.XXXIX


–Voy a preparar el café –informó Kielan poniéndose en pie.

Los dos Raez asintieron conformes.

–Sigue contando –pidió Álvaro entusiasmado. Que ella supiera, él sonreía sinceramente por primera vez en semanas, aunque se tratara de una mueca maliciosa–. Rajaste a ese tío hasta que se rindió. ¿Cómo se te ocurrió hacer eso?

–Estaba jugando a las adivinanzas –chivó el prófugo desde la cocina y ella desvió la mirada al maltratado suelo.

–Oh, joder. ¿Y se le da bien?

–Demasiado, es silenciosa e implacable. Tuve que ayudar a los pobres críos a que acertaran –respondió entre tintineos de cacharros y el agua corriendo.

¿Ayudarles? –reprochó Álvaro.

–Estábamos en un lugar público, no como vosotros.

–Ah, sí, mejor ser precavidos –aceptó el redentor–. ¿Y qué es eso de "pobres críos"?

–Son niños –aclaró Helena.

–Adolescentes en realidad –puntualizó Kielan–. El más joven tiene catorce años.

–¡¿Quién tiene catorce años?! –exclamó espantada.

–Eli –contestó regresando al salón.

–Oh, joder. Joder, joder –gimió inclinándose hacia adelante hasta tocar las rodillas con la frente.

–¿Quién es Eli? –se interesó Álvaro.

–El jefe de la banda –contestó Kielan.

–Ah, entonces el que casi dejaste en carne viva –exclamó entusiasmado–. No es para tanto, Diana sólo tenía un año más cuando llegó aquí.

–¡Sabes que eso no me consuela! –farfulló Helena degustando los faldones de su albornoz–. Y no es sólo eso, lo hemos traumatizado.

–¿Qué dices? –preguntó su hermano.

–Que hemos traumatizado al chaval –tradujo Kielan.

–¿Cómo?

–Resulta que es el hermano menor de un compañero tuyo.

–¡No jodas!

–Y le hemos contado cosillas de allí –continuó el prófugo–. Estaba muy desinformado.

–¿De quién es hermano? –quiso saber con ansia.

–De Ilul –murmuró Helena levantando un poco la cabeza.

La cara de Álvaro pasó de la expectación a la divertida sorpresa.

–¿Y le habéis contado lo de...?

–Lo de la Alcaidesa, el gas de la Cámara de la F, Cristina, Tristán... –enumeró Kielan como si nada.

Helena se cubrió la cara con las manos, mientras que su hermano empezaba a reírse a carcajadas que lo llevaron al suelo. Podía escucharse la Vesania en cada risotada, era muy desagradable.

–A ver si me he enterado bien –logró decir Álvaro, sentado en el suelo, limpiándose las lágrimas fruto de las violentas carcajadas–. ¿Unos criajos intentan robaros a mano armada y vosotros acabáis dándoles una paliza y contándoles cosas de aquí? Ay, qué bueno –terminó con algunas risitas.

–En realidad –empezó a aclarar ella–, el intento de atraco fue el sábado a la noche y...

–Antes de que os liarais –interrumpió el redentor, no podía dejarlo pasar.

–Y el domingo fuimos a visitarlos a su tugurio –continuó Helena como si no hubiera escuchado nada–. A curarles las heridas, porque aquí el doctor chiflado no puede evitar ser útil –dijo con retintín–. Y, para rematar, les contamos historias de miedo.

–Eli insistió en saber lo que pasa con su hermano –recordó Kielan.

–Pobre idiota –murmuró Álvaro condescendiente.

–Y a este loco se le acabó yendo la pinza y ensañándose dando datos macabros –terminó ella.

–Es complicado contar cosas de Redención y no sonar macabro, lo sabes.

–Le dio un arranque de Vesania –le chivó Helena a su hermano–. Pero yo me encargué de ponerlo en su sitio.

–Veo que no has tardado en enseñarle tus palabras raras.

–Y pienso enseñarle muchas más.

–¿Como a Victoria? –preguntó Álvaro–. Porque Helena no ha estudiado Medicina.

–Pero sí Arquitectura, que se parece mucho.

