.XXVI
Hubo unos segundos de silencio en mitad de la selva perdida en el centro de Dirdan. No saltó ni una chispita. Kielan se volvió hacia Helena.
–Pues parece que no me quemo –comentó dando suaves pisotones.
–¿Acaso creías que ocurriría? –preguntó ella enarcando las cejas.
–Era una opción –se justificó encogiéndose de hombros.
–¿Es que buscas hacer daño? –planteó Helena, observando cómo el loco doctor probaba a pisar otras partes del sello.
–No. Cierto –lo meditó, dejando quieto el pie–. ¿Y si pienso en...?
–Por si acaso, no lo intentes.
–¿Y si traigo a alguien que...?
–Buena idea, vayamos a buscar a alguien –le puso una mano en el brazo.
–Buen intento, pero sigamos –Kielan la tomó de la mano y tiró de ella hacia el umbral.
–Quizás sea mala hora para ellos –murmuró recuperando la aprensión al meterse bajo la sombra del balcón.
–¿Te refieres a si los pillamos comiendo? –preguntó arrastrándola hasta el viejo portón de madera con detalles de acero negro.
–Espero que no –musitó Helena nerviosa.
–Ah, estás pensando en que sean vampiros –comentó con él tranquilidad, cogiendo la aldaba para llamar.
–Álvaro dijo que la Alcaidesa insinuó algo así.
–A mí no me dijo nada sobre eso –declaró Kielan soltando el llamador.
El golpe resonó en el interior de la casona y Helena se tensó. Esperaron en silencio.
–Quizás... estén durmiendo. No creo que sea una buena idea despertarlos –opinó ella.
–Sus cuervos nos han guiado. Por algo será, ¿no crees?
–Quizás estén entrenados para atraer gente, para comer.
–No digas tonterías. Mira, pero si la puerta está abierta.
–Kielan, que ese tal Romu dijo que se comería a quien le enviaran.
–Primero, no nos envía ella, faltaría más –exclamó tirando de ella sin piedad para meterla en la mansión–. Segundo, envió a tu hermano.
–Pues no sé si le mordieron –cuchicheó Helena al encontrarse en el vestíbulo–. Eso explicaría el secretismo.
–¿Sí? –se interesó Kielan.
–Si lo hipnotizaron para-
El portón se cerró rápidamente tras ellos. Helena se sobresaltó y tironeó de Kielan para intentar alcanzar la salida y huir.
–Tranquila –susurró él.
–¡Es una trampa! –gimió ella.
–Shh. Eh, no me arañes, que si tienes razón, no es cuestión de que me hagas sangrar.
Helena se quedó quieta y se miró las manos, sus uñas no se clavaban en...
–Ah –se volvió hacia Kielan–. Perdón, ¿dónde...?
–En ningún sitio, te lo he dicho antes de que lo hicieras. Ahorra tiempo.
–La gente evita decirme esas cosas. Como si fueran a provocarlo por pronunciarlo.
–Pero no reprimen su rechazo. Idiotas –suspiró Kielan–. ¡¿Hola?! –preguntó a la casa, que estaba mayormente a oscuras–. Asumo que estamos aquí porque queréis que estemos –continuó con tranquilidad y observó las escaleras que llevaban al primer piso en tinieblas, los salones que se abrían a los lados, por los que entraba algo de luz grisácea, y un pasillo que se internaba hacia otra fuente de luz débil–. Por lo que no os interrumpimos el sueño, ¿verdad?
Helena lo miró atónita por las confianzas que se estaba tomando el loco.
–En cuanto al temor de mi acompañante de que seamos vuestro tentempié del mediodía, ¿hace falta que diga que somos un cóctel farmacológico andante? –continuó Kielan con alegría.
–Y eso que no dejas que me tome nada –cuchicheó ella.
–Por lo que, aclarados estos puntos, y viendo que no vais a ejercer de anfitriones, ¿podemos curiosear? –esperó unos segundos, mirando las escaleras–. Un golpe para "no", por favor –dio otro margen de tiempo–. Yo diría que eso es un "sí", ¿no? –se dirigió a Helena.
–A mí me recuerda a las historias de terror que me cuenta Álvaro.
–¿Te cuenta historias de terror? –preguntó Kielan probando a asomarse al salón de la derecha, que tenía pinta de comedor.
