.XXVIII

–Curioso –comentó Kielan cuando salían de los callejones.

–¿En qué estás pensando? –quiso saber Helena, enganchada de nuevo a su brazo.

–En ti y en tus miedos.

–¿Y qué es tan curioso de mí y mis miedos? –refunfuñó ella.

–Las cosas a las que les tienes miedo y a las que no.

–Si lo dices por Romu, ha sido porque las energías me estaban afectando –aseguró.

–¿Me estás diciendo que, de haber estado en otro lugar, no te habrías enfadado así?

–No, quiero decir, sí. Quiero decir, que sí me habría cabreado, pero no habría reaccionado así.

–¿No le habrías pegado patadas a la puerta? –preguntó Kielan socarrón.

–No, idiota, las energías de Luciven no actúan así. De hecho, le habría pegado más patadas, porque no se me habría ocurrido usar sellos.

Las calles más anchas y normalmente transitadas estaban bastante calmadas gracias a la hora era.

–Con que el sello de la Muerte, ¿eh? –continuó él.

–No sé, es lo que me ha venido a la mente. Con lo complicado que es –exclamó Helena, asombrada consigo misma.

–No me ha quedado claro, ¿lo has terminado al final?

–Qué va, se ha quedado a medias y ya has visto el poder que tenía. Supongo que podría considerarse que he hecho el sello de la Corrosión, con algo de Putrefacción.

–¿Y ese sello se utilizaba, el de la Muerte?

–En la época theudiana lo utilizó muy poca gente, sólo tipos como Theudis, con la paciencia y el cuidado suficientes para hacerlo y manejarlo. Es más fácil usar un arma, veneno e incluso un sello de Enfermedad.

–¿Y entonces por qué usarlo? –cuestionó Kielan.

–Porque es infalible. Las armas podrían fallar, el veneno podría tener antídoto y la enfermedad podría ser muy larga. En cambio, si se hace bien el sello de Muerte, será un arma infalible. Umm, más le vale borrar bien mi sello o le acabará corrompiendo la mansión.

–Entonces espero que lo haga bien, me gusta ese sitio.

Acabaron desembocando en la plaza mayor de Dirdan. Helena le dio un toque a Kielan y señaló el cielo gris con el mentón. Un par de pájaros negros fueron a posarse en los tejados de las casas de enfrente.

–Supongo que tendremos que acostumbrarnos a que estén allá donde vayamos –dijo él.

–Ya no sabré qué pájaros son normales y cuáles, espías –refunfuñó ella.

Mientras cruzaban la plaza, las tripas de Helena rugieron, por lo que se metieron en las calles aledañas para buscar un lugar donde comer. Se decidieron por un bar llamado El Puchero, de aspecto hogareño y que en una pizarra en la puerta tenía anunciado que daban un apetecible menú de la casa por nueve argentas. Entraron y una señora les indicó amablemente una mesa para dos. No había más clientes, lo que era un alivio para Helena, pero una pena para el negocio.

–¿Ocurre algo, cariño? –preguntó Kielan comportándose como un novio normal y atento.

–No... es que esto es... nuevo para mí –admitió Helena, quitándose el abrigo para dejarlo en el respaldo de la silla.

–¿Qué?

–Todo.

Kielan le dedicó una sonrisa bastante tierna para lo que era él. La señora se acercó para decirles cuál era la carta, eligieron y volvieron a quedarse relativamente solos. Relativamente porque había un hombre en la barra y un chaval rondando por allí. No iban a poder hablar de temas como Redención o que ella estuviera secuestrada.

–También es nuevo para mí –dijo él–. Llevaba mucho tiempo sin poder permitírmelo.

Helena le respondió con una sonrisa triste, qué más podía hacer.

–Así que vas a meterte en obras –optó por comentar Kielan para comenzar una de las pocas conversaciones que no los metería en problemas.

–Qué remedio, no puedo dejar la instalación así –suspiró encogiéndose de hombros–. Empezaré con la de agua, después la de energía... Gracias por los arreglos en la luz.

–No me las des, lo hice por mí, me daba grima seguir andando a oscuras –bromeó él.

