.XIII
Plantada delante del armario ropero, Helena empezó a sufrir ansiedad. ¿Cómo que iba a llevarla a cenar? ¡¿Cómo que se pusiera elegante?! No sabía por dónde empezar a mirar ropa. Seguro que todo era horrible, seguro que todo le quedaba mal.
–¿Te has decidido ya? –preguntó Kielan desde el salón.
–¡¿Cómo que vas a llevarme a cenar?! –exclamó Helena lo que no le había salido en el momento–. ¡¿En público?!
–Claro que en público –su voz sonó más cercana–. Me gusta la soledad, pero hasta cierto punto.
–Pero...
–Tranquila, no me descubrirán.
Helena bufó abrumada.
–¿Cómo de elegante?
–Pues elegante, pero no demasiado sofisticado.
Ella frunció el ceño.
–Kielan, ¿a dónde vas a llevarme?
–A un sitio muy bonito. ¿Estás presentable?
–No he empezado todavía –gruñó agobiada.
–Vamos, ¿voy a tener que vestirte yo? –preguntó Kielan socarrón asomándose por la puerta.
–Ni se te ocurra –le siseó.
–A ver, ¿dónde está el problema? –se acercó para colocarse a su lado.
–Que todo da asco.
–¿Qué hay de éste? –sacó uno al azar.
–Estampado de flores –respondió con desprecio.
–Vale –Kielan lo dejó en su sitio y empujó para hacer sitio–. ¿Y esté?
–Amarillo mierda.
Kielan enarcó las cejas y también lo desestimó. Le dedicó una mirada interrogante con uno azul a medio sacar.
–Demasiado vaporoso.
Él continuó descartando.
–Muy corto –sentenció con el siguiente–. Muy largo. Un saco. Casi transparente. Demasiado corto. Demasiado corto. No entiendo cómo se pone.
Kielan suspiró exasperado y su mano continuó pasando vestidos.
–Ése es de abuela. En ése no quepo.
–¿Quieres que te deje una bata? –sugirió él.
–¿Quieres que vaya sólo con bata? –cuestionó ella arrugando la nariz.
–Habría quien te encontraría sensual.
Helena sufrió un pequeño espasmo.
–Me niego a ser la enfermera sensual de un médico tarado.
–Sólo era un comentario, me aburre que no te guste ninguno –Kielan continuó adelante–. Éste es elegante –opinó sacando uno negro.
–Demasiado...
–No creo que se te vea nada con este escote. No es mucho.
–...corto –terminó Helena cohibida. Tenía razón, era elegante, con estilo.
–Umm –Kielan se colocó a ella sobre el cuerpo–. Medio muslo. Si lo que te preocupan son las cicatrices, conozco hechizos para disimularlas.
–No, déjalo –se lo quitó de las manos y lo puso en su sitio.
–De acuerdo –suspiró él–. Como quieras. Pero creo que te quedaría bien.
Helena no lo miró y continuó inspeccionando ella el armario.
–Quizás demasiado bien, ¿es ése el problema? –planteó Kielan.
–Simplemente no puedo ponerme eso –rumió abochornada.
Helena se detuvo con un vestido azul oscuro, con escote en uve no demasiado pronunciado y mangas tres cuartos. Era ceñido en la cintura y luego se abría, cayendo hasta las rodillas, parecía que la falda tenía bastante vuelo.
–¿Ése? –preguntó Kielan.
–¿Qué te parece?
–Bien. A mí me parece que te quedarían bien todos –opinó encogiéndose de hombros.
–Hombres... –murmuró Helena y, tras echarle un rápido vistazo a lo que quedaba, se dijo que aquella era su única opción.
–Voy a vestirme yo también –anunció él yendo hacia la puerta–. Ponte calzado cómodo, tengo pensado ir dando un paseo.
–Zapatillas me voy a poner –murmuró y se dedicó a buscar los complementos cuando se quedó sola.
Helena se desvistió, tomó las medias y se sentó en la cama a ponérselas. El mueble crujió con su peso y ella lo miró preguntándose si siempre se quejaría y no se daría cuenta por la medicación. Se puso el vestido por la cabeza, rezando por que le continuara valiendo, si alguna vez lo había llegado a estrenar. Por suerte, parecía que no había engordado. Se pasó las manos por la cintura ceñida, se aseguró de que el escote no ensañara demasiado y probó el vuelo. Después, fue al cajón de los zapatos y comenzó a desestimarlos hasta dar con unos botines negros, elegantes a la par que cómodos. Era un milagro. Regresó a la cama para ponérselos y ésta volvió a crujir. Se colocó el primer botín y, al moverse para hacer otro tanto con el que quedaba, el crujido de la cama fue tan profundo que estuvo claro lo que ocurriría. Helena se lanzó hacia adelante, justo a tiempo para no caer con todo el tinglado.
