.XXXVII
Tuvieron que limpiar la cocina antes de ponerse a pensar qué podrían cenar. Kielan no retomó la turbia conversación. Improvisaron sacando las sobras del viernes y haciendo una ensalada. Ella observó los pedazos de merluza y suspiró.
–Déjame adivinar, estás pensando en lo diferentes que eran las cosas la primera vez que lo comimos –aventuró él mientras ponía la mesa.
–En realidad no ha cambiado tanto, tú me sigues drogando si te llevo la contraria.
–Cierto, la que ha cambiado eres tú, ahora reaccionas diferente.
–Tampoco es eso... –respondió Helena llevando los platos con el pescado recalentado. El de él, sin salsa de más.
–¿No reaccionas diferente? –exclamó Kielan–. ¿Me vas a decir que la chica que temblaba ante la idea de que acercara el maletín y la loca que me ha plantado cara cuando me ha dado el pico de Vesania son la misma persona?
–No he cambiado –insistió–. He... despertado.
–Despertado –repitió él considerándolo–. Sí, me gusta. Has despertado. Y me gusta lo que ha surgido –le rozó la espalda antes de sentarse–. ¿Y he sido yo el que te ha despertado en plan príncipe azul? –se burló.
–Idiota –refunfuñó turbada–. El príncipe azul nunca llegó, y por eso un médico chalado aprovechó para colarse en mi casa.
–¿Y entonces el médico chalado despertó a la princesa?
–¿Qué voy a ser yo una princesa? Yo sería una criada que se comió la maldición de rebote.
–No hay problema, seguro que la sirvienta es más interesante que la princesa.
–Calla, idiota –le mandó con la boca llena.
–¿Te avergüenza? –pinchó Kielan.
–Nos ponemos demasiado melosos.
–Sólo en privado, y tampoco demasiado.
–No sé, en público te he dicho que tienes los ojos bonitos.
–Y que estoy bueno.
–Definitivamente, estaba muy drogada –aceptó Helena.
Sonrieron y continuaron comiendo. Ella masticaba mientras rumiaba un asunto que la preocupaba cada vez más.
–¿En qué piensas? –se interesó Kielan.
–¿Te molestaría si... me enamorara de ti? –preguntó sin atreverse a levantar la vista hasta unos segundos después.
–¿Me estás pidiendo permiso? –inquirió entre atónito y divertido.
–No, maldita sea. Me refiero a que no sé si no quieres tener ataduras o...
–¿Si sólo quiero tener una amante cómplice en Dirdan?
–Sí, algo así.
–Lo cierto es que encuentro el enamoramiento un lastre, con sus hormonas nublando el juicio y los estados alterados de conciencia –respondió Kielan con quirúrgica sinceridad.
–Ya... –volvió Helena a bajar la cabeza, considerándose una tonta por haberlo planteado.
–Por otro lado, no tengo nada en contra del amor cómplice y equilibrado que puede durar años y fortalece a los que lo experimentan.
Helena levantó la mirada, esperanzada.
–¿A cuál de los dos te referías? –preguntó Kielan.
–Pues... quizás sea un poco pronto para asegurar lo segundo.
–Tampoco te veo suspirando como una adolescente enamoradiza.
–Supongo que suspiraré cuando te hayas ido –reconoció rebañando su plato–. ¿Entonces...?
Él se encogió de hombros.
–Enamórate de mí si quieres, me sentiré halagado.
Helena bufó y se levantó a por el postre.
–Eh, no te enfades, era broma. Ya sé que no era eso lo que querías oír –reconoció con ligereza.
–Yo no me acuesto con cualquiera, ¿vale? –le increpó desde la cocina.
–No sé yo... Te acuestas con prófugos de Redención.
–Sólo con uno, los otros prófugos me dan asco –declaró regresando.
–Gracias por mi parte –celebró Kielan.
–Aunque no te lo mereces –masculló Helena desdeñosa–. Y tampoco era eso a lo que me refería –refunfuñó dejando el frutero sobre la mesa con un punto de hostilidad.
–Lo sé, lo sé. Tampoco yo me acuesto con cualquiera –contestó tomando una manzana.
–Sólo con los que te dan material para tus drogas experimentales.
Kielan se carcajeó encajando bien el contraataque.
–Cómo me conoces.