–También llamadas "Vidas de los que caen a la E" –respondió vigilando cada rincón tenebroso de la estancia, iluminada por la escasa claridad que lograba atravesar la pequeña selva particular y las gruesas cortinas granates.
–Ah, claro, cómo no había caído en ello. ¿Y cuándo te las cuenta, los días que es más Dämon? –tiró de ella para rodear la mesa que podría ser ocupada por unos quince comensales.
–No. Si no me hablara de eso, se quedaría con pocos temas de los que hablar, y uno sería la última sesión de tortura –contestó Helena por lo bajo, sin sentirse demasiado mal por ello.
–Así que es un tema normal –comentó él encaminándose hacia una sencilla puerta en el fondo–. Sí que estás infectada, sí –opinó, probando a explorar una nueva habitación.
–Y entrar en casas como ésta no es una buena idea, normalmente acaba en carnicería –susurró asomándose a lo que resultó ser una cocina.
–Pero, en esas historias, la gente que entra donde no debe es normal, no gente como nosotros –inspeccionó la nueva estancia, también en penumbra por las cortinas–. Me gustaría ver cómo acabaría uno de los que bajan a la E si intentara hacerte algo.
–No quiero averiguarlo. Y esta cocina no tiene pinta de que cocinen en ella.
–Cierto, parece que cocinan menos que tú.
Helena le hizo una mueca de fingido desprecio y pasó a observar la capita de polvo que lo cubría todo. Podría ser que no cocinaran, pero alguien se encargaba limpiar un poco.
–Tú bajaste a la E –dijo ella de repente, más relajada según pasaban los minutos sin que los atacaran.
–No, yo me trasladé a la E por voluntad propia –corrigió Kielan mientras se interesaba por un arcón de un metro de alto.
–Ya, que hiciste un trato... –murmuró Helena mirándolo asombrada.
–Sí, para poder sintetizar la mozartina. La verdad es que me esperaba que sacaras ese tema en la cama –admitió mientras abría el pestillo del arcón, del que desbordó un humo blanco que reptó hacia el suelo.
–No deberías abrir eso.
–Es una cámara crimenizada –respondió él observando el interior.
–A saber qué guardan ahí.
–Tejidos humanos –contestó Kielan con tranquilidad.
–¿Hay cadáveres? –exclamó Helena, controlándose para no gritar, y corrió a asomarse.
–Tanto como eso, no –metió la mano en el arcón y sacó algo de él con total confianza–. Sólo sangre –añadió ufano mostrándole una botella de medio litro llena de un denso líquido granate.
–¿Qué posibilidades hay de que sea para transfusiones o sellos theudianos? –planteó preocupada.
–Yo diría que es para consumo propio –respondió girando la botella para poder leer la etiqueta–. ¿No insistías en que son vampiros?
–Preferiría que me lo desmintieran.
–¿Temes más a un vampiro que a un humano? ¿Por qué?
–¿No es evidente?
–¿Sabes que Averno es humano?
–Sí, ya, pero... Anda, guarda eso, no la vayas a estropear y se enfaden.
–¿Entonces no te hace un trago de B positivo, mujer, treinta y tres años? –preguntó guasón.
–Agh, por dios, guarda eso. No quiero saber cómo la han conseguido.
–Yo sí. ¿Y por qué dios? –inquirió Kielan dejando la botella con delicadeza en la cámara crimenizada.
–Bellenev, que nos recuerda los peligros de investigar a lo loco. Se lo recomendaba especialmente a Luciven.
–Aguafiestas –refunfuñó él, aceptando cerrar el arcón–. Cualquiera que me invite a su casa debería saber que no me quedaré sin curiosear su cámara de los horrores.
–Sí, eso es lo que me preocupa. Vamos –Helena lo agarró del brazo y tiró de él para sacarlo por una puerta que daba al pasillo que los llevaba al vestíbulo.
"Que no huelan mi miedo, que no huelan mi miedo", se repitió mientras se acercaban al portón, mirando de reojo otras puertas y escaleras. Temía que, al intentar salir, se lo encontrara atrancado y allí empezara el horror. Pero Kielan no la dejó comprobarlo, tiró de ella hacia la derecha para entrar en el otro salón, con sofás, mesitas bajas, butacas y un par de librerías.
–Me encantaría poner mi consulta aquí –comentó Kielan–. Con más luz, claro, y moviendo los muebles de sitio. ¿Las energías son óptimas para operar?
