Siete

«Promesas y helados»

Tres días después, temprano en la mañana, James bajaba de la escalera. Se ajustaba el sombrero y notó que su madre lo esperaba al pie. No le hablaba desde que él le informó que se había comprometido.

Le sonrió, él no era el que estaba en pie de guerra.

―Buenos días, madre ―saludó al llegar frente a ella.

Julia no desperdició su tiempo y atacó:

―¿Una asignación de cincuenta libras mensuales? ¿Fideicomiso? ¿Compensación en caso de no tener hijos? ¿Qué más le vas a dar? ¿Un pony?

Los cuestionamientos de su madre respecto al acuerdo nupcial le daban la satisfacción de que no soportó el silencio en los últimos días. El día anterior se reunió con su abogado en su despacho, su madre debió estar husmeando con la oreja pegada en la puerta.

James hizo una mueca, aprobando la última idea de su madre y dijo:

―Fíjate que un pony no es mala idea, con lo pequeña que es mi prometida, un caballo sería un exceso.

―Estoy hablando en serio, Wexford. ¿No crees que estás siendo demasiado generoso para una joven sin dote?

―Precisamente, madre. Conociendo cómo es Althea, sé que le dará parte de su asignación a su madre para no dejarla desamparada. Es inteligente, aprenderá a multiplicar su dinero si se lo propone... Y sobre la compensación. ¿No crees que es poca cosa arriesgarse a concebir y perder? Sabes muy bien lo que es perder un bebé y casi morir.

―Ese fue un golpe bajo, Wexford. ―Y ese era el motivo por el cual James era hijo único. Después de él, algo pasó en su cuerpo que ya no pudo llevar a término ningún embarazo. Su esposo la comprendía y la amó todavía más. Al punto de hacer todo lo posible para evitar dejarla encinta. Cuánto lo amó, cuánto lo extrañaba.

James se dio cuenta de su error. No logró controlar la velocidad de su pensamiento con lo que salía de su boca, y es que la mayoría de las veces no tenía que hacerlo frente a Julia.

―Lo sé... lo siento, me excedí... Pero es que quiero que entiendas que mi generosidad es la misma que tuvo mi padre contigo. Madre, ¿por qué juzgas a lady Althea sin conocerla?

―Actuó de mala fe. De haber sabido que la estaba ayudando a casarse contigo con ese estúpido desafío le habría cambiado las palabras.

―Si hizo lo que hizo fue porque... Bueno, tu reputación te precede... No subestimes el ingenio de mi prometida, ni la firmeza de mi determinación.

―Solo está interesada en tu fortuna.

―¿Y no son esas las reglas?

―Sabes que puedes torcerlas.

―Siempre lo hago madre, que tú no lo veas es otra cosa. Ahora si me disculpas, iré a ver a mi prometida. Debemos firmar el acuerdo nupcial.

Julia se quedó mirando la espalda de su hijo y se cruzó de brazos en un intento de mantenerse firme, aunque solo fuera una fachada. La vehemencia de las palabras de James la desconcertaba. ¿Era solo por contrariarla o porque de verdad él deseaba un enlace con esa pequeña deslenguada? Algo en su corazón la inquietaba. Ella había adorado al padre de James y sabía terrible lo que era comprometerse de por vida con la persona equivocada. Un fracaso monumental y un desperdicio de vidas. Vio cómo las alianzas mal pensadas arrastraban familias enteras al sufrimiento, convirtiendo esas promesas hechas en el altar en una cadena de resentimientos, de odio y pesar.

No podía permitir que su único hijo cayera en esa trampa y terminara pagando el precio de una mala e impulsiva decisión.

*****

La mañana fue larga y agotadora para Althea. Después de haber firmado el acuerdo con Wexford, fueron a la iglesia a fijar la fecha de su matrimonio. Apenas le daba tiempo para preparar su ajuar de novia, pero aquello no la desanimaba. Sabía que sería especial.

En un mes más sería la esposa de James, la nueva condesa de Wexford.