Helena le sacó la lengua y no añadió nada porque les trajeron el vino. La conversación se centró principalmente en las obras que iba a acometer ella sola en su piso, todos los materiales que tendría que comprar, los sellos que serían fiables y duraderos... Kielan escuchaba con atención entre bocado y bocado, lo que era extraño para ella, que estaba acostumbrada a aburrir a la gente con aquellos datos. Pero lo más extraño, y molesto, era que daba la impresión de que las tres personas que llevaban el bar restaurante también estaban prestando atención. "Menos mal que no estoy hablando de Redención".

Llegaron a los postres y, cuando estaban a punto de degustar el arroz con leche, se les acercó el chaval que había estado rondando por allí hasta el momento.

–Esto... perdonen –empezó, esforzándose por ser educado–, pero no he podido evitar escucharles hablar y...

–¡Al, te tengo dicho que no molestes a los clientes! –le increpó el hombre desde la barra, sobresaltando a Helena.

–Es que... llevamos mucho tiempo con ese problema y...

–¡Alfonso! –bramó de nuevo el hombre de la barra.

–Pero es que parece que ella sabe de...

–Disculpad al chico, es nuevo y no sabe que a la clientela no hay que molestarla con tonterías –acudió a interrumpir la mujer.

La verdad era que, bien mirados, quizás fueran una familia. Eso explicaría los berridos del hombre de la barra. Helena se tragó junto con el arroz con leche que fueran los alaridos precisamente lo que más la molestara.

–Esto está muy rico, gracias al que lo haya hecho –respondió ella con suavidad.

La mujer parpadeó aturdida.

–Gracias –dijo cambiando el peso de pie.

–Me ha parecido entender que tenéis problemas –continuó con la misma calma– y parece que yo podría solucionarlo –parpadeó una vez–. ¿Algo de energías o sellos? –probó.

Los hosteleros adultos dudaron, quizás porque no supieran cómo expresarlo o porque los hubiera pillado desprevenidos con su reacción. Por otro lado, el chico sonrió y asintió.

–Si me dejáis que me termine el postre... –pidió Helena.

–Oh, no, no hace falta que te molestes –se adelantó la mujer.

–Insisto, dejad que me termine el postre y le echaré un ojo. Ahora tengo curiosidad.

–De acuerdo, como quieras...

Cuando volvieron a darles espacio, Helena se centró en el arroz con leche.

–¿Entonces ahora vamos a ponernos en plan albañiles? –preguntó Kielan.

–Oh, lo siento –exclamó ella, repentinamente avergonzada–. No te he preguntado si querías...

–No te preocupes, te tengo dicho que me encanta cuando te pones así.

–Sí, ya, pero... ¿Vamos bien de tiempo?

–Claro, claro, tú diviértete.

–Tanto como divertirme... –murmuró Helena siguiendo con el postre–. ¿Tú te diviertes cuando...?

–¿Cuando tú?

–No, cuando tú.

–Yo siempre me lo paso bien, si no, mi estancia habría sido mucho más insoportable.

–Ah, sí, claro –bajó la mirada y rebañó el cuenco–. Supongo que debería aprender.

–Yo te enseñaré –prometió Kielan socarrón.

–No lo digas así.

–¿Por qué, suena a otra cosa? –preguntó falsamente inocente.

–¡K... Marko!

–Que yo sepa, en eso no te he enseñado nada.

Helena estuvo tentada de continuar la conversación, pero allí tenían público y aquello la cohibía.

–Idiota –refunfuñó infantil y se recostó contra el respaldo de la silla–. Decidme, ¿cuál es el problema? –añadió en alto–. Veré si puedo ayudaros.

El chico fue el primero en reaccionar.

–Es el almacén.

–¿Qué le pasa?

–Que no funciona.

–¿Un almacén que no funciona? –repitió Helena enarcando las cejas.

–No seas bobo, hijo, los almacenes no pueden no funcionar –le regañó la mujer–. Simplemente, todo se estropea.

–¿A qué te refieres con "todo"?

–Pues... todo.

–Comprendo.

–¿Comprendes? –cuestionó el hombre.

–Las energías no funcionan como deben. ¿Qué habéis intentando para solucionarlo?

–De todo –suspiró la mujer.

Helena parpadeó.

–Explicadme –pidió, provocando, al fin, un cacareo a dos voces sobre los profesionales a los que habían contratado, aseguradoras, peritos... Helena miraba a ratos al chaval, que se mantenía en silencio, pero que cuyas expresiones le servían como baremo sobre las exageraciones e inexactitudes de los adultos–. ¿Os importaría si lo viera?

