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–¿Qué tal te sientes ahora que el redentor sabe que te tiras a su hermana? –preguntó Helena rodeando sugerente el sofá.

–Se lo ha tomado mejor de lo que me esperaba, pero sin duda es un sueño hecho realidad –contestó Kielan sin apartar la mirada de su albornoz abierto, hablando un poco más despacio de lo normal.

–¿Y qué vas a hacer ahora que lo sabe?

–¿Vamos a la cama?

–Si va a ser la última vez, deja de controlarte –pidió mirándolo a los ojos, acercándose hasta estar a un palmo de él.

Kielan cerró los ojos un momento y ella lo empezó a besar con ansia. Lo siguiente que sintió fue cómo la levantaba por los aires para dejarla caer en el sofá.

–Empieza a tocarte –ordenó él desde el otro lado del respaldo, una chispa de locura destelló en sus ojos.

Pensando en la mirada demente que la hizo estremecer, Helena obedeció y se pasó las manos por el cuerpo. Tras unos eternos segundos, escuchó unos crujidos en las tablas sueltas, para, a continuación, tener una mano tapándole la boca. Se sobresaltó por instinto, aunque sabía que era Kielan.

–Shh, tranquila –pidió él con un susurro desquiciando y la pinchó con delicadeza en el cuello para inyectarle algo.

Helena alzó la mirada, encontrándose con la vesánica de quien la sujetaba, aunque no abrasaba demasiado.

–Buena chica –añadió retirando la mano.

–¿Qué me has metido? –jadeó–. Tengo que ir a trabajar.

–No –declaró rodeando el sofá para ir a sentarse junto a sus piernas–. Te voy a retener conmigo –le pasó una mano desde la rodilla, muslo arriba, hasta la cadera, incendiándola.

–¿Y qué vas a hacerme? –preguntó Helena juguetona y sin miedo.

–Normalmente... –Kielan se sacó un bisturí de ninguna parte–. Aunque, teniendo en cuenta cómo desbocas mis hormonas...

–¿Yo hago eso? –se llevó las yemas de los dedos de una mano a los labios y se incorporó con cuidado, no tenía ni idea de qué droga podría haberle inyectado–. ¿A qué estás esperando entonces?

–¿Cómo haces para que no se te caiga la gorra? –preguntó él de repente, distrayéndose.

–¿Que cómo...? –hizo un esfuerzo por reorganizar sus ideas, pensando que quizás le resultara difícil desmelenarse–. ¿Me drogas cuando estoy despistada... –empezó a colocarse de rodillas con suavidad– y luego te distraes en vez de aprovechar?

–Nunca me han ido ese tipo de aprovechamientos.

–Pues ahora tendrás que hacerlo –lo obligó a retroceder hasta recostarse contra el respaldo y se sentó a horcajadas sobre sus piernas–. Me has drogado... y estoy cachonda –le susurró al oído tirando de la cinturilla del pantalón hacia abajo–. Colócatelo ya. Es una orden –añadió sin variar el tono meloso.

Kielan obedeció diligente.

–Buen chico –felicitó rodeándole el cuello con los brazos–. ¿Qué tal la herida de la espalda? ¿Te pica? –se regodeó y le lamió la mejilla–. Tendría que haber hecho caso a mi hermano y hacerte otra raja. Nos habríamos reído tanto...

De repente, Kielan metió las manos entre el cuerpo de ella y el albornoz para agarrarle las nalgas con fuerza y, con el mismo impulso, atraerla hacia él y así entrar en ella. Helena gimió alto y profundo, aquello era lo que había estado buscando, pero había sido tan repentino...

–Chico malo –jadeó perdiendo el control de su cuerpo y abrazándose a él con intensidad–. ¿Te pone cachondo que te raje? –añadió maliciosa.

Kielan contestó dando una sacudida de cadera, lo que la hizo arquearse y él aprovechó para derribarla al sofá y subirse sobre ella.

–Puedo... rajarte... más... –logró gemir Helena entre embestida y embestida.

–No puedes –aseguró él con rotundidad sujetándola por los muslos con firmeza–. En lo que te he inyectado iba un supresor muy potente, el que nos ponen a nosotros –añadió y retomó el ritmo.

