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–Parece que estás intacta –murmuró Kielan examinándole los muslos.

–Te lo he dicho –respondió Helena, haciendo un esfuerzo considerable por convencerse a sí misma de que aquello era una consulta médica de lo más profesional y que no se parecía en nada a jugar a médicos. Pero era difícil estando echada en la cama de matrimonio en la que habían dormido la noche anterior, en ropa interior, que por lo menos no era nada erótica, y siendo examinada exhaustivamente por un hombre que le enviaba señales confusas. No sabía qué esperarse de él–. Lo de V no ha sido para tanto.

–Será que pareces más frágil de lo que eres. Levanta las piernas, por favor.

Helena inspiró hondo y elevó los pies al techo. Se estremeció al notar el roce de las manos de Kielan, pero él no dio muestras de haberse dado cuenta.

–Quizás mañana surja algo. Pero ahora estás intacta después de meter en cintura a un puñado de chicos malos –comentó con tono bromista.

–¿Entonces me puedo ir a poner el pijama? –preguntó, quizás demasiado ansiosa.

–Un momento –le puso una mano en el hombro cuando ella se incorporó–. Ya que estamos así, me gustaría mirar con más detenimiento tus cicatrices antiguas.

–Pero si has estado mirando durante un buen rato –exclamó, sintiéndose incómoda por la exposición.

–Buscaba signos recientes. Ahora quiero deleitarme con los signos antiguos –le pasó las yemas por la espalda, allí donde tenía la marca de una estantería maciza al caer sobre su cuerpo exhausto. Helena se estremeció, cada vez más turbada, no sabía si por el roce o porque él había dicho "deleitarme"–. Es curioso, me gusta coser las heridas a la perfección, pero me encantan las que han cicatrizado así... Son preciosas, ¿no crees?

–A mí me parecen horribles –gruñó ella, se le estaba erizando el vello de los brazos.

–¿Todas o sólo las tuyas? –quiso saber él.

–N-No lo sé... No conozco a mucha gente, y la que conozco no va exhibiendo cicatrices.

–¿Y qué te parecen las mías?

–¿Eh? –se volvió hacia Kielan y se encontró con que se estaba desabrochando la camisa–. ¿P-Pero qué haces desnudándote? –exclamó sin pensar.

–Para que las veas –respondió él como si nada.

–A-Ah –balbuceó Helena, redoblando los esfuerzos para centrarse sólo en las cicatrices y no, por ejemplo, en que estaba en forma. ¡Vaya sí lo estaba! Notó cómo se ruborizaba al tiempo que se le escurría la mirada por los pectorales y abdominales y un tajo considerable que cortaba en diagonal bajo el ombligo–. ¿Eso es de Redención?

Kielan asintió, pasándose las yemas por la parte visible, ya que se perdía en el pantalón.

–Espero no tener que darte una clase práctica de este tipo.

–¿Qué quieres decir? –se extrañó Helena.

–Que todavía estaba enseñando a Victoria cuando me hicieron esto en el Coliseo. La herida era tan complicada que tuve que ir dándole instrucciones.

–¿C-Cómo? ¡¿Estuviste despierto en la operación?!

Él se encogió de hombros.

–Era Redención, no fue más horrible que cualquier otra cosa.

Pero ella lo miraba horrorizada, aunque algo fascinada también.

–Estaba sedado, un poco, no sentí casi nada –añadió Kielan.

–¿Casi?

–Victoria fue muy eficiente, aunque tuvo que tomarse un par de dosis de Sedatio para soportar la presión.

–No me extraña. E-Eh... –murmuró sin voz cuando vio que él se soltaba el botón del pantalón.

–Si es que mira hasta dónde me llegó –tuvo que tirar hacia debajo de la cinturilla del calzoncillo para poder mostrárselo y ella sufrió un repentino sofoco–. Menos mal que Victoria ya tenía conocimientos previos.

–P-Pues sí –Helena se obligó a levantar la mirada a su cara–. Y-Yo no...

–Si todo va bien, podrás –le sonrió Kielan alentador.

–S-Sí. ¿Ya está? ¿Puedo...?

–¿Puedo yo hacer un último experimento?

–¿Experimento? –repitió recelosa.

–Sí. Y no me grites, por favor –pidió acercándose un palmo.

–¿Q-Qué...?

–Voy a besarte –comunicó Kielan con tranquilidad.

–¡¿Eh?!

–He notado ciertas señales y me gustaría comprobar si son ciertas.

–¿S-Señales?