Se quedó de rodillas, muy quieta y encogida por el peso de la culpabilidad, hasta que la cama dejó de desmoronarse. Kielan entró con ímpetu en la habitación.
–¿Qué...?
–Yo no he hecho nada –se apresuró a defenderse Helena–. Se ha roto sola –se cubrió la cabeza con los brazos–. Yo no he hecho nada.
Escuchó cómo él se acercaba con pasos pausados.
–Has debido de debilitarla con la crisis de antes –meditó.
–Lo siento. Perdón –rogó Helena–. Perdón, perdón, perdón –repitió gimoteando.
–Eh, no te estoy culpando –Kielan se arrodilló junto a ella–. Mírame, vamos. A mí no tienes que pedirme perdón.
–Es... la costumbre –murmuró con la vista baja.
–La has debilitado y, con tu peso, ha cedido. Pero no pasa nada, la arreglaremos y quedará como nueva. ¿De acuerdo?
Helena asintió, todavía impactada por el repentino derrumbamiento. Aunque el daño había sido mínimo en comparación de cómo había dejado otras habitaciones.
–Vamos, mírame.
Helena levantó la mirada, compungida, y se encontró con los ojos verdes del doctor, de nuevo sin el toque grisáceo y escudados tras unas gafas de montura ligera.
–Este vestido te queda muy bien. Elegante y... –la repasó con la mirada– mona al mismo tiempo –sonrió amable.
Ella bajó los ojos, abochornada, y entonces se dio cuenta de que él se había puesto un traje con un toque informal. Chaqueta y pantalones gris oscuro y camisa blanca, sin corbata. Había vuelto a teñirse el pelo de negro y se había eliminado los pequeños detalles faciales que le daban aspecto de chalado.
–Pues tú... también estás muy bien –respondió turbada.
–Gracias. Me alegro de seguir sabiendo cómo vestirme después de haber llevado ese uniforme tan...
–¿Restrictivo? –propuso ella, colocándose el botín que le faltaba.
–Buena definición –Kielan se puso en pie y le tendió la mano para ayudarla a levantarse–. Ahora no vamos a ponernos a arreglar eso –dijo observando la cama hundida sobre sí misma–. Ya lo haremos cuando volvamos. O mañana –tiró de ella fuera del dormitorio.
Helena sufrió un pequeño temblor al imaginarse volver a dormir en la misma cama que él. Además, después de haberse ido a cenar fuera... "Sólo dormir, sólo dormir", se repitió turbada.
–¿Vas a maquillarte y todo eso? –preguntó él dejándola frente al baño.
–Sí... Supongo que sí.
Entró, se plantó delante del espejo y evitó preguntarse si el vestido realmente le quedaría bien o si Kielan se lo habría dicho por cortesía. Se peinó quitándose nudos hasta que el pelo le quedó bastante liso. Se miró con atención la cara, tenía la piel de una enferma. Se dio algo de color, también en los labios, y se delineó los ojos. Para todo usó maquillaje físico, los hechizos jamás los había dominado. Se observó con atención, juzgándose sin piedad, y decidió que un poco de sombra de ojos le vendría bien para realzar su mirada y no parecer tan... poca cosa.
–¿Cómo va eso? –preguntó Kielan paseándose por casa.
–Ya voy –Helena salió al pasillo y esperó veredicto.
–Muy guapa –apreció él–. Coge una chaqueta y vámonos.
Helena regresó a su habitación, miró con aprensión la destrozada cama y sacó una chaqueta negra de corte elegante de su desastroso armario.
–Vaya, ¿no te llevas tu querido maletín? –preguntó ella con retintín cuando estuvo preparada y dispuesta en el salón.
–Llevo encima todo lo que necesito –aseguró Kielan dirigiéndose a la salida.
–¿Para evitar que te pillen?
–Por supuesto.
–¿Y por si me da una crisis grave y tienes que...?
–Soy precavido –asintió, abrió la puerta y le cedió el paso–. Pero estoy seguro de que no lo necesitaremos.
–Ya... Por si acaso. Habrá gente, mucha gente –murmuró Helena saliendo.
–Si te ves incapaz, tengo Nepenthes y Sedatio –le confió él con un susurro cauteloso y cerró la puerta tras ellos–. Pero inténtalo, ¿vale?
Helena asintió. En el fondo, la emocionaba salir a pasear y cenar con alguien, de modo que no quería fastidiar aquel extraño sueño.