–Oh, mierda... estoy a merced... de un preso.

–Uno al que has rajado hace poco –recordó vengándose con cada movimiento.

–Ha sido... poquito... Eres mi... preferido –jadeó y alargó el brazo para acariciarle la mejilla.

–Será por eso que no te estoy rajando –contestó tirando de su brazo para izarla y abrazarla.

Casi vertical, Helena le clavó las uñas en la espalda mientras lo ayudaba con los movimientos y lo besaba con ansia animal.

–Pero tengo que castigarte –jadeó Kielan lanzándose a lamerle allí donde la había pinchado.

–¿Vas a rajarme? –preguntó sin temerlo, casi deseándolo en ese momento, era otra forma de abandonarse a él.

–Me pregunto por dónde empezar...

Helena se estremeció de placer cuando sintió un contacto frío, duro y fino subiendo por su columna vertebral. Se quedó quieta para no propiciar el desastre.

–Esto me pasa por encapricharme de Kreuz –gimió aferrándose a él.

–¿No vas a oponer resistencia? –planteó Kielan subiendo el bisturí suavemente hasta su nuca, provocándole escalofríos salvajes que tuvieron repercusión directa entre sus piernas y, acto seguido, en su cerebro.

–Ahora no podría negarte nada –confesó al borde de la locura–. Hazme lo que quieras.

–Vale –deslizó el objeto metálico desde su nuca, por toda la línea de la mandíbula hasta su barbilla–. ¿Lo que yo quiera? –repitió clavándole una mirada vesánica.

Helena se dejó llevar por sus impulsos, le agarró la mano y lamió lentamente el bisturí por el canto no cortante.

–Primero termina esto –exigió fuera de sí.

Kielan la echó de nuevo al sofá y, sujetándola por las caderas, la levantó para llegar más hondo. Helena se arqueó, puso los ojos en blanco y desconectó durante unos instantes, tras los que escuchó unos gemidos que reconoció como propios, seguidos de unos crujidos por los que asumió que había reorganizado el suelo.

No cayó desplomada hasta que Kielan no salió de ella, y necesitó un rato de jadeos y parpadeos para volver en sí.

–Cada vez es más... uf –se recompuso colocando bien las piernas, ya que una había ido a parar sobre el respaldo. Le echó un vistazo al suelo, que estaba casi como nuevo, con algunas zonas de sutura evidente donde la madera astillada había tenido que fusionarse–. No me has puesto un supresor, ¿verdad? Ni siquiera me has drogado –continuó jadeando.

–Sólo era suero. Quería calentarte –susurró Kielan con tono contenido.

Helena volvió la cabeza hacia él. Continuaba de rodillas, se había subido los pantalones hasta la cadera y tenía el bisturí en la mano y Vesania en las pupilas.

–Y me has calentado, sí –respondió manteniéndole la mirada, que empezaba a quemar–. Pero tú no has acabado, ¿verdad? –preguntó con cautela.

–Estoy pensando por dónde empezar... –su atención se resbaló por su cuerpo hacia abajo y el bisturí giró entre los dedos.

–Ya... ¿Qué es lo que más te llama y que menos me traumatizaría? –probó entre resignada y nerviosa.

Kielan devolvió la mirada a sus ojos, ya abrasaba.

–Tu brazo –respondió sin emoción.

–¿Mi... brazo? ¿Éste? –levantó el izquierdo, allí donde se había cortado en su intento suicida.

Él asintió y, con un movimiento repentino, la agarró del mismo para tirar de ella y ponerla en pie.

–Vamos a la mesa –ordenó llevándola a rastras.

–Vale, tranquilo. No me voy a escapar, puedo hacerlo por mi cuenta –aseguró cerrándose el albornoz con la otra mano, presa de un repentino pudor.

–Siéntate –le indicó una silla y fue a por su maletín.

–¿Qué me vas a hacer? –preguntó sentándose con cuidado, empezaba a agobiarse.

Kielan no respondió al momento, abrió su único equipaje y empezó a sacar material. Helena tragó saliva.

–¿Qué vas a hacer?