Helena observó su sonrisa divertida y tranquila, la hacía sentir apreciada, incluso deseada, querida si apuraba. Quizás no fuera necesario que él dijera con palabras que la correspondía, quizás bastara con la mirase así. Cogió otra manzana, limpió su superficie y le dio un mordisco.
–Me pregunto cómo se tomarán en tu trabajo que hayas cambiado –planteó Kielan–. Quiero decir, despertado.
–Mal, seguro. Preferirán al zombi trabajador. ¿Qué crees que haría Romu si me echaran del trabajo?
–Pues... o lo tiene todo previsto o manda a sus cuervos a persuadirlos.
–Eso quiero verlo yo –Helena dibujó una sonrisa traviesa y le dio una buena dentellada a la pieza de fruta.
–¿Pero podrían despedirte por eso? –se extrañó él.
–Vaya, pensaba que habíamos quedado en que el mundo está lleno de cabrones. Puede que estuviera empastillada, pero sé que he estado haciendo el trabajo de otra gente y apañando asuntos que rozan la ilegalidad. De hecho, no me sorprendería que mi nombre estuviera en documentos incriminatorios... Mmmh, tendré que actuar hasta arreglar eso –meditó apoyando la cabeza en la mano que no sostenía la manzana.
–¿Actuar cómo? –se interesó Kielan.
–¿Eh? –preguntó Helena con la mirada perdida.
–Que cómo vas a actuar.
–¿Actuar qué? –repitió con voz monótona y los párpados caídos.
–Vale, lo pillo, ya estás actuando como una empastillada.
Helena sonrió ampliamente saliendo de su depresivo papel y se irguió.
–Mejor que allí nadie sepa que he despertado hasta que ya sea tarde. Para ellos.
–Me encanta –ronroneó Kielan con una mirada que hacía que no hiciera falta que apurara para sentirse deseada.
Ella dejó caer los párpados, ahora coqueta y halagada, y le dio un mordisco más moderado, lento y sensual a la manzana. Se mantuvieron la mirada unos segundos y Helena empezó a sentir la necesidad de tocarlo. Kielan se terminó su fruta y comenzó a recoger eficientemente. Ella se mordisqueó el labio inferior.
Fregaron los cacharros en la cocina llena de boquetes, en un silencio contenido, al menos para Helena, que notaba su piel electrificada cada vez que estaba a menos de un metro de él. Inspiró hondo y controló sus hormonas desbocadas, recordando lo que había dicho Kielan de que lo encontrara un lastre.
Cuando lo tuvieron todo recogido, él se escabulló al baño, por lo que Helena desplegó el mapa de Dirdan y lo observó fijamente, a la caza de algún posible cambio o, lo que era más importante, de la ubicación exacta de la mansión de Romu. También consideró que necesitaría una tabla de corcho para poder usar las chinchetas. Resultaba una gran falta por parte del acosador el haber olvidado aquello. Aun así, paseó los dedos por las zonas en las que tenía cierta influencia. "¿Crees que estoy loca si sueño con conquistar la ciudad?", le había preguntado a Neil. Claro que estaba loca, y Romu le daba cuerda.
Escuchó pasos a su espalda, pero no levantó la vista del barrio de los pandilleros y el gran parque. Se humedeció los labios, sospechaba que empezaría por allí.
–¿Planeando la conquista? –preguntó Kielan asomándose por su hombro.
Helena cerró los ojos un instante al sentirlo pegado a ella.
–Los primeros pasos, qué haré esta semana –respondió echándose hacia atrás para presionarse contra él–. ¿Qué estás planeando tú?
Kielan le rodeó la cintura con los brazos.
–Planeo llevarme a la hermana de un redentor a la cama –le susurró al oído, haciéndola estremecer.
Ella ronroneó y se acomodó contra Kielan.
–Pobre hermana del redentor, seguro que quieres satisfacer con ella una fantasía de preso depravado.
Kielan respondió besándole el cuello y subiendo las manos por su vientre hasta abarcar sus pechos.
–Me lo tomaré como un sí –ronroneó Helena con los ojos entrecerrados, disfrutando de las insistentes caricias.
Él bajó las manos a su cadera, inflamándola con cada roce.
–Sí, es justo lo que planeo hacer –susurró Kielan antes de levantarla a pulso.
–¡Ah! Socorro –exclamó dejándose llevar–. Estás más fuerte de lo que aparentas –apreció acariciándole un brazo.