–No sé... Diría que las energías de esta casa son perfectas, pero juraría aquí hay una mezcla de Dajaven y Hedler. Tendría que hacer un estudio para confirmarlo, pero no es el lugar más indicado para... –entonces Helena se dio cuenta de lo que estaba diciendo–. Pero deberíamos salir de aquí.
–Estás más mona cuando piensas en lo que te gusta –comentó él examinando los títulos de los libros.
–También me gusta pensar en mi seguridad. Nuestra seguridad, ya que tú no lo haces.
–Interesante –dijo Kielan en referencia a los volúmenes–. Mira, un ejemplar de Confieso –lo sacó de su sitio como estuviera en su casa o una biblioteca pública–. ¿Crees que debería leerlo?
Helena iba a reprocharle que se tomara tantas confianzas en una casa ajena en la que no sabían por qué estaban ni cómo eran los dueños, cuando reparó en unas frases escritas a mano en las primeras páginas. Le quitó el libro, olvidándose del reproche por las confianzas, y buscó la dedicatoria.
–Ah... –gimió en cuanto sus ojos se posaron sobre la conocida caligrafía. Le temblaron las manos, se quedó sin aliento y sintió que se iba a desmayar.
–Porque tiempos pasados fueron mejores –leyó Kielan– y, aunque el presente sea doloroso, el futuro puede volver a ser glorioso. ¿Ésta no es la frase que me dijiste?
–Sí... –contestó Helena a media voz, notando cómo se le retiraba la sangre de la cara y un zumbido molesto nacía en el fondo de su mente.
–¿Crees que el autor podría firmar siempre con la misma frase? Porque esto no viene de imprenta –sugirió él.
Como respuesta, Helena pasó las páginas con manos inseguras, hasta llegar a una ligeramente manchada porque, años atrás, alguien hubiera dejado un vaso de café sobre ella, creando un cerco donde las letras se confundían un poco. Se le escapó un gemido y el libro se precipitó hacia el suelo. Kielan lo salvó por los pelos y también la sujetó a ella.
–¿Es el mismo libro? –preguntó él con suavidad.
–S-Sí... Creo que sí... –musitó y se le humedecieron los ojos.
–Tranquila, no pasa nada –Kielan dejó el ejemplar en su hueco y utilizó las dos manos para sostenerla a ella.
–Y-Yo lo dejé en el internado, por si otra... otra... –jadeó entrecortada–. ¿Qué hace aquí? ¡¿Qué hacía allí?!
–¿Quieres que te sea sincero? Creo que nos vigilan, al menos a ti, desde hace tiempo.
Helena volvió a gemir desesperada y, en alguna parte, la madera crujió. No tuvo claro si había sido la pisada de alguien que se mantuviera oculto o su propio poder empezando a descontrolarse.
–Y no creo que sea malo –continuó Kielan buscando su mirada–. Te hicieron llegar ese libro, que te ayudó, ¿no?
–Menuda ayuda –farfulló ella. Lo que había necesitado había sido alguien que la hiciera caso, no libros sobre civilizaciones destruidas.
–Y quizás ahora nos hayan hecho venir aquí para ver si me porto bien contigo. Podría ser que estuvieran cuidando de ti desde lejos.
–¿Por qué? –musitó Helena cerrando un momento los ojos.
–No lo sé, pero me encantaría encontrármelos para preguntárselo.
–Yo no sé si...
–¿Y recuerdas lo que me dijiste que pensabas cuando leías esa dedicatoria? –continuó Kielan con ímpetu, empeñado en demostrar que todo marchaba bien.
–Eh...
–Que te acordabas de tu hermano y soñabas con que, al terminar la carrera, encontrarías trabajo como arquitecta y él dejaría Redención.
–Sí, pero ¿y qué? Eso no ha pasado. Álvaro sigue en Redención y yo no...
–Hasta ahora –la cortó con alegría–. Ellos mandaron a Klakla a Redención, donde paró la violenta locura en la que estaba cayendo tu hermano. Y ahora aparezco yo y te ayudo. Selene se pone en contacto contigo para que la ayudes a que no destrocen tu obra maestra. Todo está cambiando, y diría que para mejor.
–Vale... Pero no entiendo por qué me vigila una gente que no conozco ni tienen nada que ver conmigo.
Kielan se encogió de hombros.
–Quién sabe, quizás sí que tengan que ver contigo. Quizás sean unos padrinos vampíricos –terminó algo más bromista.