–Estás de broma, ¿no? Bueno, da igual, volvamos al tema. Después de darles una paliza, os fuisteis a la cama.

Helena resopló, harta de regresar, una y otra vez, a lo mismo.

–Voy a vigilar el café y a hacer zumo –informó poniéndose en pie.

–Eh, no te vayas. De un preso me lo espero, incluso de uno como él, ¿pero a mi hermana la pone a tono rajar a unos críos?

–No lo quieras saber –gruñó dirigiéndose a la cocina.

–No fue sólo eso –respondió Kielan por otro lado–. Hubo más antes de llegar a casa.

–¿Os atacó alguien más?

Mientras Helena exprimía naranjas a mano, deleitándose con su aroma y con el del café en ebullición, escuchó cómo Kielan le explicaba quién era V, cómo se las gastaba y cómo acabó en el suelo del parque, magullado, tras amenazarla con una navaja que acabó hecha polvo. Ella dejó de cortar rebanadas de pan y se asomó para ver reír encantado a su hermano. No sólo se carcajeaba de la desgracia de V, también estaba orgulloso de ella.

–Helena, ven –llamó él.

–Tengo que encargarme de las tostadas.

–Ya lo hago yo –se ofreció Kielan acercándose rápidamente–. Cuéntale cómo te impusiste a V.

–Tampoco fue para tanto –contestó cogiendo uno de los vasos de zumo.

–¿El mismo entrenamiento de asesino que Uriel, Helena? –planteó Álvaro.

–Sólo pretendía intimidarme, le pillé desprevenido –explicó ella, sentándose de nuevo en el desastrado sofá–. No se esperaba semejante reacción por mi parte, ni siquiera después de haber visto el atraco frustrado. Se distrae con facilidad y habla mucho, no es tan centrado como Uriel.

–Vaya, eres toda una experta –apreció su hermano, como si haber aprendido cosas de Redención fuera algo bueno.

–Y eso que no lleva la gorra –intervino Kielan desde la cocina, desde donde empezaba a salir un delicioso olor a pan tostado.

–¿Gorra?

–La que me regalaste aquella vez que fuiste al internado en uniforme –musitó ella dando un sorbo de zumo.

–Ah, sí –Álvaro sonrió ampliamente al recordar–. ¿Entonces la guardas?

–Claro, ¿piensas que podría tirar un regalo tuyo?

Kielan salió de la cocina para ir directo a su habitación.

–¡Eh, ¿dónde vas?! –gritó ella.

–Ya lo sabes –canturreó él.

–Está chiflado –se dirigió a Álvaro–. Maldito fetichista –añadió más alto para que el aludido lo escuchara.

–¿Qué va a hacer? –se interesó su hermano, algo preocupado.

Helena quiso escaparse del sofá, pero ya tenía a Kielan encima.

–No me apetece llevarla –se quejó cuando él intentó colocarle la gorra de redentor.

–Vamos, no seas aguafiestas.

Ella se quedó quieta cuando notó la aguja amenazando su cuello, no le apetecía tener un colocón de buena mañana y en ayunas. Dejó que Kielan le pusiera la gorra y se apartara para volver con el desayuno.

–¿Hace eso a menudo? –preguntó Álvaro glacial, con su Vesania, su monstruo, gruñendo tras la fachada de calma.

Helena se recompuso el albornoz y le echó un vistazo a Kielan, que se alejaba dándole la espalda. Hizo un gesto y le provocó un corte en diagonal desde el hombro derecho hasta el costado izquierdo.

–¡Eh! –se quejó él volviéndose.

–Un recuerdo de mi parte –canturreó Helena adecuándose la gorra.

–Hermana chalada de redentor chalado –se le escuchó rumiar, ya desde la cocina.

Helena cruzó una mirada de maliciosa suficiencia con Álvaro.

–Yo puedo hacer eso.

–Genial –celebró él animándose–. Chócala.

Ella se inclinó hacia adelante para chocar los cinco con el espejo, justo en el lugar donde estaba la mano demoniaca de su hermano.

–Hazle otra raja –susurró perverso el redentor.