–Gracias, me ejercito a menudo –contestó entrando en la habitación de invitados caminando hacia atrás.
Kielan la echó en la cama y ella se arrastró por la colcha después de haber dejado tiradas las zapatillas de casa.
–La hermana de un redentor no recibiría con los brazos abiertos a un preso –le hizo ver juguetona.
–Tengo mis recursos –y al instante tenía una fina jeringuilla en la diestra, lo que era un juego de manos interesante teniendo en cuenta que estaba en camiseta de manga corta.
–Oh, vaya, ¿me vas a amenazar?
–No, te voy a suministrar una droga que haga que te abras de... brazos –respondió cerniéndose sobre ella.
–Eso es ser muy malo –musitó Helena, estremeciéndose al sentir el roce de la aguja bajando por su cuello.
–Me he dado cuenta de que esto te pone.
–No me digas –jadeó ella serpenteando con la cadera.
Kielan le pasó por el costado la mano que sostenía la jeringuilla como si fuera un cigarrillo, levantándole la camiseta. Ella se dejó hacer, estremeciéndose con cada roce.
–Quizás no haga falta que te drogue. ¿Colaborarás?
–Sí –jadeó ella, aunque no quería que dejara de pasear la jeringuilla por su piel–. Colaboraré.
–Demuéstramelo quitándote la camiseta.
Helena asintió y se apresuró a obedecer, dejando sus pechos al aire.
–Buena chica –apreció deteniendo la jeringuilla junto a su ombligo–. ¿No llevas sujetador?
–Para andar por casa no... Pensaba irme a dormir... Pesaba que estaba sola... –farfulló sin apartar la mirada de sus morbosamente demenciales ojos verde grisáceo, el contacto de la aguja la descentraba por completo.
–Pues no estabas sola –Kielan torció la sonrisa mientras le bajaba la cinturilla del pantalón unos centímetros.
–Y-Ya veo. Oye, ¿podrías quitarte tú también la... camiseta? Me gustaría ver... verte...
–Sí, por qué no –contestó antes de hacer un movimiento fluido que dejó su torso al descubierto.
–Vaya... creo que me ha ido a tocar el mejor prófugo de todos –apreció Helena humedeciéndose los labios.
–¿Estás segura? –preguntó Kielan inclinándose sobre ella con jeringuilla descansando en su cadera.
–¿Vas a demostrarme lo contrario? –retó rozándole los labios con los suyos.
Kielan la besó con pasión y un punto invasivo y de agresividad. Contrastaba tanto con el científico frío y racional que resultaba morboso. Helena se aferró a su espalda para pegarlo a ella y deleitarse con el tacto de sus músculos en tensión.
–Tal vez –respondió malicioso, antes de pasar a besarle el cuello.
Helena gimió con los ojos cerrados y recorrió su espalda con dedos ansiosos desde los hombros hasta la zona lumbar.
–¿Qué quieres decir con "tal vez"? –jadeó ella, rozando la mano que sostenía la jeringuilla.
–Que tengo en mente un experimento –comunicó Kielan bajando a besar y lamer sus pechos.
Aquellas atenciones arrancaron de un par de profundos y sinceros gemidos de Helena, que había pasado a aferrarse con una mano al pelo blanco de la nuca de Kielan.
–¿Experimento? –preguntó medio ida, le había dado la impresión de que lo había dicho en serio.
–Ya lo verás. Primero tengo que calentarte.
Ella ya se sentía suficientemente caliente. De hecho, le sobraba la ropa y la zona entre las piernas reclamaba atención. Llevó una mano allí, colándola dentro de la ropa interior, y empezó a tocarse en un intento de no perder la cabeza.
Kielan notó el roce en su propio miembro y reaccionó bajándole los pantalones, que lanzó al otro lado extremo de la cama. Helena se quedó en bragas, con la mano en lento movimiento dentro de ellas.
–¿La hermana del redentor es una viciosa? –plateó malicioso bajándose sus propios pantalones.
–Paso mucho tiempo sola –respondió Helena con tonillo inocente.
–¿Tan sola que nadie te echará de menos? –preguntó peligroso.
–Pórtate bien conmigo. Por favor –pidió incorporándose para besarlo con deseo.
–Ya veremos –respondió bajándole las bragas hasta las rodillas.
Helena contraatacó haciendo otro tanto con sus calzoncillos y pasando a acariciar su miembro en erección.