–Dices que tienes frío, pero yo te veo acalorada.

–¡Y-Yo estoy bien! –aseguró sin saber a qué se referían sus propias palabras.

–También he notado señales en mí, como aceleración del pulso y sudoración. Lo sé, no lo parece.

–Dijiste que tú no...

–Dije "por debajo de la media". Y la media masculina está lo suficientemente alta como para dejarme margen –añadió con tono bromista.

–Yo no sé si... Esto es muy rápido para mí...

–Lo sé, por eso quiero hacer el experimento y ver cómo reaccionamos. Un beso nada más –pidió.

–Kielan, por favor...

–¿Qué? –preguntó genuinamente interesado.

–Que... –le temblaron los labios–. Sólo un beso.

Él asintió y se acercó otro poco deslizándose sobre la colcha.

–¿Esto era lo que tenías pensado al ponerte a comparar cicatrices? –le reprochó turbada.

–No, se me ha ocurrido sobre la marcha –aseguró Kielan y sonrió sincero.

–Yo... –se atrevió a poner de su parte y se aproximó.

Cerró los ojos avergonzada y lo siguiente que sintió fueron los labios de Kielan posándose sobre los suyos. Contuvo la respiración y le dejó moverlos como una caricia. Ella no supo qué hacer, se quedó quieta sin saber si comprendía aquello, si tenía sentido... Él se separó a los pocos segundos.

–¿Qué tal? –preguntó Kielan como si hubiera hecho el desayuno y quisiera la aprobación.

–Bien, pero...

–¿Pero nada?

–No –Helena desvió la mirada.

–Lástima.

–¿Y tú?

–Oh, yo sí que he notado reacción –afirmó él sin dudar.

–No se te nota...

–Lo sé. No me parece adecuado insistir si tú no quieres.

–G-Gracias –Helena fijó la vista en el suelo–. Hasta ayer no te conocía. Y apareciste para secuestrarme –intentó justificarse.

–Cierto –coincidió Kielan–. Llevaremos a buenas pocas horas.

–Eso es muy poco tiempo para mí –se excusó retorciéndose las manos.

–Lo comprendo. Tenía la esperanza de que nuestros peculiares pasados nos hubieran hecho conectar antes.

Helena se encogió de hombros, incapaz de mirarlo.

–Puedes ir a ponerte el pijama –indicó Kielan.

–¿Y tú? –se interesó con timidez.

–Hasta que no tenga casa fija, no me podré permitir algo como un pijama.

–Me refería a... qué harás –murmuró Helena abochornada.

–Ah. No te preocupes por eso. Tú vete a ponerte cómoda.

Helena giró la cabeza para mirarlo y él le devolvió la mirada, curioso. Una parte de ella quiso levantarse, el resto de partes la llamaron estúpida. Kielan era un hombre atractivo en varios aspectos, no la repudiaba por su poder, la hacía sentirse a gusto la mayor parte de las veces, la hacía reír...

–¿Sí? –preguntó él.

–Estaba pensando que... en un experimento hay que hacer varios intentos para... –se interrumpió turbada al verlo sonreír– que sea...

–Tenido en consideración. Por ejemplo.

Kielan volvió a acercarse para besarla y en esta ocasión ella lo correspondió, presionando sus labios contra los de él. Notó cosquilleos bajándole por la espalda, un ligero sofoco y una imperiosa necesidad de tenerlo más cerca. Le puso las manos en la base del cuello y se contorsionó para colocarse de rodillas y poder pegarse más a él.

Kielan interrumpió el beso.

–¿Ahora sí? –quiso asegurarse.

–¿Tú qué crees? –jadeó ella.

–Perdón, estoy desentrenado.

Reanudó el beso aplicándole mayor pasión. Helena comprobó que no tenía ningún problema en abrir la boca y lamer sus labios. Se sintió a gusto incluso cuando rozaron las lenguas. Necesitaba más. Se le escapó un gemido cuando él le acarició la cintura y ella se aferró a su nuca.

De repente, Kielan se escapó. Mejor dicho, fue su boca la que se deslizó al mentón y de ahí al cuello, que besó en su camino descendente justo sobre las cicatrices de las garras de Dämon. Ella jadeó de placer echando la cabeza hacia atrás.

–Me gusta cómo hueles –susurró él desde su clavícula.

–¿Te preguntas a qué procesos químicos se deberá? –preguntó Helena con una nota de humor entre los jadeos.