Helena lanzó otro vistazo a Kielan, que había regresado y los miraba imperturbable mientras preparaba la mesa.

–Hermanito, aprecio mucho tus sugerencias –empezó jovial–. Pero éste es mío y no voy a aceptar que me digas cómo tengo que tratarlo –terminó autoritaria.

Álvaro parpadeó confuso. Helena guardó a Purga y se puso en pie una vez más.

–¿A que suena a redentora? –intervino Kielan.

–Joder que sí –musitó él–. No vengas nunca por aquí, que no sé si la mala perra querría destrozarte o adoptarte.

–No es que esté deseando ir –contestó Helena arrastrando el espejo hasta la mesa donde iban a desayunar.

–Le has enseñado demasiado bien –advirtió Kielan.

–No tenía ni idea de que le estuviera enseñando nada. De hecho, muchas veces tenía la sensación de que no... escuchaba.

–Ya, la zombi –masculló Helena sentándose, dejando el espejo como un tercer comensal.

–Todavía no te he escuchado darme las gracias por despertar a tu hermana –señaló Kielan.

–Te las daría si no te la follaras –soltó Dämon de inmediato.

–Álvaro, no seas obseso y vete a visitar a Cristina –recomendó Helena.

–Ella me daría ideas peores.

–Como veas –respondió bebiéndose lo que le quedaba del zumo de naranja de un trago.

Sirvieron café y untaron mantequilla en las tostadas.

–Qué envidia me dais –murmuró Álvaro moviéndose en su silla.

–¿Cuándo podrás venir a visitarme?

–No sé... en unas semanas. ¿Tu inquilino saldrá corriendo?

–Su inquilino tiene programado marcharse hoy desde que llegó –aclaró Kielan antes de dar un mordisco a su tostada.

–¿Fuera como fuera esa... terapia tuya, sin importar cómo dejaras a mi hermana?

–Claro que no. Si hubiera necesitado una terapia especial, hubiera fingido su muerte y me la hubiera llevado.

–¡¿Qué?! –exclamó Álvaro atónito.

–Hubiera encontrado la forma de hacerte saber que estaba viva, por supuesto, aunque quizás no hasta que vinieras al funeral –meditó el prófugo.

A Álvaro le dio un espasmo en el labio suprior.

–¿Va en serio?

–Fue uno de los planes iniciales –asintió ella.

–Pero ya no puedo llevármela, no después de ver lo mucho que le gusta arreglar edificios –le dedicó una cálida sonrisa que la hizo sonrojar–. Es una pasión que admiro y respeto.

–Entonces no te la vas a llevar –recapituló Álvaro.

–No, tranquilo –dijo ella acariciando la superficie del espejo–. Seguiré aquí para que me llames cada semana.

–¿Le hablamos de lo que nos hizo ver Simone? –propuso Kielan.

–¿Quién es ese Simón?

–No, una chica, la única del grupo de pandilleros –explicó Helena–. Tiene un poder especial que le permite ver las energías mejor que nadie. Según ella, por un espejo no sólo pasa energía como la luz y el sonido, también pueden pasar otras energías.

–¿Qué otras energías? –se interesó Álvaro.

–Creo que alguna vez te he hablado de la que produce la cárcel, una especie de radiación que nos va calando –dijo Kielan.

–Y nos provoca Vesania, sí. ¿Estáis diciendo que esa energía está pasando ahora por el espejo? –preguntó escéptico.

Ambos asintieron.

–Venga ya. Si eso fuese verdad, Helena estaría pirada con tanta llamada –exclamó incrédulo.

–Precisamente –respondió Kielan como si nada.

–Pues yo la veo muy bien –insistió sin querer creérselo.

–Eso es porque la ves mejor que antes.

–A ver, ¿puedes decirme qué tipo de neura te da, hermanita?

–¿Recuerdas cuando he reventado el suelo y el sofá? –planteó ella con cierta vergüenza.

–Pero eso lo llevas haciendo toda la vida.

–¿En serio? ¿Y desde cuándo rompo lo que quiero, paro cuando quiero y rajo a quien quiero y donde quiero? –retó mientras acariciaba distraída las olas que había creado el sábado en la madera de la mesa.