–Eh... claro, muchacha, pero no hay mucho que ver –le aseguró la mujer, haciéndole un gesto para que la siguiera.

Helena cogió el bolso y fue en busca del almacén que no funcionaba.

–Yo me quedo aquí, ¿vale, cariño? –dijo Kielan–. Pero llámame si necesitas que te eche una mano.

Ella asintió y fue a la parte de atrás del bar a través de un pasillo. El almacén no era gran cosa, acorde con las proporciones del resto del establecimiento. Media docena de baldas ocupadas por tarros, latas y botellas, sacos de varios kilos de arroz y harina más abajo, y un gran arcón al fondo, mayor que el de la mansión de Romu, que supuso que estaría crimenizado. Observó el lugar en silencio.

–¿Os falla Crimenia? –preguntó Helena dando unos pasos para plantarse en medio.

–Uy, sí, tenemos que estar poniéndole un hechizo nuevo cada dos semanas –respondió la mujer con fastidio.

–¿Comprados o personalizados?

–Hemos probado de todo y todos nos duran prácticamente lo mismo.

Helena supuso que querría justificarse por estar comprando hechizos de baratillo.

–¿Y los Lux?

–También los hemos probado todos.

–Me refería a cuánto tardan en fallar.

–Ah, pues... una semana, poco más.

Helena paseó los ojos por la habitación.

–Y hechizos de estabilidad de temperatura y humedad, supongo.

–Pronto tendremos que cambiarlos.

–¿Qué le pasa, se debilitan, se corrompen...?

–No, sólo fallan.

Helena cerró los ojos un momento, tenía que acostumbrarse al nivel de cada persona.

–¿Qué os dijeron los profesionales?

–Que hay algo que los hace fallar.

–¿Algo como qué? –preguntó con paciencia.

–Nadie lo sabe.

–¿Han investigado las estancias que pegan con ésta?

–¿De las otras casas, dices? Sí, todas, y nada. Es como si tuviéramos una maldición, niña.

–Ya... –murmuró Helena, empezaba a verlo claro. Aquella gente no tenía ni idea. "Una maldición... eso sería algo"–. ¿Puedo hacer algunas comprobaciones?

–Sí, adelante, pero es una pérdida de tiempo, no tiene solución.

–Déjame intentarlo –contestó para no pronunciar "permite que lo dude"–. Una pregunta más, ¿la gente de alrededor tiene problemas de este tipo?

–No, hija, somos los únicos malditos.

Helena asintió, lamentando que fuera domingo y que los locales aledaños estuvieran cerrados. Aun así, comenzó a trabajar. Sacó sus apuntes del bolso, los consultó con detenimiento y eligió el sello de Detección del Flujo de Energía. La mujer permaneció observando cómo reproducía los sellos una y otra vez, hasta que debió de aburrirse y optó por decir:

–¿Vais a querer café?

–Yo lo agradecería –respondió con aire distraído, percibiendo que se estaba abstrayendo.

Le hubiera encantado hacer cincuenta sellos para poner un buen puñado sobre cada superficie, pero su libreta no tenía tantas páginas, por lo que se contentó con hacer dieciséis.

–¿Podéis traerme celo? –preguntó arrancando las hojas.

Segundos después, alguien se lo trajo. Giró la cabeza para no olvidarse de mantener el trato humano y no parecer un bicho raro, y se encontró con el chico. Le calculó más o menos la edad de los pandilleros a los que iban a visitar. Era curioso dónde podía acabar gente con los mismos años.

–Gracias –se acordó de decir.

–¿Qué vas a hacer? –se interesó el chico.

–Ver cómo fluyen las energías en este lugar.

–Eso ya lo han probado.

–¿Y?

–No sacaron nada en claro.

–Me lo suponía.

Helena comenzó a pegar sellos, en esta ocasión, con la tinta de cara a la pared.

–Trajeron unos artilugios muy sofisticados. ¿Tú podrás hacer lo mismo con papel y pluma?

–Teniendo en cuenta que no sacaron nada en claro, tengo el listón muy bajo.

–Eso es verdad –aceptó el chico y permaneció en silencio viendo cómo distribuía los dieciséis sellos en una cuadrícula de cuatro por cuatro ocupando la pared del arcón crimenizado.

–¿Cómo funciona?

–Espera un momento, paciencia. Quizás sea porque es domingo, pero las energías van lentas. En los papeles aparecerá como fluyen.