–Eso dije en el parque, ¿verdad? Cuando me dio el pico de Vesania –dijo Kielan volviendo a subir con besos y algún lametón.

–Sí.

–Gracias por no apartarte de mí –le susurró al oído, produciéndole un escalofrío que fue directo a la columna vertebral.

–Era difícil, estabas tan...

–¿Loco?

–Intenso.

Él dejó su cuello para mirarla un instante a los ojos, un instante en el que la abrasó antes de besarla con todo su ser. Ella se dejó tumbar en la cama, pero no le permitió apartarse ni un centímetro de su cuerpo. Kielan volvió a abandonar sus labios, ya que los suyos tenían esta vez un destino más allá de las clavículas. Helena no se daba cuenta de que estaba jadeando con la boca entreabierta, con los ojos cerrados estaba centrada en notar el trazado de los labios húmedos de Kielan, que iban a encontrarse con las manos que ascendían por su cintura. Por primera vez, no se sintió avergonzada de todas las cicatrices que le decoraban el torso, sabía que él la deseaba más por ello. Se arqueó y serpenteó cuando Kielan le acarició los pechos.

–Quítamelo –medio ordenó, medio rogó Helena en referencia al sujetador.

Kielan deslizó las manos por sus costados, presto a obedecer, y ella se incorporó a medias para darle espacio. Al tenerlo tan cerca, no lo dudó y empezó a besarle en la base del cuello. Al percibir cómo él aceleraba la respiración, se confió y le puso mayor entusiasmo a la acción de unos labios sedientos, una lengua untuosa y unos dientes juguetones. Lo escuchó jadear y alzó la cadera para pegarse más a él. Kielan logró desabrochar el sujetador y suspiró aliviado. Helena rio un poco, aunque su risita fue cortada por un gemido placentero al sentir las caricias de sus manos directamente sobre la piel de sus pechos.

Luchó por deshacerse de la pieza de ropa interior y se abrazó a él, acariciándole la espalda, los brazos y hombros, y la nuca y el pelo blanco. Tuvo un fogonazo al recordar a su hermano, por lo que bajó las manos y se centró en notar con los dedos los músculos fibrosos y las marcas que le había dejado Redención, al mismo tiempo que su cuerpo se volvía loco por las caricias.

Kielan la besó con fuerza antes de decidir que su lengua estaría mejor al servicio de sus pechos. Helena jadeó al borde del éxtasis, arañó la colcha hasta cerrar los puños para agarrarse a ella, y se arqueó sin ser dueña de sus movimientos. Puso los ojos en blanco con los párpados entornados al sentir cómo jugueteaba con sus pezones, liberó las manos con brusquedad y las usó para aferrarse a la nuca y los hombros de Kielan, sin acordarse ya a qué se debía el que tuviera el pelo blanqueado.

Gimió su nombre cuando sintió puro fuego entre las piernas y se pegó y rozó buscándolo. Él captó la señal y la abandonó un instante para deshacerse de los pantalones. Helena lo observó desnudarse, tirada en la cama, jadeante e inflamada por el deseo. No recordaba que le hubiera pasado aquello con ningún otro hombre.

–¿Tienes...? –preguntó mordisqueándose el labio inferior, convencida de que, si no tenía, iba a tener que hacer una excepción o moriría de combustión espontánea.

–Ah, sí, tengo. Un momento –pidió con una leve sonrisa y se inclinó hacia el lugar donde estaba su fiel maletín.

Pero ella le vio el pelo revuelto, el rostro algo sonrosado por la actividad, empezando a sudar y con los hombros subiendo y bajando al compás de la jadeante respiración, y no pudo esperar. Lo necesitaba. Se incorporó con rapidez, se le echó encima y lo abrazó por la espalda mientras él rebuscaba en su maletín.

Helena bajó la nariz por su columna, más marcada en aquella posición, aspirando su aroma. Pensó que era como una droga, una de las buenas, una de las que daban color y sentido a la vida, aun a costa de quemársela; no como aquellas mierdas zombificantes que le habían hecho tragar durante años. Cuando llegó a la cinturilla del calzoncillo, la cogió con los dientes, tiró de ella y la dejó escapar, sobresaltándolo. Después salivó, sacó la lengua y subió lamiendo la columna, deleitándose de los escalofríos que le provocaba.

–Me estás volviendo loco –le advirtió Kielan con tono entre placentero y torturado.

–¿En qué sentido? –preguntó devolviendo la lengua al interior de la boca para humedecerla y poder lamerle desde los omoplatos hasta el nacimiento del pelo.

