.VIII


–¿Qué te parecen estas naranjas? –preguntó Kielan evaluándolas seriamente.

–Tienen buena pinta, pero son demasiadas para mí, se pudrirán –respondió Helena recordando el frutero mohoso.

–Si todas las mañanas te tomaras un zumo de dos o tres naranjas, las consumirías a tiempo.

–Supongo... –murmuró preguntándose dónde estaría el exprimidor polvoriento.

–Tienes que tomar más fruta –la regañó él–. Podrías llevarte una manzana al trabajo.

–Ki- –apretó los labios–. Cariño, ya vale, no trates de cambiarme tan rápido.

–Sólo pretendo ayudarte rápido –respondió echando el kilo de naranjas junto con el kilo de manzanas y las verduras variadas.

Helena suspiró resignada y echó un vistazo a su alrededor. El supermercado estaba tranquilo, nadie prestaba especial atención a Kielan, que recorría los pasillos comparando y acumulando productos como un experto amo de casa. "Si esta gente supiera a quién le están dando los buenos días y de dónde se ha escapado..." Le preocupaba que alguien lo reconociera; no había cambiado sus rasgos, tan sólo el color de pelo, de ojos y se había puesto gafas. Aunque Helena también experimentaba un morboso regocijo al ser la única allí que sabía que había un prófugo de Redención haciendo la compra semanal.

–¿Qué marca de aceite prefieres? –preguntó él, totalmente integrado en su papel de ciudadano normal.

–El más barato.

Kielan hizo un gesto desdeñoso y se leyó las etiquetas antes de decidirse por uno de gama media.

–¿Entonces para qué preguntas? –le espetó Helena.

–No sé, ¿para hacerte participe de lo que comerás?

–¿Así que me pides permiso para comprar aceite de oliva, pero no para otras cosas? –inquirió ofendida.

–Oh, vamos, ¿sigues con eso? –suspiró aburrido, parándose junto a la harina.

–¿Sigo? Lo dices como si hubiera ocurrido hace un año.

–Ni siquiera te enteraste. No lo sabrías si yo no te lo hubiera dicho.

–¿Y cómo pretendes que me lo tome?

–¿Qué tal bien por saber que no tienes nada de lo que preocuparte? –le propuso Kielan con un tonillo condescendiente.

–Jah, ¿cómo te crees que soy yo para tomarme las cosas tan bien como tú?

–Cierto, eres una histérica –respondió él y, después de considerar las opciones de harina de trigo que tenía, las desestimó todas y continuó adelante.

–¿Y cómo piensas que se lo hubiera tomado cualquier otra?

–No lo sé, ahora sólo me importas tú, cariño –respondió con lo que consideró fingida preocupación, pero que la hizo enrojecer igualmente–. Además, si te pidiera permiso, ¿me dejarías?

–¿P-Permiso para...? –balbuceó y se recordó que estando en un lugar público no podía decir nada comprometedor ni perder los nervios–. Si ya lo has hecho –respondió entre dientes, tratando de que el picor de los brazos no fuera más y acabara cargándose algún frasco.

–Me gustaría que me dijeras lo que notas –contestó Kielan con tranquilidad, caminando hacia la caja.

"Lo que noto..." Helena agarró un par de tabletas de chocolate y las echó en la cesta por pura desesperación. ¿Cómo le decía aquellas cosas?

Kielan cogió las tabletas y las devolvió a su sitio.

–¡Eh, el chocolate es bueno!

–Sí, pero mejor coge de aquél –señaló otra marca.

–Siempre cojo de éste.

–No quieras que te cuente secretos sobre esa empresa –dijo con el mismo tono que usaría para "no me obligues a ir a por mi maletín".

Helena frunció los labios y cogió del chocolate que él había señalado. Por lo menos había hecho que dejara de hablar sobre sobar su horrendo cuerpo.

Ella pagó, procurando no quejarse por la cuantía, y regresaron a casa con las bolsas.

–No ha estado mal –consideró Kielan mientras subían las escaleras.

–¿Acostumbras a hacer esto a menudo? –preguntó Helena deteniéndose en el rellano y sacó las llaves para abrir su casa.

–Ir a comprar, sí. Discutir en clave con... –esperó a entrar en el piso y a activar los hechizos de aislamiento– una paciente secuestrada, no. Eso es nuevo.