El chaval esperó junto a ella en silencio, hasta que empezaron a apreciar unos puntitos negros en las hojas blancas. Los puntos fueron haciéndose más grandes, a distintas velocidades, en algunas zonas iban más rápidos en conjunto. Cuando alcanzaban el centímetro de diámetro, desaparecían, como si fueran la marca de gotas invisibles que se precipitaran con su propia gravedad. Segundos después, aparecía otro puntito en su lugar, para empezar a crecer a su ritmo.

–La energía entra a través de esa pared –comunicó ella.

–¿Y eso es malo?

–Eso puede ser muchas cosas. ¿Qué hay al otro lado?

–Un taller de curtiduría.

–¿Fueron a investigarlo?

–Sí, pero no encontraron nada que...

–Algo encontrarían.

–Quiero decir, que no hay nada que nos absorba la energía.

–Eso está claro, ya que su energía os viene a vosotros.

–De hecho, también le duran poco los hechizos. Pero más que a nosotros.

–Um, interesante –dijo para sí misma recogiendo las hojas con cuidado.

–¿Te ayudo?

–Sí, por favor, no me gustan las alturas.

Después pasaron a colocar los sellos en la pared de la derecha, entre latas botes, sacos y estanterías, manteniendo más o menos la cuadrícula.

–¿Qué hay al otro lado?

–Pues... creo que un portal, quizás un trastero.

–¿Nadie se ha quejado por esa parte?

–No que yo sepa.

–Oh –musitó al ver cómo aparecían las manchas en las hojas.

–¿Qué pasa?

–¿Tu qué crees? –preguntó Helena señalándoselas.

–Que... también entra energía por ahí –respondió él, con una nota interrogativa al final.

–Eso es –esperó un poco más, antes de comenzar a quitar las hojas para cambiar de pared.

–¿Y eso es malo? –se interesó el chaval mientras ayudaba.

–Empieza a serlo.

Colocaron las hojas en el muro donde se abría la puerta que los llevaba al pasillo que conectaba con la cocina, los servicios y, más allá, el comedor.

–¿Cómo de malo?

–No demasiado si no habéis enfermado y el almacén no ha reventado.

–¿Por qué los demás no lo vieron?

–Estoy segura de que lo vieron, pero no lo supieron interpretar.

–¿Qué quieres decir?

–Que la detección y el manejo de energías es un arte complicado.

El chaval tenía cara de no comprender nada, lo que era normal teniendo en cuenta que no le había explicado gran cosa.

–¿Por ahí también entra energía? –exclamó él, interpretando como era debido que los puntitos se fueran agrandando hasta alcanzar un centímetro y entonces desaparecieran.

–Y te apuesto lo que quieras a que en el pasillo ocurre lo mismo.

–¿Podría...? –empezó el chico, con la mano a pocos centímetros de una de las hojas.

–¿Quieres ponerlas en el pasillo para ver qué sale? De acuerdo –aceptó con una leve sonrisa, le gustaba la curiosidad de aquel chaval, estaría bien que no se la mataran–. Primero en la pared de enfrente.

Su nuevo aprendiz obedeció al instante, con una mezcla de preocupación e interés.

–¿Qué hacéis ahí? –preguntó el hombre desde el comedor.

–Ver cómo fluyen las energías –respondió el chaval pegando los sellos a lo largo de cuatro metros de pasillo.

–¿Y cómo fluyen? –interrogó la mujer.

–Pues...

–Por el momento vemos que vuestro almacén recibe energías por tres zonas –intervino Helena.

–¿Recibe energía? Pero eso es bueno, ¿no? –supuso la señora.

–Depende –respondió lacónica, observando los puntitos que se convertían en puntazos.

–¿De qué?

–Del tipo de energía que entre y de cómo la gestionéis vosotros.

–¿Y qué tipo de energía es?

–Apuesto a que es neutral –contestó Helena–. Pero habría que hacer más pruebas para eso.

–¿Y cómo la gestionamos nosotros?

–De ninguna manera, la sufrís. Esto... ¿cómo te llamas? –se dirigió al chaval.

–Alfonso, puedes llamarme Al. Sí quieres.

–Vale, Al, cambiemos los sellos de pared, ya verás lo que hacen.

–¿Y cómo nos hace daño energía neutral? –continuó preguntando el hombre.

–Considerad que es aire –respondió mientras recolocaban los sellos.