–Padrinos vampíricos –repitió escéptica–. Anda que...
–De acuerdo, andemos –tiró de ella para seguir explorando la mansión.
Del salón de estar pasaron a una amplia habitación, luminosa gracias a las grandes puertas de cristal que la separaban del jardín trasero. En el medio, sobre las baldosas blancas de dibujos negros, había una larga mesa de hierro fundido, no tan larga como la de madera del comedor.
–Rectifico, quiero operar aquí, el salón lo dejo como consulta. ¿Cómo ves las energías? –preguntó antes de que ella le advirtiera que no se hiciera ilusiones con mansiones ajenas.
–Sí... tiene energías tranquilas y limpias. Diría que tienden a Dajaev y Leihaev. No creo que este lugar te inspirara ideas geniales, pero la gente que abrieras aquí sobreviviría –respondió sin pensar–. Pero parece que es un comedor auxiliar, quizás un cenador, o para el servicio.
–¿Quieres decir que no puedo operar aquí por eso? Tenemos la cocina al lado, con sus fuegos y un arcón crimenizado.
–No es nuestra casa.
–Eres más feliz cuando piensas en energías. Y lo sabes –la regañó Kielan yendo a abrir las puertas de cristal.
–Estamos en...
–Un jardín –terminó por ella, sacándola a un semicírculo de hierba mínimamente cuidada, y rodeado por flores de vivos colores y un muro de árboles asalvajados.
–¿Por qué te empeñas en ignorar el peligro? –inquirió Helena.
–¿Qué peligro? ¿Las abejas que pululan por ahí? Porque creo que he traído un antídoto... –empezó a buscarse en la chaqueta.
Helena se llevó una mano a la cara y resopló.
–Por lo menos dime si lo haces queriendo o realmente eres así de inconsciente.
–Yo soy muy consciente de todo, pero supongo que prefieres que te responda que un poco de ambas.
Ella gruñó por lo bajo.
–Relájate y admira el paisaje, babea con las energías. Esto no es una trampa, es un rincón maravilloso en mitad de Dirdan.
–Um... –Helena no estaba muy convencida, pero accedió a dejar de quejarse, al menos hasta el siguiente signo de que aquello fuera una conspiración.
Se internaron unos pasos en el jardín. Arriba, enmarcado por las copas de los árboles, el cielo continuaba igual de gris, pero abajo una ancha cenefa de colores recorría de parte a parte el escenario. Tenía que admitir que, como lugar de emboscada, era bonito. Kielan se volvió para observar la fachada trasera de la mansión. Helena lo imitó y casi se sorprendió de no ver ninguna silueta acechando entre las cortinas. De hecho, todas las cortinas estaban corridas sin excepción. No le extrañó mucho, los vampiros evitaban el sol, ¿no? Lo que sí había era una docena de cuervos dispuestos a lo largo del alero, vigilantes.
–¿Seguimos con la exploración? –propuso Kielan–. Me gustaría ir a comer antes de que se nos haga tarde.
–Sí... –murmuró Helena mirando de reojo a unos patos de piedra que espiaban entre los crisantemos–. Si es que nos dejan salir.
–¿Ya estás otra vez con eso? –suspiró él.
–No puedo evitar preocuparme por mi vida.
–¿Qué vida si te la pasas atemorizada?
–¿Podemos cambiar de tema? –pidió Helena con cierta hostilidad, no quería escuchar reproches.
–¿Y de qué quieres hablar? –quiso saber Kielan.
Helena guardó silencio, porque lo primero que se le había ocurrido era demasiado vergonzoso. Cruzaron el comedor auxiliar y el salón de estar para regresar al vestíbulo. A ella se le escapó un suspiro resignado cuando él tiró de su brazo para hacerla subir por las escaleras, internándose en la oscuridad.
–Vamos, suéltalo, ¿en qué piensas? –preguntó Kielan, conjurando una bolita de luz para ver por dónde pisaban.
Ella prefirió escudriñar las sombras cambiantes cuando llegaron al pasillo.
–Aunque sea sobre el miedo que te da que esto sea una trampa, dilo –insistió él, antes de tener el recato de llamar a la puerta de la habitación sobre el vestíbulo.
–No... estaba pensando en eso –musitó Helena.
–Entonces me interesa aún más –giró la manija y abrió la puerta de lo que resultó ser un estudio.