–No lo sé –gimió él justo cuando le pasaba por las cervicales.

Ella rio, colocó con cuidado sus pechos sobre la espalda de Kielan y se asomó por encima de su hombro al interior de maletín.

–Ah, menos mal, aquí está –celebró aliviado–. Me tienes atontado.

–Perdón –le susurró al oído antes de hacerse a un lado para permitirle incorporarse.

–Supongo que no hay problema en volverme un poco más tonto si merece la pena –respondió, peleándose por abrir el envase.

–¿Y merece la pena? –preguntó acariciándole el muslo derecho, allí tenía otra cicatriz considerable.

–Mereces más que la pena –respondió Kielan mirándola a los ojos.

Helena se removió halagada, necesitaba oír algo así.

–Qué labia tienes.

–Cuestión de saber utilizar la lengua –respondió pícaro acercándose.

Helena volvió a reír y buscó una posición cómoda, tumbada de nuevo en la cama con él encima.

–Esto y empezar es lo que más vergüenza me da –reconoció ella.

Helena asintió y así lo hizo, centrándose en los irises verde grisáceo. Levantó la cadera para dejar que le quitara las bragas y después flexionó las rodillas para que la única pieza de ropa que le quedaba pudiera quedar tirada por la habitación. Desvió la mirada un instante, un tanto avergonzada por su desnudez.

–Sigue mirándome.

Pero le fue imposible cuando notó la caricia de ambas manos en el interior de los muslos, desde las rodillas hasta las ingles. Helena cerró los ojos desenfocados que tenía perdidos en una esquina del techo. Los dedos de Kielan se deslizaron por sus ingles hasta sus caderas, dejándole la zona como la primera línea de batalla: ardiente, enloquecida y sintiendo que moriría en el siguiente asalto.

–No puedo si me haces eso –jadeó estremeciéndose.

–¿No? –preguntó juguetón y las manos trazaron el camino inverso.

La garganta de Helena emitió un gemido sin su permiso, del mismo modo que sus muslos temblaron separándose unos centímetros. Cuando los dedos llegaron a las rodillas, estaba al borde de la locura febril.

–Kielan... –devolvió la mirada a él–, te necesito... Ahora –en la última palabra jadeada logró imprimir una orden.

Él contestó inclinándose sobre ella para robarle el alma con un beso intenso, profundo y húmedo como el resto de sus cuerpos, que se buscaban con más ansia que sus lenguas. A ella se le escapó un gemido nacido de las entrañas al sentirlo dentro, su cadera serpenteó para aproximarse, separarse y volver a pegarse, y se aferró a su espalda. Kielan se movió arrancándole un jadeo que la dejó sin aire, acudió a buscarlo a sus labios, que besó con frenesí entre jadeos, gemidos y suspiros, mientras él marcaba un ritmo que la arrastraba a la más absoluta locura.

De repente, una embestida diferente a las demás y un jadeo profundo, gutural. Helena no pudo evitar preguntarlo:

–¿Ya?

–Sí... para mí... No... para ti –respondió saliendo de ella.

–¿Qué...?

Pero ya estaban allí las hábiles manos del doctor, que le acariciaron los muslos y las ingles húmedas de sudor antes de deslizarse a la zona de combate. Helena jadeó entrecortada, como si estuviera sufriendo, cuando empezó el masaje en un lugar tan inflamado.

–Ahh... Kielan... Por favor... –gimoteó coleando sin saber dónde agarrarse.

–¿Por favor más? –probó él.

–Sí –gimió, separando las piernas todo lo que éstas se lo permitían.

Kielan volvió a estar en su interior y debió de encontrar el interruptor de su cordura, porque al instante lo único que le importó en el mundo fue besarlo para transmitirle todo su deseo y abnegación. Lo abrazó con sus convulsas fuerzas, mientras su cadera libraba una batalla perdida contra los instintos que se desataban dentro de ella.

Tuvo una sacudida especialmente violenta que la hizo arquearse y el placentero y enloquecedor infierno cesó con suavidad. Cayó seca en la cama, sin aliento.

–¿Estás bien? –se interesó Kielan al cabo de unos segundos.

–No lo sé –balbuceó temblorosa.

–Tranquila, toma aire –le recomendó con tono alegre echándose de costado junto a ella–. Parece que eso ha sido un buen orgasmo.

–Oh, joder, creo que me voy a morir –jadeó con el corazón desbocado, se le iba la cabeza.