–Extiende el brazo –ordenó encendiendo una vela de poco más de tres centímetros, que chisporroteó con una cegadora llama blanca que concentró con ayuda de un espejo curvo incorporado a la palmatoria que la sujetaba.

–Kielan... necesito que me lo digas –rogó sin más respuesta que el prófugo preparando una jeringuilla–. Si quieres que sea tu enfermera y aprenda, tendrás que explicarme cosas, ¿no?

–Voy a empezar tomándote unas muestras de sangre –contestó como si hubiera encontrado la llave de sus pensamientos–. Quiero ver qué ha cambiado en estos días.

–Bien –asintió Helena, aquello sonaba aceptable.

–Quiero que mires. Mi enfermera tiene que ser capaz –dictaminó con la aguja dispuesta sobre el codo.

–Ya... Estoy mirando –dijo lo más segura que pudo.

Ver desaparecer algo más de un centímetro de aguja en el interior de su carne hizo que sufriera un escalofrío enfermizo. Kielan empezó a cargar viales.

–Estoy mirando... estoy mirando... –murmuró medio ida, luchando por reponerse.

Él no la felicitó por ello, pero al menos suavizó sus modales. Cuando tuvo ocho cápsulas con su sangre, sacó la aguja y la dejó aparte. Para coger a continuación la jeringuilla que había cargado con un líquido turbio.

–¿Qué es eso?

–Anestesia local –contestó inyectándosela de inmediato en el antebrazo.

–¿Para qué? –interrogó Helena al instante y Kielan le dedicó un gesto desdeñoso. Ella boqueó buscando la pregunta adecuada–. ¿Qué vas a hacer... para necesitar anestesiarme?

–Quiero muestras de tejido cicatrizal y... lo que sea que le hicieras a tu carne para que se cerrara –comunicó tomando el bisturí–. No podré darle un nombre hasta que lo analice y sepa a ciencia cierta qué fue.

Mientras esperaba a que hiciera efecto, Kielan preparó una serie de diminutas cajitas transparentes. Después, Helena observó espantada cómo él le cortaba sin ceremonias la piel y unos milímetros de carne.

–No apartes la mirada, quiero que aprendas cómo se utilizan este instrumental.

A causa de la impresión, ella ni siquiera parpadeó. No le dolía más allá de las molestias de la propia anestesia y no había prácticamente sangre. El doctor chiflado metió las muestras metódicamente en las cajitas.

–¿Puedes escribir en la etiqueta que ésta es de tejido cicatrizal? –pidió él señalando una de ellas.

Con mano temblorosa, Helena alcanzó la pluma, acercó la cajita y escribió lo más claro que pudo.

–En ésta otra: tejido control –indico y ella obedeció muda–. Y en la que queda: tejido, no sé...

–¿Fundido? –musitó sin sentirse dueña de sí misma.

–Sí, eso valdrá por el momento.

–B-Bien.

–Voy a tomar más muestras.

–Tú... sírvete –murmuró, incapaz de asimilar lo que estaba viendo.

Kielan continuó haciendo pequeños cortes con la misma pericia con la que cocinaba. Helena contabilizó nueve en total.

Cuando estuvo satisfecho, limpió la escasa sangre que había surgido y cosió cada pequeña incisión con un par de discretos puntos que, para un ojo no demasiado experto como el de ella, resultaban perfectos. Después limpió distraídamente el material usado, lo dejó aparte y le dedicó la atención a las cajitas.

–¿Ahora qué? –preguntó ella moviendo el brazo operado con cuidado.

–Ahora tengo que tratar las muestras para que no se corrompan y poder analizarlas más adelante –contestó sin levantar la vista.

–Ya... Suena bien. ¿Y no me necesitas más? –probó Helena.

–Tienes que aprender cómo se hace.

–Verás... es que tengo que ducharme y prepararme para ir a trabajar –comunicó con cautela–. A no ser que fuera en serio lo de retenerme...

–Puedes retirarte en tal caso –concedió Kielan desentendiéndose de ella.

–Vale... Diviértete –deseó poniéndose en pie y colocándose bien el albornoz.