–Póntelo –le rogó al oído–. Te necesito dentro. Ya –gimió besándolo como si fuera su suministro de oxígeno, sin dejar de tocarle.
–Voy. Tú túmbate de lado.
–¿De... lado?
Entonces reparó en que en la mesilla de noche estaban los preservativos y el lubricante que habían encontrado bajo el templo de Varaev.
–Eh... no...
–Confía en mí, te gustará –prometió Kielan deshaciéndose de la ropa interior y preparándolo todo.
–Sí, ya... lo probé con un... novio y no...
–No era yo –respondió Kielan con seguridad, guiándola–. Ni tú eras tú.
–Ya, pero...
–No tengas miedo y deja que este prófugo haga lo que quiere –le susurró al oído, posicionándose a su espalda.
–¿Y si me duele? –preguntó Helena temerosa, aunque no sentía rechazo.
–No te preocupes, seré cuidadoso –juró acariciándole las nalgas con movimientos circulares que hicieron que la mitad inferior de su cuerpo enloqueciera–. Si te molesta, pararé.
–Vale... –murmuró confiando en él.
Gimió al notar cómo le separaba las nalgas y acariciaba el interior con algo viscoso y suave. Retomó sus tocamientos y se dobló casi inconscientemente para ponérselo más fácil.
–Relájate –le recomendó Kielan calmado, pero sin perder su puntillo demente.
–Tendrás que ponerme bufina –sugirió con humor negro.
Percibió cómo él cambiaba ligeramente de postura.
–Sí, ¿por qué no? –se preguntó paseando la aguja de la jeringuilla desde el codo hacia el hombro.
Al llegar a la curva del cuello, Helena se estremeció entera, jadeó, aumentó la rapidez de sus propios dedos, y los de Kielan se colaron en su interior sin resistencia. Gimió al notarlos dentro o, más bien, su presión. Era extraño. Extrañamente placentero.
–¿Qué te parece el experimento? –quiso saber él mientras movía los dedos, creando distintos puntos de presión.
Por Varaev, aquello era tan delirantemente placentero que debía ser ilegal. Se sintió dispuesta.
–Hazlo –concedió con voz rota, decidiendo que, a esas alturas, no estaba de más hacer otra locura con él.
Los dedos serpentearon fuera de ella, dejando un vacío por el que ella gimió y que pronto fue saciado con algo mayor. Helena se aferró a la colcha con la mano libre, mientras que la otra no dejaba de moverse en un terreno cada vez más encharcado. Separó las piernas y flexionó las rodillas buscando una mejor posición, mientras él se movía a su espalda, jadeante y grave, recorriendo su costado con una mano hasta llegar a uno de sus pechos.
Helena giró la mitad superior del cuerpo hacia él, buscando un beso que necesitaba, que ansiaba en ese momento. Las lenguas y los labios, húmedos y calientes, se encontraron y lucharon hasta que ella se sacudió por una convulsión nacida en algún lugar impreciso de su vientre. Gimió bien alto, podrían haberla escuchado en todo el edificio y haber llamado a la Policía de no estar aislada la casa.
–Voy a cambiar de postura –avisó Kielan y, al instante, notó su ausencia.
Helena se encontró rogando por más, él la volvía loca hasta límites que jamás hubiera creído. Kielan la hizo colocarse bocarriba y ella lo esperó ya con las piernas separadas, entre las que él se colocó.
–Así que follo como un ex presidiario –comentó torvo levantándole los muslos.
–¿Qué querías que dijera? –jadeó levantando la cadera para recibirlo–. ¿He mentido?
Él sonrió y volvió a entrar en ella. Helena pataleó por acto reflejo y gimió por lo bajo. La presión de nuevos puntos no dejaba de ser rara, provocándole sensaciones extrañas que la hacían sentirse sucia. Y muy excitada. Cerró las piernas en torno a la cadera de Kielan, para que no dejara de hacer aquello jamás.
Aquella postura era aún mejor, no por lo que sintiera, que era demencialmente fantástico, sino por lo que veía. Podía ver su cara, sus ojos fijos en ella, los mechones negros cayendo por su frente, su pecho jadeante y los músculos de su abdomen moviéndose a un compás cada vez más frenético. Helena emitió su característico gemido de animal herido y se sacudió en pleno éxtasis. Kielan dejó escapar un jadeo ronco y embistió tres veces de tal forma que la cama crujió.