–Pero eso es bueno, ¿no? Te controlas.

–Se controla y controla a todos –intervino Kreuz–. Es del tipo dominante, Álvaro. Tú eres violento, yo soy inquisitivo...

–Inquisitivo, dices. Lo que eres es un puto loco de bisturí y jeringuilla fácil.

–Y tu hermana es dominante.

–¿Dominante cómo? –interrogó Álvaro sin terminar de asimilarlo.

–Dominante del tipo "haz lo que te digo, porque es lo mejor, o te rajo" –puntualizó Kielan.

–¿Sí? –quiso asegurarse Álvaro.

–Un poco –musitó ella.

–Un poco, dices –se burló Kielan–. Juegas a las adivinanzas.

–La hemos llamado Purga –informó Helena.

–¿A tu Vesania le habéis dado el nombre que te dio Riss?

Ambos asintieron y bebieron café.

–No termino de creérmelo –reconoció Álvaro.

–Ven a visitarme y acabarás viendo a la loca –le prometió su hermana–. Seguramente saldrá cuando a ti te dé un arranque.

Él se arrellanó en su silla, en su deprimente cuarto.

–Kielan, ¿qué le has provocado? –suspiró Álvaro.

–¿Yo? Has sido tú el que lo ha provocado llamándola cada semana y dejando la comunicación abierta durante horas.

–Estás diciendo que teníamos que haber quedado incomunicados –resumió él, hostil.

–Claro que no estoy diciendo eso. Digo que tú has hecho que tenga esos prontos de redentora y que yo he saltado el candado.

–Liberando a la bestia –bromeó Helena con tono socarrón.

Álvaro hizo una mueca de fastidio, volvió a cambiarse de postura en la silla y se quedó mirándolos en silencio unos segundos.

–Helena, ¿qué vamos a hacer?

–Si estás pensando en dejar de llamarme, sácatelo de la cabeza.

–Pero...

–Olvídalo. Necesitas llamarme, es bueno para ti. Y si no lo hicieras, empezaría a imaginarme cosas, cosas malas, y tendría que ir a buscarte.

–Sois tal para cual –murmuró Kielan divertido.

–¿Y qué hay de esa Purga?

–A estas alturas será complicado hacerla desaparecer, necesitaría mucha terapia, y el doctor más cercano me prefiere loca –señaló Helena encogiéndose de hombros, al tiempo que el aludido asentía–. Además, me resulta útil para manejar a la gente con la que parece que andaré a partir de ahora.

–¿Te refieres a V, la zorra de su novia y los pandilleros?

–¿Le has hablado de Tifa? –preguntó Helena, más que nada porque no recordaba haberla oído mencionar.

–De pasada –contestó Kielan–, pero los redentores tienen buena memoria con gente como ésa.

–Sí, a esos me refiero –confirmó ella–, aunque seguro que surgirán muchos más.

–¿Y eso por qué? –cuestionó Álvaro–. Entiendo que andes con cosas de arquitectura, es lo tuyo y está muy bien; incluso entendería que anduvieras con cosas de medicina por el tarado de tu novio, ¿pero por qué vas a meterte en el crimen?

–En todo caso, sería combatir el crimen –corrigió ella.

–Eso se dice de este lugar y muchas veces tengo la sensación de que nosotros somos los verdaderos criminales –comentó su hermano.

Helena recogió un poco las tazas, platos y cubiertos.

–Álvaro, ¿recuerdas aquella vez que viniste a visitarme, pero que en realidad era un encargo de tu jefa?

El redentor puso cara de hacer memoria.

–Sí, que tenías que inspeccionar una casa en el centro, una dirección que os dio una mujer hace años. Y después me dejaste muy claro que la casa estaba vacía –se pasó una mano por la cicatriz del cuello.

Álvaro se quedó blanco.

–Sí... ¿p-por qué lo preguntas?

–¿Sigues diciendo que no había nadie allí?

Vio cómo le temblaba la mandíbula y se le desorbitaban los ojos, el maleficio de Lengua Atada aún surtía efecto.

