.XVIII
–¿Qué? –preguntó Helena aturdida.
–Qué poder tiene esa Esther y de qué conoce Selene a Chris –exigió Kielan.
–Vale, vale. Relájate, ahora te lo cuento.
–Es que me ha parecido que la tranquilizabas con eso. Así que no puede ser una de sus víctimas. Por no decir que ella debía de ser muy joven incluso en su último año libre.
–Dieciocho años –contestó ella con rapidez y exactitud–. Último año de internado. ¿Por dónde quieres que empiece a responder?
–Por Chris –pidió con ansia.
–Prácticamente no salíamos del internado, pero podíamos conseguir dispensas. Selene salió un fin de semana para una boda, o un funeral, no sé. Y regresó traumatizada –relató rápidamente Helena para rebajar la curiosidad vesánica que hervía descontrolada.
–No me digas que él...
–Eh, déjame hablar –le ordenó–. Selene salió a dar una vuelta y un tipo la secuestró, un tipo con piel normal.
–¿Entonces...? Oh... ¿Es ella? ¡¿Es ella?! –Kielan se paró en seco y se volvió en la dirección en la que estaba el hotel–. ¿Es posible que sea ella?
–K... Cariño, baja la voz, que estás llamando la atención –le susurró Helena–. Y no sé si hablamos de lo mismo.
–Chris recuerda con cariño a tres mujeres: su profesora de gimnasia en el instituto, la policía que lo admiraba y la jovencita con traje de fiesta a la que salvó.
–Sí, es la tercera.
Kielan soltó una carcajada de científico loco frente a un nuevo descubrimiento. Helena tiró de él antes de que llamara demasiado la atención.
–Un tipo con pintas de drogadicto la secuestró, la ató en un hangar abandonado y se marchó –siguió contando ella.
–CC. Trabajaba con Chris –puntualizó el doctor, loco de alegría.
–Regresó con otro tipo encapuchado que no se dejaba ver la cara ni las manos.
–Y pensar que ahora se quita la camisa en los combates del Coliseo... Será el único bien que le ha hecho el Infierno Gris.
–El drogadicto, CC, habló de violarla y enterrarla después en un descampado, y le cedió la primicia al encapuchado.
–Pero Chris así no podía. Tenía normas: no hacer sufrir a las mujeres ni mucho menos matarlas. De modo que declinó la oferta.
–A CC le pareció genial y, al pasar junto a él, le quitó la capucha de un tirón, rebelando su piel azul y su pelo blanco.
–Chris tenía otra norma: no dejarse ver por una víctima. Así no habría que hacerle nada para evitarse que lo reconocieran.
–Selene me dijo que hubiera jurado que se moría de vergüenza –informó Helena.
–Muy de Chris en aquella época.
Caminaban rápido a causa de la emoción que impulsaba a Kielan.
–Y cuando ya la estaba obligando a separar las piernas... –continuó ella.
–Chris le atizó con una vara de metal en la nuca y lo dejó seco.
–La soltó –prosiguió Helena–, tiraron el cadáver al río atado con cadenas y pesas, y le hizo jurar a Selene que no se lo contaría a nadie y que, sobre todo, no daría su descripción.
–Pues, para hacérselo jurar, mucho sabes tú, ¿no? –señaló él.
–Al principio no quiso contar nada, pero había quedado tan traumatizada... La secuestraron, ataron, amenazaron de violación y muerte, presenció un asesinato...
–Homicidio –interrumpió Kielan–. No hubo premeditación ni ensañamiento. Aunque sí alevosía, porque ocultaron el cadáver.
–Ayudó a ocultar un cadáver –reanudó Helena- y tuvo que prometer que no contaría nada a nadie. Para cuando llegó a la clase de Espejo, ya estaba destrozada, así que la profesora nos dio una excusa para escaparnos las tres de clase y conseguimos sonsacárselo. Luego se lo contó a Espejo.
–Esa profesora está en todo –consideró Kielan suspicaz.
–Pues sí...
Helena se dio cuenta de que estaban atajando por el parque, donde no había ni un alma. Aquello pondría muy nerviosa a Selene.
–Nos lo contó todo, menos cómo era su salvador –continuó, retomando el hilo–. Pasaron los meses y entonces saltó la noticia.
–Los medios se ensañaron con él, según me dijo. Yo en aquella época ya no estaba en la calle... ¿Qué le pasó a Selene al ver eso?
–Que se le cayó el mundo de nuevo. Había estado tratando de olvidar algunos detalles que le indicaban que su salvador no era trigo limpio. Como que CC hizo comparaciones entre los modus operandi de cada uno y que, cuando ella le dio las gracias, él respondió "yo no voy matando".
