.XXI

Hubo un intenso silencio en el que resonaron las baldosas rotas en multitud de pedazos afilados. Helena hiperventilaba al borde de una crisis de pánico, con la cara contra las rodillas. Kielan se acercó con cuidado de dónde pisaba. Ella se llevó las manos a las sienes.

–¿Te arrepientes? –preguntó él y hubo una nota de tristeza en su voz.

Helena no respondió, apretó los labios para tratar de dejar de jadear y le salió un gemido quejumbroso desde el pecho. Kielan se puso de rodillas ante ella para estar a su altura, seguía completamente desnudo.

–¿Qué te pasa por la cabeza? –quiso saber e intentó buscar su mejilla con la mano. Mano que había estado danzando por sus partes más íntimas. La pared de azulejos se lamentó entre chasquidos–. Cuéntamelo –más silencio–. Sea lo que sea, no me enfadaré, ni me reiré...

–Soy tonta –musitó ella.

Kielan no dijo nada, esperó, como siempre hacía.

–Soy muy tonta –su voz se agudizó y quebró.

–Cuéntamelo –rogó.

Helena intentó levantar la cabeza, pero fue incapaz.

–¿Qué he hecho? –gimió y se cuartearon las baldosas bajo sus pies.

–No has hecho nada malo –dijo consolador.

–¡Eres Kreuz!

–Y tú, Raez –respondió contenido, como si estuviera enfadado–. Pensaba que habíamos quedado en que estamos igualados.

–¿Cómo vamos a estar igualados? –refunfuñó Helena.

–No sé, ¿qué te parece si levantas la cabeza y miras?

Helena lo hizo con cautela, preguntándose qué argumento utilizaría. No llegó a su cara, se quedó en el pecho, cruzado por un puñado de líneas retorcidas entre sí que churreteaban en rojo.

–Oh...

–Sí. ¿Qué decías de que soy Kreuz?

–Perdón –murmuró abochornada.

–¿Has querido decir que soy peligroso?

–Lo siento mucho –gimoteó ella.

–No te estoy juzgando, quiero que me respondas.

–¿No te duele?

–¿Estás de broma?

–¿Ni te pica?

–Eso sí, pero no es nada. ¿Volvemos al tema? ¿Qué querías decir?

–N-No lo sé –reconoció agobiada.

–¿Te sientes en peligro conmigo?

–¡No!

–¿Entonces?

–Tendríamos que pararte eso.

–No te preocupes, puedo sangrar mucho más.

–Pero...

–Cuando me respondas –condición Kielan.

–No lo sé –se pasó las manos por la cara–. Me he sentado aquí, me he puesto a pensar y, de repente, todo se ha desmoronado.

–¿Por qué? –preguntó implacable.

–Porque... porque... Tú eres un prófugo de Redención, te has presentado en mi casa, me has secuestrado y... y acabamos de... –a Helena se le murió la voz y volvió a derrumbarse.

–Ya veo –dijo él y permitió que hubiera unos segundos de silencio–. Eso tendría sentido si yo fuera otro tipo de persona. Si me hubiera fugado y, ahora que me siento más cómodo, hubiera decidido joder a un redentor presentándome en su casa y follándome a su hermana.

Helena se estremeció por la dureza de la frase.

–Pero yo no soy así.

–¿Por qué viniste aquí? ¿Sólo por ayudarme?

–Tu hermano me ha hablado mucho de ti, aunque sin decirme quién eras, pero yo lo sospechaba. Cuando confirmé tu existencia, pensé que estaría bien ayudarte, del mismo modo que he hecho con otra gente. Lo que me hizo decidirme a venir fue lo que Álvaro me había contado. Pensé que si podías soportar a un redentor, yo no te espantaría demasiado.

Ella asintió a medias, aceptándolo. Se incorporó y echó mano del papel higiénico para detener los churretones rojos que iban demasiado abajo. Ya que estaba, los ojos de Helena se posaron en el miembro de Kielan, turbándola al recordarle cómo la había hecho sentir.

