.XXII
Un murmullo la sacó del sueño. Helena se removió, tardó un par de segundos en recordar que estaba en la cama de tamaño matrimonial de la habitación de invitados, y otro par para darse cuenta de que Kielan debería estar a su lado. Lo buscó con la mano y le costó encontrarlo más de lo que esperaba, su compañero de cama debía de estar justo en el borde. Él murmuró ininteligible y ella empezó a preocuparse.
–¿Kielan?
Un silencio de un puñado de oscuros segundos y otro murmullo, como si discutiera con alguien. Helena se movió hasta pegarse a él con cautela. Kielan respiraba superficial. Le puso una mano en el pecho y notó el corazón acelerado. Él se sobresaltó y soltó otro murmullo, pero no salió de la pesadilla que lo atosigaba.
–Kielan.
Otro balbuceo.
–¿Qué? –encendió una lucecita y se encontró el rostro contrito y sudoroso.
–Soy... útil –murmuró él.
–Claro que eres útil.
–Soy útil –repitió obsesivo–. No puedes romperme las manos. Soy útil –insistió revolviéndose.
Helena se quedó helada al comprender que la pesadilla era culpa del empeño que había tenido el doctor por ser indispensable en el Infierno Gris para evitarse todo lo posible las visitas al Coliseo, a la sala de interrogatorio y a la Cámara de la Agonía.
–Eres útil, eres muy útil –le aseguró acariciándole la barbilla–. Indispensable –añadió al ver que no mejoraba.
–Tengo algo nuevo –se defendió, se había quedado rígido.
Helena retiró la mano y él se relajó. Se miró los dedos y recordó otra de las enseñanzas de su hermano: a la Alcaidesa le gustaba jugar con los cuellos de presos y redentores, y estrangularlos cuando no respondían como ella quería. Se sintió mal por evocarle aquel mal recuerdo.
–Tranquilo, estás a salvo.
Pero al prófugo se le estaba empeorando la pesadilla.
–Kielan, no estás en Redención. Estás en mi casa. Soy Helena. La hermana de Álvaro. De Dämon.
Fue desesperanzador que él sólo reaccionara a la última parte. Helena observó desesperada la nueva distribución del mobiliario de la habitación.
–Kielan, por favor, despiértate –le puso la mano en el pecho para zarandearlo un poco.
Él se removió y volvió a murmurar lo útil que era. Ella cerró los ojos con fuerza, se le había ocurrido una idea, pero la consideraba perversa.
–Por favor... –suspiró–. Vale. Espero no empeorarlo más –musitó para sí misma.
Subió la mano por su pecho, le acarició el cuello dejándolo paralizado y llegó hasta la barbilla, que recorrió con suavidad.
–Eres útil –repitió, pero esta vez no lo afirmaba, lo estaba sopesando.
–Sí, soy útil –afirmó Kielan.
–¿Dices que tienes algo nuevo? –se interesó mínimamente.
–Sí, lo tengo. Te puede interesar.
Asqueada por el rol que estaba jugando, Helena pasó las yemas del índice y corazón sobre la nuez del doctor.
–¿Y cómo me podría interesar?
–Es un cicatrizante acelerado, sacado de Romasanta.
–¿De su saliva? –preguntó ella. Sabía que se refería al licántropo compañero de piso de Álvaro.
–No, de ahí sólo puedo sacar la licanina. Pero la sangre en un nuevo territorio.
–¿Y además de cicatrizar... dará algo de potencia?
–Sí, seguro que sí. Pero tendría que hacer pruebas.
–Como siempre –musitó paseándose por su barbilla, preguntándose qué horrible visión le provocaría si lo besaba en aquellas circunstancias–. ¿Y por qué debería interesarme un cicatrizante nuevo si ya tenemos licanina? Además, no quiero que mis presos se curen demasiado rápido.
–Dependerá de sus efectos exactos –continuó dialogando Kielan como si estuviera lúcido–, pero podría ser un premio para tus favoritos, presos o guardias.
–Tienes razón, siempre está bien tener premios. Y castigos. Y diría que tú sigues mereciendo premios. ¿Qué vas a necesitar?
–Muestras de sangre de Romasanta, el laboratorio y cobayas.
–Ordenaré a Lázaro que se deje sacar sangre, podrás juguetear con el laboratorio una temporada y, para empezar, usarás presos de la B y la C.
–Gracias.
–Haces bien dándomelas –respondió Helena acariciándole la mejilla–. Ahora vuelve a tu celda, es hora de dormir.