–Estuvimos allí, en esa casa, nos guiaron los cuervos.

–E-Estaba vacía.

–No te molestes –interrumpió Helena condescendiente–. Ya sé que te hicieron jurar que no me dirías nada. La frustración debió de provocarte el pico de Vesania. No fue culpa tuya.

Álvaro bajó la cabeza.

–Yo intenté decírtelo –musitó.

–Lo sé, lo sé. Y por eso ayer me vengué un poco.

–¿Te vengaste de ellos? –se interesó él y pasó a sorprenderse al darse cuenta de que al fin podía hablar de ello.

–Sólo estaba él y lo único que hice fue dejarlo ciego con unas bombas lumínicas –se encogió de hombros.

–Menudos gritos pegó –se rio Kielan–. Después quiso intimidarnos y nosotros le tocamos la moral no teniéndole miedo.

–Kielan quería hacerle experimentos por ser vampiro –aportó Helena.

A Álvaro se le escapó una risita divertida.

–Todavía tengo que ajustarle las cuentas por eso –prometió molesto su hermano–. Es de las veces que peor te he tratado y fue culpa de ellos. Pero, ¿por qué me hablas de ellos? Estábamos con si ibas a meterte a criminal o a combatir el crimen.

–Parece que quieren que conquiste la ciudad o algo así.

–¿Estás de broma?

–La cuestión es si están de broma ellos.

–Cuando vaya, quiero que me pongas al día con pelos y señales –exigió Álvaro.

–Hecho. Tengo hasta un mapa con chinchetas.

–Mapa con chincheta, hay que joderse. ¿Qué pretenderán esos cabrones? –sacudió la cabeza y articuló su mano demoniaca. Aquello era un claro signo de que su Vesania le estaba gritando que interrogara a los de la mansión. Pero, como no los tenía accesibles, no tenía otra opción que esperar–. Fuisteis a la mansión rara esa. ¿Alguna locura más que no me hayáis contado?

–¿Ir a cenar al hotel Silva con Kielan Kreuz? –propuso Helena recuperando el buen humor.

El famoso prófugo se carcajeó y se levantó para llevarse la vajilla del desayuno. Ella devolvió el espejo a su rincón, andando con cuidado sobre las tablas sueltas y partidas.

–Supongo que tendrás que ir preparándote para ir a trabajar –dijo Álvaro apenado.

–Sí, además hoy tendré un día especial. Empezando por dejarles claro que si Silva la Justiciera me llama, me pasen la llamada porque es mi amiga.

–¿Los pondrás a todos en su sitio? –quiso saber expectante.

–Poco a poco, hermanito. Si entrara pisando fuerte, algún listo podía llamar a mi médico para saber qué pasa con mi medicación. Además, tengo que asegurarme de que no me salpique ninguno de sus chanchullos.

–Si tienes problemas con alguno, déjamelo a mí –pidió frotándose los nudillos de la mano demoniaca, que soltaron un polvillo negruzco.

–¿Me estás hablando de paliza anónima en un callejón o de sesión en Redención? –quiso asegurarse Helena.

–Lo primero, por supuesto. Todavía no estoy tan loco como para pensar que podría traerme a quien quisiera.

–Vale, perdón –pidió ella con ligereza, acercándose a la superficie del espejo hasta apoyar la frente, la gorra se deslizó hacia atrás sin caer cuando la visera se chocó–. Vente, te diré a quién puedes pegar. Pero quédate conmigo –rogó–. Te echo de menos...

–No puedo...

–¿Necesitas a Klakla incluso si te da el aire, el sol y te propongo actividades entretenidas para un loco como tú? –preguntó al borde de las lágrimas.

–Sí, la necesito, sus gritos son lo único capaz de calmarme. Y además está el contrato. Me quedan cuatro años.

–¿Por qué tienes que renovarlo? –sollozó–. Quiero que salgas de ahí de una vez –exigió golpeando el marco del espejo con las palmas.

–Helena, sabes que...

–¡Me da igual lo loco que estés! Eres mi hermano, te quiero, te echo de menos. Podré contigo, Purga evitará que hagas algo malo. Por favor.