Como estaban comprometidos no era necesario que llevaran una carabina. Paseaban tomados del brazo por Berkeley Square, rumbo al Gunter's Tea Shop. La primavera en toda su magnitud los abrazaba con un tibio calor e inundaba sus sentidos con el aroma a flores y verdor.

Conversaban de todo un poco. Hablaban de sus familias, de sus infancias, lo que les gustaba, lo que les desagradaba y, por supuesto, también del tiempo.

Por su paso dejaban miradas especulativas y susurros disimulados. La dispar pareja llamaba la atención por donde fueran. Althea no se dejaba intimidar, alzaba su barbilla con clase y distinción. James con su porte altivo y su férreo agarre la llenaba de seguridad. A él parecía no afectarle el revuelo que estaban causando. Su actitud era la de un hombre tan acostumbrado a lidiar con el peso del mundo y hacerlo parecer ligero. Eso la tranquilizaba, pero a la vez la inquietaba. Vaya dicotomía. ¿James sería capaz de sostener esa calma cuando se conocieran de verdad? ¿O solo era una fachada que se derrumbaría cuando se casaran?

Él saludaba a conocidos con inclinaciones de cabeza, mas ninguno los detuvo para charlar y obtener algún detalle jugoso de ese inaudito compromiso. La expresión severa de James no les permitía a los curiosos a avanzar más allá de las superficiales cortesías. Althea admiró en silencio lo natural que parecía en su rol protector. ¿Siempre era así de atento? Su madre siempre decía que no debía confiarse, que después del matrimonio los hombres mostraban su verdadero carácter, pero James parecía decidido a demostrar cómo era desde el comienzo.

Entraron al pequeño salón de té, era más íntimo y tranquilo. La acción y atractivo del Gunter's se encontraba en la plaza, donde se congregaban los carruajes. Los meseros corrían a tomar pedidos y servir helados, eran como abejas obreras yendo de aquí para allá en la colmena.

James, como todo un caballero, le movió la silla a Althea para que ella se sentara. Acto seguido, él se sentó frente a ella. Un mesero apareció enseguida para tomar su pedido.

Ambos tomarían helado, James probaría el de flor de sauco, y Althea prefirió probar chocolate y cereza.

Cuando el mesero se retiró se cernió entre ellos un cómodo silencio. James le tomó la mano a Althea, era su nuevo pasatiempo, le encantaba entrelazar sus dedos entre los de ella, evidenciando el contraste con sus tonos de piel. La delicada y diminuta mano se perdía entre las suyas.

―Estoy pensando en qué tipo de anillo le gustaría para nuestro matrimonio. ―La miró a los ojos―. Definitivamente debe llevar una esmeralda o un jade.

―¿Por qué?

―Por sus ojos... Apuesto que le han dicho muchas veces que son preciosos.

―Sí, es lo único que atinaban a elogiar los caballeros... ―Esbozó una sonrisa―. Pero usted nunca lo ha hecho hasta ahora.

―Es más llamativa su forma de ser que el color de sus ojos. Pero siempre me han impresionado, cambia el tono dependiendo de la luz. No es lo mismo de día, de noche, si está soleado o nuboso... Incluso cambia cuando está furiosa o... como ahora que se ven más cristalinos y brillantes... Son realmente fascinantes.

Althea se ruborizó. Ningún elogio a sus ojos podía superar las palabras de James. En honor a la verdad replicó:

―A mí siempre me ha gustado su voz.

―Sus gustos son peculiares, a la mayoría de las damas la intimida.

―No sé, tiene algo que me produce algo que no sabría explicar. Pero cuando habla en español... esa sensación se intensifica. Se me eriza la piel y... ―Bajó la mirada. Había hablado demasiado y se sentía vulnerable al confesar algo tan íntimo... Era como estar desnuda. Sin embargo, había algo liberador en ello. Si James era capaz de aceptarla tal como era, con sus debilidades y fortalezas, quizás habría esperanza de aceptarlo todo de ella. De momento, la única certeza que tenía era que si quería que su relación progresara, debía ser honesta y también aprender a confiar en James, por lo que añadió―: Y siento que, de alguna forma, usted entra en mí, se queda dando vueltas en mi cabeza...