Kielan se relajó al instante, Helena apartó la mano y se quedó mirándolo. El prófugo dormía tranquilo e incluso cambió de posición para colocarse de lado. Ella dibujó una sonrisa triste pero satisfecha, apagó la lucecilla y se acurrucó junto a él. Le costó unos minutos sacarse el horror de Redención del cuerpo, o al menos relegarlo a un rincón donde no la molestara para poder recuperar el sueño.
–Buenos días.
Helena se sobresaltó.
–Tranquila, soy un prófugo de Redención inofensivo la mayor parte del tiempo –dijo Kielan bromista.
–¿Ya es de día?
–Las nueve de la mañana.
Ella resopló, asumiendo que la pesadilla habría ocurrido al amanecer.
–¿Pereza? –la hostigó él.
–Es domingo –rezongó.
–Hay cosas que hacer.
–Qué dura es la vida de científico loco.
–No lo sabes tú bien –deslizó una mano sobre ella para abrazarla–. Verás, he estado planteándome levantarme a hacer el desayuno, pero entonces he recordado que hay estudios que indican que el sexo mañanero es muy saludable.
A Helena se le escapó una carcajada sorprendida.
–¿Seguro que estás por debajo de la media?
–Supongo que la media según dónde. En la A, mejor en la B, está a cero. Pero en la F, incluyendo a Chris, Riss y a Dieter en sus buenos momentos, está bastante alta.
–Oh, por favor, el Coliseo no vale –exclamó Kielan.
–Hablo de ganas, no de veces. En el tema de la cantidad, mi género es muy fanfarrón.
–Sí –corroboró riéndose.
–Pero lo de los efectos saludables va en serio. Siendo así, no veo por qué dejarlo para otro momento del día.
–Claro, es lo más lógico.
–Me alegro de que estés de acuerdo.
Helena consideró que él no había captado el sarcasmo.
–No me siento muy sexy, tengo la boca pastosa y...
–Y sigues siendo la mujer con cicatrices que le dio una paliza a unos pandilleros –recordó Kielan se pegó más a ella.
–Bah, arañazos –contestó dejando que le pasara las manos por el cuerpo, despertándoselo.
–Aunque lo de V fue lo más erótico –le susurró al oído.
–¿Te gustó que me subiera sobre él autoritaria? –planteó Helena con una sonrisilla oculta por la penumbra de la habitación.
Kielan rio y la besó, no fue demasiado desagradable para tener la boca tan pastosa. A ella le quedó una duda, pero prefirió no insistir.
–¿Estás bien? –preguntó Helena por otra parte.
–¿Yo? Sí, estupendamente. Eres tú la que anoche tuvo dudas.
–Ya... ¿Seguro?
–Pues claro, cómo no voy a estarlo si he cumplido un sueño de todo preso de Redención.
–¿Escaparte y que no te pillen?
–Eso es secundario. Me refiero a acostarme con la hermana de un redentor.
Helena le soltó un par de guantazos aleatorios que recayeran en el pecho y los brazos mientras él se carcajeaba.
–Va en serio, maldito salido.
–¿Por qué te preocupas tanto? –preguntó Kielan recuperando algo de seriedad.
–Has tenido una pesadilla.
–Vaya, me suele ocurrir desde que me fugué. No recuerdo nada, pero eso es normal. ¿He gritado o hecho algo violento?
–No, sólo te removías y murmurabas.
–¿He dicho algo comprensible?
–Sí. Cuando te he seguido el rollo, has acabado diciendo cosas. Insistías en que eras útil.
–Ah –soltó Kielan fastidiado–. Supongo que era mi gran obsesión. Y, como ya viste anoche con los pandilleros, sigue siéndolo. ¿Te he dado la noche? –se preocupó.
–No, he conseguido calmarte.
–¿Cómo? –quiso saber suspicaz.
Helena se posicionó mejor y le recorrió el pecho hacia arriba con la mano.
–¿Qué te viene a la cabeza cuando hago esto? –preguntó al acariciarle la garganta.
Kielan rio amargo y algo avergonzado.
–La mala perra. ¿Has hecho de ella para calmarme?
–Me temo que sí –respondió Helena paseándose por su barbilla, reparando en que ahora raspaba.
–¿Y cómo me has calmado siendo la mala perra?
–Te he preguntado por tu nuevo proyecto, me has explicado por qué debería interesarme un cicatrizante acelerado, te he dicho que podrías jugar con el laboratorio y te he mandado a la celda a dormir. Como la seda.
