.II

Abrió los ojos despacio. Parpadeó lentamente un par de veces, aturdida. Enfocó la vista. El mueble que tenía ante ella le era conocido, era su sofá. Junto a él, Álvaro la miraba desde la foto. Estaba incómoda, Helena quiso cambiar de postura, pero se encontró atada a una silla de la cocina. El terror regresó de golpe. Se debatió sin éxito, las cuerdas la ceñían sin compasión. Desesperada, dejó escapar un quejido, pero éste no llegó a salir de su garganta. Estaba enmudecida.

Miró a su alrededor con ansiedad, la luz que tenía procedía de la cocina. Le sorprendió que fuera cálida y potente, no la mortecina a la que ella estaba acostumbrada. Le llegaba olor a comida y estaba claro que alguien cacharreaba por allí como si fuera su casa. Se volvió hacia la foto, ¿sería Álvaro? El aparecer así, dormirla y atarla mientras preparaba la cena no iba con él, pero podía ser que el trabajo le hubiera afectado más de la cuenta, no lo descartaba.

Tomó impulso y trató de mover la silla para llevársela a alguna parte, no sabía muy bien con qué propósito. Pero las patas estaban ancladas al suelo, por lo que no se desplazó ni un milímetro. Helena volvió a emitir un quejido sin sonido alguno.

Abatida, dejó caer la cabeza sobre el pecho. Había escuchado historias terribles por parte de Álvaro y había leído qué tipo de gente detenía su otro hermano. Lo más probable era que estuviera en el papel de víctima en una de aquellas pesadillas. Sollozó muda, no era aquello lo que había pretendido al desear desaparecer. Regresó el terror y se sacudió estrangulándose el cuerpo. Por una vez, deseaba ver resquebrajarse el suelo, reventar los cristales...

–Has despertado –comentó una voz masculina procedente de la cocina, no percibió ninguna emoción en ella, no estaba enfadado ni alegre, ni siquiera sorprendido o frustrado.

Helena se quedó paralizada y contuvo el aliento. No reconocía la voz, era lo único que sabía en ese momento. Se volvió lentamente, sabiendo que conocería al que sería su torturador, posiblemente hasta la muerte. A contraluz no pudo distinguirlo bien, pero le pareció un chaval joven. "Uno de las historias de Álvaro", se dijo tragando saliva.

–Perdón por mi falta de modales –se disculpó él acercándose. Pudo ver que se había puesto el mandil verde que ella había comprado hacía años y nunca sacaba del cajón–. Creo que he perdido buena parte de mi civismo en Redención.

Helena volvió a quedarse sin aire al ver su pelo bicolor, conocía aquella coronilla blanca, Álvaro le había hablado mucho de ella. Sabía quién la había secuestrado. Se estremeció hasta la médula, ahora comprendía a qué se debía el ataque: era una venganza.

–¿Sabes quién soy? –preguntó él sentándose en el sofá frente a ella.

Helena no movió ni un músculo. La había secuestrado Kielan Kreuz, uno de los presos fugados de Redención cinco meses atrás. Y Helena sabía muy bien lo loco que estaba. Él esperaba su respuesta con paciencia, echó un vistazo a su alrededor y su mirada recayó en el portarretratos, que cogió y estudió interesado.

–Aquí Álvaro parece hasta cuerdo –comentó Kreuz con sorna–. Se lleva muy bien contigo, ¿verdad? –la miró esperando su colaboración–. Claro que sí, eres la única persona a la que quiere.

Kreuz dibujó una leve sonrisa y ella se tensó. ¿Era eso por lo que la atacaba, por ser la hermana querida del redentor que le dejó la mitad del pelo blanco? Apretó los labios, imaginándose cómo quedaría su cuerpo después de que usara con ella el bisturí.

–¿Estás molesta por cómo te he tratado? –preguntó él sin más, dejando la foto de nuevo sobre la mesilla.

Helena no varió ni un ápice su expresión. ¿Se estaba burlando de ella? Kreuz suspiró aburrido.

–Puedes asentir y negar con la cabeza, ¿por qué no lo haces?

A ella le temblaron los labios, pero no reaccionó más allá.

–No me queda claro si se debe al miedo, al enfado o al desprecio –murmuró para sí mismo y esperó cinco segundos antes de darse por vencido–. De acuerdo, cambiemos de estilo –se resignó y se puso en pie.

Helena se revolvió al ver que se perdía en la cocina y regresaba al poco con un maletín que abrió en el sofá. Soltó un gemido mudo y angustiado al contemplar la colección de bisturís, tijeras y agujas que sacó de una sola pasada.

–Comunícate conmigo, por favor –pidió con una suavidad que contrastaba con lo afilado del instrumental–. Eres Helena Raez, ¿verdad?