–Pensaba en... tu caíd- traslado a la E.
Kielan soltó una risita.
–Y sólo has tardado día y medio en sacar el tema –apuntó socarrón.
–No... no lo había recordado hasta ahora –reconoció Helena, avergonzada.
–¿Y qué es lo que quieres preguntar sobre eso? –inquirió con un punto de picardía.
–No creo que sea un buen momento para hablar de eso; mejor dicho, un buen lugar –balbuceó nerviosa, vigilando las tinieblas del pasillo.
–¿Un despacho te parece un lugar demasiado serio, preferirías en la cama?
Helena apretó la mandíbula, recordándose que Redención habría trastocado sus umbrales del dolor y el miedo de Kielan. ¿A qué podía temer un hombre al que habían torturado durante años y que había hecho equilibrio para que no lo torturaran el doble?
Caminaron hasta un ventanal, del que apartaron las cortinas para asomarse al jardín delantero, más allá del regio balcón.
–¿Cómo pudiste hacerlo? –musitó Helena con los ojos fijos en la brecha entre paredes sin ventanas que era la calleja por la que habían entrado.
–Oh, tuve que trabajarme el plan. Quería ir a la E, pero con opción a regresar a la F. Y sin que Romasanta me destrozara los huesos, que soy yo qui... que era yo quien arreglaba esos destrozos.
–Me refiero a...
–¿Sí?
–Tristán no tiene buena fama –dijo ella con tacto.
–Igual que Chris –respondió Kielan de inmediato.
–¿Qué me quieres decir con eso? –inquirió mirándolo de soslayo.
–Piénsalo. Sigamos.
Salieron del estudio sin curiosear demasiado los libros y papeles, parecía que a Kielan le bastaba pasearse en busca de sus anfitriones.
–Chris salvó a Selene –señaló Helena.
–Sí, pero no me refería a ese hecho en concreto.
–Supongo que quieres decir que, pese a su mala fama, es un buen tipo.
–Por ahí va la cosa, pero pecas de bienpensada. Quiero decir que, si les caes bien, no es tan terrible. Aunque, en el caso de Chris, sólo sé lo que me han contado.
Mientras recorrían el pasillo, Helena parpadeó para asimilarlo.
–¿Estás diciendo que... no fue tan terrible estar con Tristán?
–Exacto.
–¿Pero él te... eh...?
–No te censures. Sí, tuve sexo con él. Varias veces.
Helena sufrió semejante sacudida mental por la confirmación que se olvidó de que los acechaban sombras desde todos los rincones.
–Tengo entendido que no es agradable... –logró pronunciar sin balbucear.
–Para los presos, es un redentor al fin y al cabo –Kielan se encogió de hombros–. Pero mi sugerencia le hizo tanta ilusión que me dio un trato especial.
–Bien... Supongo –balbuceó aturdida.
–¿Te incomoda? –preguntó él mientras se asomaba a otras habitaciones, pequeñas bibliotecas, un par de baños y otros tantos dormitorios. Uno tenía pinta de estar en desuso por su decoración más bien espartana, pero el otro era claramente el de un niño.
–No... pero se me hace... raro –respondió observando la legión de peluches que los vigilaban desde las mesas, mesillas de noche, cómodas, sillas y el centro de la cama ornamentada con dosel. Impresionaba un poco.
–¿En qué sentido? –quiso Kielan saber mientras caminaba por una mullida alfombra azul.
–Eh... en muchos sentidos. No sé... –farfulló Helena.
–¿Por ser una experiencia homosexual? –planteó Kielan con naturalidad, recogiendo una jirafa de peluche de medio metro de altura que se encontró tirada a los pies de la cómoda.
–¡No! Bueno... sí. Pero eso no... es lo que... más raro se me hace –aseguró y sacudió la cabeza.
–¿Entonces? –preguntó él al tiempo que colocaba a la jirafa entre un flamenco púrpura y un sapo amarillo con motas verdes.
–El hecho de que él fuera un redentor y tú... –le dio un toque en el morro a una rana azul brillante de amplia sonrisa– un preso.
–Pero, como ya te he dicho, me dio un trato especial.
–Ni tan especial. Que yo sepa, dejó destrozado a Bufo –comentó Helena, pasando la mano por un gran hipopótamo rosa sobre el que había una serpiente morada con motas verdes que se enrollaba sobre sí misma.