Tuvo ciertos problemas para maniobrar, ya que, desde el codo izquierdo hasta a punta de los dedos, no terminaba de tener el control. Aprovechó que se duchaba sola para hacerlo con agua caliente; aunque le escocían en las heridas recientes, por lo que tuvo que bajar un poco la temperatura. Se entretuvo recuperando la plena movilidad de la zurda y disfrutando de su arreglo en las energías. Pensó que llegaría tarde, pero no tendría que hacer otra cosa que asentir medio ida y bajar la cabeza ante cualquier reproche.

Cuando se sintió repuesta del espanto de haberse visto cortada en finas lonchitas, cerró el grifo, se retiró el exceso de agua del pelo echándoselo hacia atrás y corrió la cortina. Se sobresaltó al encontrarse a Kielan allí plantado.

–Ya se me ha pasado –prometió alzando las manos en son de paz.

–Ya veo... –respondió fiándose de la expresión de sus ojos.

–¿Estás bien? –se interesó él.

–Pica un poco –dijo mostrándole el antebrazo izquierdo.

–Tiene buena pinta. Luego puedo darte algo que te calme. Ahora supongo que te tomaré el relevo.

–Ven aquí, anda –le hizo un gesto con la mano que articulaba a la perfección.

–¿No estás enfadada? ¿Ni siquiera asustada? –preguntó desprendiéndose de la ropa.

–Me has dado buen sexo, considérate pagado –respondió con tono jocoso–. En cuanto a lo del susto... Ha impresionado bastante y encima tú insistiendo en que mirara –le respondió con ligereza recibiéndolo en la bañera.

–Y lo has hecho –consideró Kielan orgulloso.

–Qué remedio, no hay quién negocie contigo cuando estás vesánico –admitió Helena abriendo de nuevo el grifo.

–Pues lo has manejado bien.

–¿Bien? Lo único que he hecho ha sido mantener la sangre fría no sé cómo y hacerte las preguntas precisas para que me respondieras algo –se ensañó con él dirigiendo el chorro de la ducha a su cara.

Kielan la agarró para apartarlo.

–Precisamente a eso me refería –sonrió.

–¿Sabes? No me puedo creer que te hayas quedado a medias por ponerte a jugar a los científicos chalados.

–Oh, bueno... Como fantasía estaba tan bien que he acabado queriendo ponerlo en práctica –se justificó repartiendo agua fresca para los dos.

–Pero, maldita sea, primero acaba con lo otro antes, ¿no?

–Yo no estoy tan centrado en el sexo como la mayoría.

–¿Que no? ¿Cuántas veces vamos en menos de dos días? –planteó luchando por no achantarse por el agua cada vez más fría.

–La cuestión es que yo he decidido reservar dos franjas diarias para el sexo, que otorga beneficios tanto para empezar la jornada con energía como para conciliar el sueño, y luego, el resto del día, no pienso en ello más que como algo lejano que no va conmigo –explicó dejando que lo limpiara con abundante agua y jabón–. El sábado supe que tenía que hacer algo al respecto cuando se me vino a la mente varias veces, por eso acabé proponiéndotelo –confesó sin pudor.

–¿Cuántas veces son "varias"?

–Cuatro o cinco.

–Pues va a ser verdad que estás por debajo de la media –aceptó Helena bromista.

–Te lo tengo dicho.

–¿Y cómo es que estando por debajo de la media en eso, ya en plan científico chalado, has conseguido que al menos yo termine? –preguntó curiosa.

–Me gustan los planes sencillos, sobre todo cuando me da... la Vesania. Y tú me lo has dejado claro: podía hacerte lo que quisiera después de terminar. Dicho y hecho. Además, después del orgasmo te quedas más relajada, por lo que era más fácil que no me crearas problemas. En cuanto a cómo un loco de la cirugía puede ser bueno en este ámbito... ¿hace falta que diga que conozco la anatomía y sé dónde presionar?

–Vamos, que acostarme contigo vesánico tendrá un precio, pero lo haces bien.

–Ésa es una forma de verlo muy positiva –apuntó Kielan encantado.

–¿Y tú... –deslizó la mano hacia abajo– no necesitas terminar?

–Estoy bien.

–¿Seguro? –empezó a masajearle el miembro.

–Oh, bueno, si insistes... –se dejó y reculó hasta apoyar la espalda contra la pared de azulejos.