–Alucinante –consideró Kielan riéndose–. Cicatrizante acelerado... ¿sacado de la sangre de Romasanta quizás?
–Eso has dicho. ¿Lo hiciste?
–Lo estaba desarrollando cuando me escapé. Ya encontraré otro licántropo con el que continuar la investigación –añadió de buen humor–. Gracias –la besó.
–Haces bien dándomelas –repitió ella, a sabiendas de que era algo que solía decir la Alcaidesa.
–Perra.
–Pues me he quedado con la duda de ver qué pasaba si te besaba en ese momento.
–¿Besarme cuando...? –se estremeció–. Ag, ¿por qué me dices esas cosas?
–Mejor decírtelo que no haberlo probado, ¿no?
–Me habría despertado gritando –supuso Kielan besándola en el cuello.
Helena se dejó hacer entre risitas, notando cómo sus músculos entraban en calor y se mostraban más dispuestos a la acción.
–¿Sabes? No me creo eso de fantasear con las hermanas de los redentores –dijo de repente.
–¿Pones en duda la depravación de las mentes de los allí encerrados? –sus hábiles manos ya buscaban el camino bajo el pijama.
–Para nada, sé muy bien lo depravados que están allí. Álvaro dejó tirada a una Katya crecidita y medio despelotada entre las celdas de Bufo y Riss.
–Es verdad –recordó Kielan riéndose en silencio sobre su esternón–. ¿Y no te pareció mal?
–¿Qué, que Katya casi quemara vivos a mi hermano y a Adamaris?
–Cierto.
–Lo que no me creo es que los depravados allí encerrados tengáis una imagen de cómo son las hermanas de los redentores.
–Yo ahora sí, al detalle –celebró Kielan desde sus pechos.
–Pero antes no. ¿Cómo os montáis las fantasías entonces? ¿No os quedan un poco pobres? –se burló Helena pese a los placenteros cosquilleos que comenzaban a recorrer su cuerpo.
–Tu hermano me ha hablado un montón de ti.
–Me halaga saber que mi mente desequilibrada te pone.
–Pues lo cierto es que sí. Pero no me refería a eso, me has entendido mal –se defendió él–. No hablaba de fantasías masturbatorias, sino de... sueños, cosas que le gustaría hacer a un preso, como salir de la cárcel, encontrar a una hermana, novia, hija y...
–Y el redentor se entera y te hace papilla.
–Para eso tendría que encontrarme. ¿Y quién no te dice que esa hermana, novia o hija no lo disfrute y guarde el secreto?
–Vale, tú ganas –ronroneó Helena cuando tuvo sus manos en los pechos–. ¿Y qué hay de las redentoras?
–¿Te refieres a las mujeres que te cuelgan de las muñecas y te dan palizas de muerte? Eso sólo le va a Riss.
–¿Y las cuidadoras?
–Umm, sí, eso es otra cosa –consideró Kielan mientras le sacaba la parte de arriba del pijama, incansable en las caricias, y lo cierto era que la estaba poniendo a tono.
–¿Y qué hay de que el electroshock no aturda el tiempo suficiente, que las correas no estén atadas como deberían...?
–¿De verdad te gusta hablar de esto?
–Un poco más de información de Redención no me hará daño a estas alturas. Y quiero conocerte mejor.
–Sí, he fantaseado con lo que describes, pero luego no iba seguido de sexo, consentido o no.
–¿Operación?
–Vivisección. Y el grado de anestesia dependida de lo mal que me cayera la víctima.
–Así que detrás del incansable médico multiusos está el científico loco con ansias de venganza –comentó acariciándole el pelo.
–Claro, soy humano.
–Bueno es saberlo. ¿Y si llegara una nueva torturadora? –susurró Helena sugerente.
–¿Una que todavía no me hubiera pegado?
–Una loca que te admirara y cuyo concepto de tortura tuviera más que ver con una cama que con colgar de las muñecas, que también.
–¿Una admiradora loca que no me diera palizas, sino que aprovechara su posición para acosarme? –consideró Kielan interesado.
–Sí –ronroneó ella, le habían entrado ganas de jugar y tenía ideas perversas luchando por ser puestas en práctica.
–Como fantasía tiene su potencial –aceptó él.
–Déjame levantarme, tengo que ir al baño –dijo huyendo de Kielan, sus caricias y besos cada vez más íntimos y enloquecedores.