Ella quiso aguantar un poco más, no tenía sentido responder a preguntas cuya respuesta él ya conocía, pero verlo acariciar los escalpelos, como si pensara en cuál de ellos escoger, aflojó su decisión y dejó caer su cabeza una vez para asentir.

–¿Eres la hermana mayor de Álvaro Raez, apodado Dämonhand, o Dämon, actual guardián torturador de Redención?

Helena volvió a asentir, sintiendo que sus tripas se encogían, como queriendo huir de los bisturís.

–¿Y hermana menor de Lucián Raez, apodado Arcángel, actual Inspector BAMO?

Ella asintió una vez más, conteniendo el llanto. La debilidad estaba muy mal vista en el Infierno Gris.

–Menuda familia. Estás entre un ángel y un demonio, ¿qué eres tú?

Helena bajó la mirada. "Yo sólo soy una estúpida inútil."

–¿Te he ofendido? –preguntó Kreuz–. ¿Te he ofendido? –preguntó marcando las palabras al no obtener respuesta.

Ella negó sin levantar la mirada.

–¿Te asusto? –continuó interrogando y se acercó un paso.

Helena lo admitió asintiendo, y se echó a llorar al ver que había cogido un escalpelo.

–Oh, vamos, ¿se puede saber qué te ha contado Álvaro de mí? –la tomó suavemente por la barbilla con la mano libre–. No te habrá contado que sea un carnicero, ¿verdad? –interrogó con súbita dureza.

Ella se apresuró a negar.

–¿Entonces qué te ha contado?

Helena hizo un gesto ambiguo, no se veía capaz de expresarlo con muecas. Él captó el problema.

–Voy a quitarte el hechizo de enmudecer. Espero que seas lo suficientemente madura como para no ponerte a pegar gritos. ¿Vas a ser madura? –quiso saber con un punto de paternalismo.

Ella asintió y, al instante, su garganta pudo emitir sonidos. Tosió y después procuró que no se le escaparan sollozos aterrados.

–¿Y bien, qué te ha contado Álvaro?

Helena dudó unos segundos, pero no quiso arriesgarse a que pusiera el bisturí en práctica.

–Que estás loco –murmuró acongojada.

–¿Qué? –interrogó Kreuz y ella se encogió temiendo las consecuencias de haberlo ofendido–. ¿Que yo estoy loco? –soltó una carcajada que Helena no supo si catalogar como divertida o desquiciada–. ¿Eso dice tu hermano, el redentor de la mano demoniaca, el de las siete descargas, el que se encierra con Klakla y sus gritos monosilábicos le parecen agradables? –el prófugo tuvo que sentarse junto a su maletín para continuar riéndose–. ¿El mismo que sufre arranques violentos de ira, que su arma preferida es un bate de metal, que lleva la contraria a la Alcaidesa y que no acabó como compañero de la F por los pelos?

A Helena se le descompuso la expresión.

–¿Iban a meterlo como preso? –se preocupó.

–¿Eso no te lo ha contado? –comentó Kreuz sin sorprenderse demasiado, alzando las cejas–. La Alcaidesa estuvo tentada de encerrarlo por su comportamiento durante la fuga de Klakla. Pero al final él encontró la forma de librarse –suspiró con una sonrisa–. Así que tu hermano, el desequilibrado violento, te ha dicho que yo estoy loco –repitió divertido–. Pero, ¿para bien o para mal? Quiero decir, no me habrá puesto al mismo nivel que Allistor, ¿verdad?

Helena se estremeció de una forma muy visible. Con Blackbridge sí que tendría asegurada una agonía cruel hasta la muerte.

–No... Habla bastante bien de ti –musitó con la vista baja.

–¿Entonces a qué vienen esos lloros?

Levantó la vista y lo miró con los ojos como platos. ¿Cómo que a qué venían...?

–Me has... atado –le recordó ella–. Has entrado en mi casa, me has quitado todas mis medicinas, me has atacado, drogado, me he despertado aquí atada y has desplegado todo eso delante de mí. ¿Te estás riendo de mí? –terminó preguntando, conteniendo la histeria a duras penas.

–No, no me río de ti –respondió Kreuz serio.

–Entonces, o lo estás preparando todo para hacerme... para abrirme... mientras pretendes ser majo, o no estoy entendiendo de qué va esto –le respondió Helena alzando un poco la voz por el estrés.

–Lo segundo –contestó él sin mostrar ni un ápice de intención de bromear–. Vayamos por partes. Primero, quiero pedirte perdón por mi falta de modales. Por entrar en tu casa sin permiso, acecharte hasta encontrar el momento adecuado y drogarte para poder atarte.

Helena estaba atónita.

–Soy un prófugo y, si tienes la mitad de habilidades e ingenio que tus hermanos, podrías haberme dado problemas. Así que he querido cubrirme las espaldas. Sé que no es excusa, pero espero que lo entiendas dada mi situación.