–¿Acaso no es lo que quieres? –preguntó melosa dejando caer la manguera de la ducha.

–¿A qué te refieres? –murmuró cerrando los ojos para disfrutar de las atenciones.

–¿No quieres una paciente a la que poder suministrar drogas y rajar, una enfermera que te ayude y una amante que te... procure esos beneficios mañaneros y nocturnos? –susurró sensual mientras seguía moviendo la mano con delicadeza.

–He de admitir que eso suena bien –contestó con una sonrisa pícara.

–¿Y quieres que me vista con una bata corta de médico bajo la que tan sólo lleve lencería? –sugirió unos centímetros de su oreja.

–Ah... A mí no me va eso... –respondió con poca convicción.

–¿Seguro? –insistió juguetona, notaba cómo lo que tenía entre los dedos tomaba consistencia–. ¿No quieres que vaya con las piernas, los brazos y el escote al descubierto, con las cicatrices a la vista?

Ahí Kielan se lo pensó mejor y empezó a respirar por la boca entreabierta.

–Puedo ayudarte mientras operas, como una enfermera eficiente; y cuando termines y tu cabecita esté satisfecha y agotada... puedo encargarme de tu cuerpo –aumentó el ritmo y él empezó a jadear–. Me desabrocharé la bata y te haré así, como ahora, y te la chuparé –continuó susurrando mientras su mano ganaba energía–. Puedo ser quien quieras para ti: paciente necesitada, enfermera diligente, amante insaciable, solitaria hermana de redentor, o redentora cachonda. Todas locas y con cicatrices. ¿A cuál prefieres?

–A todas –logró responder antes de descargar.

–Vaya, ¿qué decías de que no te iba? –preguntó con retintín recogiendo la alcachofa de la ducha para limpiar lo ensuciado.

–Va a ser verdad que necesitaba terminar –consideró Kielan reubicándose–. Oye, me encuentro mucho mejor ahora –admitió satisfecho.

Helena sonrió divertida y le dio un suave beso en los labios.

–Venga, que todavía me da tiempo a llegar a la hora a mi primer día de trabajo sin pastillas –dijo cerrando el agua.

–Ojalá pudiera verlo.

–Pues quédate cerca, no vaya a ser que no lo soporte y salga Devasta –advirtió poniendo los pies fuera de la bañera, descalzos sobre las baldosas agrietadas.

–Tienes las pastillas de Sedatio que nos dejó Romu.

–¿Entonces nos fiamos de él? –planteó envolviéndose en toallas.

Kielan se encogió de hombros y empezó a secarse.

–¿Qué quieres que te diga? Opino que he estado a merced de gente peor.

Fueron a vestirse al dormitorio de invitados y, cuando Helena tan sólo estaba en ropa interior, Kielan le echó una crema densa sobre los puntos y los cubrió con gasa fijada con esparadrapo.

–Consérvalo al menos hasta regresar a casa, entonces lávate y vuélvete a echar la crema. Ahora te la dejaré junto con otras cosas.

–Bien. Vaya, cortada y recosida por Kreuz, supongo que es un honor –comentó de buen humor.

–Un dudoso honor, sí –respondió él pasando a recoger sus cosas.

–Espera, ¿vas a llevarte esa ropa? –se refirió a la que él usaba como pijama–. A saber cómo están los pantalones después de lo de hace un rato.

–Ya lo limpiaré donde me instale. ¿Con qué voy a dormir si no?

–Puedo dejarte ropa.

–¿Qué, uno de tus vestidos demasiado cortos, demasiado ceñidos, demasiado amarillos...? –preguntó Kielan jocoso.

Ella le sacó la lengua y fue al armario para buscar en sus cajones inferiores.

–¿Te vale esto? –sugirió tendiéndole un pijama gris.

–¿De quién es?

–¿Tú qué crees?

–Vaya, ropa de redentor, qué ironía.

–No sabes hasta qué punto es ropa de redentor –le mostró la camiseta, que tenía un petacho a la altura del corazón–. Adivina qué símbolo había bordado ahí antes de que mi hermano se lo arrancara.

–Un pijama de redentor de verdad –musitó admirado–. Sí, me lo quedo por la ironía. Pero, ¿con qué dormirá Álvaro cuando venga?