–No funciona así...

Helena se dejó caer de rodillas, sin apartar la frente del espejo. La cárcel debía de estar alimentándose de su desesperación, pero no le importaba.

–Podré con los dos, lo prometo –lloró a lágrima viva.

–Helena, no te pongas así, por favor –rogó arrodillándose al otro lado–. Ahora estás tan bien... –acarició el espejo con su mano normal–. Parece que estoy en deuda con ese loco. Pero no se lo digas, mi orgullo de redentor no lo soportaría.

A ella se le escapó una sonrisa entre los sollozos.

–Suficiente tienes con que se folle a tu hermana, ¿no? –preguntó sorbiendo por la nariz.

–No me lo recuerdes, anda, no me lo recuerdes.

–Pero si no te lo sacas de la cabeza.

–Es que no sé qué me desconcierta más, si la idea de que un preso esté con mi hermana o que Kielan sea capaz de ese tipo de actividad –reconoció con acidez.

Ella rio un poco, se sentó en el suelo lo más recatada que pudo con el albornoz y se limpió las lágrimas con las mangas.

–Oye, no te me cabrees, pero necesito preguntarlo –empezó Álvaro con un susurro del modelo cotilla–. ¿De verdad rinde como un hombre?

–Rinde mejor que los que he conocido.

–Es que tus novios...

–Pues mejor que todos en sus mejores momentos.

–Venga ya.

–Que sí, es muy activo, si le dejo, claro; sabe dónde tocar, jamás me deja a medias y sus dedos... joder, sus dedos, gloria de los dioses.

–Vale, suficiente información.

–¿Seguro? –planteó escéptica.

–Por el momento –rectificó Álvaro–. Deja que lo asimile y ya...

–No pienses que es un preso, sino un tipo loco, que me comprende; uno que no me dirá "tu hermano me da mal rollo, ¿por qué tienes que hablar con él cada semana?".

–A ése lo echaste a patadas de tu casa, ¿verdad? –se carcajeó él al recordarlo.

–Quizás fue Purga –contestó Helena–. Ni siquiera recuerdo cómo se llamaba ese tipejo.

Suspiraron y se quedaron unos segundos en silencio.

–No me dejes –rogó Álvaro.

–No te voy a dejar –juró solemne, mirándolo a los ojos.

–Si fingís tu muerte, no podré llamarte cada semana.

–Tranquilo, no vamos a hacerlo. Tengo mucho trabajo que hacer en Dirdan. Trabajo para el que tengo que estar viva –contestó, apartando un recuerdo de su mente.

–¿Qué me ocultas? –soltó él, aparentemente sin pensar.

–Joder, Álvaro, sólo ha sido una idea que se me ha cruzado. ¿Cómo te las arreglas?

–No sé, años de torturador y ser tu hermano. ¿Qué es?

–Romu nos dijo que sólo se presentaría en persona el día que yo muriera oficialmente.

–¿Qué pretende ese cabrón? –cuestionó con hostilidad.

–¿Que le haga algunos recados y liquidarme cuando me haga demasiado visible? –sugirió ella lo primero que le vino a la cabeza.

Álvaro rumió una sarta de amenazas e insultos.

–Eh, relájate. Ahora estoy bien, eso es lo que importa –le recordó acariciando el espejo.

–Lo intentaré.

Hubo un crujido en las tablas y Helena se volvió para encontrarse a Kielan plantado tras el sofá, apoyando las manos en su respaldo.

–¿Podemos hablar sobre lo que no puedes decir cuando salgas de tu habitación? –propuso el prófugo con seriedad.

–Ya sé que no puedo mencionar que sé dónde estás, no soy idiota. No haré nada que ponga en peligro a mi hermana.

–Tampoco puedes ir a ensañarte con Ilul diciéndole que todo lo que le ha pasado ha llegado hasta su hermano pequeño.

–Hazte su amigo –sugirió Helena poniéndose en pie.

–¿Hacerme amigo de Ilul? –repitió como si fuera imposible.

–No sé, habla con él de vez en cuando... Intenta convencerlo de que llame a Eli.