–Necesitaba tener un... hogar –continuó él–. Una casa con comida casera, donde hablar con alguien mostrándome tal como soy... Si te soy sincero, me esperaba otro tipo de convivencia. Pensaba que, si a tu hermano se le iba la cabeza, te atacaba con su mano demoniaca y tú le perdonabas, mi Vesania no te afectaría como a otra gente.

–Así que viste un buen refugio, con una huésped que no te pondría demasiadas pegas –resumió Helena, desechando entre sus piernas el montoncito de papel empapado de sangre.

–Y pensaba pagártelo arreglando tu problemilla, sí. Pero me he encontrado otra cosa.

–¿Qué te has encontrado? –preguntó suspicaz.

–Álvaro no comentó nada sobre lo atractiva que estás cuando te pones en plan arquitecta –sonrió Kielan y ella bajó la cabeza, avergonzada–. Lo digo en serio. Ves más allá, ves cosas que nadie más ve, estás por encima. Te admiro.

Helena abrió mucho los ojos al mismo tiempo que se ruborizaba.

–Y lo de Vesania ha sido una sorpresa –continuó él–. No es que te haya afectado menos, es que me has manejado, me has calmado, has razonado a mi nivel.

–Estoy acostumbrada...

–Haces que me sienta como en casa, con la comida, la cama, la compañía, los paseos... Pero además Redención está en todas partes, lo que me hace sentirme también como en casa –ella quiso hablar, pero él continuó–. Me haces reír, me propones conversaciones interesantes, me descubres cosas nuevas y también tenemos otras en común. Y lo de los atracadores y V ha sido el colofón. Si fuera un hombre más impulsivo, te habría besado allí, pero temía que no lo consideraras adecuado delante de todos ellos. Además, quería tu permiso.

A ella se le escapó una risita. Sólo a alguien como Kielan se le podía ocurrir contenerse tanto y que le saliera bien.

–Así que no puedo hablar por ti, pero, por mi parte, en estas veinticuatro horas he descubierto cosas de ti que decir que me he enamorado quizás sea precipitado, pero sí que me gustas lo suficiente como para que lo que acabamos de hacer haya sido natural y fabuloso –hizo una pausa–. ¿Qué dices?

–Que me has convencido –respondió Helena con una sonrisa serena.

–No pretendía...

–Yo pensaba que serías mucho más frío y lógico.

–Era la apariencia que tenía que dar para mantenerme a flote en Redención.

–Pensaba que, si te sacaba de tu laboratorio o sala de operaciones, serías un bicho raro que no sabría, por ejemplo, cocinar.

–La cocina tiene mucho de laboratorio.

–Pensaba que siempre irías con una bata manchada de sangre y no sabrías lo que es una corbata. Que no se podría ir a cenar contigo.

–¿Tienes en cuenta que, de camino a la cena, me ha dado un pico de Vesania...?

–Y a mí una crisis.

–¿...y que en la cena hemos hablado sobre todo de tu secuestro, del idioma ergatiano y de Redención?

–Sí –sonrió ella–. También quiero añadir que tus patadas y codazos son geniales.

–Pero si prácticamente lo has hecho todo tú –exclamó Kielan.

–Has hecho lo justo y necesario. Y me ha gustado, sin florituras, directo.

–Tampoco es que le haya hecho nada a V cuando te ha tirado al banco –apuntó él.

–No lo necesitaba, estaba todo controlado.

–¿Entonces no consideras que soy un caballero pésimo que desatiende a su dama en peligro? –preguntó guasón.

–Me parece que no soy de esas damas a las que hay que salvar de continuo.

–Eso me gusta –Kielan le acarició la mejilla mirándola a los ojos.

–A mí me gusta que estés a mi lado pegando patadas cuando lo necesite. Aunque otra vez tendré que dejar que te luzcas tú –asumió Helena con seriedad.