Escapó de la cama, desnuda de cintura para arriba, y escuchó suspirar resignado a Kielan. Salió del dormitorio, cruzó descalza su casa, le echó una mirada de dolor al baño, que tenía el sueño plagado de azulejos rotos, pero no entró en él, sino en su dormitorio habitual. Cogió la gorra de redentor de encima de la cama desastrada y regresó al cuarto de invitados con una sonrisilla maliciosa bailándole en los labios.
–¿Por dónde íbamos? –preguntó Helena entrando y procuró ponerse la gorra a contraluz–. Ah, sí, la nueva redentora.
Kielan soltó una carcajada sorprendida.
–¿Va en serio? –se incorporó mientras ella se le acercaba.
–Eh, ¿te he dicho yo que te levantes? –lo empujó poniéndole una mano en la frente–. Quédate tumbado –ordenó y tiró de las mantas para destaparlo.
–¿Crees que me va eso? –cuestionó Kielan, pero se quedó tumbado.
–Tengo dos pruebas –respondió gateando por la cama hasta poder sentarse a horcajadas sobre su cadera–. Ayer me hiciste estar horas con esta gorra.
–Simple nostalgia.
–Y de anoche –se inclinó sobre él hasta estar a menos de un palmo de su nariz– consideras que el momento más erótico fue –bajó un poco más, llegando a rozar nariz con nariz– cuando me impuse a V.
–Eh... Vale, me has pillado.
–Por supuesto que sí –le susurró altiva.
–¿Y vas a colgarme de las muñecas o los tobillos?
–Um, tentador –se incorporó y le pasó ambas manos por el torso, desde los hombros hasta toparse consigo misma–. Así podría meterte mano a fondo –le retiró la camiseta hacia el pecho–. Pero prefiero la mesa. En realidad preferiría la cama, pero hay que adaptarse –suspiró teatral–. Mandaría que te quitaran la camisa... –dijo mientras le quitaba la camiseta vieja que hacía las veces de mitad superior del pijama y la lanzó por ahí– y que te ataran a la mesa –le recorrió los brazos desde los hombros hasta las muñecas, donde hizo recaer su peso, aprisionándoselas–. Entonces echaría a todos, me quedaría a solas contigo y... –hizo un gesto hacia su espalda. Milagrosamente, la puerta se cerró sin que nada saltara hecho pedazos, tuvo que contenerse para no celebrarlo.
–Habría luz –apuntó Kielan.
Se encendieron las luces de la habitación y se lo encontró sonriendo burlón.
–Me subiría sobre ti, tal como estoy ahora –continuó relatando–, me inclinaría y te diría "Kielan, soy una gran admiradora tuya" –le susurró al oído–. "Voy a procurar que tu estancia aquí sea lo más agradable posible". Me erguiría y entonces me quitaría la chaqueta primero, después la corbata –fue haciendo los gestos–, la camisa morada y... –se mordisqueó el labio inferior– hasta el sujetador.
–Y yo alucinaría sin saber qué esperarme.
–Me gustaría tanto que me tocaras... –Helena se pasó las manos por los pechos y se relamió–. Pero no sé si puedo soltarte y que no me vivisecciones –se quejó con tonillo infantil.
–Oh, bueno... podría... hacer una excepción, supongo.
"El pobre se está volviendo tonto otra vez", pensó divertida.
–¿Sí? –subió una de las manos y se tocó los labios, lamiéndose las yemas, juguetona, mientras la otra bajaba por su vientre–. Mejor te demuestro primero cuánto te admiro –se deslizó hacia atrás, hasta quedar de rodillas con las de él entre los muslos–. Primero, esto sobra, ¿no? –se bajó el pantalón del pijama acariciándose los muslos y serpenteando con la espalda, atenta a cómo Kielan perdía facultades por momentos. Con un movimiento más rápido, lo sacó de sus pantorrillas y lo mandó a los pies de la cama–. Me han dicho que te gustan las cicatrices –se pasó los dedos por las marcas, incluida la del intento abortado de suicidio, él asintió embobado–. ¿Te gustaría verlas más de cerca? –ronroneó y él volvió a asentir–. Um, ya veo que te gusta –consideró fijándose en cómo abultaba la entrepierna de Kielan–. También me han dicho tú tienes unas cuantas bien hermosas. Enséñamelas –le agarró la cinturilla del pantalón de chándal y tiró para retirarlo hasta las rodillas con un solo movimiento. Él se dejó por completo–. Oh... qué grande –se relamió, haciendo referencia a la cicatriz del muslo derecho–. Yo te curaré las heridas –se inclinó y se la lamió de punta a punta.