James esbozó una media sonrisa arrogante, impostó su voz para que fuera más suave y seductora, y dijo en español:

Al parecer, querida Althea, mi voz la excita... ¿Le parece si mejor nos tratamos con menos formalidad?

Althea se tapó la cara con las manos. No tenía idea de lo que le había dicho James, pero fue como si le hubiera acariciado la piel de todo su cuerpo. Ni siquiera pudo reprimir el escalofrío que le provocó.

James rio bajo, casi como un gruñido. Althea se abanicó la cara y repuso:

―Oh, voy a tener que aprender español, o usted quizás qué cosas dirá y yo no entenderé... ¿Qué fue lo que dijo ahora?

Él respondió con una verdad a medias, no quería escandalizar a su prometida... Aún no, eso sería en la noche de bodas.

―Solo dije que a usted le fascina mi voz... y si le parece que dejemos las formalidades. Tratémonos con nuestros nombres de pila.

―Es... estoy de acuerdo... James.

―Fabuloso, Althea

En ese momento llegó el mesero con los helados y sirvió. Althea sonrió, emocionada, nunca lo había probado, era un verdadero lujo.

Enterró la cuchara en la bola de chocolate y sacó un bocado, mas no lo probó de inmediato y dijo:

―Tus ojos son como el chocolate, James. ―Él la miró, justo en el momento en que ella se llevaba la cuchara a la boca. Fue como caer en un hechizo. Sus ojos siguieron el movimiento de esos labios, del roce de la lengua contra la cuchara, la forma en que se formaba una ligera sonrisa, como si desafiara a su autocontrol. Y entonces, llegó lo peor... Un gemido de placer se escapó de ella, tan tenue como devastador. Fue como un pianista que tocaba la tecla precisa logrando un sonido perfecto. Algo rugió en su interior, el impulso primitivo de besarla y arrancarle más sonidos como ese. Le costó toda su fuerza de voluntad mantenerlo a raya―. Es una verdadera delicia... digo el helado. ¿Quieres probarlo?

Le encantaba Althea, devolvía todos sus golpes, ya fuera a propósito o no.

―Sí, dame... de tu cuchara.

Althea parpadeó, titubeó por solo un segundo, y tomó el desafío. Sacó un bocado y se lo ofreció.

James probó, saboreó... Sí, era una delicia. Sonrieron. Ella preguntó:

―¿A qué sabe el de flor de sauco?

―Ni idea. Es la primera vez que entro a este lugar. ¿Quieres?

―Sí...

Y así ambos compartieron el helado, sacando de la copa del otro, mezclando sabores, haciendo bromas, riendo. Pidieron más; flor de jazmín, pistacho, café con leche, vainilla y bergamota, e hicieron de esa experiencia algo inolvidable.

A medida que compartían el helado y las risas, las palabras llenaban el espacio entre ellos. Althea sintió algo extraño, como si ese momento fuera demasiado perfecto, demasiado fácil para alguien como ella. ¿Se iba a entregar a esa chispa de felicidad? Apretó los labios para reprimir el impulso de vacilar y decidió solo disfrutar del momento. Aunque fuera solo un instante, lo recordaría toda la vida.

―Tienes una mancha a tu derecha ―señaló James. Althea, sin ningún remilgo, sacó la lengua para lamer, pero no alcanzaba―. Espera, querida. ―Con su pulgar limpió la piel, dejó su mano percibiendo su calor un poco más de lo apropiado―. Ya está, como nueva.

Se chupó el dedo y le sonrió. Althea todavía podía sentir el toque cálido de la mano de James. Se preguntó cómo se sentiría ser acariciada por él. Era impactante que una mano tan grande fuera tan sutil.

Soltó un suspiro. Estaba feliz de no tener un compromiso largo... Tal vez se estaba enamorando. Era un pensamiento aterrador a la par de reconfortante. Como si fuera un salto al vacío con la certeza de que sería atrapada justo al llegar al fondo. ¿Podría confiar en que James la sostendría, no solo con la fuerza de sus brazos, sino de todo su ser, toda su alma? Suspiró, dejando que esa idea se asentara en su mente y en su corazón y se sintiera como la promesa de que vendría algo más.

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