–Dejando claro que lo de secuestrar y violar sí lo hacía.
–Sí... Y entonces mi hermano regresó de visita. Sin el uniforme esta vez, pero sí más dämonizado, con más... Vesania. Esther se llevó un buen susto al volver a sincronizar con él. Sí, ahora te explico bien lo suyo –se le adelantó al leer en su rostro–. Selene estuvo muy callada, hasta que Álvaro se hartó, la arrinconó y la acosó hasta sacarle lo que no se atrevía a preguntar.
–¿Quería preguntar por Chris?
–Sí. Tenía un gran dilema. El criminal que habían pintado los periódicos no le cuadraba con el tipo tímido que la había salvado. Necesitaba saber si había hecho una excepción con ella por algún motivo, si era por haberle visto la cara...
–Seguramente. ¿Qué le respondió tu hermano?
Helena guardó unos instantes de silencio absorto.
–A la Alcaidesa no le gustaba su estilo de dejar fuera de combate con veneno a las oponentes en el Coliseo...
–Quería que las hiciera sufrir. Ella le daba la oportunidad de desfogarse y él tenía que mantenerlas conscientes para humillarlas delante de toda la cárcel –continuó Kielan con gravedad.
–Él se negó y acabó en la Cámara de la Agonía. "La de los gritos inhumanos", le dijo Álvaro a Selene –murmuró, absorta en la tragedia, ajena a que ya no estaban tan solos–. Él le preguntó por qué se interesaba, intentó regodearse al estilo redentor... y entonces ella le respondió: "Porque él me salvó".
Estaba tan metida en un recuerdo que le estrujaba el corazón, que no le prestó atención a que Kielan se hubiera detenido en seco en mitad del siniestro bosque que era el parque a aquellas horas.
–"Ah, pues que sepas que tu salvador ahora se folla y humilla a todas las mujeres que entran en el Coliseo", le dijo Álvaro y no volvió a sacar el tema en toda su visita –murmuró con la mirada fija en el suelo–. A él también le afectó. De repente, resultaba que el sapo violador de la F había salvado a una amiga de su hermana a la que había conocido poco antes... Ya no le hacía tanta gracia verlo sufrir.
–El mundo es un pañuelo con un sentido del humor muy especial -murmuró Kielan.
–Pues sí... ¿Por qué nos hemos...? –levantó la mirada y se encontró con unas figuras oscuras y amenazadoras que los rodeaban–. Oh –se limitó a decir.
–Vaya, vaya, mirad quién ha ido a pasar por nuestro territorio –dijo una voz bravucona que fue seguida de un coro de risitas de hiena de sus compinches.
Helena tensó la espalda y crispó las manos. Kielan se liberó de la que se aferraba a su codo y la estrechó con su mano en un apretón tranquilizador.
–Buenas noches –respondió cortés.
–¡Un caballero! –se mofó la voz, que procedía de una de las siluetas en concreto, la que tenían justo en frente, y las otras soltaron más risotadas. Helena se pegó al costado de Kielan, respirando superficialmente y empezando a sentir picor en los brazos, espalda y cara–. Soltad todo lo de valor y no asustaremos más a tu chica.
–Peor para vosotros si la asustáis –respondió Kielan como si nada.
–¿Ah, sí? Eso quiero verlo.
Las siluetas cerraron el cerco. Un par se acercaron con brusquedad por la espalda, ella se sobresaltó y lo siguiente que se escuchó fueron unos gritos sorprendidos y doloridos.
–¡Cerrad el círculo! –ordenó el que ya se asumía que era el jefe–. Así que la parejita quiere pelea, ¿eh?
–Técnicamente, la estáis buscando vosotros –contestó Kielan.
–Han hecho un campo supresor de magia –musitó Helena, pegada a él.
–¿Y? –respondió como si aquello no fuera ningún problema.
–Que... –se dio cuenta de que ambos habían estado atiborrados de supresores durante años y eso, lejos de atrofiar su magia, hacía que pudieran saltarse los supresores menores. Por ello le habían quido subiendo las dosis con los años. Aquel campo supresor tendría que triplicarse para darles problemas–. Nada.
–Raja al que intente rajarte –recomendó Kielan.
–Pero tú...
Él soltó una risita entre divertida y desquiciada.
–Yo también he tenido visitas al Coliseo y a las salas de interrogatorios. Esto no será nada.
–La parejita se cree muy valiente, ¿eh? Pues sois idiotas, porque íbamos a dejaros pasar enteritos, pero ahora... ¡Argh!
Helena tenía la mirada fija en él. A tipos como aquél había que cortarles la verborrea cuanto antes.