Kielan rio aceptándolo y se besaron suavemente.

–Entonces... ¿quedamos en que ha estado bien y no nos arrepentimos? –susurró él.

Helena asintió.

–Lo siento. He pensado en lo que ha dicho V y me he sentido sucia...

–No le hagas mucho caso a ése.

–¿Podemos curar ya lo de tu pecho?

–Pero si no es nada. Mira, ya ha dejado de sangrar.

–Pero no te irás a dormir así, ¿verdad? –cuestionó Helena.

–No, en eso tienes razón, tengo que lavármelo. Creo que lo mejor será ducharme.

–¿A estas horas? –se sorprendió ella.

–¿Sí, por qué no? Que yo sepa, me han dado manguerazos a las cinco de la madrugada.

–Ya, pero...

–Además, he aislado tu piso. No molestaremos a los vecinos.

–Cierto, nadie me escucharía gritar pidiendo ayuda.

–Ni disfrutando en la cama –añadió Kielan con tono ligeramente pícaro.

Helena le soltó un guantazo en el hombro, entre divertida y avergonzada.

–De hecho, te vas a duchar conmigo –dijo él agarrándola del brazo–. Así me aseguro de que no vuelves a pensar en cosas raras en cuanto me descuide –añadió tirando de ella.

–E-Eh... No sé si entraremos...

–Hay suficiente espacio –respondió quitándole el albornoz–. Cuidado con el suelo.

–Estoy dejando la casa hecha un asco.

–Vida nueva, casa nueva.

–Y vestuario nuevo –añadió mientras caminaba con cautela entre los pedazos angulosos.

–Me parece estupendo.

–Y también debería cambiar de trabajo.

–¿Para dedicarte a la arquitectura?

–Sí, aunque no sé cómo... Necesitaría clientes, o meterme en una empresa o... –logró al menos meter una pierna en la bañera.

–Quizás los Silva quieran otro hotel.

–¿Y que me eligieran a mí? Eso sería demasiado bueno. Pero todavía no puedo dejar el ayuntamiento. Necesito dinero... –murmuró Helena con la mirada fija en las grietas de la bañera.

–No creo que vayas a tener problemas con eso Kielan también entró y tiró de la cortina, aunque no iba a ser muy útil con el rasgón que ella le había provocado aquella mañana.

Abrieron el agua y Helena se escapó del primer chorro frío, pero él ni se inmutó. Helena pensó que los años en Redención lo habrían endurecido. Kielan percibió su reacción, cogió la alcachofa y la roció con expresión maliciosa.

–¿Qué pasa, no te gustan los manguerazos fríos? –preguntó impidiéndole escapar–. Son buenos para la circulación.

–Kielan, no me seas capullo –se quejó Helena sin enfadarse.

–Es divertido.

–Pensaba que no habías venido aquí a vengarte –dijo pasándose una mano por la cara para retirarse el exceso de agua.

–Quejica.

–Pero dale al caliente.

–Si ya lo he hecho, estoy esperando a que caliente.

–Mierda, será la presión. ¡Deja de regarme!

–Quizás sí que me esté vengando un poco –reconoció Kielan entre risitas.

–Que te pares –forcejeó con él por el control de la alcachofa.

–¿Te crees que a mí me molesta? –se burló–. Tendría que estar mucho más frí... –la frase de Kielan terminó en un gorgoteo cuando ella le enfocó el chorro hacia la boca.

Helena acabó estampada contra los fríos azulejos por uno de los fuertes brazos del doctor.

–Cuidado, que como me resbale... –advirtió ella.

–Pues quédate quieta mientras te ducho.

–Ésta me la pagas –prometió temblando de frío.

–Levanta los brazos.

–No –respondió Helena entre el castañeo de dientes y chilló cuando se llevó un manguerazo en la nuca–. ¡No le has dado al caliente! –se quejó abalanzándose sobre los mandos, pero Kielan la sujetó–. No vuelvo a ducharme contigo.