–¿Cómo?

–Que consideréis que es aire. ¿Y cómo llamáis al aire que entra por sí solo en un sitio?

–Viento –exclamó Alfonso.

–¿Y qué le pasa a una habitación si le entra viento por tres lados, o quizás cuatro?

–Eh... ¿algo malo?

–Que las cosas acaban por los suelos, como vuestros hechizos. Mira, eso es lo que pasa cuando la energía va en dirección contraria.

Alfonso observó los puntos de un centímetro de diámetro que aparecían de repente, para ir empequeñeciendo hasta desaparecer.

–Tiene lógica –asintió Al.

–Nos queda una pared.

–¿Entonces qué podemos hacer? –preguntó la mujer.

–Todavía no he terminado.

–Ah, pues... el café ya está.

–Ponme una taza, por favor –contestó Helena, yendo a colocar los sellos en la pared que faltaba, la que separaba el almacén de la cocina.

Y descubrieron que por allí también entraba energía.

–Pero... si entra por todos lados... ¿por dónde sale? –planteó Alfonso.

Helena señaló hacia arriba con el pulgar y después abajo. Su joven aprendiz lo siguió con la mirada.

–Oh, el techo y el suelo...

–¿Arriba vive alguien?

–Sí –asintió–. Y también investigaron su casa.

–¿Y?

–Que tampoco le ocurre nada, de hecho, tiene una barrera aislante en el suelo.

–Interesante... –observó el techo–. ¿Qué te parece ver qué pasa allí arriba?

–¿Te refieres a poner los sellos en...? Voy a por la escalera.

Pegaron los sellos al techo con más inestabilidad y celo, y bajo la mirada y los consejos de la mujer. A ratos a helena le parecía escuchar al hombre hablar con alguien, supuso que con Kielan.

–No sé si entiendo lo que pasa... –reconoció Alfonso cuando empezaron a aparecer puntazos, puntitos y trazos en las hojas.

–¿Qué es lo que ves?

–Que la energía sale por el techo, y también entra por el techo y... esas rayas que no...

–Energía que pasa en horizontal y diagonal.

–¿Y eso...?

–Considera que lo que hay ahí arriba es la superficie de la mar picada, las olas suben, bajan, salpican, pero, sobre todo, se chocan contra la barrera aislante y vuelven.

–¿Y eso es malo?

–Por lo menos es normal dadas las circunstancias.

–¿Y qué podemos hacer?

–Ver qué pasa en el suelo.

La señora se aburrió de mirarlos después de asegurarse de que no se abrían la cabeza por caerse de la escalera. De hecho, se la llevó.

–Lo mismo –dijo Alfonso cuando observaron el mismo patrón de flujo de energía que en el techo.

–Podría haber una barrera aislante ahí abajo... –murmuró, aunque no le encontraba mucho sentido.

–Entonces, ¿por dónde sale la energía?

–Buena pregunta –Helena se quedó mirando las hojas desplegadas en torno a ellos.

–Porque, si entra energía por los cuatro costados y no sale por ninguna parte... ¿por qué no explota?

–Oye, ¿tú qué estudias? –se interesó ella.

–Ahora... nada. Se me da muy mal, soy un idiota –musitó Alfonso cabizbajo–. Así que ayudo a mi madre y a mi tío con el bar, porque no pueden pagar a otro. Esto del almacén les está desangrando.

–Estudiar en las escuela se te da mal, pero ¿y escuchar?

–¿Qué quieres decir?

–Que no eres mal ayudante. Pero... –suspiró Helena– no entiendo qué pasa aquí.

–Eso dijeron los otros –se lamentó Alfonso.

–Pero no hay por qué desesperar, las energías pueden tener ciclos de minutos, horas, días... incluso siglos, aunque no creo que ése sea el caso aquí.

–¿Entonces...?

–Paciencia, Al, paciencia, es algo indispensable en este arte.

–¿Nos sentamos a esperar?

–Sí, creo que es lo que toca, hasta que se me ocurra por dónde avanzar. Voy a decirle a... Marko que necesito más tiempo. Ahora vuelvo.

Dejó a Alfonso en el almacén y regresó al comedor. Mientras se acercaba, le llegaron los consejos de Kielan para los dolores de espalda y rodillas del hombre. Sonrió para sí misma, cada cual tenía sus vicios y sus ansias de arreglar.

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