–¿Quién ha sido? –gritó cabreado y Helena alzó el mentón desafiante, delatándose–. Serás puta –terminó el insulto con otro alarido–. ¡¿No habéis cerrado el círculo o qué?!
Ella tuvo la tentación de explicarles que necesitarían supresores más potentes o advertirle que, si seguía así, le convertiría la cara en un mapa de carreteras. Pero prefirió mantenerse callada.
–Está cerrado –aseguró una voz por un costado.
–¡No, no estágh...! –jadeó iracundo–. ¡Mataaargh!
Los atracadores ya no se reían ni estaban tan gallitos. Una víctima muda estaba rajando a su jefe a distancia a pesar de estar en mitad de un campo supresor de magia que inutilizaría a una persona media.
–Lo estás haciendo de muerte –le susurró Kielan–. Una pregunta...
El jefe se les echó encima con agresividad y algo que prometía ser una navaja por delante. Kielan giró sin soltarle la mano, le encajó una patada en la rodilla al atacante embalado y un codazo en la cara que se acercaba a toda velocidad. Cayó seco y medio inconsciente. Helena soltó un latigazo de su poder allá donde la banda hizo un movimiento peligroso.
–Estás jugando a las adivinanzas, ¿verdad? –preguntó Kielan suspicaz.
Helena no abrió la boca para responder, pero sí que asintió con énfasis para que la viera en la oscuridad.
–¡Putaaaggh! –alguien a su izquierda saltó hacia atrás con un alarido.
–¿Puedo explicarles de qué va esto? –pidió Kielan.
–¡Va de que os vamos a matargggh!
–El juego de las adivinanzas no se explica –musitó Helena con gravedad, controlar los latigazos de su poder requería una gran concentración.
–Ya, pero, para jugar bien, ellos tendrían que estar colgados de las muñecas, tendría que haber mucha más luz y tú deberías llevar una camisa morada.
–Pues explícaselo si así acabamos antes –concedió.
–Bien. Veamos –Kielan alzó la voz–. Aquí la señorita está jugando a las adivinanzas. Se supone que no debería explicaros nada, pero también se supone que tendría que ser uno a uno.
–¿De qué habla este gilipo-? ¡Agh! ¡Joder!
–La señorita quiere ciertas cosas de vosotros, pero no piensa decíroslo, se limitará a causaros dolor hasta que las averigüéis.
–¿De qué habla este loco? –murmuró otro y hubo un instante de sorpresa colectiva porque no acabara gritando.
–Ya que no tenemos toda la noche, os voy a echar una mano. Insultar se castiga, pero que nos llaméis locos no nos molesta.
–¿Pero qué coño? ¡Argh, mierda!
–Diría que tacos tampoco se aceptan.
–Kielan, si vas a jugar tú por ellos, quizás debería...
–No estoy incumpliendo nada –se le adelantó–. No se juega a las adivinanzas con gente como yo.
–Sí, perdón. No sé en qué estaba pensando –murmuró Helena. Hacer amenazas resultaba muy tentador una vez que se ponía a ello.
–Yo me largo –el que habló no retrocedió ni un paso antes de que le atacara a las piernas.
–Diría que tampoco podéis marcharos. ¿No pueden? –se sorprendió.
Helena no respondió, hablar más de la cuenta se cargaba el juego. Por ello hubo un silencio, sólo roto por los susurros de ropa y los jadeos del jefe arrastrándose hacia su navaja. Alguien más quiso alejarse y acabó gritando. Otro se abalanzó sobre ellos y Kielan giró para encajarle una patada en el estómago que lo dejó sin respiración. A continuación, se escuchó el bramido del jefe, que ahora tenía un buen tajo por haber tocado la navaja.
Siguieron unos instantes de calma. Helena quería acabar con aquello de una vez y marcharse a casa. Ni siquiera sabía por qué se había puesto en aquel plan, pero tenía que mantenerse firme si quería que terminara bien.
–Vamos, chicos, no es así como se juega –les instó Kielan.
–¡No tenemos por qué jugar a nada! –gritaron en el círculo que los rodeaba.
Helena dudó un momento y decidió tolerar que gritaran o acabaría troceándolos.
–Habéis empezado vosotros atacándonos –apuntó Kielan.
–Atacadles todos a la vez –ordenó el jefe arrastrándose para alejarse–. No podrán con todos.
No hubo consenso y Helena esperó paciente y alerta. Estaba a punto de hacer aquello que habían tratado de evitar durante décadas de medicación.
–Lo de ella no son más que arañazos. Y él... es sólo uno –cuando logró estar lo suficientemente lejos, se puso en pie y entonces dio la impresión de que el grupo recuperaba su hombría.