–Vamos, tienes que endurecerte. ¿Cómo vas a codearte con gente como V y los pandilleros si no te endureces?

–¿De qué hablas? Yo no quiero codearme con ésos.

–Pero yo sí y tú te vienes conmigo. Date la vuelta.

–No –refunfuñó Helena–. ¿Ser tu enfermera significa vivir sin caldera?

–Ser mi enfermera tendrá lo suyo. Quizás no signifique ducharse con agua fría, pero sí otras cosas que requieran aguante. Considéralo un entrenamiento. Así que, por favor, date la vuelta.

–Yo creo que te estás burlando de mí –murmuró ella, pero obedeció y puso las manos en la húmeda y fría pared, apretando la mandíbula.

–Relájate. Relaja los músculos –le recomendó Kielan mientras le echaba el agua por los hombros.

–¿Cómo quieres que haga eso? –gruñó Helena tratando de controlar el castañeo de sus dientes.

–¿No te ha hablado nunca tu hermano de presos que no se inmutan?

–S-Sí.

–Te prometo que funciona. Relájate y, sea lo que sea, dolerá menos. Menos un puñetazo en el estómago, ahí mejor tensar los abdominales. Pero, para lo demás, relax.

Helena cerró los ojos y luchó por aflojar los nervios tensados.

–Afloja. Abandónate –Kielan le pasó una mano por la espina dorsal–. Muchas veces, la mejor forma de resistir es no oponer resistencia –volvió a pasarle la mano de arriba abajo.

Helena se relajó, sorprendiéndose porque efectivamente le molestara menos, algo menos.

–¿Vas a hacerme cada vez cosas peores?

–No voy a torturarte, si es lo que me preguntas –respondió él pasando a sus piernas.

–No era lo que te preguntaba exactamente.

–Ya. Separa las piernas.

–Puedo encargarme yo.

–No seas pudorosa y déjame que limpie lo que he manchado.

–Le voy a decir a Álvaro que en realidad eres un salido –amenazó Helena dándose la vuelta.

A Kielan se le escapó una corta carcajada, seguida de otra más larga y demencial. Helena no quiso preguntar. Teniendo en cuenta que su hermano tenía que estar alerta para que Tristán no lo drogara para abusar de él, y que uno de los mejores amigos del doctor era Bufo, por no hablar de los fetiches de la Alcaidesa, Redención era un pozo de depravación. De modo que se apropió de la alcachofa y se dedicó a quitar los restos de sangre que tenía Kielan en el pecho.

–Si le dices eso, le dará uno de sus ataques de ira –advirtió él.

–Sí, supongo que sería desatar a la bestia –aceptó Helena mientras lo regaba generosamente, apreciando que no hiciera la más leve mueca por el agua fría–. Pero la verdad es que tampoco me esperaba que fueras tan...

–¿Humano? No soy un trozo de hielo y no me censuro, nada más.

–¿Seguro que no eres un trozo de hielo? –cuestionó ella apuntándole a la cara con el agua.

Kielan se rio creando un borboteo y se apropió del arma en venganza para terminar de limpiarla en sus partes más íntimas. Helena apartó la mirada, tratando de convencerse a sí misma de que, si había tenido un contacto aún más íntimo, aquello no era para tanto, aunque sí mucho más frío en cuanto a temperatura.

–Buena chica –se burló él.

–Calla –refunfuñó.

–Toma, ahora dame tú –Kielan le devolvió la alcachofa.

Helena continuó limpiándolo, frotando fuerte aunque fuera para molestarlo, pero como mucho le hizo cosquillas. Las heridas del pecho quedaron como finas líneas pálidas rodeadas de piel algo enrojecida.

–Para hacerme una señal permanente vas a tener que ahondar un poco más –avisó él.

–No pretendía eso –respondió Helena mientras giraba los mandos, comprobando que Kielan sí que había abierto el del agua caliente, y bastante. Maldijo por lo bajo la instalación.