–Idiota –masculló ella yendo a la cocina–. Ya lo paso mal comprando, como para que me hables de esas cosas.

–Te recuerdo que el tema lo has sacado tú –Kielan dejó la carga sobre la mesa de la cocina y se dispuso a guardarlo todo en los armarios–. Y, por cierto, no me has respondido. ¿Me darías permiso? Quiero que me digas si notas alguna molestia en las zonas que palpo.

–Estoy sana –refunfuñó Helena cogiendo el gel de baño y llevándoselo a su sitio para tener una excusa para escapar.

–Con la vida que llevabas, no estaría tan seguro –respondió él desde la cocina.

Helena se cubrió la cara con las manos, notaba cómo venía otra crisis. Empezarían a volar pedazos de baldosa en cualquier momento.

–Eh, sólo te lo estaba preguntando –añadió Kielan desde mucho más cerca.

Ella se sobresaltó y apartó las manos de la cara.

–Lo que notaría sería tanta vergüenza, tanto asco, que... –a la cortina de la ducha le apareció un rasgón considerable.

–¿Por qué te avergüenza tu cuerpo? No es el pudor lo que te que atormenta.

Helena bajó la mirada.

–¿Por qué te desprecias? –insistió él acercándose–. No tienes deformidades, exageradas asimetrías ni sobrepeso, que podría ser lo que te acomplejara. ¿Qué es?

Ella negó con la cabeza. Escuchó crujidos en los azulejos.

–No es físico, ¿verdad? Es algo psicológico –con cuidado, Kielan le puso una mano en la mejilla y le hizo levantar la cabeza.

–Cicatrices –musitó Helena.

–Sí, ya he visto que tienes bastantes. ¿De verdad que es por eso? Yo tengo un montón también.

Helena cerró los ojos con fuerza y se tapó los oídos con las manos. Él no lo entendía, nadie podía hacerlo. Sintió la lluvia de yeso del techo.

Kielan, siempre ajeno al peligro, la rodeó con los brazos y la estrechó contra su pecho.

–No voy a insistir, pero me gustaría comprenderlo –le escuchó decir a través de las manos–. Cuéntamelo cuando seas capaz. ¿De acuerdo?

Helena apoyó la frente en su hombro, se descubrió buscando cobijo. Contuvo las lágrimas y asintió. Los azulejos dejaron de crujir.

–Sigamos colocando cosas –murmuró ella cuando se recompuso.

Después de ordenar la compra, pasaron a adecentar la casa, empezando por el dormitorio que ella usaba. Cambiaron las sábanas, barrieron y fregaron el suelo y quitaron el polvo a los muebles. Helena suspiró frente a su armario, estaba hecho un revoltijo. Además, la mitad de lo que tenía allí no le gustaba, se lo había comprado empastillada, guiada por las recomendaciones de gente que no conocía.

–¿Puedes explicarme qué haces tú con eso? –preguntó Kielan señalando la prenda que más desentonaba allí.

Helena dibujó una sonrisa triste y cogió la gorra de redentor.

–¿Te molesta? –preguntó haciéndola girar entre sus manos.

–Me suele molestar lo que va debajo de ella –respondió con una nota de humor–. Ahora me pica la curiosidad.

–Es una larga historia –murmuró.

–Estupendo –se sentó en la cama recién hecha–. Me he aburrido de ordenar.

Fue a sentarse junto a él y dejó la gorra sobre su regazo. Suspiró.

–Es de mi época en el internado –comenzó Helena–. Ya me medicaba casi como ahora. Como hasta ayer –se corrigió ante la mirada de advertencia de Kielan–. Los padres estaban más tranquilos porque no podía masacrar a sus hijas, pero, aun así, no tenía a nadie... –se le hizo un nudo en el estómago al recordar–. Álvaro no llevaba ni un año en Redención, era muy joven, no tenía ni diecisiete años. Y ya estaba empezando a afectarle.

–Vesania –intervino el doctor–. Así he denominado a la locura que nos infecta a todos los que pasamos por allí.

–Lo que... sea –estuvo tentada de preguntar qué era lo que tenía él, pero prefirió no perder el hilo–. Un día me llamó a mi cuarto, yo estaba hecha polvo y casi no me enteré de que me decía que tendría unos días libres. Dos días más tarde, cundió el caos. Corrió el rumor de que se había presentado un redentor de uniforme.