–¿Más? –preguntó él con aire cansado pero satisfecho.
–Sí –rogó–. Dedos –exigió.
Sin variar la postura, la mano de Kielan se deslizó por su sexo húmedo, dando con sus ágiles dedos el último empujón que necesitaba. Aquella vez notó la vibración de la cama al aterrizar de nuevo en su emplazamiento. Bufó exhausta.
Kielan se retiró, dejando un vacío que la hizo agarrar su mano y obligarlo a continuar.
–¿El prófugo se ha portado bien con la hermana del redentor? –le preguntó al oído mientras sus dedos volvían a provocarle otra salvaje sacudida de animal herido.
Helena se quedó tendida de cualquier manera, sin escuchar otra cosa que sus propios jadeos y su corazón desbocado, y observando el techo desde un punto nuevo de la habitación. Tardó un minuto en poder moverse y colocarse en otra posición para mirar a Kielan, que se había echado a su lado.
–¿Ha estado bien? –insistió él.
–Creo... que sí... –jadeó acurrucándose contra su cuerpo.
–¿Crees? –susurró él apartándole el pelo de la cara.
–Ahora mismo... no sé cómo me siento –reconoció Helena–. Sucia. Muy sucia.
–Pero bien.
–Sí –compuso una sonrisa–. ¿El prófugo está contento?
–Mucho. ¿Y la hermana del redentor?
–Mucho –repitió pegándose más a él–. ¿Volverá para repetir?
Kielan rio por lo bajo.
–Siempre que sea secreto.
–¿Quién me va a creer si digo que eres tan bueno en la cama? –preguntó Helena besándolo con suavidad–. Se pensarían que me has drogado y me meterían en el psiquiátrico.
–Si se creyeran que te has acostado conmigo por voluntad propia, también te meterían en un psiquiátrico –bromeó, aunque era muy cierto.
–Y me preguntarían de continuo si había bisturís de por medio –añadió en el mismo tono.
–Sólo una jeringuilla.
–Y ni siquiera me la has clavado –respondió algo avergonzada.
–¿Querías? –se interesó Kielan.
–No ha hecho falta, con el roce ha bastado –reconoció con un murmullo, desviando la mirada un instante–. ¿Qué tenía?
–¿No es mejor que no lo sepas?
–¿Y eso por qué? –cuestionó suspicaz.
–Porque fastidiaría el juego. Si te dijera que era una droga peligrosa, te molestaría. Y si te dijera que era simple suero salino, le quitaría el morbo.
–Mmmh, vale, científico loco, déjame con la duda –puso morros y se dejó caer sobre la almohada para descansar.
–¿Hace una ducha? –preguntó Kielan al cabo de unos segundos.
–No sé si podré moverme. De cintura para abajo me siento de gelatina.
Kielan rio, le dio un empujoncito y se incorporó.
–Vamos, no seas floja.
–"Floja", dice –rumió Helena rodando para alcanzar el borde de la cama–. Casi me rompes.
–Hace un momento, parecía que podías con todo y más.
–Hace un momento, nada era suficiente, pero luego duele... –bajó las piernas y acabó arrodillada–. Jaja.
–¿Te duele?
–No es dolor... pero no creo que pueda volver a andar nunca más.
–No seas exagerada –le reprochó Kielan acercándose.
–Llévame en tus fuertes brazos –pidió alzando los suyos.
–Venga ya.
–Esto lo has provocado tú con tu experimento –acusó sin demasiada hostilidad.
–Vamos, arriba –la agarró de los costados y tiró de ella.
–Oh, por Varaev, qué rara me siento –gimió al ponerse en pie con piernas temblorosas–. Llévame.
–Que no. Tienes que endurecerte.
–Pues vale –se dejó caer bocabajo en la cama–. No me ducho.
–Helena –suspiró él–. ¿Vas a quedarte así? ¿No decías que te sentías muy sucia?
–De todas formas, querrás que nos duchemos con agua fría aunque yo lo haya arreglado –refunfuñó ella.
Escuchó suspirar de nuevo a Kielan.
–Mejor dúchate tú primero, yo iré luego, cuando pueda moverme –añadió Helena.
–Tú ganas –refunfuñó él agarrándola con fuerza de la cintura–. Pero pon de tu parte.
–¿Ganar? Si me vas a hacer ducharme con agua fría –respondió, poniéndoselo fácil para levantarla de la cama.