Por cómo sonaba la respiración de Kielan, lo estaba volviendo loco de deseo. Se sintió halagada.
–Uh, esa tuvo que ser muy peligrosa –subió por su cuerpo hasta colocar la cabeza sobre su vientre y besuqueó en sentido descendente la cicatriz que cruzaba en diagonal bajo el ombligo–. Estás tan marcado, has pasado por tantas cosas... –ronroneó y se mordisqueó el labio inferior notando el calor que él emanaba–. Te admiro, quiero hacerte más agradable la estancia –empezó a bajarle el calzoncillo, lo justo para terminar de besarle la cicatriz–. Quiero darte placer –añadió con el tonillo demente que tendría una redentora en aquellas circunstancias.
Kielan jadeaba expectante, por lo que Helena torció la sonrisa.
–Levanta la cadera –ordenó y, en cuento él obedeció, le quitó los calzoncillos. Gimió aprobatoria con la vista fija en la nueva zona descubierta, aquello siempre les subía la moral, y lo que había que subir–. Me alegra ver que me correspondes –dijo la admiradora chalada–. Eso merece un premio.
Sin pensárselo dos veces, sujetó el miembro con suavidad y lo lamió desde la base hasta la punta. Kielan gimió e hizo ademán de incorporarse o agarrarla, aunque tal vez fuese un espasmo involuntario.
–Estás atado a la mesa –le recordó autoritaria y él se pegó al colchón–. Buen chico.
Otro lametón hizo que el doctor emitiera ruiditos de placer.
–¿En qué parte del maletín tienes los preservativos? –preguntó mientras masajeaba con delicadeza.
–Si me lo acercas...
–No –cortó tajante–. Estás atado.
Kielan gimió quejumbroso, pero no le llevó la contraria.
–¿Dónde? –exigió ella.
–Segundo compartimento atrás... empezando por la derecha –confesó.
–Buen chico –le dedicó una sonrisa maliciosa y se contorsionó para alcanzar el maletín. Por suerte, no estaba muy lejos de la cama–. Um, cuántas cosas tienes aquí –dijo mientras buscaba rápidamente–. Se me ocurren algunas ideas perversas, jueguecitos –añadió riendo por lo bajo para hacer tiempo–. Pero dejemos eso para otra sesión, ¿vale? Ah, aquí está –canturreó y dejó el maletín de nuevo en el suelo.
–Vas a tener problemas –advirtió Kielan.
–¿Abriendo esto? Ya ves que no.
–Si me tratas bien, acabarás mal.
Helena le dedicó una pícara caída de ojos y se cernió sobre él.
–No tienen por qué saberlo. A ojos de los demás... –susurró y, al tiempo que dibujaba una sonrisa con malas intenciones, una línea rosada apareció en el pecho de Kielan, cerca del cuello.
Él respiró entre dientes y le clavó una mirada que claramente la llamaba "perra", pero con un punto de diversión. Ella le contestó lamiéndole la herida que había comenzado a llorar en sangre.
–¿Crees que colará? –le susurró sensual, aunque estaba pensando "hierro y sal".
–C-Creo que te las apañarás –respondió aprobatorio y descentrado.
Helena se apuntó el tanto de que al prófugo le gustara la fantasía (hubiera sido un chasco de suceder lo contrario) y colocó el preservativo en su sitio con caricias que hicieron jadear a Kielan. Después se desprendió de las bragas y se subió a horcajadas sobre él. Con mucho cuidado, lo guió a su interior y soltó un gemido placentero mientras él seguía jadeando pesado.
–Creo que me voy a arriesgar a soltarte –lo cogió por las muñecas y le llevó las manos a sus pechos.
–¿Estás segura?
–¿Qué es lo peor que puedes hacerme? –gimió serpenteando.
En respuesta, Kielan jugó con sus pezones, produciéndole escalofríos que la hicieron arder de deseo. Ella contraatacó moviéndose adelante y atrás. Recordaba haber leído en una revista para "mujeres modernas" algo de movimientos pélvicos. ¿O eran ejercicios de suelo pélvico? Se limitó a reproducir lo que recordaba y le arrancó un gemido profundo, por lo que se sintió orgullosa y deseada, y aumentó el ritmo.
Se dejó llevar mientras las manos de él la recorrían con ansia, clavando los dedos en su cuerpo como si quisiera dejar marcas imborrables. Helena se dio cuenta de que estaba gritando y no le importó, se sentía fantástica, completa, feliz, loca...