Ella parpadeó, aquello era una desfachatez.

–Segundo, tus medicinas. Te las he quitado, sí, porque mi idea al venir aquí es curarte.

Helena abrió la boca para preguntar, pero él continuó.

–Y, tercero, el despliegue de mi instrumental. No tenía intención de intimidarte, pero dado que te has cerrado en banda, he tenido que sacudirte un poco para poder mantener un diálogo inteligente contigo –jugueteó con el bisturí como si fuera una lima–. Supongo que esto significa que tu respuesta a mi pregunta de si estabas molesta por el trato es afirmativa.

Ella se esforzó para asignar prioridades a todo lo que se le ocurría.

–¿De qué quieres curarme? –preguntó recelosa.

–Es evidente que estás tan desequilibrada como Álvaro, sólo que tú eres más de volver la frustración hacia ti misma.

Apretó los labios avergonzada, pero no se confió.

–¿Qué pretendes hacerme? –quiso saber controlando su miedo.

–Oh, tranquila, nada de buscar piedras de la locura ni probar fármacos experimentales. Yo había pensado en sencilla terapia psicológica.

–¿Por qué?

–Está claro que los ansiolíticos no son efectivos. Para evitar tus crisis y, por consiguiente, bloquear tu poder destructivo, tienes que suministrártelos a unos niveles que te anulan por completo.

–No, que por qué quieres curarme –puntualizó Helena, que no quería escuchar lo que ya sabía–. Soy la hermana de un redentor –añadió con cautela.

–Sí, y qué redentor, justo el que, después de la fuga de Klakla, se volvió amistoso con nosotros. Dejó de estar cabreado conmigo por lo de su mano y empezó a pedirme consejo médico para ciertas cuestiones. ¿Te ha contado eso?

–Más o menos...

–Me pedía opinión, sobre todo, para un caso de ansiedad patológica unido a un poder demoledor. Nunca me dijo que se tratara de ti, pero he estado investigando y en seguida he atado cabos.

–Pero... ¿por qué? –insistió ella. No lo comprendía.

–Siempre me ha gustado arreglar lo que me rodea y, cuanto más difícil y peligroso sea, mejor. ¿La hermana de un redentor y un BAMO, que sufre unas crisis que, sin medicación, hacen que pueda destrozar toda una habitación sin mover una ceja? Me negarás que no es interesante –exclamó encantado Kreuz.

–Eh... –Helena no sabía qué decir, era la primera vez que trataban su caso como algo interesante y no como un monstruo que hubiera que encerrar bajo llave.

–¿Alguna pregunta más? –quiso saber y le sonrió, parecía tan emocionado como un niño en su cumpleaños.

–N-No... de momento. Bueno, sí, ¿vas a soltarme?

–Depende. ¿Puedo fiarme de ti?

–¿Ah? N-No voy a atacarte y hace años que no rompo nada... grande.

–Me refería a intentar escapar. Aunque, siendo sincero, la puerta y las ventanas están bloqueadas, el piso, insonorizado, y los espejos, desactivados.

–¿Entonces qué temes que haga? –preguntó desconcertada, era obvio que no tenía ninguna oportunidad.

–Siendo familia directa de ése al que llaman Dämon, la verdad, cualquier cosa –admitió burlón poniéndose en pie.

–Eh... –no entendía qué quería decir con aquello, pero prefirió no preguntárselo.

Kreuz la rodeó y soltó las cuerdas que la mantenían pegada al respaldo. Ella se apresuró a levantarse y a girarse hacia él para no perderlo de vista. Aunque la verdad era que el prófugo no parecía decidido a usar el instrumental afilado con ella, por el momento. Una vez que Helena se hubo asegurado de que su integridad no corría peligro inmediato, se dio cuenta de que no iba vestida como había llegado a casa.

–¿Y... mi ropa? –preguntó temiéndose lo peor.

–Secándose, estaba empapada –explicó Kreuz enrollándose la cuerda en torno a la mano.

–Ah... ¿y ésta? –Helena se miró el cuerpo de nuevo y empezó a temblar.

–Es tuya. O, al menos, estaba en tus cajones.

–¿M-Me la has puesto.... tú? –preguntó, notando cómo algo en su interior se quebraba.

–Claro, no hay nadie más en este piso –un par de vueltas más y terminó de recoger la cuerda–. Me he encargado de ello.

–T-Tú... –la ansiedad le impidió respirar–. Tengo que ir al baño –se excusó y corrió a encerrarse.

Aunque tenía la tentación de acurrucarse en la bañera, a Helena la venció la rutina y la necesidad. Abrió el botiquín, ansiosa por encontrar sus pastillas, pero no encontró ni un mísero remedio para el dolor de cabeza. Se dobló por la mitad sobre el lavabo y enmudeció los quejidos por voluntad propia.

Lo había visto. Había visto su horrible cuerpo desnudo.

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