–No tenía pensado hacerlo, iba a estrenar tus arreglos, pero ya que insistes...
–Jah –graznó escéptica–. Cuidado con la mesilla –avisó.
–Esta disposición no me parece muy práctica –opinó sacándola del cuarto.
–¿Qué quieres? No estoy muy centrada en la decoración cuando lo hago.
Kielan la metió en la bañera y ella se apoyó contra la fría pared de azulejos.
–Por cierto –exclamó Helena al recordar–, has dicho que te gustó lo de Tristán, pero supongo que recibirías tú.
–Sí, la mayoría de las veces. ¿Quieres hacérmelo tú la próxima vez? –ofreció corriendo la cortina rasgada.
–Eh... bueno... ¿cómo? –preguntó, turbada al no encontrar oposición.
–Se puede con los dedos, si quieres te dejo unos guantes estériles y usas el lubricante. También podríamos hacernos con un juguete. Tristán tenía muchos y, por lo que sé, Cristina también.
–Sí... –murmuró recordando las cosas que le había contado Álvaro de ambos.
–¿La próxima vez? –propuso Kielan abriendo el grifo.
–Sí... vale. Pero tendrás que enseñarme –reconoció antes de apretar la mandíbula para soportar el agua fría.
–Relájate, siempre relájate.
–Ya lo sé, maldita sea –balbuceó Helena, luchando por no escapar de allí–. Pero abre un poco el del caliente, que antes llegaba algo al menos.
–Cada vez lo haces mejor –apreció Kielan dándole un suave beso.
Temblando, ella lo rodeó con los brazos y continuó besándolo bajo el agua algo más tibia.
–Cuando te vayas, volveré a ducharme con agua caliente –le confió con suficiencia.
–Entonces tendré que aprovechar ahora que puedo.
Kielan agarró la alcachofa y empezó a regarla a conciencia, obviando sus grititos, quejas e intentos de arrebatársela.
Cuando salieron de la ducha, ella temblando de frío, se secaron y regresaron al cuarto de invitados para recuperar la ropa. Pero Helena no se metió en la cama, sino que fue, todavía tambaleante, a la cocina.
–¿Qué vas a hacer ahora? –se interesó Kielan siguiéndola.
–Estaba pensando que Romu me ha dejado chinchetas, pero no una tabla de corcho.
–¿Y?
Helena retiró el mantel raído de la mesa de la cocina, desvelando que allí había una plancha de corcho con el propósito de proteger la madera.
–Vaya, Romu lo tiene todo calculado –consideró Kielan, ayudándola a coger la plancha para llevarla al salón.
–Empiezo a desquiciarme con tanto control –refunfuñó Helena, aunque iba a hacer justo lo que él quería.
Fijaron el mapa al corcho, que coincidía muy bien en cuanto a tamaño, con cuatro chinchetas. Después colocó una chincheta verde en su propia casa, otra roja para el edificio de los pandilleros, y en el hotel Silva y el restaurante familia puso marrones.
–No habrá una chincheta roja y negra, ¿verdad?
–Pues sí, y un montón.
Helena cogió una y la clavó en la placita que Kielan le había indicado como emplazamiento de los camellos.
–Reconozco los lugares, pero ¿en qué criterios se basa tu código de colores? –se interesó él.
–Verde para el hogar en honor a Dajaev, aunque todo el edificio no sea mío. Rojo para los pandilleros en honor a Dajaven, porque son una conquista. Marrón para el hotel y el restaurante por Leihaev, ya que los considero más un trabajo que una conquista. Y el rojo y el negro, junto con el dorado, eran los colores de Cauven Hedler.
–¿Muerte vengativa para la banda peligrosa?
–Era el dios que más se las veía con los Hekzarian, los demonios asesinos. Así que me parece un buen patrón si dices que son tan peligrosos.
–Maravilloso –Kielan observó el mapa durante unos segundos–. ¿Cuando regrese, habrás expandido el rojo?
–No lo creo –respondió al instante, aunque una parte de ella tenía otra cosa que decir al respecto.
–Ya lo veremos –dijo con una sonrisilla, él confiaba en aquella otra parte–. Vámonos a la cama –añadió agarrándola de la mano.
Helena fue con él, tremendamente relajada y satisfecha como jamás se lo habían procurado las pastillas. No pudo resistirse a besarlo de nuevo antes de dormir.
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