–¿Y dinero? –continuó preguntando ella.
–Ah, ¿pero no invitas tú? –se sorprendió Kielan.
–Eres tú el que me lleva a cenar fuera, no es justo que me tenga que encargar yo.
–Sí, pero soy un prófugo sin trabajo aún –le cuchicheó él.
–Ah... –cayó en la cuenta Helena y se sintió estúpida–. Llevo algo, pero si pasamos por un cajero para que saque algo más...
–Tranquila, no hace falta –rio divertido–. Pasé por casa antes de venir aquí y me dieron un poco.
–¿Te dieron? –repitió estupefacta.
–Sí, mi familia –respondió con naturalidad.
Helena parpadeó atónita y salieron a la calle.
–¿Qué, no te esperabas que tuviera familia? –planteó Kielan ofreciéndole el brazo.
–Bueno, es que... –no encontró palabras con las que excusarse. Se enganchó a su brazo mientras se devanaba los sesos tratando de explicarse.
–Los criminales desequilibrados también tenemos familia –continuó él con tono ofendido, que, a pesar de ser fingido, la abochornó–. Menos los huérfanos, claro. Aunque también están los amigos.
–Ya...
–Por ejemplo, si tú te convirtieras en Devasta, seguirías teniendo familia. Aunque, por lo que me has contado, te repudiarían.
–¿Los tuyos...?
–Los míos comprenden que se ha cometido una injusticia conmigo. Casi lo perdieron todo apelando lo inapelable para sacarme de allí –informó orgulloso y ella dibujó una sonrisa agridulce–. Mi hermano tuvo que hacer horas extra para que no perdieran la casa.
–Tienes un hermano –exclamó asombrada.
–Sí, lo tengo. Es un año mayor que yo. Y psicólogo.
–Vaya, lo vuestro es de familia.
–Bueno, él tiene legalmente el título de Doctor, terminó la carrera –dijo Kielan no sin cierto desdén–. No está tan chalado como yo. Pero es majo –añadió como si aquello lo salvara.
–¿Y la Alcaidesa no los ha... molestado después de que tú...?
–Ésa los ha molestado desde siempre. Como ellos apelaban, ella los torturaba –su rostro se endureció–. Como cuando les mandó una grabación sonora de mi paso por la Cámara de la Agonía –su voz bajó una octava.
La mano que se sujetaba al brazo de Kielan se crispó al imaginar el sadismo de la mala perra. Unos pedazos de adoquín se separaron del suelo y se alzaron un palmo alrededor de ellos.
–Sssh, resérvalo para cuando la tengas cara a cara –le susurró él.
Helena inspiró hondo, las esquirlas de piedra cayeran a su alrededor y nadie en la calle se dio cuenta del peligroso efecto. O al menos no cundió el pánico.
–Algún día lo haremos, algún día... –siguió Kreuz con tonillo desquiciado.
–Esa cara de loco –le advirtió ella, pasando a ser la cautelosa.
–Cierto –Kielan alegró la cara borrando la expresión demencial–. Aunque créeme cuando te digo que nadie presta demasiada atención a las caras que ponen los demás.
–Ya, pero... por si acaso –murmuró Helena y observó la calle de reojo–. Y yo te preguntaba si los ha molestado después de tu... marcha –le recordó, censurándose por si las moscas.
–Sí, lo sé, pero me ha venido eso a la memoria. Me lo contaron hace poco –se encogió de hombros–. Todavía tienen la grabación, por si algún día les sirve para cerrar ese infierno. Y sí, los han interrogado a los tres y los han sometido a fuerte vigilancia, pero nos las hemos apañado para burlarlos –respondió Kielan recuperando el orgullo–. ¿Sabes qué le dio mi madre, en persona, cuando ella se presentó en casa? "No sé dónde está mi hijo y es usted estúpida si cree que, de saberlo, se lo diría. Y algo más le digo, no sólo me alegro de que mi niño se haya escapado de su infierno, sino también de que haya perdido su talento para recomponer a sus marionetas".
–Uau... –murmuró Helena sin palabras.
–Mi madre es una mujer recia, de carácter –añadió divertido–. Aunque... yo no me alegro por lo segundo. Ahora Victoria se encarga de todo el trabajo. Es buena, de ésas que acaban carreras de Medicina, y yo la supervisé en las prácticas... pero no soy yo –suspiró.
Helena no dijo nada respecto a la añoranza que Kreuz parecía sentir por Redención y entraron en uno de los grandes parques de Dirdan, como una pareja más paseando una tarde de sábado.
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