–Pues, si lo nuestro sigue marchando así de bien, me gustaría tener una cicatriz que me recuerde a ti –confesó él.

–¿En serio?

–Totalmente. No soy de tatuajes.

–¿Y querrás que yo también tenga una tuya?

–Eso lo dejo a tu elección. Aunque, como siga sin trabajar, me dará un pico alto de Vesania y no tendrás elección –respondió dispuesto a salir, pero Helena lo agarró del brazo para impedírselo–. Lo siento, pero no es macabra amenaza, sé que pasará.

–Déjame salir a mí primero –pidió con seriedad.

Kielan le cedió la salida, extrañado por su reacción. Helena se concentró, sacó una pierna empapada y, cuando su pie tocó el suelo, todos los fragmentos peligrosamente esparcidos por allí se apartaron hacia las paredes. Soltó el aire con un suspiro, no había estado segura de si levantaría todas las baldosas en el intento.

–Sé que pasará y tengo bastantes esperanzas de que saldré mayoritariamente entera de ello...

–¿Bastante esperanzas? –repitió Kielan algo ofendido–. ¿Mayoritariamente entera?

–Lo que no sé es cómo te veré a partir de ese momento. Mi hermano todavía no me ha abierto en canal –añadió Helena y fue a por las toallas.

–Me gustaría decirte que confiaras en mí, pero... Sólo espero que, cuando ocurra, no sea demasiado traumático.

–Supongo que es lo que nos queda –murmuró, le cedió una toalla y ella utilizó un par para envolverse el cuerpo y el pelo–. Lo sé. También sé que adoras mi forma de tomármelo –añadió altiva saliendo del baño y, según cruzó el vano de la puerta, los fragmentos afilados volvieron a esparcirse por el suelo.

–¡Eh!

–Te he dicho que me lo pagarías. Endurécete.

–Hermana de redentor tenías que ser –lo escuchó mascullar.

Procuró que él escuchara su corta y satisfecha carcajada y se encaminó a su dormitorio habitual en busca de ropa. Observó su cama desmoronada mientras se secaba y vestía, y secaba y peinaba el pelo. Negó para sí misma, estaba dejando su casa hecha un desastre, lo que no le importaba mucho porque así tendría excusa para redecorarla a su gusto. Pero se imaginó con exactitud lo que dirían sus padres del destrozo, de lo peligrosa que era ella y de lo necesario que era medicarla. Suspiró.

Al ir al salón para buscar un lugar donde tender las toallas, se encontró con que Kielan estaba saliendo del baño haciendo equilibrismo entre los pedazos de azulejo, con la toalla a la cintura.

–¿Por qué no lo has apartado con un hechizo? –se extrañó Helena.

–¿Qué sentido hubiera tenido tu venganza entonces? –preguntó él recuperando el paso normal.

–Qué considerado.

–Tú no me has arañado más con tu poder cuando te he dado con el agua fría –respondió yendo a la habitación de invitados.

–Cierto. Te consiento demasiado.

Vio cómo Kielan se ponía un par de prendas muy usadas y quizás de segunda mano para dormir.

–Mañana hay mercadillo. Te compraré un pijama para cuando vengas a casa. ¿Qué prefieres, ositos o elefantitos?

–¿No hay nada con bisturicitos o jeringuillitas?

–Preguntaré a los tenderos a ver qué tiene para niños que quieran ser científicos locos de mayores.

–La verdad es que yo de pequeño ya quería serlo –comentó Kielan con bastante sinceridad.

–Seguro que eras adorable –bostezó sin ser capaz de reprimirlo.

–Mi madre dice que sí. Pero ya sabes cómo son las madres.

–¿Exageradas y con un ansia patológica de realizarse en la vida a través de sus hijos? –propuso Helena con rencor disfrazado de indiferencia.

–Perdón –contestó él.