–No le gusta mucho ponérselo, así que tengo más. O puedo darle tu ropa –contestó socarrona.

–No le digas qué estábamos haciendo cuando yo llevaba esos pantalones.

–Lo retiro, mejor no se los doy –rectificó Helena echándolos a un rincón, ya los lavaría cuando pudiera.

–Pero, de haberlo sabido antes, te lo hubiera hecho poner –se lamentó él.

–No es de mi talla, maldito fetichista –contestó vistiéndose–. Me queda grande. Agh, y esta ropa es horrible –añadió en referencia al traje de falda y chaqueta color crema sobre camisa blanco crudo.

–¿Entonces por qué te lo pones?

–¿La semana que me estuviste espiando llevaba ropa como ésta?

–Sí.

–Pues eso. Ahora tengo que maquillarme –Helena se calzó los zapatos y regresó al baño.

–¿Por qué tengo la sensación de que no me va gustar? –lamentó él con ligereza.

–De eso se trata –respondió mientras empezaba a extenderse el maquillaje de forma que, lejos de realzar sus facciones, la volviera gris y enfermiza. Se pintó ojeas con sutileza y enmascaró el color de sus labios y mejillas–. ¿Qué tal? –quiso saber asomándose al salón.

–Para que te hagas una idea, tengo ganas de saltarte encima para sedarte, atarte a una silla y empezar la terapia.

–Bien –Helena sonrió satisfecha–. Quiero decir... ah –añadió con apatía.

–¿Y qué tal estoy yo?

–Tienes pinta de tipo corriente que va a trabajar.

–Perfecto. Mira, las cosas que te voy a dejar –Kielan indicó la mesa y ella se acercó–. Las pastillas de Sedatio de Romu, rotterdamina por si a tu hermano se le va la pinza, licanina para las heridas, el ungüento cicatrizante y el de los moratones. Creo que no hace falta que te advierta de que no te pases con ninguno de estos productos.

Helena tomó una de las finas jeringuillas cargadas de rotterdamina.

–¿Ninguna droga con la que desplomar a mis enemigos? –sugirió de pasada.

–Ah, pues ya que te dejo el antídoto, podría darte unas dosis estándar de bufina.

–Yo lo decía en broma...

–El tema de la concentración y las cantidades es un arte que no termino de comprender cómo maneja Chris a ojo. De de ser por llevar con ello ya casi treinta años.

–Sí... –tomó las finas jeringuillas etiquetadas que le ofrecía–. ¿Esto qué me haría a mí?

–Más o menos lo del viernes.

–¿Y a alguien sin resistencia?

–Un buen colocón. Pero ten cuidado con la gente pequeña, no sólo en edad, en complexión también, y con los borrachos y... no sé, Chris sabría responder mejor a eso.

–Lástima no poder preguntárselo –murmuró sarcástica y lo guardó todo en su bolso–. Espero que nadie me registre.

–En tal caso di que son las nuevas medicinas –propuso Kielan.

–Eso tendré que hacer.

Helena terminó de prepararlo todo y suspiró.

–Esto ya está, ¿y tú?

–Listo.

Ella volvió a suspirar.

–Vamos, tú puedes –animó él acercándose.

–¿Cuándo volverás?

–No lo sé, en cuanto pueda.

–¿A dónde vas?

–No te lo voy a decir.

–Pero...

–No después de ver cómo te sonsaca tu hermano. No quiero que lo sepa un redentor, por mucho que esté forzosamente de mi lado. Suficiente que sepa que he estado aquí.

–Ya... –bajó la cabeza.

Kielan le puso una mano en la mejilla y la hizo levantar la mirada.

–No me gusta ponerme sentimental, pero... Te echaré de menos. A todas tus facetas. Menos la de zombi, esa me sigue dando grima.

Helena esbozó una sonrisa.

–¿Tu maquillaje es a prueba de roces? –preguntó él.

–Más o menos.

Kielan la besó suavemente y ella se aferró a él para que no se marchara. Pero, tras unos segundos, comprendió que no podía ser. Dejó que se separara y se limpió con cuidado una lágrima traicionera.