–No puede ser –rio Kielan a carcajadas–. ¿De verdad lo hizo?

–Sí –asintió despacio, melancólica–, lo hizo. Álvaro se plantó delante de la Directora y le exigió ver a Helena Raez. No dio su nombre. Y todos pensaron lo mismo.

–Que venía a llevársete.

Ella asintió.

–La Directora intentó explicarle que, estando medicada, no era un peligro –continuó, haciendo que Kielan se siguiera riendo–. Compañeras que no me dirigían la palabra, que me hacían el vacío normalmente, se acercaron a recomendarme que saliera corriendo.

–Qué detalle. ¿Y tú qué hiciste? Porque no creo que supieras que era tu hermano.

–No, no lo sabía –murmuró ella–. Yo me quedé paralizada, no entendía por qué, si hacía meses que no rompía ni un papel. Las compañeras me agarraron con intención de sacarme del comedor. Pero entonces entró él y les ordenó que se detuvieran.

–Déjame adivinar, te dejaron a tu suerte.

–Totalmente. Se hizo un vacío de diez metros a mi alrededor. Todos se quedaron mirando cómo aquel redentor se acercaba a mí. Con las botas tintineando. Todavía me acuerdo del ritmo.

–Sí, por eso lo hacen, para que, con sólo oírlos acercarse, se te hiele la sangre –explicó Kreuz.

–Lo sé, ¿olvidas que soy la hermana de un redentor?

–Cierto. Sigue. ¿Qué hizo ese loco?

–Plantarse delante de mí. Llevaba el uniforme completo, gorra, gafas y guantes. Me costó reconocerlo con la cara tan seria. Mientras, el comedor estaba en silencio absoluto. Entonces él se quitó las gafas y dijo "Helena", yo respondí "¿Álvaro?". Y el abrazo que me dio las dejó estupefactas a todas –sonrió al recordarlo.

A Kielan le dio la risa floja.

–Me preguntó que qué tal estaba, que qué tal las clases, a ver si me trataban bien... Allí en mitad. Después se quitó la gorra... me la plantó y se me llevó, sí, pero a tomar helado.

–Y te la regaló –señaló la gorra.

–Sí, me la regaló. Aunque creo que la Alcaidesa lo castigó por ello.

–Cualquier excusa es buena para ella –Kielan hizo una mueca de desagrado–. ¿Y cómo se lo tomaron en el internado?

–La Directora montó en cólera y exigió hablar con la jefa de mi hermano –respondió Helena y no pudo reprimir una risita–. Y el trato de las compañeras no mejoró, las que habían pretendido que huyera se sentían traicionadas, pero como no podían hacerme más el vacío...

–Mientras no te hicieran daño...

–¿Hacer daño a la hermana de un redentor que saca el uniforme y los modales del trabajo? –cuestionó ella alzando las cejas.

–Cierto –asintió Kielan–. Me ha gustado la historia –le quitó la gorra de las manos y se la plantó en la cabeza, tal y como había hecho Álvaro–. Y me gusta cómo te queda.

–Por favor, yo no sería una buena redentora. Me rompería en la primera semana y con este poder... –se miró las manos.

–Una golosina demasiado tentadora para la Alcaidesa –murmuró él lúgubre.

Ella quiso quitársela, pero Kreuz no se lo permitió.

–No, déjatela un rato.

–No tendrás un fetichismo morboso, ¿no? –planteó recelosa.

–Qué va, pero no puedo evitar sentirme un poco como en casa –Kielan hizo una mueca melancólica y resignada.

–Ah... –su repuesta la dejó descolocada. Se ajustó bien la gorra–. Por cierto, sí que hubo un par de compañeras con las que empecé a relacionarme, pero fue cosa de una profesora. Casi las coaccionó para que estuvieran conmigo.

–Qué maja esa profesora. ¿Y te fue bien con esas compañeras? –preguntó recuperando la jovialidad.

–Sí... –no quería hablar de ellas, tenía los recuerdos muy difusos y tenía miedo de recordar algo desagradable.

–Perfecto. Ahora vamos a preparar la comida –dijo tirando de su antebrazo para sacarla del dormitorio.

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