–¿Para qué, para que le cuente cuántas mentes ha roto esta semana? –planteó desdeñoso.

–Tú me llamas.

–Y ahora estás loca y tienes a Purga.

–Lo dices como si fuera algo que de lo que tuviera que arrepentirme.

Álvaro suspiró.

–¿Algo más?

–Tu brazo –contestó Kielan.

–¿Cuál, el que tú me jodiste?

–Sí. Creo que puedo ayudarte.

–¿Puedes quitármelo?

–No, pero puedo hacer que tu piel deje de despegarse tan fácil, podrás tener una piel suave, que no te pique.

–Mmmh, ¿de qué color?

–Supongo que, al arreglarse, se volverá verde.

–Que te jodan –le escupió Álvaro, haciendo ademán de cortar la comunicación.

–¡Espera! –se apresuró a detenerlo Helena–. ¿No hay forma de que se le quede negro? –propuso a Kielan.

–¿Negro? Oh, pues... sería interesante ver cómo lograrlo.

–La piel negra carbón, como la tienes ahora, pero suave –prometió ella a su hermano.

Álvaro se relajó e hizo una mueca de fastidio.

–De todas formas, es imposible. ¿Qué voy a hacer: salir a visitarte y regresar con el brazo cambiado? La mala perra me haría de todo para averiguar qué habría pasado.

–Puedo tomarte unas muestras cuando te tenga a mano y no haya peligro, e investigar hasta estar seguro de que funcionará.

–¿Y entonces?

–Secuestrarte. Oficialmente, que se enteren de que he sido yo y de que pienso hacerte algunos experimentos, que parezcas una víctima. Todos saben que si se me mete una idea en la cabeza, la llevaré a cabo cueste lo que cueste. Pues puedo obsesionarme con arreglar lo que fue mal en tu brazo. Es muy plausible teniendo en cuenta mi historial.

Álvaro asintió a medias.

–No sé si eso le bastará a la mala perra. Lo dudo.

–Puedo putearte, subírtelo hasta el hombro, dejarte un trozo verde...

–Nada de verde, no quiero que aten cabos.

–Hacerte el otro brazo a juego...

–Eso ya lo has dio antes, ¿desde cuándo lo tienes pensado?

–¿Hay algo que no piense yo?

–Vale, en cuanto podamos, me tomarás esas muestras. Luego ya veremos.

Kielan asintió conforme.

–Bueno –empezó Helena–. Tendríamos que ir preparándonos para salir. La próxima vez llámame con más tiempo.

–Podemos dejar esto abierto mientras os preparáis. Si dices que no te importa la energía de este Infierno...

–Es que... –se humedeció los labios– quiero despedirme de Kielan.

–Puedes hacerlo con la señal abierta, ¿no?

–...No.

–¿Por qué no?

–¿Pues por qué va a ser? ¿Necesitas que te lo explique?

–Sí –exigió Álvaro, aunque estaba claro que ya lo había captado. La estaba retando a decirlo alto y claro.

–Quiero que termine lo que ha empezado. Quiero el cuarto polvo que nos has interrumpido –pronunció con seguridad. ¿Te vale?

–Lo que no sé es si le vale a él, no parece que tenga ganas –respondió al instante el redentor.

–Oh, siempre tiene esa cara, aunque por dentro esté pensando en llevarme en la cama. Sabe comportarse hasta el momento preciso.

A Álvaro le dio un espasmo en uno de los párpados, pero logró recomponerse.

–No os metáis en líos –dijo con tono de despedida–. Y, joder, no hagáis demasiadas guarradas –se estremeció.

–Te lo prometo –respondió lanzándole un beso–. No te metas en líos tú. Y haz muchas guarradas con Cristina.

–Será posible –se le escuchó mascullar antes de que cortara la comunicación.

Helena suspiró, se giró y clavó la mirada en Kielan. Lentamente, desanudó el cinto del albornoz, permitiendo que se abriera y dejara ver su cuerpo desnudo. Se colocó bien la gorra y se lamió los labios. El torció la sonrisa, sin apartar la vista de lo que el albornoz acababa de desvelar.

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