–Oh, vamos, pero si soy un loco prófugo de Redención que te ha secuestrado, drogado, asustado y mangoneado –exclamó para quitarle hierro al asunto.

–Me has tratado mejor que toda esa panda de cuerdos cobardes.

–Pero va a tener que ser nuestro secreto –Kielan le guiñó un ojo–. Alegra esa cara.

–No, creo que, ya que estoy, me quedaré así –hizo una mueca resignada–. Estaré bien, tengo mucho que hacer. Así que lárgate ya.

–Voy a acompañarte hasta el trabajo.

–Ah, bien, a ver qué piensan si alguno me ve contigo –hizo una mueca satisfecha, se colgó el bolso del hombro y salieron a la calle.

Caminaron en silencio hacia el centro, hasta que él habló:

–¿Usaremos los cuervos?

–No termino de fiarme... pero seguro que me hace mucha ilusión recibir una nota tuya –reconoció Helena.

–Entonces los usaremos. Total, ¿qué vamos a decirnos que ese chupasangre megalómano no pueda averiguarlo por otros medios?

–Cierto...

Llegaron a la plaza mayor, donde se emplazaba el ayuntamiento. Kielan la detuvo en la puerta, la volvió hacia él y la besó despacio y en profundidad. A Helena le temblaron las rodillas y deseó atarlo a ella para que no escapara. O que se la llevara, lo que fuera, pero no...

Kielan se apartó con delicadeza.

–Volveré pronto –susurró a un palmo de su cara.

–Dos meses como mucho –ordenó ella.

–Entre uno y dos meses, te lo prometo.

–Vale... –se resignó.

Él volvió a besarla, esta vez de manera más rápida y superficial.

–Qué cariñoso estás para no gustarte.

–Es bueno para la salud bucal. Además, así compenso –le rozó la manga de la chaqueta que ocultaba las heridas.

–Tenía que haberle hecho caso a mi hermano y rajarte un poco más –musitó maliciosa.

–También lo estoy haciendo para que tus compañeros alucinen –continuó Kielan.

Helena se controló para no mirar, se suponía que ella no se enteraba de nada y que tenía la capacidad de reacción de un trozo de barro.

Se dieron un fugaz beso más y Helena entró en el ayuntamiento mientras Kielan desaparecía por una de las calles que partían de la plaza. Percibió varias miradas pendientes de ella en el vestíbulo, pero continuó adelante arrastrando los pies y procurando mantener el rostro ausente y deprimido. Su primera parada fue en la recepción de llamadas entrantes, donde la encargada estaba hablando sobre su fin de semana con otro de los compañeros.

–Eh... hola –empezó Helena, y no le hicieron ningún caso.

Esperó paciente mientras la pareja chismorreaba sobre los locales a los que habían acudido y la gente con la que se habían visto. Meditó qué podía hacer, hablar con seguridad lo tenía vetado y mucho más el imponerse. Pero sí que podía utilizar su debilidad como una ventaja. Simuló intentar coger una de las plumas, volcando la lata decorada que las contenía junto con algunos lápices, provocando un estruendo enorme a aquellas horas. Los dos que la ignoraban se volvieron hacia ella.

–L-Lo siento –balbuceó Helena fingiendo una gran vergüenza–. Q-Quería... apuntar...

–¿Qué querías, Raez? –le espetó la encargada, recogiendo de mala gana.

–Iba a apuntarte una nota para no... interrumpirte –murmuró evitando el contacto visual.

–Pues ya me has interrumpido, así que di lo que quieras y lárgate.

–Yo... quería avisar que si me llama Selene Silva, me la paséis... por favor.

–No ha llamado nunca –negó demasiado rápido; prueba obvia de que mentía, diría Álvaro.

–Si llama... pasádmela. Es mi amiga. D-Del internado.

–Vale –aceptó algo impactada–. Lo apuntaré yo, sin tirar nada y... Ya puedes irte.

–Gracias –musitó y salió del despacho arrastrando los pies y con la mirada baja.

–¿Amiga de Silva la Justiciera? –escuchó cuchichear al compañero.

Aprovechando que estaba en un pasillo vacío, Helena alzó la cabeza y dibujó una sonrisa satisfecha. Era hora de empezar a conquistar la ciudad en serio.

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