Kielan soltó una carcajada y se pegó a ella para susurrarle:

–Ha sido genial.

–¿Lo tuyo o lo mío? Porque ha sido brutal –aseguró eufórica mirándolo a los ojos.

–Gracias –respondió Kielan con una sonrisilla traviesa.

–Tengo que encontrar la forma de compensarte.

–Pero si yo ya estoy bien –exclamó de buen humor.

–No, quiero que tengas semejante orgasmo que creas que te vas a morir –aseguró Helena decidida, borracha de todas las sustancias que surcaban su cuerpo navegando por su sangre acelerada.

–De acuerdo –se acercó un poco más para besarla suavemente en los labios–. Ahora quiero que mires la habitación y no te desmayes.

–¿Por qué...? –se incorporó sobre sus codos inestables como flanes en un terremoto y frunció el ceño al no reconocer el lugar en el que se encontraba–. ¿Pero qué...? –entonces cayó en la cuenta de que era el mismo dormitorio, sólo que con los muebles cambiados de sitio– ¿Cómo...? –se le abrieron los ojos como platos y se le desencajó la mandíbula.

–Me encanta tu forma de redecorar la casa –dijo Kielan con una carcajada.

–¿Yo... yo...?

–Tú, tú, en pleno orgasmo. Lo has movido todo a la vez. Incluso la cama con nosotros. Ha sido precioso y acojonante –reconoció tumbándose con una mano bajo la nuca.

–Oh, dios...

–No, tú –insistió divertido.

–¿N-No se ha roto nada? ¿Tú estás bien? –preguntó Helena con repentina preocupación.

–Todos estamos enteros –tiró de ella para que se volviera a tumbar–. Esta vez has cogido pedazos tan grandes que no has roto absolutamente nada. Es un poco irónico, ¿no?

–N-No. Sí... –continuaba temblando–. Joder –murmuró al ser consciente del alcance de su poder–. La familia estará maldita, pero hemos salido con mucho poder –logró decir antes de que la superaran las emociones.

–Ni que lo digas. Oye, ¿estás llorando?

–No sé por qué –respondió Helena al tiempo que se reía–. Demasiadas cosas de golpe.

–Comprendo.

Kielan la tuvo entre sus brazos hasta que se calmó.

–Necesito ir al baño –anunció ella cuando las sensaciones cómo lo pegajosa que tenía en la piel y lo inundada la entrepierna superaron a las buenas.

–¿Y necesitas que te acompañe hasta que recuerdes cómo se camina? –preguntó Kielan jocoso.

Ella le sacó la lengua y se sentó con mucha dignidad. Lo que no fue tan digno fue el paso vacilante con el que avanzó, costaba dominar unos músculos en plena resaca. Pero recordaba cómo se caminaba y logró llegar al baño. Cogió el albornoz para echárselo por encima ahora que el ardor iba en remisión y el sudor se helaba. Se sentó en el váter soltando un suspiro. Necesitaba lavarse de la cabeza a los pies, a fondo. Pero no eran horas, ¿verdad?

Y, de repente, un puñado de certezas se puso de acuerdo para golpearla. La primera era que acababa de acostarse con Kielan Kreuz, más que conocido prófugo de Redención. Un científico loco afectado de una demencia a la que él mismo había puesto nombre y que lo volvía muy peligroso.

La segunda consistía en que aquel prófugo la había secuestrado la noche anterior. No se había limitado a aparecer en su puerta y darle una sorpresa. No, había allanado su casa, la había asaltado en la oscuridad más deprimente y la había drogado para tenerla a su merced, para cambiarle la ropa y atarla a una silla. Y las cosas iban bien con él siempre que no le llevara la contraria.

La tercera era que aquella misma mañana ella se había enfadado porque la hubiera desnudado mientras había estado inconsciente y le hubiera palpado los pechos buscando bultos sospechosos. Y acababa de... Prácticamente le había rogado que... Gimió, esta vez por agobio, y se pasó las manos por la cara notando el molesto picor en la piel que amenazaba catástrofe.

Y la cuarta certeza era que tenía un hermano redentor, cada día más Dämon que Álvaro, que se enajenaría si se enteraba de aquello.

–¿Helena? –escuchó preguntar a Kielan desde la puerta abierta y ella se arrebujó en el albornoz–. ¿Estás bien?

–¿Qué he hecho? –gimoteó repentinamente angustiada, inclinándose hacia adelante y dos azulejos obedecieron a aquel movimiento, fragmentándose y saltando hasta la mitad del baño.

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