Pero una serie de gritos cortos volvió a caparlos. El jefe retrocedía dando traspiés. Con la poca luz procedente de las lejanas farolas entre los árboles, se pudo ver cómo le goteaban la cara, el cuello y las manos con las que trataba de cubrirse las heridas que estaba sufriendo. Una de las siluetas les atacó por un flanco, Kielan volvió a girar en torno a ella sin soltarle la mano y le asestó un golpe que le mandó derecho al suelo. Otra de las siluetas debió de pensar que ahora el doctor estaba desprotegido, pero se topó con el que ella lo cegó con un fogonazo, que fue rematado con un codazo de Kielan.
La banda reculó y habría habido un silencio jadeante si el jefe no hubiera estado soltando quejidos. Había caído al suelo y se le estaban destrozando los pantalones a base de pequeños rasgones.
"Al principio parece que no van a aguantar mucho tiempo gritando así", recordó que le había contado su hermano y Helena se estremeció.
Hubo un intento de fuga y Kielan lo retuvo en el sitio con un hechizo. Ella le dio las gracias internamente, evitar que alguien se alejara a base de arañarle la espalda resultaba contraproducente. El jefe gorgoteaba quejidos, lo estaba dejando en carne viva.
"Después pasas a preguntarte si serás tú quien podrá soportar que siga gritando así". Helena inspiró hondo. Si no fuera imposible, habría jurado que se le había contagiado la Vesania de su hermano.
–¡¿Qué es lo que queréis?! –rogó saber uno poniéndose en pie con piernas temblorosas.
–Helena, ¿qué es lo que quieres de ellos? –susurró Kielan.
–¿No es obvio? –le respondió con dureza.
"Y llega un momento en el que deseas que no acierten lo que tienen que hacer, para poder seguir escuchándolos gritar". Se le escapó un jadeo corto. Porque era imposible contagiarse de la Vesania de otro, ¿verdad? Por mucho que le hubiera escuchado durante años y años y años y años...
–Ah, claro –cayó Kielan en la cuenta.
Aun así, había una parte de sí misma que seguía queriendo terminar.
–¿Qué dices? –interrogó al jefe, suspendiendo su tortura, por el momento.
–P-Páralo...
–¿Nada más?
–P-Por favor –pidió con humildad.
Helena asintió una vez.
–Por ahí vas bien –lo ayudó el doctor.
–¿Qué tenemos que hacer, rogar? –espetó uno de los que aún se mantenía en pie.
–Tío, que parece que se haya escapado de Redención...
A Helena se le escapó una carcajada corta y estridente, que fue seguida de un silencio helado y aterrado.
–Perdón –balbuceó alguien, el que había dicho que se había fugado del Infierno Gris.
–¿Por qué? –le interrogó sin volverse hacia él.
–Por... ¿atacaros?
–¿Algo más?
–Eh... p-pues... ¿por querer atracaros?
–¿Algo más?
–¡N-No he hecho nada más!
–¿No ha insultado? –le susurró a Kielan.
–Diría que él no.
–Ah, en ese caso... puedes largarte –dijo condescendiente–. Y los demás... ¿queréis seguir jugando?
–Perdón –se apresuró a pedir otro.
–¿Por qué? –suspiró hastiada.
–Por haberos querido atracar... por haberos atacado... y por haber insultado.
Helena hizo como que se lo pensaba unos segundos y acabó concediéndole permiso para marcharse. A continuación le llegaron más peticiones de perdón, ya más elaboradas, incluyendo todos los cargos de una tacada.
–Tú tienes que pedirlo por algo más –se dirigió al doliente jefe.
–¿Qué? –preguntó con un quejido que trababa de conservar algo de dignidad.
–Eres el jefe, ¿no?
–Sí...
–Entonces tú tienes más culpa que los demás, ¿no crees? –preguntó con una suavidad que ella misma odió al momento; no había nada más hipócrita que un redentor siendo paternalista cuando el preso ya se había plegado a él.
–Supongo...
–¿Supones? –endureció un poco el tono. Mamá se cabreaba.
–Sí. No. Quiero decir... perdón por haber... liderado a mi banda para... atacaros.
–Muy bien –Helena sintió la tentación de llamar a los cuidadores para que le pegaran una ducha y lo llevaran a su celda. Demasiados años escuchando, recibiendo dosis semanales de historias del Infierno–. ¿Qué hacemos ahora con ellos?
–Pues... –empezó a decir Kielan y se interrumpió cuando se escucharon aplausos procedentes de la oscuridad–. Ya era hora de que te dejaras ver, V.
–El espectáculo era demasiado bueno, jijiji –una nueva silueta se acercó con calma–. Ay, atonta'os –le soltó una colleja al primero en pedir perdón.
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