–Mira que le dije que se dejara llevar, pero Chris tiene su orgullo –se encogió de hombros–. ¿Te has dado cuenta de la cantidad de batracios de peluche que hay? –planteó dándole unos toques a una colección de ranas saltarinas de chapa, pintadas de vivos colores a medio desconchar.
–Empiezo a pensar que la obsesión por los sapos de Klakla la llevaba desde casa –comentó Helena pasando a observar el papel de las paredes, medio oculto por la esponjosa legión–. Encontrar a Bufo en la celda de al lado tuvo que ser un bombazo.
–Supongo que eso explica su enamoramiento a primera vista. ¿Qué miras con tanto interés?
–El papel de las paredes –respondió ella retirando a un gran sapo marrón oscuro, con manchas de un tono más claro en bajorrelieve, para descubrir un manojo de juncos pintados–. Es una charca.
–Anda –exclamó Kielan al fijarse en las hierbas altas y las libélulas que había plasmadas en las paredes–. Interesante fijación, me pregunto a qué se deberá.
–A saber... –murmuró Helena, mirando recelosa los bajos de la cama. ¿Se había movido algo allí o había sido el juego de sombras sobre el tiburón de peluche que asomaba de los faldones de la colcha? Se giró cuando escuchó a Kielan abriendo cajones–. No deberías hacer eso.
–Supongo que no está bien visto que mire la ropa interior de una señorita –respondió pasando a otro cajón–. Sobre todo si no tengo la excusa de tener que cambiarla de ropa para que no coja frío.
Helena quiso dedicarle una mala mirada por la referencia a lo que le había hecho el viernes, pero una sonrisa se impuso. "Maldito loco", se dijo apretándole la mano. La verdad era que sería una pena si aquello resultaba ser una trampa al final, ahora que las cosas estaban mejorando.
–¿No tienes preguntas respecto a mi sexualidad? –quiso saber él.
–¿Preguntas? Pues la verdad es que no me lo había planteado –confesó ella, desviando los ojos hacia un banco de peces de peluche de todos los colores del arcoíris que colonizaban la cima de un arcón.
–¿No? –el monosílabo de Kielan sonó ligeramente sorprendido.
–Tengo asumido que tú experimentas con todo. Supongo que después decides si te gusta o no –añadió Helena no muy segura.
–¿Y crees que me gustó? –retó con tonillo pícaro.
–Ay, Kielan, éste no es el mejor lugar para...
–¿Por qué no? Prefiero que estés avergonzada antes que asustada –le cortó bromista–. Vamos, arriésgate.
Helena suspiró. Quizás no se decidieran a atacarlos porque estuvieran alucinando con sus conversaciones.
–Ya has dicho que no fue tan malo.
–Pero eso no es gustar ni no gustar.
–Pues, si estás tan animado... supongo que... te gustó –a Helena le dio un tic en el ojo al pronunciar el final.
–¿Seguro que no te confunde que fuera una experiencia homosexual? –insistió Kielan, recostándose entre un gallo multicolor y una langosta roja con bigote.
–No... No intentes liarme. Si hubiera sido con una redentora, me chirriaría igual.
–¿Seguro?
–Sí. Bueno, quizás con él sea un poquito más raro –admitió finalmente–. Además, sé que lo que realmente te atrae es la experimentación. Y las cicatrices. ¿Tiene cicatrices Tristán? –preguntó Helena con retintín para no permitir que Kielan la avasallara en el diálogo.
–Sí, unas cuantas; cosas de domar animales –recordó con expresión interesada–. Pero las tuyas son más atractivas.
–No seas adulador –le reprochó Helena con ligereza–. ¿Hay algo más que te interese de aquí o podemos irnos? –preguntó dejando el sapo marrón en su sitio, que croó gracias a algún mecanismo interno.
–Sí, podemos seguir con la ruta. Y gracias por ser tan comprensiva.
–No sé a lo que te refieres. Está claro que te gustan las mujeres, o al menos yo, así que no me importa lo que hicieras en Redención.
–Qué bonito. ¿Seguirías pensando lo mismo si te digo que me gustó la sodomía?
La mente de Helena sufrió otra sacudida mental. Quiso responder que ya había dado por hecho que aquello iba incluido, aunque le chocara que lo dijera con tanta alegría, pero les llegaron una serie de crujidos desde la escalera. Sonó como si alguien las bajara con parsimonia. Helena se pegó mucho a Kielan, asustada y tensa.
