, es muy activa.

Helena casi pudo escuchar el rechinar de dientes de Álvaro.

–En ningún momento has dicho que la quieras –lo acusó el redentor.

–Primero, defíneme qué es amor, y después dime cuánto quieres a Cristina.

–No es lo mismo.

–Claro que no, en esa escala de amor yo estaría por encima, que la abrazo cuando desgarra todo a su alrededor. ¿No te vale?

Álvaro receló, pero acabó haciendo un gesto ambiguo. Al menos no era una rabieta.

–¿Se puede saber qué haces sin camiseta? –preguntó el redentor con ácido desdén–. ¿Qué pasa, no te gustan si no son de cuero y llevan correas? –añadió malicioso.

–Y da las gracias de que me haya subido los pantalones –respondió Kielan aceptando el desafío–. Vamos, no pongas esa cara, ni que hubiera sido otro preso el que se hubiera follado a tu hermanita.

La hermana en cuestión se encogió cuando escuchó el patadón que Dämon le pegó a la cama de metal, volcándola.

–Voy a ir a por ti, capullo –prometió el redentor regresando al espejo–. Me quedé con ganas de tener una sesión contigo cuando bajaste a la E. Unas cuantas, maricón muerdealmohadas.

–Te estaré esperando. Los redentores no estáis acostumbrados a que estemos libres y en plenas facultades. Seré yo quien tenga una sesión contigo.

–Eh –intentó intervenir Helena.

–Será mi mano la que tenga una sesión con tus tripas –continuó Dämon mostrando los puñales negros que tenía por uñas.

–Bonito brazo, ¿quieres el otro a juego?

–Chicos...

–Ven a intentarlo, tarado de mierda.

–No, ven tú a que te enseñe cómo se llega a las tripas de otro.

–¡CALLAOS! –bramó Helena y todo el suelo tembló. Cogió a Kielan y tiró de él para mandarlo al sofá–. Saca una jeringuilla y te enseño una nueva técnica de llegar a las tripas de alguien –lo amenazó con hostilidad–. Y tú –se volvió hacia su hermano–, da las gracias de que estés a kilómetros, porque, si no, te enseñaría lo que hago sin las medicinas.

–¿Pero qué...? –empezó Álvaro.

–¡Que te calles, joder! Sé que tenéis un bonito pasado en común y un montón de cosas de las que hablar, pero ahora estoy yo en medio. Álvaro, éste es mi novio loco; Kielan, éste es mi hermano tarado. Y, como cuñados, no quiero que os matéis ni torturéis, ni siquiera que os amenacéis. Kielan, controla esa puta Vesánia y deja de pretender joder a todos los redentores.

–Es complicado –admitió, hundido en el sofá destrozado.

–Álvaro, olvídate de que un preso se haya tirado a tu hermana (que no ha sido exactamente así) y céntrate en las cosas buenas.

–Oye, el sexo es bueno –intervino Kielan.

–Cállate y no la líes más. Y tú quédate con las cosas buenas, como que no necesito la medicación, que estoy despierta, que ya no me arrastro... –enunció esperanzada.

Álvaro inspiró hondo y se paseó incómodo por su deprimente y destrozado cuarto. Recogió una silla que había mandado al suelo y se sentó en ella frente a su espejo. Los miró serio, inclinado hacia adelante con los codos apoyados en los muslos y la mano demoniaca sobre la normal.

–Eso está genial –musitó como si tanta rabieta lo hubiera dejado agotado–. Pero vas a tener que decirme más para que el monstruo no me vuelva loco recordándome que ése desquiciado te ha visto desnuda y te ha hecho cosas, y posiblemente te las siga haciendo porque yo no puedo evitarlo, que no voy a imaginarme porque perdería los estribos ahora.

Helena atrajo el espejo con un gesto y se dejó caer en el desastrado sillón con un suspiro.

–Tengo más, mucho más, para que el monstruo no pueda contigo –aseguró con determinación.

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