Helena se encogió de hombros sin darle importancia y se terminó de secar el pelo utilizando un hechizo que hacía más de una década que no usaba. Le sorprendió que no echara a arder. Abrieron la cama y se acostaron como si fueran una pareja que llevara haciéndolo meses.

–Hay otra cosa –dijo Kielan.

–¿Sobre madres o pijamas? –bostezó ella acomodándose.

–No, sobre nuestra relación.

–No quiero casarme y tener hijos, no por ahora. Podemos ir despacio, tranquilo.

–Es que me has visto en uno de mis momentos más... sociables y no quiero que te hagas una idea equivocada de mí.

–¿Lo dices por Vesania? –probó Helena.

–No, lo digo por cuando se me mete una idea en la cabeza y me obsesiono hasta llegar a alguna conclusión. Sería muy probable que no te tocara en ese periodo, que casi no te hablara, que tuvieras que cocinar tú y ponerme el plato delante para que comiera algo decente... No creo que se pueda tener una relación con alguien así –se disculpó Kielan.

–Ésa era precisamente la idea que tenía de ti –señaló ella.

–Quiero decir que... deberíamos tener una relación abierta. Que tú puedas irte con otro cuando yo...

–¿Qué otro? –interrumpió Helena.

–No sé, ¿alguien como V que no quiera una relación estable?

–Ay, no, por favor –exclamó horrorizada.

–O quien sea, mientras mi secreto esté a salvo.

–¿Me ves cara de bígama?

–Sólo quiero que mis puntuales obsesiones no manden al traste esto. Ahora voy a estar contigo unos días nada más, pero si conviviéramos unas semanas, podríamos desgastarnos y...

–¿Cuánto te duran?

–Unos días. Entre unas horas y una semana, a veces incluso dos.

–No pasa nada, nos irá bien.

–Pero...

–Ojalá tengas razón y los Silva me contraten para otro hotel, grande y con distintos usos.

–¿Eh?

–Entonces veríamos quién se abstrae más y tiene costumbres raras, como discutir consigo mismo a voces por los pasillos sobre las energías o sacar los espaguetis del plato para dibujar flujos.

–¿Haces eso?

–Cuando estoy diseñando planos, sí. La verdad es que lo echo de menos –reconoció Helena con una sonrisa triste.

–Quiero verlo –deseó acercándose bruscamente–. Diséñame una consulta propia. Con todo: habitaciones para pacientes, sala de operaciones, despacho, incluso depósito de cadáveres, y un apartamento adosado para mí.

–Necesito que me señales el terreno o edificio existente que necesitarías –respondió secretamente halagada.

–Mierda. Pues ya te encontraré un proyecto. El mundo debería conocer tu talento.

–¿Y ya me dejarías trabajar o me estarías mirando fijamente todo el rato, babeando como un fanático? –bromeó Helena.

–Te observaría desde la distancia –prometió Kielan serio–. Guardándome todo mi baboso fanatismo. Y, cuando lo terminaras, te haría el amor salvajemente –añadió mirándola a los ojos.

Helena se sonrojó repentinamente y, con la misma rapidez, cogió la almohada para intentar asfixiarlo.

–¡No me digas esas cosas! –gritó avergonzada–. Eres Kreuz, no Bufo.

–Demasiados años siendo mi mejor amigo –respondió él riéndose–. Supongo que hay cosas que se pegan.

Rodaron por la cama de matrimonio hasta que ella se calmó.

–Además, Chris no hubiera dicho "hacer el amor" –añadió Kielan.

–Lo sé –refunfuñó Helena infantil y le hincó el codo en las costillas, no demasiado fuerte.

Estuvieron un minuto en silencio, dejándose llevar por la quietud del sueño.

–Entonces quizás sí que tengamos futuro –murmuró él.

Helena no respondió, tapó bien a ambos y se acurrucó contra el cuerpo del doctor. Suspiró, feliz con su vida por primera vez en muchísimas noches.

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