–Vaya, diría que alguno de nuestros anfitriones se ha sentido incómodo por nuestra conversación –comentó despreocupado asomándose al pasillo–. O quizás quieran que bajemos.
–No, no, Kielan –rogó aterrorizada hasta la paranoia de nuevo.
–Tenemos que bajar de todas formas –argumentó él–. No podemos quedarnos con los peluches de Klakla para siempre.
–Podríamos saltar por la ventana –musitó Helena.
–¿Estás segura?
–Sí... Unos hechizos y...
–Exacto. Unos hechizos –repitió y se la llevó hacia una de las ventanas del dormitorio–. ¿Qué me dices de las energías?
A Helena se le cayó el alma a los pies cuando percibió una sólida barrera neutral. Era muy buena, sin puntos débiles ni distorsiones. Y a ella no se le daba bien quebrarlas. Tras los primeros segundos de parálisis horrorizada, arremetió con rabia contra la ventana. El cristal no llegó ni a temblar con el golpe. Estaban atrapados.
–Shh, tranquila –susurró Kielan abrazándola por la espalda.
–Me has traído a una trampa –le reprochó Helena.
–Esta gente no quiere hacernos daño. Si quisieran, ya lo habrían hecho. Y, que sepamos, a ti te tienen vigilada desde el internado.
–Todos esos años he vivido empastillada. ¿Y si no les gusta que tú me hayas...?
–Podría ser –reconoció él–. Pero eso no me cuadra con dejarte Confieso.
–Quizás les vaya mezclar religiones viejas y drogas –masculló Helena.
Kielan rio por lo bajo.
–¿Para crear una secta? –bromeó el muy inconsciente–. Vamos, estoy casi seguro de que lo que quieren es conocernos en persona y no van a dejarnos marchar hasta que encontremos la habitación adecuada. Diría que nos falta el sótano.
–El sótano, siempre es el sótano –rumió Helena lúgubre, recordando las historias que le contaba Álvaro.
–No seas tan desconfiada.
–No seas tú tan confiado. Nos han encerrado.
–¿Y? Yo hice lo mismo contigo. Y te drogué, até, incomuniqué y amenacé –recordó Kielan como si nada.
–Y lo dices todo orgulloso –le echó en cara.
–Pues sí. Salió bien, ¿no?
–Como éstos pretendan hacer lo mismo...
–No creo, los vampiros no tienen por qué drogar, se les da bien la hipnosis.
–Como esto sea una trampa, te haré tragar todas tus bromitas despreocupadas –prometió Helena, a la vez que pensaba que, con unas hojas y una pluma de las que llevaba en el bolso y algo de tiempo, quizás pudiera fracturar la barrera.
–Y me parecería justo. ¿Vamos?
–No quiero morir –musitó cruzando con él el dormitorio de nuevo.
–No vas a morir –aseguró Kielan sin dudarlo ni una décima.
–No quiero ahora que las cosas van mejor.
–Gracias por la cuenta que me trae.
Salieron al pasillo, que continuaba sumido en las tinieblas, deformadas según pasaban iluminados por la bolita flotante de Kielan. Alcanzaron las escaleras y, pese a las reticencias de Helena, empezaron a bajar, creando una serie de crujidos parecidos a los que habían escuchado poco antes.
–Volviendo al tema de la sodomía...
–Kielan –le reprochó con un gemido acongojado.
–No pretendo seguir hablando sobre sexo mucho más, uno se acaba aburriendo, sí. Pero querría saber si, cuando regresemos a tu casa, podríamos...
–Primero quiero asegurarme de que vayamos a volver –condicionó Helena.
–¿Asegurarnos? Pues dime cómo, porque, aunque salgamos de aquí, pueden pasar tantas cosas...
–Kielan.
–Vale, vale –aceptó y llegaron al vestíbulo–. Dejaré el tema para cuando salgamos de aquí.
En el pasillo que llevaba a la cocina sonó un chirrido, como si alguien hubiera desengrasado deliberadamente una puerta para que fuera evidente que la habían abierto. Kielan se encaminó hacia ella sin dudar.
–Si es que salimos... –añadió Helena, resignándose a meterse en la boca del lobo.
–Quizás quieran invitarnos a comer –sugirió jocoso, asomándose al pozo de negrura en el que se hundía la escalera que les mostraba la puerta sonoramente abierta.
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