Y al final el momento estalló. Ella se contorsionó y coleó mientras gemía como un animal herido. Se quedó petrificada en pleno arqueamiento y, a los pocos segundos, se desmoronó sobre el cuerpo de Kielan. Permanecieron jadeantes medio minuto, hasta que él logró ponerle una mano en la espalda.
–¿Bien? –preguntó Helena y se movió lo justo para sacarlo de su interior. Se le cayó la gorra, que no comprendía cómo había aguantado hasta entonces.
–Excelente –jadeó él.
–Es que... me he dejado llevar y se me ha olvidado...
–Lo he visto –sonrió–. Estabas preciosa –añadió besándola con suavidad.
–¿Entonces te gusta lo de la redentora? –quiso asegurarse Helena.
–Estoy enfermo.
–Qué va, estás lejos de Redención, llevas fuera cinco meses... Tiene su morbo.
–Sí, no es lo mismo que una redentora de verdad... –Kielan se quedó mirando al techo–. ¿Sabes? Si te escucharan gritar así, tendrías problemas cuando salieras.
–¿Cuando saliera? Te he soltado.
–Ah, cierto –rodó con ella y se puso encima–. Ahora que tengo la mente despejada, apetece una vivisección, ¿no crees?
–Se me ha olvidado decir que no te he soltado las piernas –apuntó inocente.
–Oh, vaya, entonces me he dislocado las rodillas –exclamó fastidiado–. Bah, nada que Kreuz no pueda solucionar.
Helena rio y lo abrazó para descansar pegada a él.
–Riss me dio un apodo –comentó ella de repente.
–¿Y cómo no me lo has dicho antes? –se sorprendió Kielan y se separó de ella para tumbarse de costado en la cama.
–Porque no fue un nombre de presa, como Álvaro, bueno, Dämon.
–¿Y de qué fue, de arrancaseñales? –bromeó Kielan.
Ella le sacó la lengua.
–Pues casi. Dijo que, ya que no podía comentar el Coliseo porque mi hermano se cabreaba, mi mala leche podría usarse en otra cosa.
–Redentora, ¿verdad? Qué cabrón.
–Ya ni me acordaba, lo dijo un poco de pasada.
–¿Y qué nombre te dio?
–Le hizo mucha gracia que yo estuviera entre un hermano mayor que es un ángel y otro menor que es un demonio. Y eso que por entonces no los apodaban Arcángel y Dämon.
–Qué cosas tiene la vida. Y estando en medio tú eres... ¿Qué se supone que hay entre los ángeles y los demonios? ¿Las personas?
–Y entre el Cielo y el Infierno, el Purgatorio.
–¿Purgatorio, te llamó así?
Helena asintió.
–No es tan malo viniendo de él –consideró ella encogiéndose de hombros.
–Ahora que lo dices... recuerdo que Riss le ha preguntado alguna vez a tu hermano por una tal Purga. Y yo sin saber que era la misma de la que me hablaba él de vez en cuando.
–Qué cosas tiene la vida –lo citó.
–Así que Devasta es la que se ha cargado la otra cama, el baño y otros pedazos de la casa, incluido yo.
–¿Eres parte de la casa?
–Y Purga es la que pone en su sitio a pandilleros y psicópatas de laboratorio. Me gusta.
–Estoy de atar.
–Lo que me recuerda que... Un momentito –se encargó del preservativo usado–. Ya. Como te decía, lo que me recuerda que... –de repente la agarró con fuerza para sacarla a rastras de la cama.
–¡Eh!
–Hora de la ducha.
–¡Pero si ya nos duchamos anoche! –se quejó Helena, esforzándose por evitar que la sacara de la habitación.
–Después de una sesión sucia, siempre hay manguerazos. Ay, mierda, antes la cómoda no estaba aquí.
–¡Jah! –le pegó un codazo en las costillas y trató de regresar corriendo a la cama, pero él le rodeó la cintura con los brazos y la despegó del suelo–. ¡Los manguerazos son sólo para presos!
–Ya, pero resulta que me has soltado y no veo por aquí a ningún compañero tuyo dispuesto a ayudarte.
–Capullo –masculló Helena intentando agarrarse al marco de la puerta.
–Estás un poco debilucha para ser redentora, ¿no? –consideró Kielan llevándola en volandas pese a lo que pataleaba.
–Soy del estilo sofisticado. Y novata.
–Pues menudo bautismo de fuego te voy a dar.
–¡Será de hielo!
–¿Puedes retirar los trocitos de azulejo del suelo?
–¡No!
–Vale.
Y Kielan la echó al interior del baño.
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